Diez minutos más tarde, con la camiseta mojada
por el esfuerzo, la garganta enrojecida y doliente, pudo tumbarse de espaldas,
dejando que su cuerpo se serenase tras el ataque. Había sido el tercero de la
semana, cada vez eran más frecuentes y las medicinas que el doctor le daba no
parecían tener efecto. Sentía como la enfermedad se arrastraba en su interior e
iba ganando poco a poco, célula a célula, el control de su cuerpo sin que él
pudiera hacer nada para detenerla.
Se levantó con las costillas doloridas, haciéndolo
más por cambiar de posición que por ganas de levantarse. Lentamente se dirigió
al baño, donde tomó vaso tras vaso de agua, intentando hacer desaparecer ese
regusto a infierno que le llenaba la boca. Se lavó con lentitud, haciendo que
sus músculos volvieran a funcionar uno a uno. El espejo le devolvió la misma
cara que siempre, el pelo sudoroso y pegado al cráneo. Una ducha rápida le
devolvió parte de su humanidad, y mientras se secaba preparó un poco de café.
El gato le miraba sentado en la silla de la cocina.
Desde que lo había ‘adoptado’ se había acostumbrado a esperarle en ese lugar
por las mañanas, consciente de que el hombre siempre le pondría un platito de
leche tibia o unos restos de comida. La mirada del animal le ayudó a recuperar
completamente la vigilia, y se dispuso a tomarse el café mientras escuchaba las
noticias en la radio.
Aquel día le apetecía un poco de azúcar
moreno, un grano de caña que había traído de Portugal en uno de sus últimos
viajes, y que guardaba como oro en paño en una de las repisas superiores. Al
alcanzar el bote de vidrio en el que conservaba el dulce néctar, un mal
movimiento hizo que estuviera a punto de tirar la repisa. Con el golpe, toda la
tabla se estremeció, y una hoja de papel cayó flotando lentamente hacia la
cocina.
El hombre, después de maldecir y sobarse un
poco en el lugar de la contusión, se fijó en ese trozo de papel, una vieja
fotografía. Al levantarla y darle la vuelta su corazón se paró. Pensaba que se
había deshecho de todas sus fotos, no esperaba encontrarla mirándole, alegre,
con esa media sonrisa que tenía cuando estaba disfrutando mucho… Era ella,
sentada en una butaca en el bar Paysandú, en Montevideo, la noche en la que le
pidió que se casaran. Llevaba ese vestido tan ligero que se ponía en las noches
calurosas y una copa en la mano. Habían estado hablando de cosas banales, él
nervioso con el anillo quemándole en el bolsillo de la americana hasta que en
un momento de la conversación lo puso encima de la mesa y, cogiéndola de la
mano, la pidió matrimonio. El fotógrafo había estado rondando por allí, como le
había pedido, y tomó la fotografía instantes después de que ella dijera que sí.
Los años habían pasado por la imagen igual que
por él, y el brillo de su papel se había perdido. Sin embargo, a través de sus
lágrimas, él seguía viendo el brillo en los ojos de ella, esa media sonrisa que
tenía cuando se sentía enamorada…
El gato miraba al ser humano, indeciso, su
plato de leche aún vacío mientras el hombre lloraba por el amor perdido, por la
vida desperdiciada, por todo aquello que le
había llevado a ese pueblo, tras una eternidad buscando una paz que no
había encontrado en otros lugares, buscando hasta que ya no pudo más y dejó de
hacerlo.
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