sábado, julio 30, 2011

8 de septiembre

Había una vez una chica muy hermosa y muy asustada. Vivía sola, excepto por un gato sin nombre. Su apartamento estaba en la planta más alta de un bloque en el centro de la ciudad. Era un pequeño reino en el que ella se sentía tranquila, protegida de la gran ciudad por sus cuatro paredes delgadas y blancas.

Por la mañana se levantaba al salir el sol, daba de comer a su gato y salía a trabajar. Tomaba el autobús que la llevaba a un gran edificio de oficinas en las afueras, donde pasaba su jornada escribiendo las notas que otras tomaban, comentando revistas que no había comprado, e intentando pasar desapercibida para el resto del mundo. A mediodía se compraba un bocadillo y un refresco en un kiosco, y se sentaba en un banco del parque cercano, siempre el mismo banco y siempre sola.

Era una joven bonita, con el largo pelo castaño liso y bien peinado, unos alegres ojos negros que chispeaban cuando se reía y unas piernas largas y bien torneadas, que le habían procurado muchos piropos cuando caminaba cerca de un grupo de obreros. Sin embargo, siempre comía sola. Algunas veces un compañero nuevo intentaba acercarse a ella, entablar conversación, tal vez iniciar una relación. Pero nunca volvía, y ella se había acostumbrado a comer su bocadillo acomodada en su banco del parque.

Regresaba al trabajo junto con la multitud que formaban los oficinistas de la zona, todos entrando a la misma hora, pasando el resto de la jornada laboral haciendo el mismo trabajo, la misma rutina hasta la hora de salida. Fichaba y bajaba al metro, tomando el primer tren junto con decenas de ejecutivos que la miraban ocasionalmente, a veces con lujuria en los ojos, pero que nunca la habían molestado.

Llegaba a su casa y su rostro se iluminaba. Durante unas pocas semanas al año llegaba a tiempo para ver hundirse el sol entre los altos edificios de la ciudad, mientras las luces de las torres se encendían, acompañando a las miles de farolas que convertían el suelo en un cielo de estrellas naranjas. El gato siempre la recibía en la puerta. Era un gato atigrado, de ojos verdes y pelaje espeso, que se enroscaba en su pierna en cuanto la veía aparecer en la puerta, sin dejar de maullar y seguirla.

Ella llegaba, se desnudaba en su habitación y salía al balcón para ver la puesta del sol, con el gato en brazos. Mientras la luz diurna se desvanecía ella iba cambiando: su piel adquiría un pelaje negro brillante y sedoso, le crecían garras en las manos y los pies, sus orejas se alargaban, aumentando su sensibilidad, mientras su nariz retrocedía al tiempo que unos largos y fuertes bigotes le iban creciendo. Disminuía de tamaño, se encorvaba, le crecía una fuerte y grácil cola, que finalmente se enroscaba con la del gato, su amante y amigo.

La noche les pertenecía. Por los tejados y callejones de la ciudad se sentían libres. Vagaban sin rumbo, corriendo, cazando, jugando, cruzando por aleros con los rabos entrelazados… Hacían el amor en espacios impensables, se perseguían y buscaban el uno al otro sin descanso, hasta que las primeras notas de los jilgueros sonaban en la madrugada, y ella, desnuda, con su amor en sus brazos, regresaba a esas cuatro paredes que la protegían de la mediocridad.

jueves, julio 28, 2011

Descalzos por el parque

Sancho no recordaba haber visto una doncella tan bella, ni siquiera en la casa de su padre, allá en el norte. Para evitar sufrir el calor del día, la joven había entrado en el gran salón del castillo vestida con un sencillo y ajustado mofarage de lino blanco, bordado con tiras de seda roja y oro en mangas y cuello, que marcaba su talle y realzaba su figura. Tenía la cabeza cubierta con un tocado de fina tela negra; cuando su tío le hizo un gesto, ella se levantó el delicado velo que hasta ahora le había protegido de la vista de los hombres de la corte.

Unos ojos del color del cielo devolvieron la mirada al señor de la villa, ojos que destacaban en un rostro ovalado y delicado, con unos labios llenos y bien formados, una nariz respingona y una piel blanca y suave. La muchacha bajó la vista, avergonzada y azorada por la presencia de todos esos hombres, pero el efecto ya estaba hecho: Sancho sentía el deseo correr por su sangre, sus venas palpitaban y no podía dejar de contemplar las tiernas curvas de la joven. Sus ojos se cruzaron con los del enviado musulmán y ambos se entendieron sin palabras, el trato estaba hecho: la doncella sería la concubina de Sancho y éste no atacaría al reino de su padre con sus mesnadas.

En un rincón del gran salón, separado del resto de nobles y gente de la casa, el padre Martín veía cómo su señor cerraba el trato con los infieles, y levantando su mirada al cielo deseó con todas sus fuerzas que ese acuerdo no tuviera éxito. Mientras se santiguaba observó con cautela a la joven árabe, aún en el centro del salón y con el rostro descubierto. Años más tarde, ya anciano y retirado en un monasterio de León, el viejo clérigo recordaría ese momento como el inicio de un largo camino personal hacia la luz…

viernes, julio 22, 2011

Sobre historias de amor

Fátima no había salido nunca del palacio de su padre, y el viaje hacia la ciudad de los infieles le había resultado un calvario. A sus doce años no estaba acostumbrada a viajar, el calor le molestaba, el interminable movimiento de la carreta en la que viajaba, tapada con lino y sedas para evitar a los insectos, le había levantado dolor de cabeza, no tenía a nadie con quien hablar, y para colmo no sabía qué era lo que se esperaba de ella. Cuando llegó a la ciudad estaba asustada y temerosa, inquieta a pesar de las indicaciones de su tío, gallardo y hermoso con esa vistosa capa escarlata con hilos de oro, y el turbante de seda más bello que había visto hasta en su vida.

Quinta de las hijas de su padre, Fátima sólo había conocido una infancia de juegos y felicidad. Demasiado joven para interesarse por las luchas de poder en el interior del harem, solía pasar sus días paseando por los jardines, jugando con sus mascotas o hermanas, o escuchando las audiencias del rey, su padre. Hasta ese día en que fue llamada a audiencia, y le comunicaron su próximo viaje en compañía de su tío Maslama, hacia el norte, tierra de infieles.

Cuando por fin llegó a la antigua alcazaba, lo que más le llamó la atención fue el fuerte olor que despedían los cristianos, muy distinto de los perfumes y ungüentos que se usaban en el harem. Caminaba unos pasos detrás de su tío, envuelta en un velo de seda que ocultaba sus rasgos al mismo tiempo que le permitía observar y estudiar esta nueva corte.

No entendía nada de lo que su tío Maslama hablaba con el infiel, un hombre terrible, enorme y vestido con un manto de lana basta, sin colorear apenas, con la cara casi completamente cubierta por una espesa barba. Su cuerpo apenas pudo retener un escalofrío cuando la miró, y quedó petrificada cuando su tío la ordenó levantar el velo, a fin de que el infiel pudiera verle el rostro.

jueves, julio 21, 2011

A reason for life

Te exiges demasiado…

Se encontraban cómodamente sentados en el parque, en un banco a la sombra de los abedules, mientras los niños corrían y jugaban con los juegos de la zona infantil. Marta intentaba pasar por delante de Marcos en el tobogán, mientras Lucía permanecía en lo alto de la estructura, reina del lugar.

