viernes, noviembre 09, 2012

Polvo de estrellas


La imagen se ha desteñido con los años, el recuerdo se ha difuminado, y los pixeles de la memoria se han agrandado, disminuyendo el detalle y los colores, pero manteniendo los sentimientos y sensaciones.
Había nevado. Mucho. En aquellos años las nevadas no eran tan excepcionales como para que los telediarios abrieran con ellas, ni había tantos coches como para que los copos de nieve provocaran un desastre circulatorio. La calle presentaba no ya un manto blanco, sino una soberana manta nívea que cubría aceras, calzada y descampados con varios centímetros de ese polvo invernal que tanto nos gusta.

En la esquina había una mujer y un niño. Esa esquina esta frente a mi casa, bueno, la casa de mis padres, pertenece a uno de los pocos edificios que había allí cuando nos mudamos, hace más de cuarenta años. La mujer era mi madre, y yo el niño, envuelto en un abrigo de lana negro, o tal vez gris. Estábamos uno junto al otro, de espaldas al edificio en el que se encontraba nuestro hogar. Nos veo desde la terraza de mi casa, aunque yo sea ese niño pequeño, de no más de cinco años, moreno y de cara regordeta. Me recuerdo serio.

Un hombre mayor está enfrente de nosotros. El maestro. Todavía no había desaparecido la figura venerable del maestro de escuela, que tan bien supo retratar el fallecido Fernando Fernán Gómez en La lengua de las mariposas. En muchos de los pueblos de España la educación primaria, al menos en las primeras etapas, estaba a cargo de estos hombres y mujeres, y muchos de nosotros iniciamos nuestra formación con ellos. Aquella escuela estaba en los bajos de uno de los edificios de la calle cercana, y tenía el nombre que otras muchas llevan y llevaron: San José de Calasanz. Recuerdo la clase y los pupitres, todos los niños en una misma sala, sin importar edades ni condiciones: el hijo del maestro, los niños pequeños…

El hombre está hablando con mi madre. Las palabras o sonidos ya se perdieron, los gestos apenas se reconocen, ni siquiera el rostro de mi madre permanece. Ahora la escena ha cambiado, y la cámara de mi mente está junto a nosotros, en un plano general corto conmigo al frente. Miro al hombre mayor, creo que debería estar cerca de los sesenta años, una persona muy vieja para mi cortos estándares, con una barba blanca que le daba más años quizás de los que tenía.

Me sonríe. Me ofrece un caramelo, mientras mi madre me dice que tengo que ir con él, que vaya a la escuela.

Aquí acaba la imagen. Es uno de mis primeros recuerdos, recuerdos que no son reales, sucesos que pudieron bien ser momentos de un sueño o ideas que me formé en conversaciones. A esa edad, podemos vivir los sueños con tanta intensidad que se convierten en nuestra vida real. Desgraciadamente, perdemos esa virtud con los años.

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