Cuando era pequeño, creía que el viento me
hablaba. Pero era tan tenue o tan rápido, que no lograba entender su mensaje. A
veces pensaba que me hablaba en un idioma extraño, en un lenguaje que tenía que
aprender, que descubrir, y deseaba hacerme grande para poder entender esas
voces. Con los años, el aire y yo dejamos de hablarnos y yo intenté aprender y comprender
el idioma de mis congéneres, hasta que, harto de su violencia y mezquindad,
decidí apartarme de la sociedad y venirme a vivir a esta casa en medio del
campo.
Aquí he estado los últimos treinta años,
levantándome con el trinar de los pájaros y acostándome con el ulular de los
búhos. El repiqueteo de las gotas de lluvia en el cristal, los zumbidos de los
insectos en el verano, el grito del halcón en la serranía, los ladridos de mi
perro cuando sale en persecución de un conejo, son la música que escucho, la
conversación que tengo día a día, el sonido de mi mundo…
Me llaman Juan el Loco pero no soy un ermitaño o un alunado. En mi casa recibo
visitas, aunque cada vez menos, y desde el pueblo me llegan noticias y víveres
con regularidad. El cartero se pasa cada quince días, para dejarme la correspondencia
(libros y alguna que otra carta de amistades distantes), y para poder charlar
un poco de política. El cura vino mucho al principio, preocupado por mi salud o
por tener un posible competidor, pero cuando vio que no iba a abrir un negocio
como el suyo, dejó de venir seguido y ahora sólo aparece cuando se acerca la
Pascua, para pedirme permiso para cortar ramas de mis olivos.
Cuando tengo necesidad de una mujer, o de
compañía de calidad, voy al pueblo a visitar a Aurora y allí encuentro sosiego
y tranquilidad. No necesito más.
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Juan viene dos o tres veces al mes, aunque pueden
pasar varios meses sin verle el pelo. No tiene mujer, y nadie en el pueblo
quiere vivir tan alejado, por lo que yo soy lo más parecido a una hembra que
puede conseguir sin cambiar sus costumbres.
Una está acostumbrada a tratar con todo tipo
de personas, llevo más de veinte años en este pueblo, desde que vine para
trabajar para Luciana la andaluza y
luego me quedé su negoció cuando se jubiló. Por la cama de la portuguesa han pasado casi todos los hombres del pueblo, incluso
alguna mujer que quiso vivir una fantasía prohibida, pero pocos como él. La
primera vez que vino me pareció un tipo muy extraño: el pelo largo, enmarañado,
barba sin cuidar, vestido con un pantalón gastado y una camisa que había visto
mejores días. Sin embargo, venía limpio como pocos, fue amable conmigo,
conversó antes de que fuéramos a la habitación, no tuvo prisa, se preocupó por
mi placer, no se marchó corriendo ni avergonzado…
Desde entonces cada vez que le veo aparecer
por la puerta de mi casa le tomo del brazo y me lo llevo a la cocina, a tomar
una copita de anís y a que me cuente de su vida. Muchas jornadas hemos visto
amanecer en el mismo lugar, conversando, recordando, compartiendo nuestros
ratos. Es la única persona en los alrededores que conoce mi nombre: Aurora.
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