Carlos conocía a María desde hacía mucho tiempo. Habían sido vecinos y compañeros de colegio durante muchos años, e incluso tontearon durante un tiempo en octavo. Perdieron el contacto cuando ella se marchó a la Universidad, mientras él se quedaba trabajando en el taller de uno de sus tíos, aprendiendo el oficio de mecánico. Volvieron a encontrarse años después, los dos ya casados y con niños, y habían retomado la antigua amistad; les gustaba charlar en el parque, los domingos por la tarde, mientras vigilaban a su prole. La mayoría de las veces estaban solos, ya que el marido de María, un policía nacional, solía tener turnos vespertinos durante el fin de semana.

No, no lo creo. Es lo que se espera de mí…

Habían comenzado rememorando recuerdos compartidos, las aulas y compañeros del antiguo colegio, los recreos en un descampado bajo la mirada atenta de los profesores, de los primeros besos bajo los soportales de la plaza de los patos… Con el paso de los días y las semanas parte de la antigua complicidad había vuelto entre ellos, y empezaron a comentar los problemas domésticos que tenían. Carlos se preocupaba mucho por Lucía, una niña morena de ojos oscuros, con un carácter muy expansivo y juguetón, a la que quería con locura. Durante la semana vivía con su madre, y pasaba los fines de semana con su padre, que procuraba que la niña no notara diferencias; la separación con Olga había sido amistosa, y aunque ella había rehecho su vida con otra persona, aún mantenían buenas relaciones y procuraban consensuar las principales decisiones sobre Lucía.

No es lo que espero yo…

María se había casado embarazada de Marcos, y, aunque quería a su marido, no estaba segura de haber tomado la decisión correcta. El tener a Marta no había conseguido disipar sus dudas, a pesar de sus esperanzas. Encontrar a Carlos fue el detonante para que éstas surgieran con toda su fuerza, y los últimos meses habían sido para ella una delicia y un tormento al mismo tiempo. Por fin tenía alguien que la comprendía y valoraba, alguien con el que podía hablar de formas que no se planteaba con su marido. No pasó mucho tiempo antes de que se sorprendiera esperando ver a Carlos aparecer en el parque, con la pequeña de la mano, y poco después tuvo que confesarse que se había enamorado de su antiguo amigo.

Eres demasiado bueno, no te merezco…

Con el paso de las semanas los sentimientos entre ambos llegaron a un punto de no retorno, y, durante una de las guardias del marido de María, Carlos apareció una tarde en la puerta de Lucía, con un ramo de violetas en la mano y el nerviosismo de un chaval de quince años en el cuerpo de un hombre de cuarenta. A esa noche le siguieron otras muchas, siempre con Carlos saliendo de madrugada, con los besos de ella aún calientes, con los recuerdos frescos, con el dulce dolor de la despedida. Las tardes en el parque se convirtieron entonces en horas de charla íntima entre los dos, conversaciones sobre la vida y el futuro mirando cómo jugaban los niños.

Soy yo el que debería estarte agradecido…


La noticia llegó como siempre, inesperada y cortante. Habían trasladado al marido de María a otro lugar, una ciudad más grande y a seiscientos kilómetros. Ese día Carlos recibió la llamada de su amante mientras trasteaba en los bajos de un viejo Chevrolet de coleccionista. “Necesito verte, tengo que hablar contigo”. Quedaron en su casa, a la María no había ido nunca. Quedó preocupado. Ella no le había querido decir nada por teléfono, pero su tono de voz no le engañaba: había estado llorando. Tras balbucear una excusa ante su jefe salió corriendo hacia su coche y llegó a su casa apenas unos minutos más tarde. María ya estaba allí, sentada en un banco frente a su portal, con las manos agarradas a un bolso blanco y la mirada perdida. La abrazó con ternura, mientras ella le explicaba, entre lágrimas, el traslado, la discusión con su marido, el dolor, la sensación de vacío… En todo momento él procuraba ser su fuerza, su coraje, entregarle su apoyo y su amor al mismo tiempo.

Estuve buscándote tanto tiempo…

Marta y Lucía llevan ahora una ropa muy parecida, como si fueran hermanasa, y les gusta jugar juntas a las casitas, mientras Marcos las mira condescendiente desde sus adultos ocho años. Nunca entenderán los juegos de mayores, como él. Busca con la mirada a su madre, y la encuentra en el banco de siempre, junto a Carlos, hablando y riendo. No entiende mucho, pero se encuentra a gusto con la nueva familia: Lucía es muy graciosa y Carlos le cae bien. A veces le lleva al taller y le deja arreglar cosas, dice que tiene buena mano. Marcos sabe que no es su padre, que su papá está trabajando lejos y que viene a verlos cada dos semanas; le gusta que venga, a pesar de que nota a su madre triste durante esos días, pero Carlos siempre consigue que se le pase.

miércoles, julio 20, 2011

Tres morillas se enamoran

Sentado en el pretil de la vieja muralla, el padre Martín observaba a la ciudad dormida a la luz de la luna llena. Desde su posición en lo alto de la torre del homenaje podía ver casi toda la villa, la curva del río que la protegía de las incursiones del norte, y la muralla que discurría de este a oeste, circunvalando casas y palacios, como lo había hecho durante los últimos mil años.
 
El padre Martín no dormía bien desde hacía varias semanas. Los dolores de la gota no le dejaban descansar, y cuando se tumbaba en su celda no podía permanecer quieto, ni conciliar el sueño. Por eso pasaba largas horas en la torre, observando las estrellas o la ciudad, pensando en su larga vida o rezando.

Esa noche no le sorprendió ver a don Sancho caminar por la muralla. El señor de la villa era un hombre recio, alto y fuerte, criado en las duras estepas del norte de Castilla, que había luchado con valor para su rey, y en recompensa había recibido esta fortaleza y el señorío de las tierras de alrededor.

Mientras le veía caminar por el adarve, observando la guardia, dando órdenes, mirando por encima del parapeto a las calles que rodeaban el castillo, el padre Martin pensó en acercarse y conversar con su señor, aunque finalmente desechó esa idea. Esa tarde habían tenido una acalorada discusión acerca de la embajada de los reinos del sur, cómo recibirlos y cómo tratar con ellos. El conde prefería la diplomacia a la mano dura que exigía el monje, escandalizado por los tratos que el noble mantenía con esos infieles, y lleno de fervor religioso. Había habido duras palabras en privado entre los dos hombres, cada uno seguro de hacer lo correcto, uno por mandato divino, otro por razones mundanas. La ciudad estaba demasiado lejos de las grandes fortalezas del norte y podía ser fácilmente atacada por alguno de los reyezuelos del sur, lo que supondría una pérdida de vidas innecesaria.

