domingo, enero 16, 2011

Lluvia tranquila

El encuentro le cogió completamente por sorpresa. Esa mañana había salido temprano de su casa, aprovechando el aumento de las horas de luz solar para pasear por los alrededores del pueblo, como era su costumbre. Ese día sus vagabundeos por montes y quebradas le hicieron regresar por la antigua carretera de Valdiviejas, ahora apenas un camino terroso que sólo utilizaban algunos vecinos para acercarse a las parcelas y terrenos de la falda oeste de la Sierra de las Cabrillas, pero que antiguamente era la vía preferente de comunicación del pueblo con las localidades vecinas, hasta que se construyó la carretera de Valgarrovillas, que evitaba rodeos y reducía el tiempo de viaje.

Siguiendo este camino se encontraba el antiguo cementerio de Algena, rodeado de una tapia blanca y oculto de la senda tras una pequeña colina. Una decisión repentina le hizo entrar en el camposanto, abriendo la verja negra que lo guardaba y que solo se cerraba por las noches. Caminó un buen rato por sus veredas, sin un rumbo definido, hasta que se encontró de pronto frente a la tumba de sus padres. Comprendió entonces el motivo de sus pasos, la añoranza que le había asaltado durante esa mañana, en la que todos los rincones le traían recuerdos de su infancia. Miró la tumba de su madre y recordó su rostro bondadoso, su peinado siempre a la moda, la volvió a ver sentada tejiendo o cosiendo en el salón, mientras observaba la calle y sus viandantes. Los recuerdos de su padre no fueron tan apacibles, pero el tiempo había hecho que el hombre viera a su progenitor de una manera distinta, sin la hostilidad de la juventud.

El paso de los años y el olvido habían hecho crecer rabanillos y otras malas hierbas en los alrededores de la tumba, y el hombre se ocupó de la limpieza de ambos sepulcros, más por prolongar el tiempo en compañía de sus padres que por penitencia. Cuando acabó su tarea era ya media mañana, y el sol tibio de finales de invierno estaba calentando los fríos huesos que reposaban en el camposanto.

Fue al salir del cementerio cuando la vio, paseando junto a otras muchachas por el viejo camino. Normalmente el grupo de jóvenes no le hubiera llamado la atención, y con seguridad habría evitado cruzarse con ellas desapareciendo a un lado de la vereda. Pero tal vez fueros los sentimientos que le inundaban en ese momento, o tal vez el que la joven se hubiera rezagado y fuese sola, lo que hizo que se fijara en esa muchacha, vestida con un negro abrigo que tapaba cualquier forma. La reconoció al cabo de unos segundos, aunque su rostro había cambiado bastante desde la última vez que la vio. Era ahora más lleno, más pleno de vida y juventud, aunque los ojos habían cambiado poco; seguían teniendo un aire de tristeza que aparecía por momentos, como si la joven intentara ocultarlo.

El grupo ya le había visto, y las muchachas le observaban con recelo. Comprendió al instante que, con lo que se contaba de él en el pueblo, y en aquellas circunstancias, ninguna de ellas querría acercarse a él, por lo que se llevo la mano al sombrero, y saludó cortésmente a aquellas niñas, pasando a su lado lo más deprisa que pudo.

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