jueves, enero 06, 2011

Cuando buscas en mí

Tras despedir a la cuadrilla, Águeda se dio la vuelta y contempló la casa. Habían trabajado bien, muy duro durante las últimas semanas, pero había valido la pena el esfuerzo. Podía ver ahora un edificio completamente remozado, de tres pisos, con balcones y ventanas nuevas, iluminado alegremente por bombillas y lámparas, la pintura de la fachada aún fresca.

A la mañana siguiente, bien temprano, llegó de nuevo el viejo autobús Chevrolet, carraspeando por la carretera de Valgarrovillas, y de él se bajaron varias mujeres jóvenes, ataviadas con vestidos vaporosos y frescos, demasiado frescos según la expresión del sacristán, el único testigo de su madrugadora llegada. Águeda las recibió a la puerta de la casa con efusivos abrazos y besos, habían pasado por mucho juntas antes de este momento.

Clara, una muchacha morena, de piel aceitunada, con unos ojos negros que habían enloquecido a muchos hombres, y con un ligero acento que los años no habían hecho desaparecer, fue la primera que se bajó del autobús, saliendo al encuentro de Águeda. Había llegado de Italia, adolescente y huida de su casa, acompañando a un novio que vino a España a luchar como brigadista pero desgraciadamente el muchacho había muerto en Brunete, por lo que estuvo vagando por los frentes de batalla durante el resto de la guerra. Cuando Águeda la encontró, en un burdel de Madrid, la habían rapado y violado tantas veces que la pobre chica apenas era humana. Águeda se la llevó fuera de Madrid, y la cuidó hasta que recuperó las fuerzas y el alma, y desde entonces las dos mujeres eran como hermanas.

Tras Clara se bajó Irene, moviendo su larga y oscura melena que contrastaba con una piel blanca y perfecta. Hija de aristócratas, estudiaba en un colegio de monjas de Madrid, pasando el verano en la capital cuando estalló la revolución, y una masa de obreros entró a tropel en el convento, arrasando con todo lo valioso, incluida su inocencia. Sola en la ciudad durante el largo asedio, se había enamorado de un teniente de Abastos, con el que había huido hacia Francia, para encontrarse con un campo de concentración. Allí había perdido la pista del teniente, y con el comienzo de la guerra con los alemanes, había tomado la opción de regresar a España. Su apellido la liberó de la cárcel, pero sus acciones y pasado le habían enajenado la pertenencia a su antigua clase social. Águeda la encontró en la cola del comedor de las Hijas de la Caridad, aterida y mugrienta, y se la llevó con ella, ya hacía algunos años.

Finalmente salió Emilia del autobús, una muchacha delgada y esbelta, con una cabellera negra que relucía al sol que ya aparecía por encima de algunos tejados. Emilia era la hija menor de un tornero sevillano, cuyos hermanos y padres desaparecieron en la vorágine de los primeros meses de la guerra, pasando entonces ella a la custodia de la única hermana de su madre, Águeda. Con ella había pasado los últimos años, de la infancia a la adolescencia, hasta convertirse en una hermosa joven, de rostro agradable y hermosos ojos negros, que dejaban salir en ocasiones rastros de los sufrimientos y dolores que había visto y sufrido.

Las cuatro mujeres se abrazaron y besaron, contentas de estar de nuevo juntas, alegres por la nueva vida que les esperaba, ilusionadas y en paz como hacía muchos años que no lo conseguían estarlo. Tras varios minutos de besos y carantoñas, Águeda las condujo al interior de la casa, donde tomaron un reparador chocolate.

Había abierto Casa Cocot.

1 comentario:

Candas dijo...

Muy versado!; Fluye hermosa la narración!!...