Lo he visto ya varias veces, suelo encontrarlo
en mi camino de regreso a casa desde el lugar donde trabajo y paso las horas:
un hombre ya en la última parte de su vida, sentado en el interior de un coche,
leyendo un viejo y gastado libro. La primera vez me llamó la atención lo
inusual de la situación, alguien leyendo un libro autentico, un montón de papel
y tinta, ya es algo bastante poco frecuente en esta época de smartphones,
ipads, tablets y otros artilugios electrónicos. La segunda vez que me topé con
él me fijé algo más en su aspecto: una barba descuidada y canosa, un rostro
arrugado y de piel morena y curtida, y una expresión concentrada en lo que
leía, ajeno a mis ojos curiosos e indiscretos…
No fue hasta la tercera o cuarta vez en que
reparé en un detalle importante: el coche en el que se encontraba, un Seat
Ibiza con matrícula de Orense, estaba sucio, su carrocería llena de polvo y una
de las ruedas delanteras, la izquierda, parecía peligrosamente baja de aire… Posiblemente
ese vehículo llevara semanas en la misma posición, sin sentir el asfalto de la
carretera ni el viento que su motor pudiese crear. Las ventanas aparecían
bajadas, y en los asientos traseros se acumulaban mantas y bolsas…
Hoy le he vuelto a ver, sentado en el asiento
del copiloto, con el libro abierto entre las manos, un viejo ejemplar de
páginas amarillentas y muy usadas, leyendo tranquilamente en este desapacible
día de primavera, ventoso y frío. Esta vez me he parado al otro lado de la
acera, observando ese viejo Seat desde el otro lado de la acera. Mientras
enrollaba un cigarrillo, apoyado contra el portal de uno de esos edificios de
apartamentos que ahora llenan las ciudades, he visto cómo el anciano,
pulcramente vestido con una camisa blanca y un jersey rojo, permanecía
impasible en su lectura, completamente ausente al tráfico de gente que recorre
nuestra calle, así como la gente era incapaz de sentir su presencia…
En un momento dado me he sentido lo
suficientemente valiente para cruzar los dos carriles que nos separaban, y
entablar conversación con el hombre. Al principio, sus gestos delataban la
natural desconfianza ante un desconocido que se acerca. Sin embargo, su sonrisa
apareció casi al instante. Su voz, grave y con un ligero acento extraño que no
pude reconocer, me devolvió el saludo y contestó a mis preguntas con interés.
Le ofrecí un café y un cigarro, y me los
aceptó de buena gana. Dejó el libro cuidadosamente en el salpicadero del coche,
no sin antes marcar la página doblando ligeramente la esquina superior derecha,
y salió al exterior. Caminamos unos pocos metros antes de entrar en La Maya, una antigua tasca en la que
suelo comer ocasionalmente o ver los partidos de fútbol cuando la soledad me
empuja fuera de casa…
Conversamos, al principio como dos amables
extraños que están compartiendo una bebida en un lugar público; le pregunté por
el libro que leía, una antigua recopilación de poesía castellana editada en los
años cincuenta. “La he leído tantas veces que me la sé de memoria” me dijo,
mientras sorbía su café. He de confesar que no me apasiona la poesía. Al igual
que no se me hizo el regalo de la fe, tampoco se incluyó el ritmo en mi
formación, y soy incapaz de entonar o sentir la melodía interna de un poema.
Sin embargo, cuando el hombre empezó a recitar, con su voz grave y bien
temperada, las palabras de Garcilaso, San Juan de la Cruz, Quevedo, Bécquer,
Lorca o Alberti sonaron llenas de significado para mí; por unos instantes, me
olvidé de dónde estaba y me dejé llevar por los sonidos, por las notas y
sentimientos de esas melodías…
Volvimos a hablar un par de veces más en los
días siguientes. La conversación del anciano me llevaba a otros lugares, y me
permitía escapar un poco más de mi rutina diaria; siempre le pedía que me
recitara alguna de las poesías del libro, y siempre me complacía, iluminando un
poco más mis días. Un día, el lugar del veterano Seat apareció vacio, y no
volví a saber del viejo lector, ni a escuchar su voz declamando: “Morena de
altas torres, alta luz y ojos altos, esposa de mi piel, gran trago de mi vida…”
No le vi nunca pasar una página, o mover sus
dedos sensibles por las letras impresas. Sus ojos sin vida no lo necesitaban…
3 comentarios:
Podría ser una historia real...
"—¡Oh, qué amor tan callado, el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!"
Bécquer.
Podría ser, a fin de cuentas, ¿quién define la realidad?
Que sea realidad o no, es una cosa, y definirla, otra. Creo que tú acabas de hacerlo.
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