martes, abril 23, 2013

Quintos del 64

Frente a la puerta del ayuntamiento se encontraba la flor y nata del pueblo, los quintos del año, la mocedad lista para ser revisada y etiquetada para el servicio militar. Los habían convocado a todos el mismo día, todos habían recibido el oficio del alcalde. Dionisio estaba junto a su grupo de amigos, mozos de más o menos de la misma edad, nerviosos, impacientes por un lado porque terminase todo aquello y temerosos al mismo tiempo de los resultados…

Los fueron llamando por orden alfabético y pasaron a una de las dependencias de la primera planta, habilitada para la ocasión. Allí el secretario municipal les iba identificando y tachando de una lista que tenía encima de la mesa, después de lo cual un asistente vestido con una bata blanca les iba tomando las primeras medidas: altura, peso…

El grupo en el que se encontraba Dionisio entró luego en otra habitación, en la que un biombo blanco de tela separaba una zona algo más estrecha. Otro militar enfundado en una bata blanca les dijo que se quitaran la camisa; algunos venían con una camiseta, mientras otros estaban a pecho descubierto, imberbes especímenes humanos. Mientras otro asistente les hacía preguntas sobre su salud (“¿has tenido tuberculosis, disentería, enfermedades venéreas?”), un doctor les iba tomando la tensión y auscultando el pecho detrás del biombo.

Una tercera habitación les esperaba, esta vez de uno en uno. Cuando le llegó el turno, Dionisio pudo ver una mesa en medio de la habitación, un cartel al fondo con letras y símbolos y a un capitán médico que le esperaba fumando un cigarrillo…

“Nombre”

“Dionisio Morales Santos, señor”

“Fecha de nacimiento” siguió el militar, a esas alturas ya más que harto de su labor.

“Diecisiete de septiembre del treinta y nueve, señor”

“Buen año ese, ganamos la guerra…”

“Sí, señor”, respondió Dionisio, sin saber qué otra cosa decir mientras pensaba en su tío Damián, desaparecido en la batalla del Ebro, o del tío Jorge, pariente de su padre del que solo se hablaba en susurros al amparo de la lumbre en los inviernos…

“Vamos a ver qué nos trajo ese año, recluta, siéntate en esa silla” ordenó el capitán.

Durante los siguientes minutos, Dionisio contestó a las preguntas que le hicieron, identificó en el cartel las letras que le pidieron, se dejó medir el perímetro del pecho (“buenos pectorales, recluta”), con el humo ácido y espeso del cigarro llenando poco a poco la sala…

Un par de horas después de haber entrado en el ayuntamiento, los ahora reclutas salían de dos en dos, algunos contentos, otros más circunspectos, pero la mayoría ya tenía otra mirada. Habían entrado siendo niños, y salían siendo hombres dispuestos a dar la sangre por la patria…

Fuera les esperaban sus padres. Ellos habían estado las últimas horas fumando y bebiendo en los bares cercanos, esperando que los cachorros salieran ya convertidos en hombres. En su mirada se veía que algunos estaban orgullosos por tener a otro hombre en la casa, mientras que otros ya pensaban en tener una boca menos durante el invierno que venía, y que se anunciaba crudo y duro para todos.

El padre de Dionisio estaba fumando en un corro de vecinos, entre los que alcanzó a distinguir al padre de Rafael y al de Lucas, compañeros de juegos desde niños y ahora quintos suyos. Su padre, un labrador curtido por el sol, el viento y las desgracias, le miró de arriba abajo, con cierta sorna.

“Ya estás en filas, Dioni…”

“Sí padre, han dicho que soy apto para el servicio.”

Su padre sonrió y se adelantó para estrecharle la mano, lo que inicialmente desconcertó al muchacho, que sólo supo reaccionar después de un momento de incertidumbre. Fue un apretón de hombre a hombre, recio, sincero… Con la otra mano su padre le pasó un billete de cinco pesetas, que le puso en el bolsillo de la chaqueta.

“Anda a celebrar con los otros quintos…”

De madrugada, cuando regresaba a su casa caminando por las calles oscuras y silenciosas, Dionisio encontró ese billete en el bolsillo. A la luz de una bombilla solitaria en la plaza lo miró, dándole vueltas. Sabía que su madre había estado ahorrando cada perra gorda de ese billete desde hacía mucho tiempo. Recordaba la mirada de orgullo de su padre cuando se la había dado, antes de volver con el resto de vecinos a comentar los acontecimientos.

Y Dionisio, por vez primera, pensó que hubiera dado ese billete y todos los de este mundo por un abrazo de su padre en ese día…

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