Por la mañana se levantaba al salir el sol, daba de comer a su gato y salía a trabajar. Tomaba el autobús que la llevaba a un gran edificio de oficinas en las afueras, donde pasaba su jornada escribiendo las notas que otras tomaban, comentando revistas que no había comprado, e intentando pasar desapercibida para el resto del mundo. A mediodía se compraba un bocadillo y un refresco en un kiosco, y se sentaba en un banco del parque cercano, siempre el mismo banco y siempre sola.
Era una joven bonita, con el largo pelo castaño liso y bien peinado, unos alegres ojos negros que chispeaban cuando se reía y unas piernas largas y bien torneadas, que le habían procurado muchos piropos cuando caminaba cerca de un grupo de obreros. Sin embargo, siempre comía sola. Algunas veces un compañero nuevo intentaba acercarse a ella, entablar conversación, tal vez iniciar una relación. Pero nunca volvía, y ella se había acostumbrado a comer su bocadillo acomodada en su banco del parque.
Regresaba al trabajo junto con la multitud que formaban los oficinistas de la zona, todos entrando a la misma hora, pasando el resto de la jornada laboral haciendo el mismo trabajo, la misma rutina hasta la hora de salida. Fichaba y bajaba al metro, tomando el primer tren junto con decenas de ejecutivos que la miraban ocasionalmente, a veces con lujuria en los ojos, pero que nunca la habían molestado.
Llegaba a su casa y su rostro se iluminaba. Durante unas pocas semanas al año llegaba a tiempo para ver hundirse el sol entre los altos edificios de la ciudad, mientras las luces de las torres se encendían, acompañando a las miles de farolas que convertían el suelo en un cielo de estrellas naranjas. El gato siempre la recibía en la puerta. Era un gato atigrado, de ojos verdes y pelaje espeso, que se enroscaba en su pierna en cuanto la veía aparecer en la puerta, sin dejar de maullar y seguirla.
Ella llegaba, se desnudaba en su habitación y salía al balcón para ver la puesta del sol, con el gato en brazos. Mientras la luz diurna se desvanecía ella iba cambiando: su piel adquiría un pelaje negro brillante y sedoso, le crecían garras en las manos y los pies, sus orejas se alargaban, aumentando su sensibilidad, mientras su nariz retrocedía al tiempo que unos largos y fuertes bigotes le iban creciendo. Disminuía de tamaño, se encorvaba, le crecía una fuerte y grácil cola, que finalmente se enroscaba con la del gato, su amante y amigo.
La noche les pertenecía. Por los tejados y callejones de la ciudad se sentían libres. Vagaban sin rumbo, corriendo, cazando, jugando, cruzando por aleros con los rabos entrelazados… Hacían el amor en espacios impensables, se perseguían y buscaban el uno al otro sin descanso, hasta que las primeras notas de los jilgueros sonaban en la madrugada, y ella, desnuda, con su amor en sus brazos, regresaba a esas cuatro paredes que la protegían de la mediocridad.
4 comentarios:
ME QUEDO SIN PALABRAS!....
Solo puedo decir: Miauuuuuuuu!!!
Siempre me gustaron los gatos, Candas :)
Es cierto: está de concurso (correcciones aparte! ;)). SUERTE.
Lo conseguiste :D
Lo conseguí ;)
Lo conseguimos? :-/
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