Los fueron llamando por orden alfabético y pasaron
a una de las dependencias de la primera planta, habilitada para la ocasión. Allí
el secretario municipal les iba identificando y tachando de una lista que tenía
encima de la mesa, después de lo cual un asistente vestido con una bata blanca
les iba tomando las primeras medidas: altura, peso…
El grupo en el que se encontraba Dionisio
entró luego en otra habitación, en la que un biombo blanco de tela separaba una
zona algo más estrecha. Otro militar enfundado en una bata blanca les dijo que
se quitaran la camisa; algunos venían con una camiseta, mientras otros estaban
a pecho descubierto, imberbes especímenes humanos. Mientras otro asistente les
hacía preguntas sobre su salud (“¿has tenido tuberculosis, disentería,
enfermedades venéreas?”), un doctor les iba tomando la tensión y auscultando el
pecho detrás del biombo.
Una tercera habitación les esperaba, esta vez
de uno en uno. Cuando le llegó el turno, Dionisio pudo ver una mesa en medio de
la habitación, un cartel al fondo con letras y símbolos y a un capitán médico
que le esperaba fumando un cigarrillo…
“Nombre”
“Dionisio Morales Santos, señor”
“Fecha de nacimiento” siguió el militar, a
esas alturas ya más que harto de su labor.
“Diecisiete de septiembre del treinta y nueve,
señor”
“Buen año ese, ganamos la guerra…”
“Sí, señor”, respondió Dionisio, sin saber qué
otra cosa decir mientras pensaba en su tío Damián, desaparecido en la batalla
del Ebro, o del tío Jorge, pariente de su padre del que solo se hablaba en
susurros al amparo de la lumbre en los inviernos…
“Vamos a ver qué nos trajo ese año, recluta,
siéntate en esa silla” ordenó el capitán.
Durante los siguientes minutos, Dionisio
contestó a las preguntas que le hicieron, identificó en el cartel las letras que
le pidieron, se dejó medir el perímetro del pecho (“buenos pectorales, recluta”),
con el humo ácido y espeso del cigarro llenando poco a poco la sala…
Un par de horas después de haber entrado en el
ayuntamiento, los ahora reclutas salían de dos en dos, algunos contentos, otros
más circunspectos, pero la mayoría ya tenía otra mirada. Habían entrado siendo
niños, y salían siendo hombres dispuestos a dar la sangre por la patria…
Fuera les esperaban sus padres. Ellos habían
estado las últimas horas fumando y bebiendo en los bares cercanos, esperando
que los cachorros salieran ya convertidos en hombres. En su mirada se veía que
algunos estaban orgullosos por tener a otro hombre en la casa, mientras que otros
ya pensaban en tener una boca menos durante el invierno que venía, y que se
anunciaba crudo y duro para todos.
El padre de Dionisio estaba fumando en un
corro de vecinos, entre los que alcanzó a distinguir al padre de Rafael y al de
Lucas, compañeros de juegos desde niños y ahora quintos suyos. Su padre, un
labrador curtido por el sol, el viento y las desgracias, le miró de arriba
abajo, con cierta sorna.
“Ya estás en filas, Dioni…”
“Sí padre, han dicho que soy apto para el
servicio.”
Su padre sonrió y se adelantó para estrecharle
la mano, lo que inicialmente desconcertó al muchacho, que sólo supo reaccionar
después de un momento de incertidumbre. Fue un apretón de hombre a hombre,
recio, sincero… Con la otra mano su padre le pasó un billete de cinco pesetas,
que le puso en el bolsillo de la chaqueta.
“Anda a celebrar con los otros quintos…”
De madrugada, cuando regresaba a su casa
caminando por las calles oscuras y silenciosas, Dionisio encontró ese billete
en el bolsillo. A la luz de una bombilla solitaria en la plaza lo miró, dándole
vueltas. Sabía que su madre había estado ahorrando cada perra gorda de ese
billete desde hacía mucho tiempo. Recordaba la mirada de orgullo de su padre
cuando se la había dado, antes de volver con el resto de vecinos a comentar los
acontecimientos.
Y Dionisio, por vez primera, pensó que hubiera
dado ese billete y todos los de este mundo por un abrazo de su padre en ese
día…