Hoy he vuelto a aquella playa en la que pasé mi niñez. He vuelto a
coger el viejo autobús de línea, me he vuelto a sentar en la parte trasera,
viendo cómo las casas dejaban paso a las huertas, y las huertas a los montes y
pinares.
El conductor no era el mismo que antaño sonreía al verme, con mi dinero
en la mano y una toalla colgando del brazo. Un desconocido joven con uniforme
azul y pendiente en la oreja me ha vendido el billete, y sólo me ha mirado
cuando le he preguntado si seguían parando en el cabo.
“Sí señor, pero nadie se baja allí nunca” me respondió, seguramente
pensando qué buscaría un forastero en ese lugar.
El autobús se puso en marcha, y yo me hundí en mi asiento, la mirada
perdida buscando a través del ventanal. Viene poca gente en el coche a esta hora,
la mayoría de los habitantes del pueblo ya dispone de vehículo propio, y los
pocos que no, no suelen viajar mucho; apenas una pareja de estudiantes, yendo
tal vez a un examen tardío, y yo nos encontramos cuando el motor comienza a
carraspear.
Durante el trayecto, mis recuerdos se superponen a la realidad. Observo
que las casas han ido ocupando el espacio que antes eran huertos y frutales, y
que se han convertido en edificios de ladrillo de varios pisos. Un par de
semáforos nos detienen en el camino, antes de salir del casco urbano y enfilar
la carretera hacia el sur. Nadie ha subido o bajado en estos primeros tramos.
El autobús aumenta de velocidad al cruzar el puente sobre el río, como
si le hubieran liberado de un peso, y tras un tiempo, que se me antoja más
corto de lo que recordaba, llegamos al cabo. El joven conductor me observa
levantarme y tocar el timbre para llamar su atención, poco antes de llegar a la
curva que hace el camino sobre el promontorio de las Salinas. Salgo al aire
fresco con sentimientos encontrados: lo primero que veo es un montón de latas
de cerveza bajo un matorral de retama, “signo de los tiempos” me digo a mí
mismo. El viejo camino a las salinas sigue ahí, una cinta de tierra y arena
sobre el monte verde gris, y mis pies se dirigen hacia él, despacio y
saboreando el momento. No quiero apresurar el paso, quiero que mi mente recree
ese mismo camino, tal y como era entonces: un constante ir y venir de carros,
llenos de sal, con los carreteros cantando o silbando, mientras las mulas
hacían el mismo trecho que habían recorrido sus padres...
El clima me acompaña. Hace un ventoso día de primavera, con nubes
grises y altas corriendo por el cielo, dejando de vez en cuando grandes claros
en los que aparece un sol furioso que me quema la espalda. La senda va
descendiendo entre curvas, aprovechando la pendiente del promontorio para
agarrarse al mismo. Tras la tercera curva distingo ya el mar, un gran espejo
rizado con líneas blancas que se acercan a mí en la distancia; las salinas
aparecen también a la vista, grandes balsas de agua de distintos colores,
espejuelos que llaman la atención y al mismo tiempo están olvidados…
Ya casi no se explota la sal en esta comarca. Es más sencillo ir a la
tienda de Soledad o al hipermercado en la ciudad y comprarla cómodamente
envasada en blancos paquetes de plástico. Los edificios de la salina, una gran habitación
de madera en la que los operarios comían, y una pequeña casa de adobe que
servía de oficina durante el día, y de caseta para el guardia en la noche,
aparecen medio en ruinas a la distancia: algunos cristales rotos, la puerta del
comedor desaparecida, grandes manchas de humo en la pared de la oficina...
Cuando ya casi estoy a la altura de la playa busco con la mirada la
trocha que recuerdo, y tengo que esforzarme con encontrarla. Prácticamente no
quedan animales salvajes que la mantengan abierta, y el monte la ha reclamado
en estos años. Después de un rato encuentro una línea más rala de vegetación y
me adentro por ella, apartando helechos y arbustos con una rama de retama seca
que tomé al principio del camino. De vez en cuando me paró, para observar el
monte y rebuscar en mis recuerdos referencias que me aseguren que estoy en el
buen camino, y al cabo de una hora encuentro los restos de la cruz, medio
cubierta por helechos.
A partir de aquí el camino es todo en bajada, y mis pies se van
alegrando poco a poco, mientras mi vista contempla los pinos altos y erguidos,
mi oído recibe las canciones de las olas que rompen contra la base del
promontorio, a pocos metros de mí, mi lengua siente ya el salitre que se pega a
mi sudor, y la salvia que arranqué pocos metros atrás deja su aroma en mis
manos...
Llego a la playa cuando el sol parece vencer a las nubes, y tengo que
proteger mi vista de la claridad que refleja la arena. El mar sigue
teniendo esa transparencia que nos permitía jugar a buscar cosas lanzadas desde
lo alto, pero la playa parece más pequeña a mis ojos. Sonrío cuando comprendo
que el que ha cambiado soy yo, no la arena ni el agua: mi (nuestra) playa es
una pequeña caleta formada por el choque de las olas durante milenios contra
las rocas de la montaña, rompiendo, alisando, destruyendo, acarreando arena de
las profundidades y acumulándola en un pequeño montón bajo los pinares.
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