jueves, enero 17, 2013

Y quinientas noches...

En las noches de insomnio, cuando no puedo conciliar el sueño tras varias horas dando vueltas en la cama, salgo a pasear por la ciudad. Me gusta caminar en esas primeras horas de la madrugada, cuando los últimos trasnochadores o los trabajadores del primer turno de la oscuridad ya han llegado a sus casas, pero aún no han salido los madrugadores o aquellos que mantienen nuestra ciudad en marcha.

Recorro las avenidas, observando el doblez de las sombras en el suelo, pensando en mis cosas, atento al frescor del aire o al silencio que impera en las calles. Cuando llego a un semáforo, la rutina me hace mirar el color del hombrecillo que controla nuestros movimientos. A veces, un taxi retrasado o un autobús de línea nocturna se cruza en mi camino, pero la mayoría de las veces atravieso la vía sin esperar la señal, sintiendo el ligero placer por lo prohibido.

Ha habido noches en que mi vagabundear me ha llevado a las afueras, a suburbios y polígonos industriales donde se venden y compran almas humanas, algunas, las menos, aún con el envoltorio original. En una ocasión entablé una breve conversación con una de esas cenicientas de saldo y esquina, como las llamaba el maestro, con la lumbre de un gastado mechero como excusa. El frío, la noche, la mala noche… los tópicos se sucedieron mientras ambos nos dábamos un poco de calor humano a distancia, solitarios ambos en las tinieblas y buscadores de algo que no encontraríamos.

Al volver a casa después de mis recorridos noctámbulos siempre te encuentro: tu brazo rodea la almohada, abrazándola, pero la pierna izquierda queda un poco desvelada por las sabanas, que anuncian más que cubren tu cuerpo desnudo. Ha habido noches en que he permanecido un buen rato observándote, viendo como tu pecho se alza y baja con una respiración pausada, cómo te rebulles en sueños, manteniendo el cabezal entre los brazos como si fuera el ancla de tus mares oníricos. Alguna vez, cuando la soledad aplastaba mis hombros y hacía que mi sangre se convirtiera en cemento, alguna vez he intentado tocarte, acercar mis dedos a esa piel de tono dorado por el sol, y acariciarte.

Nunca lo he hecho. Después de dejar mi abrigo en el perchero y quitarme los zapatos, me desnudo cansinamente para volver al lecho, a esperar el amanecer en una cama vacía, donde el eco de tu cuerpo es más fuerte que mi propia existencia.

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