jueves, noviembre 11, 2010

Vacíos de la memoria

Manolo dejó su pueblo en León a finales de los años cincuenta del siglo pasado, con una maleta de madera atada con cuerdas y un único traje de pana, heredado de su abuelo, por equipaje. Durante días viajo en un tren de ganado con otros paisanos, conocidos y desconocidos, cruzando Europa hasta los paraísos del trabajo en Alemania y Francia. Tuvo suerte. Un familiar había llegado antes y le había buscado alojamiento en la ciudad, junto con otros 6 españoles, dos de ellos un matrimonio de Gijón; no tuvo que vivir en el albergue, con otros españoles, italianos y griegos, a las pocas mujeres que llegaban (siguiendo a sus maridos en su mayor parte) las alojaban en un pabellón diferente, con un riguroso calendario de visitas. Si alguna se quedaba embarazada, la expulsaban de vuelta a su país de origen.

Mamadou dejó su poblado en Sierra Leona huyendo de la guerra y del miedo, después de que mataran a sus padres y violaran a su hermana pequeña. A trancas y barrancas, junto con otros muchachos en la misma o semejante situación, cruzó África Occidental de norte a sur, con sus Adidas como única posesión. Tardó meses en llegar a Marruecos, siempre burlando la vigilancia de policías corruptos y traficantes de almas. Quería llegar a los paraísos del trabajo en Europa, donde podría vivir sin miedo y ser persona.

Manolo no entendía el idioma. El capataz de la fábrica donde trabajaba, 10 horas al día, le hablaba, le gritaba y él tenía que esperar a que un compañero italiano le tradujera como pudiese; muchas veces eran insultos o chistes racistas. Manolo no era tonto, era buen trabajador. Su sueño era ahorrar lo suficiente para poder poner un comercio en el pueblo, y casarse con la novia que había quedado atrás. Esperaba poder hacerlo en 3 años. Otros habían tardado más, pero él ahorraba hasta el último marco, enviando además dinero a sus padres para su sostenimiento.

Mamadou consiguió los dólares que le pedían para pasarle a España haciendo cosas que siempre querría olvidar. En la noche, junto con otro contingente humano, le llevaron a la playa, donde los traficantes de humanidad intentaron quitarle el resto de cosas de valor que pudiera llevar. Embarcó en un bote de madera, junto con mujeres embarazadas y niños, todos con el miedo en sus ojos, y la esperanza de un mundo mejor en sus corazones.

Manolo tardó 25 años en volver a su pueblo en León. Conoció a una asturiana, amiga del matrimonio con el que compartía alojamiento, y se hicieron novios. Ella trabajaba en una fábrica de hilos, y con los dos salarios lograron alquilar una casa en un barrio de las afueras, donde los propietarios no ponían pegas para alquilar a los trabajadores extranjeros (a mayor precio, claro). Con los años aprendió un poco el idioma, aunque nunca se integró plenamente en la sociedad alemana; sus hijos sí lo hicieron, aislándolo un poco más. Cada verano regresaba a su pueblo, orondo en su Mercedes de segunda mano, presumiendo de relojes, radios, marcos alemanes...

Mamadou pasó 6 días en la patera, rumbo a Canarias. El patrón había abandonado el barco en cuanto empezaron las complicaciones meteorológicas, dejando a las 45 personas abandonadas a su suerte. La comida que llevaban se agotó al segundo día, el agua, casi inmediatamente después. Los más débiles fueron los primeros en sucumbir, siendo arrojados por la borda por los que aún conservaban las fuerzas. Eran 32 cuando los divisó un pesquero canario...

"Interceptados 32 subsaharianos en patera, 13 son mujeres, 3 niños y 3 bebés..." Manolo estaba tomando una caña en el bar, jugando con los paisanos una partida, cuando escuchó la noticia. Algo le hizo levantar la mirada, y sus ojos se fijaron en joven negro, envuelto en una manta roja, que devolvió la mirada a la cámara. Sin pensar, dijo "No sé a qué vienen aquí, así se ahogarán todos en el estrecho"

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