La embajada llegó al día siguiente, cruzando la muralla por la puerta del Ángel y subiendo trabajosamente por la calle de los mercaderes hasta el castillo. Desde una de las ventanas de palacio les observaba el padre Martin, consciente de que hacía apenas 30 años esos mismos caballeros posiblemente saldrían de la alcazaba para luchar con las fuerzas castellanas y matar cristianos. Se santiguó para dar gracias a Dios por su benevolencia y apoyo en esta guerra santa.

sábado, julio 16, 2011

Defenders of the Earth

Se sentaba en el borde del precipicio, viendo como las aves pasaban por debajo de él, mientras el viento intentaba someterle, hacerle caer a ese abismo que hacía apenas unas horas desconocía. Había llegado en un viejo jeep alquilado, después de bordear la caldera del volcán apagado durante varios kilómetros, por sendas ya bastante poco transitadas. El viento formaba pequeñas olas en la laguna que ocupaba el cráter, y algunas rachas le obligaban a apretar el volante con firmeza.

El sol todavía estaba alto cuando llego a la destartalada cabaña. Le gustaba ese lugar. Pasaba una larga temporada en esa choza todos los años, lejos de la civilización, cortando leña, siguiendo el ritmo del sol, cocinando lo que podía cazar o recolectar... Ese año lo necesitaba más que nunca. El divorcio le había costado mucho, tanto emocional como económicamente; necesitaba cargar las pilas, relajarse, olvidarse de todo y de todos.

La vio al tercer día, apenas una sombra blanca por el rabillo del ojo mientras paseaba por el bosque. Conocía ese bosque. Caminaba por él desde hacía años, y pocas criaturas le eran desconocidas. No era el típico habitante de ciudad trasplantado en plena naturaleza, temeroso y huidizo; cazaba y mataba, y sabía lo que se podía encontrar entre los árboles. Aquella fugaz visión, apenas vislumbrada, no encajaba en nada de lo que había visto durante todos los años que llevaba viniendo a ese lugar. Pero, aunque giró rápidamente la vista, no pudo ver qué era lo que se había movido entre la espesura.

Dos días más tarde lo volvió a ver, esta vez al otro lado del río, mientras llenaba la cantimplora en un remanso de aguas claras. Un destello de luz le llamó la atención, haciendo que se ocultará tras las raíces de un tronco caído en la corriente. Y entonces la vio: una joven de larga cabellera, vestida con el atuendo típico de verano de todo adolescente, camiseta y pantalón corto, bajaba a lavar unos utensilios de cocina, el reflejo del sol en el metal había sido lo que había llamado su atención. Turistas. Ruido. Basura. Compañía. Regresó a su cabaña mascullando entre dientes…

Sin embargo, no sintió nada durante los siguientes días, su vida siguió siendo soledad y silencio. Continuó comprobando sus trampas todas las mañanas, recolectando setas y bayas, cortando leña para calentarse en las noches, observando el atardecer desde la puerta de su cabaña, sujetando su vieja pipa de cazoleta mientras el humo del tabaco ahuyentaba los mosquitos, dejando que los sonidos de la naturaleza llenasen su alma y su cuerpo.

Una mañana, mientras revisaba los lazos y cepos que colocaba en las sendas del bosque, sintió cómo los pelos de su nuca se erizaban, y tuvo la sensación de ser observado, de que otros ojos le estaban mirando. Sacando su cuchillo de caza se volvió lentamente, preparado, dispuesto a luchar con aquello que le vigilaba. Ella estaba sentada sobre uno de los grandes troncos caídos, arboles ya cubiertos de musgo y líquenes, las piernas torneadas y morenas colgando, descalza, con los brazos cruzados sobre su pecho y mirándole divertida.

Irritado, iba a guardar el cuchillo y mostrar su más pura máscara de loco del bosque cuando algo en los ojos de color musgo de ella le atrapó. Mientras ella seguía subida en el tocón, balanceando las piernas, se acercó hablando en voz baja, y preguntándole quién era, qué hacía en el bosque sola, dónde estaba su campamento. La claridad de su risa le sorprendió, le recordó la risa de un niño cuando recibe un juguete nuevo, pura felicidad, e instintivamente se relajó.

Ella ahora sonreía, haciéndole sentir tosco y bárbaro, con sus ropas sucias y sudadas, su barba sin arreglar, sus ademanes bruscos… Intentó hablarle con palabras suaves, melodiosas, inseguro sobre si ella entendería su idioma. Seguía sin contestarle, pero su sonrisa de dientes blanquísimos le animaba a continuar. Ella cambió de postura, bajando del tronco caído y acercándose a él, y pudo vislumbrar la blancura de sus pechos a través de la camisa desabotonada…

Pudo sentir cómo el deseo apareció y creció, llevaba varias semanas sin estar con una mujer, y la figura de la joven le atraía. Con frases y palabras en voz baja continuaba acercándose a ella, mientras ella caminaba despacio hacia él, siempre sonriendo, prometiendo, haciendo que su deseo aumentase a cada paso. Su piel morena en los brazos y piernas contrastaba con la blancura del inicio de sus pechos, sus manos finas acariciaban su pelo, en un ritual de cortejo tan antiguo como la humanidad.

Cuando estuvo a su lado se dio cuenta de que aún no había escuchado una sola palabra suya, sólo el sonido de su risa, clara y franca. La miró a los ojos, sorprendido por el efecto de la luz sobre ellos, ahora del color de la pizarra que cubría el techo de su cabaña, ahora con reflejos dorados como peces en un estanque… Extendió la mano hacia la suya, y se sorprendió de su ternura y fuerza cuando sus dedos se entrelazaron con los suyos, de su ansía cuando la atrajo hacia sí, de la promesa que su cuerpo y su boca le hacían…

Notaba como su deseo crecía mientras acercaba sus labios a los suyos, que respondieron inmediatamente al beso, haciendo que sus dedos se entrelazaran con más fuerza aún, mientras ella se apretaba contra su cuerpo, con una fuerza inusitada, y le abrazaba, atrayéndole aún más hacia ella. Sus labios abandonaron su boca, recorriendo su cuello, bajando por su pecho, mientras él se embriagaba con el aroma de su pelo: tierra húmeda, frutos frescos, hojas, sol, vida…

Apenas sintió sus dientes sobre las venas de su cuello, ni cómo la vida le abandonaba por ellas. Su mente estaba concentrada en el éxtasis, en el inmenso deseo que sentía, en la culminación del mismo. Un segundo antes de perder la consciencia y la vida recordó lo que le había dicho el anterior dueño de la cabaña, un viejo montañés loco que se suicidó al día siguiente: “no somos los cazadores, sino los cazados”. Abrió los ojos un instante, y vio los de ella, rojos como un lago de sangre, que observaban su muerte y su terror, mientras caía por ese precipicio que antes desconocía….

martes, julio 05, 2011

Nos sobraran las ganas de volar

Había terminado el curso y el grupo lo estaba celebrando. Cómo acabamos en aquel sitio es algo que no recuerdo muy bien, pero el caso es que allí estábamos todos, sentados en la terraza de aquel viejo bar, en las sillas de plástico blanco que se usaban en verano para las mesas exteriores, tomando cervezas una tras otra.

Claudio se reía a mandíbula batiente, mientras su pelo rubio y largo se ondulaba con los movimientos de su cuerpo, respondiendo a los chistes de Alfredo, sentado a su lado. Benjamín bebía tranquilamente de su botella, un poco ajeno al bullicio que los demás hacíamos, tal vez pensando en Susana… Carlos y Rafa aparecían por la puerta del bar con una nueva ronda de botellines, mientras Isidro protestaba por haber perdido el turno para invitar.

