“A veces los sueños no nos dejan ver la
realidad.”
Las palabras le sorprendieron con la mente en
blanco, mientras miraba abstraído los colores cambiantes del mar, haciendo que
estuviera a punto de dejar caer su termo de café ya frío. Al darse la vuelta se
encontró cara a cara con un hombre de pelo blanco y barba descuidada, de edad
indefinida, que le observaba con una sonrisa amable, acogedora..
“Me llamo Saúl” le dijo, tendiendo una mano
que demostró dar apretones firmes y reconfortantes. “Le he estado viendo desde mi ventana, allí
arriba.”
“Allí arriba” era la cima del promontorio en
el que se encontraban. Una casa pequeña, blanca, se asomaba por encima del
verde de los tejos y brezos. Si se hubiera fijado un poco más, habría visto un
fino sendero, medio escondido entre los arbustos, que llevaba desde la casa al
mirador, el camino que Saúl había recorrido esa tarde para estar junto a él.
“Una magnifica vista, ¿no es cierto?” siguió el
anciano. “Vengo a menudo aquí, a observar las olas y las gaviotas…”
Como si le hubiera escuchado, esperando su entrada, una gran gaviota
les sobrevoló, aprovechando el viento que subía por el acantilado para remontar
el vuelo y adentrarse en tierra firme, en busca quién sabe de qué.
“Cuando yo era pequeño esto no era más que una
plataforma de tierra, nada que ver con este mirador que nos ha construido la
diputación, con esos bancos de madera y el parapeto de piedra. Aquí veníamos
las noches de tormenta para ver en la distancia los barcos de nuestros padres,
y a rezar por su vuelta sanos y salvos. ¿Y a usted? ¿Qué le trae a este rincón
de la costa?”
Al hacer la pregunta se había girado y sus
ojos claros se clavaron en el visitante. Este, un poco desconcertado por la
presencia del viejo, no encontró las palabras adecuadas para responder a su
pregunta. Por toda respuesta, se acodó de nuevo en el parapeto, mirando al mar,
esperando encontrar…
“No está ahí”
“¿Qué, cómo ha dicho?” preguntó el viajero.
“Muchos vienen aquí buscando algo, usted no es el
primero. Llevo viviendo muchos años por aquí, y los he visto de todos los
tipos: turistas que vienen en busca de la foto para enmarcar y presumir tras las vacaciones, y que pasan sin dejar más que
basura y ruido, parejas más interesadas en su mundo compartido que en el
exterior, gentes que llegan buscando algo que perdieron, como usted.”
“¿Cómo sabe que he perdido algo?”
“Tiene muchas de las señales. Dolor, tristeza,
ganas de evadirse de sus sentimientos… También lo sé porque lleva aquí apenas
treinta minutos y ya le he visto llorar dos veces.”
La franqueza de la respuesta sorprendió al
hombre. Era cierto. La angustia que le había empujado a salir de la ciudad, a
alejarse del lugar en el que habitaba ella, era demasiado para poder mantenerla
a raya. Ya había llorado esa noche, cuando se quedó solo en el motel de
carretera que encontró, había estado llorando mientras dormía, y las lágrimas
habían vuelto de nuevo apenas unos momentos antes…
“No está ahí, nunca lo ha estado”
2 comentarios:
"A veces las máscaras no nos dejan ver".
Así de simple.
También puede ser ocurrir que no nos las quitemos ni en soledad, por miedo a que lo que veamos no nos guste.
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