Sabía lo que quería y sabía que tendría que
trabajar duro para conseguirlo. Ya llevaba varios días en la casa, y la lista
en la que apuntaba las reparaciones necesarias no hacía sino crecer: poner
cristales nuevos a las habitaciones del piso superior, reparar varias de las
cerraduras de habitaciones y armarios, limpiar baños y cocinas, despegar los
años de suciedad de los cristales del salón, arreglar la puerta de la entrada,
remendar varios agujeros en el tejado, replantar el jardín…
Mientras tanto, se había instalado en el
salón, cerca de la chimenea. Su saco de dormir y sus escasas pertenencias
ocupaban apenas un rincón de la habitación. Desayunaba fuera, en alguno de los
bares que se asomaban a la carretera general; le gustaba llegar temprano, con
los clientes mañaneros, confundirse con ellos y desaparecer al poco rato. No
quería preguntas. No estaba preparado para ello. Durante demasiados años había
mantenido una máscara que no estaba dispuesto a volver a usar. Por eso había
venido a este pueblo, para ser él mismo, para no tener que mentir a cada
instante…
Los días fueron pasando, y poco a poco el
edificio que había comprado comenzó a ser medianamente habitable. Hacía él
mismo la mayoría de las reparaciones, feliz de poder utilizar las manos en una
actividad que le evitaba pensar, recordar, mientras sentía como se endurecían
sus manos, llenas de ampollas por el trabajo. En las tardes, después de un duro
día, le gustaba sentarse en una vieja mecedora que había encontrado en el
desván, mirando cómo aparecían las estrellas desde el jardín trasero. Observaba
la luna brillar sobre el valle, dibujando fantasmas que poco a poco, casi sin
darse cuenta, iban ocupando el espacio de los suyos, echándoles de su interior
y comenzando a serenar su espíritu.