Nos habíamos conocido ese mismo año, en la cola para apuntarnos al equipo de fútbol sala, y, aunque éramos de distintos cursos, habíamos congeniado bien y formado un grupo bien avenido. Gran culpa de eso la tenía que éramos malísimos jugando, creo que no ganamos ni un solo partido en todo el año, a pesar de tomarnos muy en serio los entrenamientos y la presencia en los campos del polideportivo todos los sábados. Nos reíamos. No teníamos ambiciones, sólo queríamos pasar un rato divertido con amigos, y lo logramos.

Después de los partidos solíamos acabar en un bar cerca del poli, donde nos tomábamos unas cañas antes de volver a nuestras rutinas diarias, a nuestras familias, hasta el próximo entrenamiento o hasta el próximo encuentro. Rara vez nos veíamos por el pueblo, o en el instituto, debido a nuestros horarios o gustos. Pero no recuerdo un partido en el que nos faltase gente durante toda la temporada; a veces, prestábamos jugadores a otros equipos para que pudieran completar el mínimo y jugar sin problemas.

Benjamín se casó con Susana tras 8 años de noviazgo, y se fueron a vivir a Barcelona; me invitaron a la boda, pero no pude asistir por un problema de agenda (en aquel entonces me encontraba supervisando la construcción de una fábrica en Brasil). Después de dos años se divorciaron, incapaces de reconocer que el amor también muere, y ahora Benjamín ha rehecho su vida con una joven que conoció en Brasil durante su período de luto.

Claudio comenzó a estudiar derecho, como quería su padre, y tenía una prometedora carrera en vistas, gracias a los contactos de sus familiares. La última vez que estuve con él hablamos de volver a reunir el equipo y echar algunos partidos durante el verano, recordando viejos tiempos en el mismo bar de siempre. Tres semanas más tarde un conductor borracho no pisó el freno en el momento adecuado y se llevó por delante a mi amigo; tenía 22 años.

Carlos y Rafa terminaron el instituto y se prepararon el acceso a la Escuela de Oficiales del Ejército, estudiando durante medio año en una academia y haciendo un duro entrenamiento físico. Carlos lo consiguió al primer intento y Rafa al año siguiente. Los dos se graduaron con sus respectivas promociones (celebramos juntos las dos veces) y se convirtieron en oficiales del Ejército de Tierra. Desde entonces han estado viajando y siendo parte de varios de los cuerpos expedicionarios que España ha enviado a zonas de guerra: Bosnia, Líbano, Afganistán, Chad… Finalmente se casaron hace dos años, y ahora están peleando para poder adoptar un niño.

Isidro no terminó el instituto. Siempre fue el más rebelde del grupo, y con los años esa tendencia se fue acentuando, junto con sus malas compañías. Comenzó a frecuentar las pandillas locales a muy temprana edad, mientras sus padres se desentendían de él, incapaces de ver su generosidad y su fuerza interior. La última vez que le vi estaba muy delgado, vestido con su eterno pantalón vaquero, y el cigarrillo en la boca, paseando tranquilo por el parque, con el aire perdido de aquellos que han pasado mucho tiempo fuera de este mundo. Poco después me enteré de que le habían ingresado, con un fallo sistémico general del que no pudo recuperarse: tenía 34 años.

Nunca volví a saber de Alfredo. Su familia se mudó al terminar el año escolar y no mantuvimos contacto. En todos estos años he intentado saber de él, preguntar a amigos, buscarle en internet, sin resultado. De él me queda el recuerdo de sus ojos alegres y su sonrisa campechana, de sus guantes de portero rojos y blancos, de las canciones que inventaba para dar ánimos al equipo…

Yo acabé una carrera de ingeniero y tuve la suerte de ser de los primeros que salieron con un buen dominio de idiomas, con lo que pude encontrar trabajo en una multinacional estadounidense, y ahora paso largas temporadas fuera del país, coordinando y ejecutando grandes obras civiles. A veces, en uno de esos países dejado de la mano del hombre, veo un grupo de niños jugando al fútbol de forma entusiasta, y recuerdo a mi grupo de amigos, sudorosos, a veces empapados por la lluvia, después de un partido que nunca ganábamos. Nos veo juntos, riendo, tomando un botellín bien ganado, sin pensar en el futuro, sin pensar…   

domingo, julio 03, 2011

Y cada amigo es la familia que escojemos entre extraños

Caminaban por la playa, descalzos sobre la línea de la marea. Ella, apoyada en el hombro de él mientras entrelazaban los dedos de las manos, aún temerosa de que aquello fuese un sueño.
 
Se había presentado de improviso en su casa esa misma mañana. La noche anterior habían estado hablando por teléfono, como hacían casi todas las noches desde aquella primera vez en la estación de autobuses. Las conversaciones se habían hecho más y más íntimas en los últimos meses, hasta que uno de los dos dio el paso y se atrevió a poner sus sentimientos por escrito. Muchas horas de conversaciones habían seguido a ese primer “te quiero”, pero la dificultad física de verse siempre les producía angustia y pesar.

Él había llamado temprano. Ella había cogido el teléfono con miedo, pensando en que algo le había pasado.

“¿Estás en casa?” había preguntado él, apenas sin tiempo para saludarse.

“Sí, claro. ¿Qué pasa? ¿Estás bien?” respondió ella, asustada por el tono de su voz, tan distinto, tan diferente al amoroso y tranquilo de todos los días.

“¿Me abres la puerta?” dijo él, por toda respuesta.

Estaba allí, con una pequeña mochila roja a la espalda, frente a la puerta de su casa, esperando que ella le dejara entrar. En la mano llevaba una de las rosas que crecían en el jardín, la sonrisa pícara en el rostro, los ojos alegres, el corazón galopando… Ella salió a su encuentro con lágrimas en los ojos, no pudiendo creer lo que estaba sucediendo. Se abrazaron con fuerza, amantes que no se veían en mucho tiempo, sus bocas se buscaron y encontraron, sus manos recorrían el cuerpo del otro como queriendo comprobar que efectivamente era cierto, estaban juntos, por fin…

Varios minutos después, tal vez una eternidad, las manos de él seguían acariciando su cintura, besando su rostro, rozando su cuello... Se miraban a los ojos, él completamente perdido en el verdemar intenso y sereno de ella, ella bebiendo del amor inmenso e incuestionable que emitían los de él. Mientras las manos de ella le acariciaban el pelo de la nuca, él perdía las suyas abrazando su rostro y volviendo a atraerla hacia sí, para buscar de nuevo sus labios, esos labios que le daban vida y muerte.

martes, junio 28, 2011

Prisionero de tus labios

Ella era una nuchacha bonita, de andares elegantes y manos finas, con el pelo siempre recogido en un moño, vestida de negro casi siempre. Él un mozo alto y espigado, con la camisa nueva de los domingos bajo la usada chaqueta de pana, apenas un hombre entre tantos otros quintos del año. Se habían visto otras veces: en misa, en la procesión del Amor Hermoso, en la plaza durante los bailes de Carnaval, en la romería a la ermita de San Andrés, pero nunca habían estado solos más de unos minutos. Habían hablado, reído y callado con otros primos y primas, con otros parientes de su edad en ese pequeño pueblo gallego en el que habían nacido, frente al mar y el monte, durante toda su infancia y adolescencia.

