sábado, marzo 05, 2011

Se necesita gozar del viaje y no pensar sólo en la meta...

Enciendo la chimenea. Aunque el sol de la tarde entra por el amplio ventanal de la sala, las tardes ya refrescan cuando llega el ocaso, y es mejor prevenir. Pongo un tronco grande al fondo, para que dure toda la tarde, y frente a él pongo varios pequeños, dejando a un lado algunos que estaban húmedos; con el calor se irán secando, y así no tendré que volver a salir por leña. Con ramitas, astillas y algunos arbustos secos preparo el fuego inicial, que alimento también con todo el papel que tengo para eliminar: facturas de supermercado, billetes de metro, resguardos de cajero… Cuando enciendo el fuego, y mientras me preocupo de que prenda y se mantenga hasta alcanzar el volumen suficiente para asegurarme de que no se apagará, pienso en la visita, y en qué ocurrirá.

Hace ya muchos años que no he visto a Gemma, desde aquella vez que nos juntamos los viejos compañeros de universidad y ella se presentó con su novio de entonces. Yo había andado algo enamorado de ella al comenzar los estudios, pero realmente nunca pasó nada y conservamos la amistad todos estos años. Nos escribíamos una o dos veces al año, largas cartas en mi caso, en las que le ponía al corriente de mis avatares personales y profesionales. Ella en cambio, no me contaba muchas cosas de su vida, sus contestaciones eran a menudo reflexiones sobre las cosas que yo le decía, pero poca información sobre ella. A través de otros compañeros me enteré de que se había marchado a Alemania, para terminar sus estudios, que allí encontró trabajo en un laboratorio farmacéutico, que se casó y luego se separó, que regresó a España en uno de esos programas de recuperación de cerebros que nuestros gobiernos montan de vez en cuando, y que estaba viviendo en Galicia; nada de esto me llegó en sus cartas.

Por eso me sorprendió cuando, hace un par de años, por mi cumpleaños, me llegó una notificación en mi perfil de Facebook, un simple mensaje de “Felicidades Juan” por parte de una desconocida. No recibo muchos comentarios en ese perfil, las redes sociales no se han hecho para un misántropo como yo, pero son buenas herramientas de marketing y comunicación con mis lectores. Por eso, intrigado por la nota, entré en el perfil del remitente y vi a mujer que no conocía: con más o menos mi edad, pelo castaño largo y sedoso, una cara ligeramente alargada en la que destacaban dos ojos azules y una sonrisa luminosa.

Evidentemente la foto del perfil se había recortado de otra en la que estaba con más personas, pero no conseguí asociarla con ninguna de mis conocidas. Por cortesía, respondí al mensaje, dando las gracias y preguntando por la identidad de la remitente, a lo que me contestó como mi antigua compañera, muy divertida de que no la hubiera reconocido (no se parecía en nada a la joven de pelo corto y rizado, profundos ojos castaños y siempre delgadita que recordaba). A ese mensaje siguieron otros, una solicitud de amistad, y largas conversaciones por teléfono; me contó cómo había marchado a Alemania, llena de proyectos e ilusiones, con una beca de 3 años, cómo había estudiado y luchado en esa sociedad donde el idioma es una barrera para progresar, como consiguió un trabajo interesante y bien pagado en una de las grandes compañías del sector, cómo conoció a Joachim y se enamoró perdidamente de él, para descubrir su error algunos años después. Me habló de su divorcio, de su necesidad de empezar de nuevo, de cómo encontró la oportunidad en una pequeña empresa de biotecnología en las rías gallegas, de su regreso y de cómo estaba recomponiendo su vida.

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