Recio y Luxía se conocían desde pequeños. Habían ido juntos a la guardería
del barrio, y de ahí habían pasado al colegio de los Dominicos para continuar
con su escolarización. A Recio le
llamaban así en el barrio por su complexión; era un muchacho de anchas espaldas,
gran cabeza y brazos más largos de lo normal. En los partidos de fútbol entre
clases siempre era de los primeros en ser “pedidos” en la fila, y sus patadones
eran muy apreciados por los capitanes… Luxía era una niña desgarbada,
delgaducha y con coletas, que siempre vestía con un uniforme dos tallas más
grandes que ella, y que solía ocupar los últimos pupitres de la clase.
Recio y Luxía eran vecinos. Los dos vivían en
uno de los muchos edificios de apartamentos que había en el extrarradio, y tomaban
un autobús escolar para dirigirse al colegio. Solían salir al mismo tiempo de
casa y encontrarse en el portal; si uno de ellos llegaba antes, el otro
esperaba sentado en los primeros escalones, repasando la lección o asegurándose
de llevar todos los útiles. Si el retraso era mucho, llamaban por el
telefonillo, apurando al compañero. Corrían juntos hasta llegar a la esquina en
que los recogía el viejo bus.
A la vuelta solían coincidir con otros
compañeros. Cada uno iba con el grupo de amigos de turno, cargando carteras,
respuestas de exámenes, peripecias de recreo, secretos… Al llegar a su parada
se bajaban uno detrás del otro y caminaban en silencio hasta su edificio. A
veces comentaban algún suceso gracioso que hubiera ocurrido, o intercambiaban
opiniones sobre la vida escolar. De ese modo, llegaban a sus casas, donde
retomaban la vida familiar de cada uno.
Así, entre libros que cambiaban todos los años,
bollos en la tienda de la señora Carmen, chuches en el kiosco de Paco y muchos
coscorrones, Recio y Luxía llegaron a
la adolescencia, unos completos desconocidos el uno para el otro. De repente,
una mañana, mientras la esperaba en el portal, Recio se descubrió mirando a
Luxía de una forma distinta, embobado ante su falda tableada, que se levantaba
con el viento, con el movimiento de su pelo, con su sonrisa, con la profundidad de sus ojos negros…
Ese día Recio se convirtió en Alfredo, y su vida ya nunca más volvió a ser la misma.
4 comentarios:
Al leerte ha vuelto a mi memoria una escena semejante, un compañero que "me gustaba", con 12 años ambos en la misma clase y sin intercambiar palabra, la timidez era grande en ambos; un día que llovía le ofrecí mi paraguas y fuimos todo el camino sin mediar palabra. Después de años le he vuelto a ver, el pelo ya con canas Sigue siendo el mismo desconocido que me gustó de niña.
Bonito texto en el que ver un reflejo de la propia vida, aunque el guión no sea exacto, sí lo es esa atracción sentida siendo niños.
Saludos
Beatriz
Gracias Beatriz, esos momentos de la niñez son los que no deben perderse en la memoria, ¿no crees?
Hay sensaciones que siempre permanecerán aunque los años transcurran, a mi me pasa con ciertos olores, durante un instante me llevan a muchos atrás.
Beatriz
He dejado en mi blog una entrada que es una propuesta a todos los que de una u otra manera os sentís atraídos por los faros que me gustaría leyeses tú y tus lectores. Espero vuestra visita y vuestras noticias.
Un saludo desde el Sur.
Publicar un comentario