Nadie supo cómo había ocurrido, pero en unas pocas semanas Antonia y Manuel eran novios. Ahora paseaban juntos por el camino a la ermita, mientras las madres iban detrás hablando de sus cosas; se les podía ver sentados muy juntos en la iglesia, ella en uno de los últimos bancos de las mujeres, él de pie en las primeras filas de los hombres. En alguna ocasión las viejas beatas les habían pillado mirándose durante el santo sacramento…

Por eso sorprendió tanto en el pueblo lo que pasó. Las habladurías se dispararon, todos tenían una teoría, pero ninguna de las dos familias habló, nadie comentó nada. De la noche a la mañana la pareja de novios desapareció del pueblo y no volvió a ser vista. Unos decían que se habían fugado a La Coruña porque el padre de ella se oponía a la boda; otros que les habían visto en uno de los vapores que partían hacia Argentina, ella ya con un embarazo notable… A los pocos meses murió la madre de Antonia, que no se había quitado el luto en los últimos quince años, y poco más tarde el padre de la muchacha. Sus hermanos no volvieron a mencionar su nombre nunca más, y sus hijos y nietos nunca supieron de ella.

La familia de Manuel tampoco dijo nunca nada sobre el suceso. El padre había muerto en la guerra, años atrás, y la madre vivía en un pequeño caseríoo a las afueras del pueblo, con poco contacto con el resto del pueblo, y los demás familiares no comentaron la partida de los dos jóvenes con nadie durante mucho tiempo. Más tarde, ya cuando las estaciones habían pasado sobre el pueblo varias veces, llegó un pequeño paquete al caserío, con una fotografía de un niño regordete y sonriente, con su vestido de domingo, subido encima de un caballo de madera a la puerta de una iglesia. No tenía remite, no tenía ninguna carta; solo había un nombre escrito con letra infantil en el reverso de la fotografía. Al invierno siguiente murió la madre de Manuel, y sus hijos la enterraron con la fotografía entre las manos, junto con un viejo rosario de nogal que le había regalado su marido al casarse.

domingo, junio 26, 2011

Dije cosas sin sentido...

“Lo siento, no se puede operar.”
Las palabras cayeron sobre Marcos como un ladrillazo. Sentado en la consulta del oncólogo, con el abrigo en el asiento de al lado, había escuchado su sentencia de muerte con serena tranquilidad. Ya lo esperaba; las semanas anteriores habían estado llenas de duras pruebas y dolor, y la esperanza había ido desapareciendo con cada parte del cuerpo que le extraían.
El doctor aún le dio algunas falsas ilusiones, pero Marcos ya no le escuchaba. Se levantó cansinamente, y tras un protocolario “Gracias” al médico se dirigió a la salida. En la sala de espera permanecían dos o tres personas. En todas ellas vio el miedo reflejado cuando le vieron salir: “¿me tocará a mi también?” era la pregunta no hecha en sus caras.

Encendió un cigarrillo en el ascenso (qué más daba ahora) y aspiró el humo del tabaco con delectación, incluso agradeciendo el acceso de tos que le sobrevino casi al momento. En la calle hacia frio, se subió las solapas del abrigo y se dirigió hacia la boca de metro más cercana. Estaba llegando a la misma, cuando un impulso repentino le hizo seguir adelante, caminando por la Gran Vía en dirección a Alcalá sin un propósito definido, solo seguir caminando mientras su cuerpo pudiera.

Su mente estaba divagando, pensando en lo que el doctor le había dicho y en sus implicaciones. Era un hombre solo, no tenía familia cercana que le llorase o incluso una amiga o amante que le echase de menos. Por no tener, ni siquiera tomaba el desayuno en el mismo bar siempre. Nadie le recordaría, nadie pensaría en él el día de mañana…

Torció en la red de San Luis, bajando por la calle Montera. Las prostitutas le llamaban desde los soportales, pero Marcos no las oía. Recordaba otros momentos en esa misma calle, con sus compañeros de pensión mientras estudiaba, burlándose de las meretrices, o alquilando los servicios de alguna, cuando el dinero les llegaba para tales lujos. ¡Qué inocente era entonces! Encerrado en su cuarto estudiando día y noche para las oposiciones, intentando cumplir el último deseo de su madre moribunda, mientras los días pasaban y las estaciones discurrían por Madrid.

Siguió por la calle Mayor, cruzándose con muchos grupos de turistas, que iban a la plaza mayor o a alguno de los bares y tablaos de la zona. A Marcos le hubiera gustado viajar con Ana. La conoció en la notaría, a poco de incorporarse; era una hermosa joven de pelo rubio y ojos azules, de mirar alegre y risa rápida, con la que congenió enseguida. Tenían planes de casarse, de irse a vivir a Barcelona, de abrir un despacho de abogados y hacer una vida juntos. Una mañana no apareció por la oficina, ni respondió a las llamadas que hizo a su casa. Nunca supo qué había sido de ella, aunque tras denunciar su desaparición a la policía le llegó poco después una notificación indicando que había sido una “desaparición voluntaria”; nadie en comisaria supo darle razón o explicación de esa nota, pero el caso se archivó.

Frente a la Plaza de la Villa paró un momento a pedir fuego a un transeúnte. Ese cigarrillo ya no le quemó tanto como el primero, ayudándole a seguir el camino. La tarde ya se iba cerrando sobre Madrid, y las primeras luces se encendían ya cuando llegó a la calle Bailen. A su derecha se veían las farolas de la plaza de Oriente, y los grupos de turistas rezagados que iban subiendo a los autobuses o haciendo las últimas fotos al Palacio. Marcos giró hacia la izquierda, yendo por la acera del Gobierno Militar.

Los últimos años los había pasado como un hombre corriente, trabajando, saliendo de vez en cuando con los amigos, acudiendo a las profesionales para solventar sus deseos ocasionales, pagando sus impuestos… Hasta que comenzaron los dolores. Pronto los médicos le empezaron a hacer pruebas y más pruebas, incapaces de encontrar la razón de sus pérdidas de memoria, de su sed inacabable, de sus cambios de humor. Finalmente, un médico privado le soltó la bomba: cáncer, con metástasis en el cerebro y pulmones…

Desde entonces había recorrido clínicas y consultas, buscando una cura para su mal, mientras este se extendía y se apoderaba de su cuerpo. Cruzando sobre la calle Segovia le asaltó un recuerdo de su juventud: una vieja canción tocada por un hombrecillo en un viejo piano, que escuchó en una de las tabernas que se encontraban debajo de él.

Marcos se acercó al parapeto del Viaducto. Tenía lágrimas en los ojos. En su mente veía de nuevo a ese hombre, tocando con rabia y dulzura las teclas del piano, tocando una canción olvidada, una canción que tarareaba mientras caía al vacío…

sábado, junio 25, 2011

Sobre aguas turbulentas

El puente fue construido por los romanos en tiempos de Augusto, consiguiendo así el control efectivo sobre el vado que desde tiempo inmemorial existía en ese lugar, punto clave entre las rutas del norte y sur. A su alrededor creció la ciudad, primero como un conjunto de villas y calles siguiendo la ordenada cuadrícula romana, y de forma desordenada tras la caída del imperio, siempre bajo la cobertura de las viejas murallas hasta bien entrado el siglo XVI, en que fueron engullidas por el desarrollo urbano.

