lunes, enero 03, 2011

A picture worth a thousand lies

La tarde fría y lluviosa me llevó de nuevo a la taberna, donde al menos tendría el calor que mi habitación de la pensión no me daba. Hacía varios días que estaba en Madrid, terminando la preparación de unas oposiciones, y la taberna se había convertido en mi lugar de estudio favorito. Me sentaba en una mesa de mármol, cerca de la ventana a la calle del Príncipe, con suficiente luz para estudiar durante el día, y bajo una de las lámparas de queroseno que iluminaba el café durante las horas nocturnas. No había mucha clientela, y el camarero ya conocía mis gustos; mi taza de café se enfriaba a mi lado, mientras yo iba pasando los folios e intentaba concentrarme en mi futuro, hasta que los ojos ya no me aguantaban más y me retiraba a la fría habitación que había arrendado en una pensión cercana.

La clientela habitual del bar era escasa y variopinta, no había mucha gente en aquella barriada que pudiera pagar los 50 céntimos que costaba el café en aquellos días, ni mucho menos las cuatro pesetas del menú, que yo podía pagarme gracias a las regalías que mi tío el diacono compartía conmigo y mi madre, lo que nos permitía tener un pasar más que aceptable, y a mi poder pagar la pensión y la comida sin muchas estrecheces, aunque sin lujos.

Aquella tarde me asombró la cantidad de gente que había en el lugar, tanta que tuve que esperar un rato hasta que se desocupó mi mesa habitual, tiempo que empleé en revisar las caras de los habituales. Estaba don Jacinto, un catedrático de instituto jubilado con el que alguna vez había tenido una agradable conversación acerca de los clásicos griegos; enjuto y siempre envuelto en su abrigo de lana negra, solía pasar horas con la mirada perdida, buceando en sus recuerdos. La señora Julia esta vez estaba acompañada de una vecina, siempre mirando de hurtadillas con sus ojillos de urraca, seguramente hablando mal del resto de vecinos, siempre echando cizaña. Don Antonio también estaba allí, con su achicoria aguada y su vaso de agua, esperando siempre a algún incauto que le comprara la fórmula de la gasolina sintética.

Pero lo que más me llamó la atención, entre el humo y el bullicio, fue la aparición de un piano de cola en el pequeño entarimado, en uno de los laterales de la taberna. Me sorprendió la presencia del instrumento, un viejo aparato que había visto mejores días y mejores audiencias según pude examinarlo en la distancia. Ya iba a preguntar a Carlos cuando un hombrecillo se levantó y se acercó al piano, levantando la tapa del mismo y acomodando la silla; con movimientos cansados se quitó el abrigo y el sombrero, que dejó a un lado de la caja, se sentó y comenzó a tocar.

No soy un hombre versado en música, mi formación ha sido siempre humanística, y las únicas canciones que puedo identificar son las de las zarzuelas que me cantaba mi tía de pequeño. Pero la música que aquel hombre lograba sacar del piano me hizo levantar la vista de los diálogos de Platón y escuchar con atención aquellos acordes; no sé por qué, pero aquella melodía me hizo recordar mi infancia en los pastos norteños, la hierba siempre verde que crecía en el tejado de nuestra casa, a mi tío Tolo mientras segaba el heno en el prado, y cerré los ojos para disfrutar del olor a hierba recién cortada. Al cabo de un rato, después de la sorpresa inicial, todos los clientes estaban escuchando aquella maravillosa música y por sus expresiones se podía ver que tenía en ellos un efecto similar. Desde mi posición podía ver cómo los hombros y la cabeza del hombre seguían el ritmo de la música, como se elevaban y bajaban según quisiera acentuar una u otra emoción a la canción. Olvidados ya los diálogos, me di cuenta de que no existía partitura alguna, que el pianista intentaba expresar sus sentimientos con cada golpe de macillo, arrancando de los batientes notas que nunca creí posibles.

Al terminar, tocando las teclas suave y lentamente hasta que los acordes se hicieron inaudibles, el hombre se levantó, se puso el abrigo y el sombrero y salió a la calle. Al pasar por mi lado pude verle la cara: un rostro nada especial, la nariz muy grande tal vez. Pero pude ver claramente, a la luz de la lámpara de queroseno de mi mesa, ya encendida, que tenía los ojos cubiertos de lágrimas.

El pianista volvió varias veces por la taberna, siguiendo siempre el mismo ritual. Dejaba el abrigo y el sombrero sobre la caja y empezaba a tocar, nunca la misma canción, y nunca el mismo efecto sobre mí, o los demás parroquianos: sus notas me hicieron revivir la muerte de mi padre, postrado en la cama por una rara enfermedad, y el dolor que sentí al no poder acompañarle en su lecho de muerte, mientras el padre Aquilino me hablaba de la importancia de los estudios en el seminario; en otra ocasión, una música rápida y furiosa me hizo rememorar mi salida del seminario, mi furia, mi odio, la rabia que sentí al creerme olvidado de Dios y abandonado por los hombres. Una vez sus acordes me recordaron a mi primer amor, y volví a invocar aquellos paseos por el parque de la Seo, tomados de la mano, mientras la primavera calentaba el aire, el olor de su pelo, el sonido de su risa… En varias ocasiones compartía las lágrimas que el pianista mostraba al terminar su pequeño concierto, y en una oportunidad cruzamos nuestras miradas nebulosas y me sonrió comprensivo.

Al cabo de un tiempo los exámenes me alejaron de la taberna, y durante unas semanas no pude acercarme al lugar, enfrascado como estaba entre tribunales y repaso de temarios con un antiguo decano, amigo de mi padre. Después de unos días de merecido descanso junto a mi madre en el norte, regresé a Madrid a conocer las calificaciones finales, y por casualidad me alojé en la misma pensión que había usado para la preparación. Caminando una ventosa mañana cerca del Viaducto, pasé junto a la taberna en la que tantas tardes me había cobijado, y entré, más que nada para protegerme del viento y calentarme el estómago con un café. El piano había desaparecido, aunque los habituales seguían allí: Carlos, el camarero, don Jacinto, don Antonio, la señora Julia y su comadre… Cuando pregunté a Carlos por el pianista meneó la cabeza. “Ya no viene por aquí, y la dueña ha empeñado el piano colín en el Monte de Piedad” “¿Y por qué dejó de venir? ¿Alguien se quejó?” “No, al contrario. Cuando tocaba era cuando más llena estaba la taberna” “¿Entonces?” pregunté. Carlos me miró, y en sus ojos pude ver más de treinta años sirviendo vinos y cafés, echando a borrachos alborotadores, luchando con los acreedores día a día… “No sé, tal vez ya lavó sus recuerdos”

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