sábado, noviembre 20, 2010

Nota del redactor

En el pueblo se contaba que la casa estaba habitada por fantasmas. Se relataban historias de luces que se movían en la noche, de persianas que se separaban sin que hubiera nadie en la casa, de sonidos escuchados donde no debería haber ninguno. Asomarse por sus ventanas era el típico rito de iniciación para los niños del pueblo, sobre todo si se hacía en noche sin luna, cuando las imaginaciones se disparaban hasta límites insospechados; muchas madres eran conscientes de estos actos cuando descubrían la ropa interior de sus hijos al día siguiente.

Por supuesto, el corredor que me vendió la casa no me dijo nada de esto, ansioso como estaba por cerrar el trato; ya se sabe, los de la ciudad somos muy impresionables, y la casa ya llevaba varios años en venta sin haber encontrado un comprador. No obstante, cuando el camión de la mudanza apenas estaba doblando la esquina, después de dejar toda mi vida en mi nuevo hogar, yo ya había sido visitado por varios ‘amables’ vecinos, que no perdieron el tiempo para contarme historias de la casa y sus molestos “inquilinos”.

Confieso que inicialmente me lo tomé a broma. Todos saben que las casas antiguas tienen su propio sonido, incluso su propia iluminación, y una casa como la mía, al final de la calle, con un amplio y descuidado jardín a la entrada, y abandonada durante varios años, se prestaba a todo tipo de historias y cuentos. Ocupé las primeras semanas en adecentar un poco la vivienda, dando una mano de pintura al exterior, revisando toda la fontanería, las ventanas, puertas, limpiando el desván y tapando las grietas del techo… Excepto algunos roedores bajo el tejado (un par de ellos con alas, debo admitir) no encontré ningún fiambre ni nada que sustentará la imaginación de mis vecinos, y con el paso de los meses, yo mismo olvidé todo lo que me contaron al llegar.

Sin embargo, una noche todo cambió. Por mi oficio de escritor, y también por mi naturaleza noctámbula (nunca me ha gustado madrugar), suelo aprovechar las horas de tranquilidad nocturna para trabajar, sentado en mi despacho frente al ordenador, y con un montón de libros a mi alrededor. Esa noche hacía calor, y había abierto las ventanas de la habitación para que corriera el aire fresco por la casa, recalentada durante el día.

Estaba escribiendo un relato corto para el periódico local, sobre un viejo pirata que había usado el puerto como base de sus correrías. Me había documentado bien sobre el personaje, pero, no sé si por el calor o por alguna otra razón (esa noche ya llevaba varias copas encima), me encontraba atascado en el desarrollo de la historia. Después de un largo rato de pensar y pensar, consultar libros y volver a pensar, apagué la pantalla y me dirigí a la cocina, a prepararme otro combinado que despejara mis ideas. No recuerdo muy bien, pero me debí quedar dormido en la mesa de la cocina, ya que al despertar el sol ya estaba alto en el horizonte.

No era la primera vez que me pasaba, y después de una ducha y un buen desayuno, volví al despacho, con la idea de que el trabajo se hiciera con mucha transpiración, ya que la inspiración no llegaba. Me sorprendió ver la pantalla del ordenador encendida, como si acabara de dejar de escribir, y al acceder a mi relato me encontré con un texto que no tenía nada que ver con lo que inicialmente había escrito: donde yo había puesto barcos y mares en llamas, me encontraba un relato intimista sobre la mujer del pirata, donde yo tenía acción y mucha testosterona, había una historia de sentimientos fuertes y duraderos. Al leerlo me envolvió la historia, como hacía mucho que no me pasaba con mi trabajo, estaba bien redactada, con un vocabulario rico y plenamente integrado en la narración. “Vaya, ahora escribo mejor borracho que sobrio” fue lo primero que pensé, mientras enviaba el texto a mi editor.