El puente original había resistido más de dos mil años, como principal y en ocasiones única vía de paso entre las ciudades y llanuras del sur y las tierras ricas en oro y otros minerales de las montañas del norte. Gracias a él la ciudad había prosperado a través de guerras, hambrunas, pestes y revoluciones, pero no había podido aguantar el paso del tiempo y los grandes camiones actuales, por lo que hace unos años se construyó un puente más moderno y resistente a unos metros al norte, por el que en la actualidad circulan trenes y coches.

El viejo puente ha quedado para uso peatonal, uniendo la parte antigua e histórica de la ciudad con los nuevos barrios surgidos a finales del siglo XX. Es una construcción de aspecto macizo, funcional, con doce arcos de medio punto que habían sido restaurados y reconstruidos en parte después de las guerras napoleónicas. Construidos con sillares de piedra de la cercana Sierra de las Culebras, los pilares centrales tienen amplios tajamares que les protegen de las crecidas primaverales, mientras los pilares de los extremos son grandes construcciones cuadradas de bloques simétricos y bien cementados. La calzada estaba enlosada y ligeramente inclinada, protegida por parapetos a los que se les había añadido unas pequeñas torres en la Edad Media, para el cobro del peaje de paso, y que en la actualidad constituían uno de los miradores más frecuentados de la ciudad.

Yo suelo pasear por él casi todos los días, de paso a mi puesto de trabajo en la Universidad desde mi hogar en la pensión en la que me alojo. Siempre con prisas, pensando en los exámenes, en las próximas oposiciones o, simplemente, luchando contra el tiempo inclemente de esta ciudad, nunca me había fijado en él hasta esta clara mañana de verano. Hoy he salido a caminar, aprovechando un día de luz y temperaturas frescas, poco habitual en estas fechas, en las que el receso de la actividad estudiantil me permite relajarme más de lo normal.

Camino por la calle principal de la parte nueva, a pocos metros de mi pensión, en dirección al puente. Durante mi paseo veo gran número de parejas jóvenes con hijos pequeños, a los que llevan en brazos o en coches infantiles; son parejas orgullosas, llenas de vida y amor, con unos niños hermosos y sanos, aprovechando la mañana de asueto para respirar y tomar el aire y el sol.

La entrada al puente estaba antaño protegida por dos torres a ambos lados, de las que en la actualidad apenas quedan unos sillares desgastados, que dan paso a las ruinas de las defensas inferiores. Por la calzada ya circulan grupos de personas, algunos deportistas en su fase final de la rutina diaria y varios grupos con niños corriendo de un lado a otro, asomándose a los parapetos, tirando piedras al rio o a los árboles que se alzan en esta parte de la orilla poco profunda. Los gritos de advertencia de las madres se confunden con los de excitación de la chavalería, que tira palos para observar como los arrastra la corriente por el otro lado.

Mientras sigo caminando veo a un halcón sobrevolar el puente, perseguido por un grupo de vencejos, seguramente protegiendo a su prole, en sus nidos bajo los arcos semicirculares, hechos con el barro de las orillas. Voy llegando a las torres de peaje, a los miradores, a esta hora ocupados por parejas: parejas de adolescentes, parejas de jóvenes sentados en los bancos de piedra puestos por el ayuntamiento, besándose, hablando o simplemente contemplando el paso del río mientras disfrutan de la compañía el uno del otro. El puente siempre fue un lugar de enamorados…

Las familias madrugadoras, las que salieron temprano con sus hijos a pasear, vuelven ahora a sus hogares, con los niños durmiendo la siesta en sus coches, o en los brazos de los abnegados padres. Me cruzo con ellos mientras me dirijo a la parte final del puente, la más restaurada, lo que se demuestra en el color más claro de los sillares, en sus ángulos más rectos, menos erosionados por el tiempo. Hombres y mujeres en edad madura aparecen ahora ante mi vista, deambulando de la mano o uno al lado del otro, conversando, en ocasiones discutiendo, ajenos a la luz de la mañana reflejada en el río y a todo lo que les rodea. Me cruzo con algún caminante solitario como yo, nuestras miradas se suelen entrelazar por un instante antes de seguir nuestros respectivos pasos, que en este momento me guían hasta la torre de entrada a la ciudad.

Esta conserva casi toda la estructura original, embellecida en la restauración del siglo XIX con una hermosa puerta y una amplia avenida arbolada hasta las primeras calles de la parte histórica. Es esta una zona en la que los jubilados gustan de pasar las mañanas, al frescor de los arboles, sentados en los bancos de hierro forjado y conversando con sus iguales, o simplemente dejando pasar el tiempo. Muchas veces he visto a algún anciano sentado en un banco solitario, apoyado en su bastón y con la mirada perdida en sus recuerdos, mientras cruzaba la avenida en dirección a la ciudad, a perderme en sus calles. El puente siempre ha sido un lugar para la memoria…

viernes, junio 24, 2011

Tarde ventosa y suave

Cuando Onofre marchó a hacer el servicio, y después a Barcelona, a buscar fortuna, el mundo de Manuel se había reducido a su mujer y la finca. Apenas recibían visitas, aparte de las monterías que organizaba el marqués, o cuando la marquesa venía a pasar unos días de descanso, con su amante. A Las Pozas solo llegaba el panadero cada cuatro días y, ocasionalmente, la pareja de la Guardia Civil que patrullaba por la zona, buscando furtivos. 

Los años habían pasado para Manuel y Antonia como un río tranquilo y sereno. Hablaban de las cosas del campo, de las manías y ordenes de los señores, de la economía doméstica… Algunas noches él se despertaba de madrugada y la escuchaba sollozar, hablar en sueños, y sabía que la niña se había presentado de nuevo a su querida madre, y que al día siguiente tendría que salir al campo toda la jornada, regresando en la noche para la cena.

Tras la partida de don Genaro llegó Onofre, con las provisiones y medicinas compradas en Alcázar, y escuchó el mismo diagnóstico del galeno. Onofre era un hombre alto, fornido, con un pelo rubio claro que ya empezaba a escasear, y unos ojos azules serenos y dulces, que contrastaban con los de su padre, pequeños y negros, encerrados en las arrugas del tiempo. Había llegado de Barcelona la tarde anterior, avisado por su padre, con su mujer, Carmen, para asistir durante la enfermedad de la madre. El encuentro entre ambos, después de casi 5 años sin verse, había sido poco protocolario: mientras Carmen se instalaba en la habitación pequeña, y comenzaba a cuidar a la enferma, los dos hombres salieron al exterior petaca y papel en mano, liando un cigarro mientras el más anciano preguntaba por el viaje. Onofre esperaba, sentado en el banco bajo la higuera. Al poco, la voz de Manuel se quebró, una mano arrugada y seca agarró su boina y con ella se cubrió el rostro, mientras sus hombros se movían con los sollozos largo tiempo contenidos. El hijo, con los ojos húmedos y la congoja en el alma, abrazó a su viejo progenitor, y lo cubrió como queriéndole proteger del dolor que llegaba.  

