Apareciste por la izquierda, seguramente regresando del
colegio, abrazada a tus cuadernos, que protegían una fragilidad todavía grande,
caminando despacio con la cabeza baja, mirando al suelo y pensando en tus cosas.
Te observé pasar desde la seguridad de mi refugio. Llevabas un
uniforme anodino, de esos que los colegios actuales tanto gustan de imponer,
una cartera inmensa, enorme para tus pocos años. Los cuadernos llenos de fotos
de los jóvenes de moda, colores recortados sobre un rosa infantil...
Cuando te acercaste a mí pude ver tu cara de cerca. El pelo,
negro y brillante, recogido en la nuca con una goma decorada con motivos
de niña pequeña. Al llegar a mi altura levantaste la mirada y volví a ver esos ojos
negros, más oscuros que la noche sin estrellas, destacando sobre una piel blanca
de escasos inviernos, que se adivina suave y cálida.
Me vistes. Un hombre mayor, cansado y con escasas ilusiones,
con el corazón agrietado por varias partes y los huesos hartos de tanto doler. Un
viejo mirando a una niña desde la seguridad de un chato de vino...
Al cabo de un segundo bajaste de nuevo la mirada y seguiste
tu camino, desapareciendo de mi visión, tal vez para siempre, mientras yo me llevaba
el vaso a los labios, pensando cómo fui capaz de entretejer tu futuro hace
tanto tiempo...
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