sábado, marzo 12, 2011

The happy and the bad memories

Lumia llegó a Algena durante una tormenta primaveral. El autobús que la llevaba se abrió paso a duras penas entre el raudal de aguas que bajaban por la calle, subiendo con dificultad hacia la plaza, mientras los escasos viajeros miraban con ansiedad, unos buscando a los conocidos y familiares, otros hacia el cielo , preguntándose por el estado de sus maletas.

Su abuelo la estaba esperando bajo el soportal de la iglesia. Cuando el autobús entró en la plaza, abrió un inmenso paraguas negro y fue a su encuentro, ayudándola a bajar y recogiendo su maleta. Por alguna razón desconocida, como suceden estas cosas, Lumia recordó su llegada al pueblo unos años atrás, también en este mismo autobús, pero en otras condiciones. La muchacha tímida y recién salida del hospital se había convertido en una hermosa joven, de ojos grandes y cuerpo ya formado; muchas cosas habían pasado en ese tiempo, y Lumia no había podido dejar de recordarlas.

Durante el viaje había estado pensando en su futuro. Las monjas del internado habían sido muy amables, sus notas eran excelentes, y tras algún intento de conseguir su compromiso para asistir a los ejercicios espirituales de ese verano, le habían deseado mucha suerte. Lumia había llorado al partir, al despedirse de sus antiguas compañeras y maestras, aunque no podía decir que dejaba atrás ninguna verdadera amistad; estaba deseando volver, por razones que ni siquiera ella entendía.

Saludó con cariño a su abuelo, que le respondió con una afectuosa sonrisa y un cálido beso; al acercar su mejilla a la del anciano pudo oler su vieja loción de afeitar, junto con el aroma de su tabaco de pipa. Caminaron deprisa por la calle Alta, hacia la vieja casona donde les esperaba la abuela, intentando sortear los arroyos y charcos provocados por la lluvia en las empinadas calles. Lumia iba del brazo de su abuelo, contenta y dichosa por volver a su casa; hablaron del colegio, de las notas, del viaje…

Al llegar a la casa los viejos aromas le volvieron a asaltar, intensificados por la humedad del día: espliego y manzanas, usadas para aromatizar la ropa de cama, el olor a roble viejo, de las vigas y tablas de la casa, pisadas y lavadas centenares de veces, las flores de la entrada, un ramo que la abuela siempre procuraba mantener fresco, lirios en esta ocasión, y el perfume distintivo de la abuela, que los esperaba en la salita, con el fuego encendido y ropa seca para ella. Se abrazaron emocionadas, con las lágrimas a punto de salir de sus ojos, mientras el abuelo permanecía en un discreto segundo plano, aparentando colocar el empapado paraguas en la pila de la cocina, pero con el corazón lleno de afecto por sus mujeres.

Hablaron durante mucho rato, reconfortados por un buen fuego en la chimenea, que el abuelo se encargaba de mantener, y tomando una ligera merienda de té y bollos. Lumia les contó su año escolar; aunque les escribía regularmente, y había visitado Algena varias veces en ese período, ella sabía que les encantaba oír las historias del internado de su boca, y así les fue contando sobre el curso, los exámenes, las travesuras, de la partida de Sor Antonia para casarse (uno de los temas que más dio que hablar en el colegio), de sus nuevas compañeras, de sus planes de futuro…

Cuando ya comenzaba a caer la tarde, y la lluvia se había convertido en un persistente calabobos, llamaron a la puerta. El abuelo bajó a abrir, y se escuchó una voz masculina, grave, saludarlo. El corazón de Lumia dio un vuelco al oír ese sonido. Expectante, con los ojos ansiosos, se volvió hacia la escalera que subía del piso inferior, esperando…

El abuelo apareció con Héctor, con el abrigo y sombrero completamente empapados y un ramito de violetas campestres en la mano; las había protegido de la lluvia con un tosco cucurucho de papel, que ahora retiraba, torpemente. Cuando vio a Lumia su rostro se ilumino: los ojos brillaron de alegría, y su cara se transformó con una sonrisa, al mismo tiempo que decía: Hola Lumia, bienvenida a casa.

La muchacha no pudo soportar más. De un salto se levantó del sillón en el que estaba y en dos pasos cruzó la pequeña salita, echando los brazos al cuello del sorprendido Héctor, que dejó caer las violetas sin saber muy bien qué hacer, mientras los abuelos se miraban con sorpresa.

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