lunes, mayo 21, 2012

Cuando dibujo tu retrato


Cuando era pequeño, creía que el viento me hablaba. Pero era tan tenue o tan rápido, que no lograba entender su mensaje. A veces pensaba que me hablaba en un idioma extraño, en un lenguaje que tenía que aprender, que descubrir, y deseaba hacerme grande para poder entender esas voces. Con los años, el aire y yo dejamos de hablarnos y yo intenté aprender y comprender el idioma de mis congéneres, hasta que, harto de su violencia y mezquindad, decidí apartarme de la sociedad y venirme a vivir a esta casa en medio del campo.

Aquí he estado los últimos treinta años, levantándome con el trinar de los pájaros y acostándome con el ulular de los búhos. El repiqueteo de las gotas de lluvia en el cristal, los zumbidos de los insectos en el verano, el grito del halcón en la serranía, los ladridos de mi perro cuando sale en persecución de un conejo, son la música que escucho, la conversación que tengo día a día, el sonido de mi mundo…

Me llaman Juan el Loco pero no soy un ermitaño o un alunado. En mi casa recibo visitas, aunque cada vez menos, y desde el pueblo me llegan noticias y víveres con regularidad. El cartero se pasa cada quince días, para dejarme la correspondencia (libros y alguna que otra carta de amistades distantes), y para poder charlar un poco de política. El cura vino mucho al principio, preocupado por mi salud o por tener un posible competidor, pero cuando vio que no iba a abrir un negocio como el suyo, dejó de venir seguido y ahora sólo aparece cuando se acerca la Pascua, para pedirme permiso para cortar ramas de mis olivos.

Cuando tengo necesidad de una mujer, o de compañía de calidad, voy al pueblo a visitar a Aurora y allí encuentro sosiego y tranquilidad. No necesito más.

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Juan viene dos o tres veces al mes, aunque pueden pasar varios meses sin verle el pelo. No tiene mujer, y nadie en el pueblo quiere vivir tan alejado, por lo que yo soy lo más parecido a una hembra que puede conseguir sin cambiar sus costumbres.

Una está acostumbrada a tratar con todo tipo de personas, llevo más de veinte años en este pueblo, desde que vine para trabajar para Luciana la andaluza y luego me quedé su negoció cuando se jubiló. Por la cama de la portuguesa han pasado casi todos los hombres del pueblo, incluso alguna mujer que quiso vivir una fantasía prohibida, pero pocos como él. La primera vez que vino me pareció un tipo muy extraño: el pelo largo, enmarañado, barba sin cuidar, vestido con un pantalón gastado y una camisa que había visto mejores días. Sin embargo, venía limpio como pocos, fue amable conmigo, conversó antes de que fuéramos a la habitación, no tuvo prisa, se preocupó por mi placer, no se marchó corriendo ni avergonzado…

Desde entonces cada vez que le veo aparecer por la puerta de mi casa le tomo del brazo y me lo llevo a la cocina, a tomar una copita de anís y a que me cuente de su vida. Muchas jornadas hemos visto amanecer en el mismo lugar, conversando, recordando, compartiendo nuestros ratos. Es la única persona en los alrededores que conoce mi nombre: Aurora.

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