El viejo marinero paseaba su rostro arrugado y
canoso por la playa, absorbiendo del
aire marino el poco salitre que necesitaba para vivir. Hacía años que
estaba varado en tierra, y sólo estos pequeños paseos por la orilla de la mar
le mantenían en contacto con lo que había sido su vida y su amor.
Caminaba despacio, moviendo trabajosamente sus
cansadas piernas, dirigiendo la proa hacia la bodega del Maya, donde seguramente podría calentar sus huesos con un tazón de
buen caldo. El patrón del bar, Ambrosio, había sido marino hasta que en un
accidente en Terranova perdió el uso del brazo izquierdo, y desde entonces veía
partir a sus viejos compañeros desde detrás de una barra de roble, fabricada
con la cuaderna de su primer barco.
Cuando entró en la taberna había varios
hombres abarloados contra la barra, mientras otros se protegían en las mesas
del abrego que comenzaba a soplar en el exterior. El viejo se sentó en un
extremo, intentando alejarse de un portugués aboyado, que daba tumbos de mesa
en mesa mientras navegaba en su propia galerna. Ambrosio le sirvió un tazón de
vino, en un cuenco de barro cocido, junto con unas aceitunas en un pequeño
plato de porcelana.
Allí, atracado en buen abrigo, dejó el
marinero vagar sus recuerdos, surcando entre ellos mientras el vino circulaba
por su sangre y le alejaba la borrasca de la mente. Recordó sus primeras
singladuras en un velero, uno de los últimos que hacía la ruta de las Américas;
sus años en la marina mercante, recorriendo puertos en los cinco continentes, y
luego la guerra y sus desgracias…
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