Recorro las avenidas, observando el doblez de
las sombras en el suelo, pensando en mis cosas, atento al frescor del aire o al
silencio que impera en las calles. Cuando llego a un semáforo, la rutina me
hace mirar el color del hombrecillo que controla nuestros movimientos. A veces,
un taxi retrasado o un autobús de línea nocturna se cruza en mi camino, pero la
mayoría de las veces atravieso la vía sin esperar la señal, sintiendo el ligero
placer por lo prohibido.
Ha habido noches en que mi vagabundear me ha
llevado a las afueras, a suburbios y polígonos industriales donde se venden y
compran almas humanas, algunas, las menos, aún con el envoltorio original. En
una ocasión entablé una breve conversación con una de esas cenicientas de saldo
y esquina, como las llamaba el maestro, con la lumbre de un gastado mechero
como excusa. El frío, la noche, la mala noche… los tópicos se sucedieron
mientras ambos nos dábamos un poco de calor humano a distancia, solitarios
ambos en las tinieblas y buscadores de algo que no encontraríamos.
Al volver a casa después de mis recorridos noctámbulos
siempre te encuentro: tu brazo rodea la almohada, abrazándola, pero la pierna
izquierda queda un poco desvelada por las sabanas, que anuncian más que cubren
tu cuerpo desnudo. Ha habido noches en que he permanecido un buen rato observándote,
viendo como tu pecho se alza y baja con una respiración pausada, cómo te
rebulles en sueños, manteniendo el cabezal entre los brazos como si fuera el
ancla de tus mares oníricos. Alguna vez, cuando la soledad aplastaba mis
hombros y hacía que mi sangre se convirtiera en cemento, alguna vez he
intentado tocarte, acercar mis dedos a esa piel de tono dorado por el sol, y
acariciarte.
Nunca lo he hecho. Después de dejar mi abrigo
en el perchero y quitarme los zapatos, me desnudo cansinamente para volver al
lecho, a esperar el amanecer en una cama vacía, donde el eco de tu cuerpo es
más fuerte que mi propia existencia.
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