Con el paso de los días fueron sucediendo otras cosas misteriosas, aunque no me di cuenta hasta mucho después: encontraba mis textos ya corregidos por la mañana, los libros parecían abrirse justo en la referencia que necesitaba, en ocasiones tenía la impresión de que el teclado iba más deprisa de lo que yo tecleaba… Pero no me importaba: mis relatos ganaron mucho en calidad, y no era el único que lo notaba, mi agente y mi editor me escribieron y llamaron varias veces, gratamente sorprendidos por mi repentina madurez literaria. Nada se me resistía, escribía igual historias de ciencia ficción, relatos románticos, cuentos históricos, todo parecía que se me daba bien. Hasta esa noche.

Un repentino ataque de bronquitis hizo que me tuvieran hospitalizado durante varios días, en los que no escribí nada, por consejo de los médicos, que no querían que ningún estrés me afectase durante el tratamiento. A la vuelta a mi casa note algo extraño, una cierta tensión eléctrica, contenida, que yo estúpidamente catalogué como producto de una casa cerrada durante varios días.

No pude dormir esa noche. Daba vueltas y vueltas en mi cama, más atento de lo normal a los ruidos de la casa: el crujido de la madera empujada por el viento, el quejido de una ventana al asentarse con el frescor de la noche, los murmullos de esos habitantes diminutos que rondaban mi cocina… Después de varias horas me levanté, decidido a usar el tiempo provechosamente y escribir algo. Al dirigirme al despacho me sorprendió ver luz, y mis ojos se abrieron como platos al acercarme a la puerta y ver el interior.

Una forma luminosa estaba sentada frente a mi ordenador, que brillaba con una luz fosforescente, mientras las letras aparecían en su pantalla. No podía ver las manos del espectro (llamémosle así), pero unas líneas de luz se movían a gran velocidad sobre el teclado. No había un cuerpo o una forma definida sentada en la silla, sino que parecía como si un jirón de niebla se hubiese instalado en mi despacho, y yo estuviera viendo pasar a gente a través suyo: un viejo campesino, un hombre de traje y corbata, una mujer joven con una pamela, un cráneo con un ajado sombrero pirata, un letrado inglés con su tradicional peluca, un soldado con su traje de batalla, una odalisca con velos tapando su cuerpo…

No pude evitar una exclamación, y en ese momento, como esparcido por un huracán, todo desapareció: mi ordenador volvió a quedar en negro y la habitación a oscuras, mientras yo permanecía en el dintel con la boca abierta.

Pasé gran parte de ese día sentado en mi sillón favorito, mirando por la ventana y pensando mucho sobre mi futuro y mi pasado. La noche me sorprendió en el mismo sitio, pero ya había tomado una decisión. Esperé hasta esa hora mágica de la madrugada en la que el silencio es dueño y señor, cuando el tráfico ha desaparecido y todos los televisores se han apagado. La casa estaba completamente a oscuras excepto, como yo esperaba, por una luz difusa que surgía de mi despacho.

Me acerqué en silencio, casi conteniendo la respiración, y miré hacia el interior. Allí se encontraba otra vez el fantasma, interactuando con mi ordenador y escribiendo esos relatos por los que tanto me habían felicitado. Esta vez no hice ningún sonido, sino que me apoye tranquilamente en el quicio de la puerta, observando cómo cambiaban los rostros y atuendos de mi inquilino, de acuerdo con el compás de la historia. Al cabo de un rato pareció darse cuenta de mi presencia y giró su cabeza hacia mí, nuestros ojos se encontraron por un momento y pude ver la inmensidad de su soledad, los largos años de angustia, de cautiverio, el descubrimiento de otro mundo en las letras de mi ordenador, la alegría de la liberación y el éxtasis de la creación. No debieron ser más de un par de segundos de contacto visual, pero en ese tiempo hablamos y nos comprendimos como si fuéramos hermanos. Las historias seguían llenando mi disco duro cuando me di la vuelta y me fui a dormir, descansando como no lo había hecho desde muchos años atrás.

Ahora soy un escritor famoso, habrás visto mis relatos cortos en muchas revistas, las recopilaciones son siempre bestsellers, y se han traducido a varios idiomas. Mi nombre empieza a sonar para alguno de los grandes premios literarios, doy entrevistas a diarios de tirada nacional y viajo a ferias en el extranjero. Pero mi mejor momento del día es siempre cuando me siento en la mañana frente al ordenador, con una buena taza de café en la mano, y disfruto el primero de las historias que allí aparecen.

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