En un momento dado llamaron a la puerta. Ya era lo
suficientemente grande como para tener permiso para abrir la puerta estando
solo, así que lo hice. Al otro lado había una muchacha que tendría mi edad, tal
vez menos, con un niño más pequeño de la mano, su hermano. Recuerdo a la
chiquilla como morena, delgada, de ojos grandes, vestida con un jersey y una
falda; en mi memoria los colores son apagados, y en cualquier caso puede que la
imagen sea falsa de todas formas. Venían pidiendo una ayuda, eran los años de
la crisis del petróleo y muchas familias de entonces quedaron en muy malas
condiciones; a menudo, la única forma de comer algo era ir pidiendo por las
casas.
Yo, como mis padres me enseñaron cuando ellos no estaban, le
dije que no podía ayudarla, que no estaba mi madre. Se fueron, siguiendo su
camino hasta la siguiente puerta del pasillo. A los cinco minutos llamaron de
nuevo, era el chaval. "Dice mi hermana que le des una coca-cola" me
dijo. Me hizo gracia, y pregunté: "¿Y por qué tendría que darle una
coca-cola?" (en casa todo lo más que había por entonces era gaseosa “La Casera”,
que se usaba para ‘aclarar’ el vino en ocasiones)."Porque eres un
hombre". Dije que no podía y cerré.
La escena quedó en mi memoria, y en los años que han pasado
la he recordado varias veces. Ahora vuelven a llamar a mi puerta pidiendo ayuda
para comer, pero son personas de mi edad, hombres y mujeres desesperados, y me pregunto si alguno de los políticos
de cientos de miles de indemnización por despido, presidentes ‘vitalicios’ de
diputaciones, directivos de federaciones deportivas con cien mil euros de
salario por no hacer nada, banqueros con indemnizaciones millonarias ‘sin importar el motivo del
cese’ y demás ralea, me pregunto si las hijas de esos señores han pedido alguna
vez un vaso de refresco como hizo aquella chiquilla...
Ojalá se lo hubiera dado...
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