domingo, enero 23, 2011

El hombre de los ojos de cristal

Se habían vuelto a encontrar por casualidad, en la librería de viejo del pasaje San Ginés; él, como siempre, atraído como una polilla por todo aquello que tuviera papel y letras, ella, bueno, nunca supo qué hacía allí. Habían pasado quince años desde su último encuentro, y le costó reconocerla. Al principio, no le dio mayor importancia a la figura femenina que ojeaba libros usados en francés, a unos pasos de él. No fue hasta que la oyó preguntar el precio de un viejo volumen de poesía que se fijo en ella, su voz había despertado un recuerdo imperioso en su cabeza.

Ella había cambiado; los años no habían sido benévolos, pero aún conservaba esa nariz grande, la sonrisa amplia, más patas de gallo, pero los ojos igual de alegres. Siguiendo un instinto se acercó con rapidez, y tomando el libro que ella estaba empezando a dejar sobre el tablón, dijo:

Permítame que se lo regale.

Ella le miro sorprendida, asustada ante su aparición. Él la sonreía con su mejor sonrisa, intentando que ella recordara su cara, sus gestos. Dudaba. Los años tampoco habían sido buenos con él, su pelo había perdido color, sus ojos brillo, su cuerpo había cambiado la musculatura por la grasa… Sin embargo, al cabo de pocos segundos, pudo ver en sus ojos el reconocimiento, primero, y la alegría después, premiándole con ese brillo que tantas veces había visto antes.

Se besaron como dos desconocidos. Ella agradeció el gesto, él ofreció tomar un café cerca, si no tenía prisa ni ninguna otra cosa que hacer, ella aceptó coqueta. Fueron a uno de los pocos cafés que conservaban su antiguo mobiliario, resistiéndose a cambiar por la moda del cuero y el metacrilato, y se sentaron frente a frente. Hablaron durante horas, tímidos al principio, habían perdido toda la intimidad, pero conforme fueron deshojando las hojas de sus libros de vida, contándose las peripecias de esos años ausentes, volvieron a recobrar parte de la complicidad de antaño.

¿Por qué te fuiste?, le preguntó él, después de varios cafés, ya cenando en un pequeño restaurante cerca de la Plaza de la Opera. Era la pregunta que le había estado rondando todos esos años

Era una gran oportunidad, dijo ella, significaba volver a mi país, con un trabajo estable, en lo que yo quería. Había estado demasiado tiempo negándome a mí misma.

¿Y por qué no supe de ti?

Ella le miró. Podía ver la angustia que ese hombre había sentido, el dolor de la separación sin sentido, bajo su pregunta. Pero también veía a un hombre fuerte, seguro de sí mismo, que había superado esa y otras etapas.

No eras nada para mí, le respondió, mirándole fijamente a los ojos. Antes de tomar esa decisión, ya no éramos más que amigos que a veces se acuestan juntos, no te sentía cerca de mí. Cuando me marché, rompí con todo lo que había sido mi etapa en Madrid: mi marido, mis cosas, mis amigas, tú. No tenía necesidad de vosotros.

El sonrió con tristeza. Había llegado a esa misma conclusión al tiempo de su marcha, al saber que no se había puesto en contacto con ninguno de sus conocidos, aunque ese conocimiento no le había ahorrado dolor ni pesar por la pérdida. Pero ya había superado ese y otros amores, y el muchacho que ella había conocido ya no existía.

Siguieron hablando largo rato, de sus vidas, de sus hechos, de las familias y conocidos. Se pusieron al día de cada uno durante la cena, y siguieron conversando frente a una copa en un bar, cerca de su casa, acerca de sus sueños y pesares. Así ella supo que él se había casado y separado dos veces, que había viajado por medio mundo y ahora se había refugiado en el centro de Madrid. Ella le contó cómo había trabajado muchos años como traductora en Bruselas, hasta que encontró un trabajo en su Toulouse natal, que le había llevado a Madrid por unos días. No había vuelto a casarse.

Las horas pasaron. Ella preguntó ¿me invitas a la última en tu casa?, él aceptó la insinuación. Ambos sabían que en ello no había más que la continuación lógica de una tarde de amistad entre dos personas adultas que se atraen, nada más. Sin embargo, hicieron el amor apasionadamente, como si quisieran recobrar los años perdidos, volver a ese piso de Antonio López, a esas noches de verano, a la juventud extraviada.

Por la mañana, él la llevo el desayuno a la cama, e hicieron el amor una vez más, sosegada y amorosamente, como una despedida. Al acompañarla al aeropuerto, tras haber recogido sus cosas en el hotel, él sabía que no la volvería a ver; pero esta vez ella no dejaba ningún hueco en su corazón, ni heridas que hubiera que sanar. Cuando se despidieron, ella le besó tiernamente en la mejilla sin afeitar, al mismo tiempo que le susurraba Â bientôt, mon ami.

Esperó hasta que cruzó la puerta de aduanas, despidiéndose con la mano, y regresó a Madrid. Aún no había encontrado el libro que estaba buscando, pero había cerrado un capítulo abierto en su vida.

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