El tiempo bajo la higuera parecía haberse detenido para los dos hombres, unidos en el dolor por primera vez en años. Así permanecieron unos momentos, hasta que Manuel se serenó y se removió, separándose un poco del hijo. Se secó las lágrimas con el dorso de la vieja chaqueta de pana, y se volvió a poner la boina, mientras miraba al suelo.

Al poco llegó Carmen, los brazos arropados en una toquilla para protegerse del fresco de la anochecida. Era una mujer alta, de piel morena y piernas bien torneadas, con una frente ancha y clara, y unos ojos castaños rodeados ya por algunas arrugas. Se acercó a los dos hombres despacio, no queriendo romper el momento de intimidad entre padre e hijo, y finalmente se sentó al lado de Onofre. Esta dormida, parece que respira mejor, dijo con voz queda, mientras agarraba la mano de su marido, que la respondió con una leve sonrisa. Será mejor que entréis, empieza a refrescar.

martes, junio 21, 2011

Verás que hay mar...

Mientras Manuel observaba a su mujer sentía cómo iban aflorando los recuerdos de casi cincuenta años de convivencia: el primer baile que tuvieron juntos, la escapada de casa de su padre, cuando descubrieron que estaba embarazada de él, el nacimiento de Onofre y, años más tarde, el de Joaquinita, la muerte de la niña… Los años pasados en la casa de Las Pozas, atendiendo el cortijo mientras el marqués estaba en Madrid, pasaron por su mente como una galería de estampas antiguas, como las que había visto en casa de sus padres, allá en Tomelloso.
 
Antonia descansaba plácidamente, acostada en la cama de matrimonio, con el camisón puesto y un pañuelo húmedo en la frente, para aquietar la fiebre, mientras don Genaro, el médico, la tomaba el pulso mirando su viejo reloj de bolsillo. Al acabar echó una mirada a Manuel, indicándole que le siguiera fuera de la habitación, mientras su nuera Carmen acomodaba a la enferma.

"No mejora Manuel", dijo mientras guardaba sus instrumentos en el gastado maletín de cuero, "y a su edad ya es muy difícil que se restablezca por completo".

La Antonia había caído enferma, con sudores fríos y temblores, una tarde de verano cuando volvían de la era en el carro, y les pilló por sorpresa una tormenta de granizo, dejándolos completamente calados antes de llegar a refugio. Había estado con malestares y tos durante varios días, siempre negándose a llamar al doctor, siempre encargándose de las tareas de la casa. Una noche, cuándo Manuel regresó del campo al atardecer, después de vigilar los venados para la montería de la siguiente semana, la encontró tumbada en el suelo de la cocina, con el cuerpo ardiendo y bañada en sudor.

Durante muchos años Las Pozas había sido parte de la pedanía de Arroyoculebro, un pequeño poblado a medio camino entre Tomelloso y Alcázar, en el que apenas había cuatro casas para los aparceros del marqués. La casa señorial, a la que se llegaba por un camino que salía de la carretera principal, era una edificación grande y robusta, reformada varias veces con el correr de los siglos, y tenía adosada una pequeña estancia, apenas una cocina y dos habitaciones, en la que vivían los guardeses. En ese lugar pasaron Antonia y Manuel los últimos 20 años, al servicio del marqués, y a esa casa llegó don Genaro esa tarde, montado en su viejo Ford.

lunes, junio 13, 2011

Deseo el aire que te rodea

“¿Y esa cicatriz?”, preguntó, mientras pasaba sus dedos sobre una herida antigua, en su espalda, para seguir después su contorno con los labios.

“¿Esa? Me la hizo un oso”, respondió él, tumbado de espaldas sobre la cama.

“¿Un oso?”, dijo, y con la sorpresa separó los labios de su piel.
“Sí, me estaba tirando a su compañera y no le gustó mucho.”

Mientras escuchaba estaba admirando la herida, imaginando la lucha entre su amado y el plantígrado cuando por el rabillo del ojo le vio, burlón y con esa sonrisa que siempre ponía cuando le tomaba el pelo.

“¡Pero serás… tonto!” dijo, mientras le empujaba con fuerza, haciendo que rodara por la cama, al mismo tiempo que se daba la vuelta, dándole la espalda y cruzando los brazos.

“Ven aquí”, dijo él, aún riendo, acercándose decidido, acariciando sus brazos al mismo tiempo que le besaba dulcemente la nuca. Sabía que no podía resistirse a esa caricia, y efectivamente, a los pocos minutos estaban besándose de nuevo, haciendo una danza con sus cuerpos que ya duraba varios días.

A la mañana siguiente salieron hacia el muelle. Dentro del paquete vacacional que habían contratado tenían un paseo por barco por algunas de las miles de islas que bordeaban la costa, una de las más afamadas del Adriático, con paradas en algunos de los lugares más hermosos de la zona. Mientras él le ayudaba a acomodarse en el viejo catamarán, Danny pensaba en lo maravillosas que estaban resultando estas vacaciones. Las habían planeado durante meses, luchando para hacer coincidir sus periodos de descanso y al mismo tiempo encontrar una oferta que les gustase a los dos. Habían coincidido casi al instante, cuando la ejecutiva de la agencia de viajes les había mostrado el folleto: sol, playa, cultura y varios días en un hotel de ensueño, todo por un precio bastante acomodado. No lo dudaron y se inscribieron enseguida.

No lo habían lamentado. Desde el primer momento todo había sido perfecto. Les habían asignado una habitación enorme, con un saloncito y gran baño, además de uno de los cuartos más grandes que recordaba haber visto: una gran cama con sabanas blancas y suaves, un pequeño vestidor y una zona de trabajo, con una mesa y un par de sillones, en los que habían tirado las maletas mientras probaban la cama, que fue de su entera satisfacción.

Durante los días siguientes habían pasado varias horas en la playa privada del hotel, una pequeña caleta con una arena finísima y blanca, en la que había muy poca gente. Era temporada baja, y apenas alguna que otra pareja como ellos y un par de familias con niños permanecían en el hotel. Varias veces habían tenido la playa para ellos solos, y había aprovechado para que su magnífico cuerpo se asoleara mientras él nadaba o se tumbaba a su lado.

Eran sus primeras vacaciones juntos, y no habían pasado el suficiente tiempo como pareja para que su deseo de estar uno junto al otro se hubiera diluido o desvanecido. Aprovechaban casi cualquier oportunidad para besarse, para acariciarse, bien fuera paseando por el casco antiguo del pueblo vecino, en el mar, a cubierto de  miradas indiscretas tras unas rocas, en los pasillos y ascensores del hotel…

La tripulación del pequeño catamarán soltó amarras, con ellos como los únicos pasajeros. El capitán del barco, haciendo una pequeña concesión, les permitió ir sobre la red que unía los dos cascos de la embarcación. El viaje fue casi como si volaran sobre el agua, a poca distancia de ellos, y sin nada más que una fuerte y ligera malla plástica. Visitaron antiguos monasterios, viejas ruinas que el sol y el abandono estaban destruyendo, cuevas de aguas transparentes y turquesas, formaciones geológicas de nombres evocadores como la Cabeza de la Medusa, o la Cueva de Teseo... Y en todo momento no se soltaron de la mano excepto para subir y bajar del barco, o tomarse fotos el uno al otro.

