Apenas pudo se escapó por la puerta, decidida
a hacer aquello que había pensado. Con su bicicleta recorrió los escasos kilómetros
que la separaban del observatorio, una pequeña plataforma construida en un
saliente frente a los famosos precipicios que tantos turistas atraían en verano.
En varias ocasiones estuvo a punto de ser barrida por el viento, pero consiguió
llegar a duras penas. Al cruzar la entrada del mirador, un bonito emparrado de
hierro semejando una antigua red de pesca, tiró la máquina sobre el húmedo
césped y se acercó al pretil.
Una valla de madera, reforzada con gruesos
pilotes, la separaba del abismo. Desde allí se podía ver casi toda la costa,
parecía que el temporal se había comido todos los colores del mundo. El mar
gris se confundía con un cielo plomo en el horizonte, y finas gotas de agua se
estrellaban contra su rostro. Si sacaba la lengua podía saborear la sal que
contenían, arrastrada desde el océano, decenas de metros por debajo.
Permaneció unos minutos observando el mundo uniforme
que la rodeaba, tratando de adivinar por dónde vendría la siguiente racha de
viento, intentando no resbalar en las lajas de pizarra que formaban el suelo de
la plataforma. Al cabo de un rato se aproximó aún más al borde y se quitó la
capucha de su chubasquero. Una maraña de pelo se desveló, agitándose con el
viento como si estuviera viva, como si quisiera atrapar a las escasas gaviotas
que se atrevían a volar con ese clima.
Se adelantó un paso hasta estar junto a la
empapada cerca. Si miraba hacia abajo, podía ver las olas chocando con fuerza
contra la base del acantilado, levantando nubes de espuma que volaban con el
viento hasta su rostro. Con la vista fija en el indefinido horizonte, se
concentró un instante y gritó.
Duró apenas unos segundos. Un sonido fuerte sí,
pero no era eso lo que quería, parecía el grito de una niña perdida llamando a
su mamá. Apretó los puños, cerró los ojos un momento y volvió a gritar con más
fuerza. El sonido de su voz luchaba contra la ventolera que venía del océano,
con las trombas de aire y sal, y perdió. Enfadada consigo misma, frustrada, la
muchacha se acercó aún más al abismo, apoyó su cuerpo en la madera de la valla
y volvió a intentarlo.
Esta vez buscó en su interior y empleo todo lo
que tenía: la rabia de su adolescencia, las frustraciones y el dolor de las
últimas semanas, todo junto formando un alarido que salía desde el fondo de su
alma. Era un bramido que desencajaba su garganta, mientras sus manos se aferraban
a los pilotes de madera, casi clavando las uñas en la madera.
Gritaba pensando en la incomprensión de sus
padres, en la furia ante la indiferencia, en el rencor contra un mundo que no
conocía y no la reconocía, en el dolor de la separación del ser amado… Gritaba
por la inocencia perdida, por los pescadores que permanecían en el bar sin
poder salir a la mar, por él… Siguió forzando su cuerpo durante varios minutos
hasta que, desfallecida, tuvo que sentarse en el suelo, apoyada contra la valla
del mirador.
Le dolía el cuello, y sabía que estaría ronca
durante varios días. Con el dorso de la mano se secó las lagrimas que corrían
por su cara, mezcladas con el agua marina y la lluvia, y tras unos minutos volvió
dónde había dejado la bicicleta y se marchó, dejando solamente unas marcas en
la madera de la valla como testigo mudo de su presencia.
Aquel año hubo muchas habladurías en el
pueblo, y los telediarios de los días siguientes comenzaron con las noticias y
teorías acerca de cómo había amainado un temporal de fuerza cuatro en apenas
unos segundos, dejando solo unas fuertes lluvias en la costa.