domingo, enero 16, 2011

Más fácil que ayer

Nuestra casa estaba situada en la periferia del pueblo, en una calle en que en el momento de su construcción había muy pocas casas: durante muchos años estuvo frente a nuestra puerta, al otro lado de la calle, un chiquero, en el que aprovechábamos para tirar las basuras, alimentando a sus inquilinos, y del que en verano sufríamos sus moscas y olores. Con los años, otras casas se construyeron a su lado, enfrente y por arriba, eliminando de esta manera muchas de las características que la hacían especialmente única, y que aún perviven en mi memoria.

Por razones de construcción, en la casa habitaban 3 familias, ambos tíos nuestros, por lo que en verano nos juntábamos muchos primos en el mismo lugar, lo que hacía que las excursiones familiares a la piscina o a cualquier otro sitio una autentica campaña militar, con provisiones, toallas, mantas, etc. Nosotros habitábamos el piso medio, que era el que daba a la calle principal; desde nuestra puerta podíamos ver los riscos de esa parte del valle, y el sobrevolar de los buitres que recorrían la serranía en busca de carroñas.

Recuerdo las tardes de calor veraniego, cuando después de regar profusamente el pavimento para refrescarlo, se instalaba una mesa con cuatro sillas y se organizaban largas partidas de cartas, que en ocasiones se prolongaban hasta la noche, bajo la luz de la farola que el ayuntamiento había tenido a bien instalar en nuestro edificio. Eran reñidas competiciones, en las que parejas de primos o hermanos se enfrentaban entre sí; en muchas ocasiones incluso nuestros padres entraban en la lid, como si estuvieran en la taberna de Castro, y las voces y juramentos se escuchaban en toda la calle.

La nuestra era una de las últimas farolas antes de salir del pueblo, y en las noches de fines de semana las parejas acostumbraban a sentarse en nuestras escaleras, bajo su luz, para conversar de madrugada, después del baile. La ventana de mi habitación daba directamente a esas escaleras, y recuerdo haberme despertado varias veces con el sonido de susurros y voces quedas, que a veces se prolongaban hasta bien entrada la madrugada. En los no escasos momentos en que el fluido eléctrico fallaba, muchos de esos sonidos se volvían ininteligibles para mi corta edad y experiencia.

Desde nuestra terraza se tenía una vista privilegiada de los tejados del pueblo, que se extendían a ambos lados de la carretera, subiendo contra las empinadas laderas de la parte de solana del valle, y muchas tardes las he pasado en esa terraza observando los relámpagos de la tormenta contra las montañas, o las cortinas de lluvia moverse grises sobre el valle, incluso los atardeceres cuando el sol se escondía tras el risco.

En muchas ocasiones, cuando ya el sol hacía rato que se había escondido y el calor había remitido, y con la intención de dar un paseo antes de acostarnos, nuestros padres nos llevaban a una caminata por las afueras del pueblo, especialmente en noches sin luna, para que pudiéramos admirar el cielo nocturno y sus maravillas. Para chicos de ciudad como nosotros, observar estrellas y constelaciones, invisibles en muchas de nuestras calles de ciudad, era todo un espectáculo, así como el caminar en la oscuridad, e ir adivinando formas y siluetas que aparecían en el camino; a veces, esas formas se convertían en una pareja que intentaba disimular sus negocios ante la presencia de adultos.

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