Me gusta sentarme en la plaza para tomar café.
En los soportales se suelen instalar las terrazas de los bares cercanos, a
cubierto del sol y las inclemencias. El bar de mi amigo Paco tiene grandes sillas
y mesas de madera de roble, oscuro y envejecido por el tiempo, y un café que le
traen especialmente desde Portugal y él muele y torrefacta en la cocina.
Sentado en una de esas cómodas sillas veo
pasar a la gente. Turistas que llegan en oleadas, siempre deprisa y con sus
cámaras colgando, incapaces de reconocer que el mejor recuerdo no es el que
queda grabado en un disco de plástico sino el que te marcó el corazón. Observo
a parejas que caminan de la mano, atraídas por la leyenda o simplemente
deseosas de pasar un tiempo lejos de sus conocidos, conscientes únicamente de sus
manos y la piel del otro. Muchas veces se cruzan ante mi mirada familias con
niños que han venido a pasar el día, la madre pendiente de la progenie, el
padre buscando un lugar dónde asentar a toda la tribu… Son gente forastera, de
paso, que no dejará su huella en las piedras que pisan.
También veo pasar a mis vecinos, personas con
las que me encuentro todos los días y con las que formo la fauna de este
pequeño pueblo castellano. La abuela Blasa, de caminar poderoso a pesar de sus
ochenta y cinco años, ocho embarazos, siete hijos criados y un marido que la
maltrataba por ser más valiente que él… La veo cruzar hacia la panadería,
vestida con el eterno negro que ha llevado desde que tengo uso de razón, con su
bolsita de tela y sus medias, negras de lana, que no conocen estaciones.
Saludo con la mano a Alberto, el secretario
del Ayuntamiento y fontanero ocasional, que se dirige en la moto hacia las
huertas, quién sabe con qué intenciones. Eterno soltero, siempre apegado a la
madre viuda, viviendo y manteniendo una casa en continua reparación, muy pocos
en el pueblo conocen la profunda belleza de sus canciones. Hemos tenido muchas charlas
él y yo, con una botella de cerveza en una mano y un pitillo compartido en la
otra, sobre la luz y la oscuridad, sobre las mujeres, sobre el destino... Una vez,
cuando ya Paco hacía rato que se había ido a casa, harto de ser el último en
cerrar siempre, Alberto me cantó bajito una canción que había compuesto, un
regalo que me emocionó hasta el punto de alegrarme que esta nuestra plaza no
tenga farolas…
Ya ha pasado la primera hora de la tarde, y
las sombras de las casas se alargan sobre el pavimento de la plaza, intentando
llegar hasta la vieja cruz de granito en el centro. Paco ha venido a conversar
conmigo, como suele hacer de vez en cuando, si los clientes escasean. Se ha
sentado a mi lado, ofrecido y liado tabaco, y sin palabras ha compartido mi
tarde durante unos momentos, observando el vuelo de las golondrinas y pensando
en sus cosas. Un buen hombre este Paco, sevillano que llegó a estas duras
tierras procedente de Rusia, desencantado de la guerra y de la mezquindad del
hombre, buscando un lugar donde poder empezar una nueva vida. Aquí conoció a
Encarna y se casaron, compraron un viejo bar y lo han estado regentando hasta
ahora, felices con su vida, dura, sacrificada, pero honrada… Solo le he visto
llorar alguna vez, cuando una de esas familias llenas de hijos que vienen a
pasar el día se nos pone delante; las partículas de tierra que los niños
levantan al correr se le meten en los ojos y le hacen lagrimear. Entonces
Encarna, siempre muy pendiente de su hombre, sale del bar y se sienta con él,
tomándole de la mano hasta que las lágrimas le quitan el polvo de esos niños…
A veces, cuando ya la noche se ha hecho dueña
de las columnas y mi amigo Paco se encuentra despachando en el interior del
bar, veo las sillas vacías a mi alrededor, cómo el pueblo antaño alegre y
ruidoso se ha convertido en un lugar tranquilo y silencioso, y me preguntó si
eso es lo que nos espera, una eternidad de silencio y tranquilidad, mientras
nuestras manos se entibian con una taza de café bien caliente…
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