Llegamos al salar al tercer día tras la
tormenta. Aunque su blancura era evidente mientras descendíamos de las
montañas, sólo al irnos acercando nos dimos cuenta de la magnitud de sus
dimensiones: el inmenso depósito, creado por Helios al desecar un gran mar
interior, tenía más de tres mil kilómetros de largo y deberíamos cruzar casi dos
mil antes de ver su final, por la parte más estrecha. Los rayos del sol de la
mañana nos hubieran dejado ciegos si no hubiéramos protegido nuestros ojos con
unas gafas oscuras.
Los límites del lago salado eran el final de
nuestra escolta. A partir de ahí nos tendríamos que valer por nosotros mismos,
sólo protegidos por un pedazo de papel en el que se encontraba el sello del
Alto Consejo de Kadath, un salvoconducto que nos serviría de bien poco si nos encontrábamos
con bandidos o algo peor. A pocos kilómetros del terreno muerto y salado había
un pueblo, apenas una docena de casas situadas alrededor de un pozo, el último
manantial de agua dulce que encontraríamos en varios días.
Cambiamos nuestro vehículo, poco adaptado a
las condiciones de las carreteras de sal, por un trineo especial; en realidad
era un vieja cabina de ferrocarril montada sobre unos esquíes de acero y con un
motor de turbina como propulsor. Un gran depósito de agua generaba una delgada
película líquida sobre la que los esquíes se deslizaban, asegurando así
velocidades muy elevadas, para lo que el terreno permitía. En condiciones
ideales cruzaríamos el desierto en cuatro o cinco jornadas. Este tipo de máquinas
se oxidaban muy rápido en ese ambiente extremo, por lo que no había seguridad
en salir vivos del intento.
Pandora no había dicho nada desde nuestra
conversación aquella mañana. Parecía más taciturna, como si el sueño que le
conté le hubiera levantado antiguos temores. Yo la observaba a escondidas,
mientras se cepillaba el pelo por las mañanas, mientras recogíamos nuestros
enseres tras la acampada de la noche… Esa mujer y yo habíamos pasado momentos
muy duros en el camino, habíamos dormido juntos, compartido piel y deseo, pero
nunca había dejado que entrara en su mundo, siempre encontraba una barrera, un
muro que me hubiera impedido conectar con su interior si hubiera querido… A
veces, pensaba que éramos dos extraños que compartían un mismo destino y las
incomodidades del viaje.
Nuestro común compañero seguía igual de adusto
y taciturno como cuando lo conocí en los salones del Consejo. Había guardado su
capa gris en su zurrón apenas bajamos del límite de las nieves perpetuas;
debajo llevaba una gruesa casaca de cuero negro que le protegía de las
inclemencias, así como le servía de armadura en caso de necesitarlo. Sin
embargo, en las calientes planicies de sal el cuero no era una buena idea. La
mañana de la partida nos sorprendió apareciendo con una camisa gris de lino, y
protegido por un turbante negro del mismo material; su pecho ancho y velludo
pugnaba por salir de una camisa que, obviamente, había pertenecido a un hombre
de talla inferior, hecho que alegró la vista de las pocas mujeres que nos
vieron partir esa mañana del manantial. Marhú no era un hombre que hiciera las
cosas sin pensar, por lo que yo esperaba que tuviéramos un viaje tranquilo, ya
que nuestro guía se blindaba con una tan escasa protección.
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