jueves, enero 03, 2013

Caminos inciertos

Suspendida entre las paredes del gigantesco cañón que crea el Indo al cruzar el país de los descendientes de Aquileo, en uno de los mejores pasos comerciales del subcontinente, se encuentra la ciudad de Petra. Un inmenso monolito, una enorme masa pétrea que se dice cayó del cielo cuando los dioses encerraron a los titanes, protegida por el río y por los desfiladeros que la corriente ha ido cavando sobre las estribaciones del Himalaya durante eones. La parte inferior de la roca es desgastada por las aguas, y con los milenos esa erosión ha creado una pequeña playa por la que se asciende hasta la ciudad, una ciudad excavada, tallada, construida en el interior del monolito, miríadas de túneles y cavernas que albergan palacios, casas y almacenes.

Su privilegiada posición como encrucijada entre las rutas de comercio de Asía y Europa la convierte en una de la ciudades más ricas del mundo, el lugar perfecto para aprovisionarse antes de adentrarse en las tierras altas. Perseo y Pandora llegaron a sus puertas un día gris de otoño, cuando el cielo parecía un mar de plomo y la fría lluvia anunciaba la llegada del inminente invierno. Los dos viajeros se encontraban al amanecer delante de la gran puerta tallada que daba paso al interior de la ciudad, esperando para entrar en ella. Un pequeño destacamento de soldados montaba guardia en el interior, asegurando que se pagaran los impuestos de peaje y que ningún indeseable tuviera acceso a la roca.

Una sonrisa lasciva se perfiló en el rostro del capitán del destacamento, un nubio alto y fornido vestido con un peto de cuero y cota de malla dorada, cuando vio a la mujer del pelo dorado. Acostumbrados a los abusos, el resto de la guardia sonrió socarronamente mientras observaba la aproximación del oficial. Perseo intentó salirle al paso, pero ella le retuvo con un ligero toque sobre el brazo. Estaba segura de poder manejar la situación.

El capitán les dio el alto, enseñando la espada de plata engastada en su peto, señal de su rango, así como la automática de nueve milímetros que portaba como arma disuasoria. Los gestos del hombre denotaban confianza, había hecho muchas veces el tipo de ‘inspección rutinaria’ que pretendía, y en sus ojos podía verse el brillo de la lujuria sin contener.

Pandora no se amilanó ante la perspectiva de ser toqueteada y humillada, sino todo lo contrario. Cambiando su semblante de forma casi instantánea, comenzó a acercarse al soldado con movimientos felinos, sonriendo con los ojos y los labios, murmurando palabras en voz dulce e insinuante. Mientras miraba a sus subordinados con una sonrisa de suficiencia, relajado y en la creencia de tener dominada la situación, el capitán sentía como la mano de la mjuer se asentaba en su pecho, al tiempo que sus melosas palabras hacían que aumentase su lujuria, augurándole buenos ratos. Los dedos femeninos, delicados, suaves, iban recorriendo los dibujos del pectoral de su armadura, bajando por sus símbolos hasta su estomago y de ahí, mientras ella le miraba a los ojos, seductora, llegaron a su bajo vientre.

Nunca supo qué fue primero, si el destello en los ojos de la mujer o el dolor subiendo por su espina dorsal, un dolor paralizante, que le hizo aullar mientras apretaba los puños en un acto reflejo, al tiempo que finas gotas de sudor comenzaban a perlar su frente. La expresión de Pandora no había cambiado apenas, una gata jugando con su presa antes de devorarla, pero sus dedos se habían convertido en garfios que atrapaban al hombre, que sentía oleadas de tormento a cada movimiento de la mano antes cariñosa. Tras lo que le pareció una eternidad, sintió como la mujer liberó sus testículos, aunque el dolor no remitió e hizo que se arrodillara y pusiera en posición fetal de forma instintiva.

El resto del destacamento se había puesto en guardia, apuntando con las automáticas a la mujer. Perseo se tensó, dispuesto a la acción, mientras su pareja parecía relajada y satisfecha. Sin embargo, los gritos del capitán habían atraído la atención de uno de sus superiores, un oficial de pelo entrecano y una gran cicatriz en la mejilla. Al ver la situación, uno de sus hombres en el suelo con el resto del pelotón apuntando a una mujer y un hombre extranjeros, sus ojos se entrecerraron y las venas de su cuello se hincharon en un esfuerzo por mantener su rabia bajo control. Una voz de mando, ladrada más que gritada, hizo que los guardias bajasen las armas. Una segunda orden llevó al herido capitán a una sala hospitalaria, donde las burlas y mofas le seguirían durante el resto de su carrera militar.

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