viernes, enero 21, 2011

Urracas en las palmeras

Como a él le gustaba contar, empezó tomando una copa de anís a escondidas el día de su primera comunión, y terminó, varios años después, sin trabajo, abandonado por la familia, malviviendo en un refugio de cartones en el Paseo Fluvial. El Charly se levantaba al salir el sol, eso en las ocasiones en que conseguía dormir, por la tiritera del mono (el del anís, decía cuando estaba de buen humor), hacia sus necesidades bajos los arcos del Puente Viejo, y comenzaba su peregrinación diaria: misa del alba en el Cristo del Buen Dolor, donde alguna de las beatas madrugadoras le dejaba algo de calderilla, con suerte, para seguir con la misa de ocho en Nuestra Señora de la Soledad, zona rica, de derechas de toda la vida, donde a lo mejor conseguía para tomar un café y comprarse una barra de pan; pasaba luego por el Pryca, donde limosneaba hasta que los seguratas le echaban, y finalizaba la mañana en cola del comedor de las Hermanas Auxiliadoras, donde tomaba, si la cola no era muy grande y era su día bueno, la única comida caliente de la jornada.

En esas andaba cuando el coche patrulla se acercó. Dos policías de paisano se bajaron y, entre forcejeos y gritos, le obligaron a subir al auto, saliendo después en dirección a la autopista. Una hora más tarde, estaba en la estación de servicio, tomando un menú de consomé o ensalada, filete con patatas o pollo con zanahorias, flan o helado de postre, café y servicio 7,50 euros, con el subinspector Gallo.

Al subinspector Gallo le caía bien el Charly, aunque no se lo reconocería ni a su madre. Era un yonki desahuciado que vendería a su hermana como comida de gatos por una dosis, sí, pero no le vendería mierda a un chaval de 12 años; era un hijoputa pero era la clase de hijoputa que le gustaban al subinspector. Eran poli y confidente desde hacía varios años, cosa más que sabida en los barrios bajos, aunque aún seguían haciendo el paripé de la resistencia al arresto, por la ‘reputación’ del Charly. Ambos sabían que esa podía ser la única comida del Charly en varios días, pero tenían un acuerdo tácito: el Charly no devoraba como una bestia y el subinspector le dejaba repetir menú.

Como siempre esperaron al café para hablar de sus negocios, mientras la camarera atendía sus labores detrás de la barra del autoservicio.

Mucho frío, jefe, dijo Charly, mientras se hurgaba los dientes con unas uñas negras, provocando un eructo que hizo vibrar los cristales del bar.

No me jodas Charly, ¿qué sabes?

, no he oído nada

El subinspector le miró por encima de las gafas. Lo que pasase en los barrios bajos de la ciudad, en las Ínsulas o en Villa Patria, acababa siempre, por arte de magía, llegando a los oídos del Charly. Hacía dos días había aparecido un cuerpo decapitado frente a la Delegación de Gobierno, y los periódicos estaban sacando toda la carnaza contra la policía. Esa mañana el subinspector había estado aguantando el chaparrón durante 20 minutos, mientras el comisario le gritaba de todo menos bonito. No estaba de humor para tonterías

Ya me estás contando qué mierda sabes

Bueno, dijo Charly, viendo que no estaba el horno para bollos, aunque le hubieran venido bien, se dice por ahí que hay gente nueva en la ciudad, extranjeros, que han venído con dinero y ganas de armarla

¿Quiénes son?

No sé, no he escuchado nada más, parece que rusos o rumanos

¿Qué quieren y qué tienen que ver con el fiambre? No habían conseguido identificar al muerto, y eso era lo que más cabreaba al comisario

El bisho es su tarjeta de visita, han venido para quedarse.

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