La imagen se ha desteñido con los años, el
recuerdo se ha difuminado, y los pixeles de la memoria se han agrandado,
disminuyendo el detalle y los colores, pero manteniendo los sentimientos y
sensaciones.
Había nevado. Mucho. En aquellos años las
nevadas no eran tan excepcionales como para que los telediarios abrieran con
ellas, ni había tantos coches como para que los copos de nieve provocaran un
desastre circulatorio. La calle presentaba no ya un manto blanco, sino una
soberana manta nívea que cubría aceras, calzada y descampados con varios
centímetros de ese polvo invernal que tanto nos gusta.
En la esquina había una mujer y un niño. Esa
esquina esta frente a mi casa, bueno, la casa de mis padres, pertenece a uno de
los pocos edificios que había allí cuando nos mudamos, hace más de cuarenta
años. La mujer era mi madre, y yo el niño, envuelto en un abrigo de lana negro,
o tal vez gris. Estábamos uno junto al otro, de espaldas al edificio en el que se
encontraba nuestro hogar. Nos veo desde la terraza de mi casa, aunque yo sea
ese niño pequeño, de no más de cinco años, moreno y de cara regordeta. Me
recuerdo serio.
Un hombre mayor está enfrente de nosotros. El
maestro. Todavía no había desaparecido la figura venerable del maestro de
escuela, que tan bien supo retratar el fallecido Fernando Fernán Gómez en La lengua de las mariposas. En muchos de
los pueblos de España la educación primaria, al menos en las primeras etapas,
estaba a cargo de estos hombres y mujeres, y muchos de nosotros iniciamos
nuestra formación con ellos. Aquella escuela estaba en los bajos de uno de
los edificios de la calle cercana, y tenía el nombre que otras muchas llevan y
llevaron: San José de Calasanz. Recuerdo la clase y los pupitres, todos los
niños en una misma sala, sin importar edades ni condiciones: el hijo del
maestro, los niños pequeños…
El hombre está hablando con mi madre. Las
palabras o sonidos ya se perdieron, los gestos apenas se reconocen, ni siquiera
el rostro de mi madre permanece. Ahora la escena ha cambiado, y la cámara de mi
mente está junto a nosotros, en un plano general corto conmigo al frente. Miro
al hombre mayor, creo que debería estar cerca de los sesenta años, una persona
muy vieja para mi cortos estándares, con una barba blanca que le daba más años
quizás de los que tenía.
Me sonríe. Me ofrece un caramelo, mientras mi
madre me dice que tengo que ir con él, que vaya a la escuela.
Aquí acaba la imagen. Es uno de mis primeros
recuerdos, recuerdos que no son reales, sucesos que pudieron bien ser momentos
de un sueño o ideas que me formé en conversaciones. A esa edad, podemos vivir
los sueños con tanta intensidad que se convierten en nuestra vida real.
Desgraciadamente, perdemos esa virtud con los años.
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