Volvieron al puerto ya con el sol sacando los colores al cielo, cansados, alegres y con un montón de recuerdos en la tarjeta de memoria de su cámara fotográfica. Tras despedirse del amable capitán y su tripulación, se dirigieron al hotel, abrazados por la cintura, mientras las luces del pueblo se iban encendiendo. La brisa marina les traía olores de frituras y voces distantes, un rumor que apenas entraba en la burbuja que se habían fabricado, un mundo propio que se habían ido construyendo a lo largo de meses de relación y convivencia, y en el que ambos se mostraban sin tapujos, sin defensas, el uno al otro.

“Te quiero, Daniel”

“Te quiero, Tomás”

jueves, junio 09, 2011

Se non ti cerco non vuol dire che mi hai perso...

Se habían separado pocos minutos atrás. Él todavía sentía el aroma de su pelo mientras bajaba las escaleras del metro, buscando un tren que le llevaría lejos de ella, como todos los días. La había visto entrar en su casa desde la acera de enfrente, aunque se habían despedido en la esquina para que su madre no les viera, abrazados estrechamente y con sus bocas fundidas en un único momento...
 
Cada noche era el mismo ritual: caminaban de la mano por el bulevar hasta llegar a la esquina de la calle de ella, y bajo una farola que titilaba por falta de mantenimiento se decían adiós, con besos largos, suaves y repetidos, mientras él le acariciaba su largo y fuerte pelo, su adorado y deseado cuerpo. Ella le abrazaba y acariciaba por debajo de la ropa, sintiendo su piel y el vello que cubría su pecho. Luego ella se recomponía ropa y peinado como buenamente podía, y con un último beso se alejaba hacia el portal de su casa cruzando la calle, mientras, él seguía por la vereda hacia el metro, a veces persiguiendo su aroma contra el viento, girando la vista para ver cómo ella llegaba al portal y con un último gesto de la mano entraba en su oscuridad.


En el metro él seguía pensando y repasando lo ocurrido durante la tarde: el tiempo pasado en el banco del parque, bajo aquél árbol que les habían dicho que era del amor y que habían hecho suyo con la navaja de él. Volvía a saborear el cacao de su protector labial, la crema suavizante de sus manos, recordaba el aroma de su perfume cuando besaba el lóbulo de sus orejas, sentía de nuevo sus manos en su cuello, sus dedos dibujando corazones en su pecho, el sonido de su voz susurrando secretos compartidos en sus oídos…


El movimiento de la gente le despertaba de sus ensoñaciones cuando llegaba a la estación final. Se bajaba de forma automática, con su mente aún en el cuerpo de ella, con sus ojos perdidos y desenfocados, una sonrisa en su rostro iluminado. Otros rostros grises le acompañaban en la escalera mecánica mientras regresaba a la superficie, el sol apuntando por encima de los tejados del pueblo en el que vivía...


Caminaba despacio, medio mortal y medio dios, con el corazón agigantado por los recuerdos, por el amor que sentía… Las manos en los bolsillos y la mirada en el suelo, viendo no el asfalto de la calle sino los ojos de ella, su sonrisa, sus manos delicadas y fuertes, el contorno de su cuerpo a contraluz en la habitación del hotel…


Llegaba a su casa, al final de una avenida arbolada mientras los pájaros despertaban, y abría despacio con sus llaves, dejaba la cartera en el mueble de la entrada y subía a la habitación. Su esposa, aún dormida, recibía el beso de buenos días que le daba en la mejilla antes de entrar en el baño, y le abrazaba cuando entraba en la cama, cansado y culpable...


Buenos días, qué tal el trabajo, preguntaba ella, somnolienta, todos los días.


Bien, como siempre, mentía él, todos los días...

lunes, junio 06, 2011

En este mismo instante

En este mismo instante me encuentro delante del profesor que me dará clases a partir de mañana en una pequeña escuela primaria, el inicio de un recorrido que acabará años más tarde. En este mismo instante salgo de regreso a mi realidad cotidiana entre truenos y relámpagos, con la cabeza llena de planes e ideas, con el futuro incierto de todo comienzo. En este mismo instante mi hijo me agarra el dedo por vez primera con su manita infantil, haciendo que todo lo pasado haya valido la pena, y que mi corazón se ensanche. En este mismo instante mi madre muere sin que haya podido decirle cuánto la quiero, mientras me encuentro lejos de su lado.

En este mismo instante mi nombre sale de sus labios mientras su cuerpo se contrae por los espasmos del placer, y ese sonido se convierte en todo mi universo por un segundo. En este mismo instante me encuentro sentado en el rompeolas, escuchando las voces que el viento me trae e intentando encontrar un sentido a sus mensajes, sabiendo que no existe. En este mismo instante el sol se pone tras las colinas, mientras en la terraza de mi casa mi perro duerme a mis pies, confiado y contento por mi presencia. En este mismo instante estoy sobrevolando las cumbres nevadas de los Andes, de camino a una aventura que no sé cómo acabará pero que estoy ansioso por empezar. En este mismo instante estoy apoyado en el parapeto de Cabo da Roca, sintiendo el viento golpear mi cara, mover mis ropas, y pienso en lanzarme al vacío para poder volar.

En este mismo instante ella me dice que nunca ha pensado en mí más que como un amigo, y mi joven corazón sufre su primera rotura, el primer desengaño. En este mismo instante entro con mi maleta por la puerta de la que será mi primera casa, empezando un camino que nunca será desandado. En este mismo instante estoy sentado en la ventana, con los pies apoyados sobre la verja de la terraza, mientras veo como cae la lluvia sobre el valle y los rayos dibujan finos trazos sobre las rocas de los cerros. En este mismo instante estoy apoyado en un rincón del aeropuerto, esperando la salida de mi vuelo, mientras escribo mis pensamientos en una libreta negra. En este mismo instante la vida, mi vida…

miércoles, mayo 25, 2011

Cintura de cristal

Ella se acuesta en la cama, y el mundo se recuesta a su lado para observar su descanso.
Ella se baña, y las gotas de agua se demoran por su piel, ansiosas de sentir su caricia.
Ella pasea por la calle, y el viento se arremolina a su alrededor, deseoso de su perfume.
Ella camina por la playa, y el mar lucha por alcanzar sus pies, cambiando mareas.
Ella me mira, y el universo se apaga, dos únicos puntos de luz marcan mi vida.
Ella habla, y me hace el hombre más feliz con dos palabras.
Ella me toca, y mi corazón se para.

Ella no está, y tengo que seguir mi vida.

sábado, mayo 21, 2011

El arbol de lilas

Espero que este hermoso texto les emocione como a mí.

UNO
Él se sentó a esperar bajo la sombra de un árbol florecido de lilas.

Pasó un señor rico y le preguntó: ¿Qué hace sentado bajo este árbol, en vez de trabajar y hacer dinero?
Y el hombre le contestó:
Espero.


Pasó una mujer hermosa y le preguntó: ¿Qué hace sentado bajo este árbol, en vez de conquistarme?
Y el hombre le contestó:
Espero.


Pasó un niño y le preguntó: ¿Qué hace Usted, señor, sentado bajo este árbol, en vez de jugar?
Y el hombre le contestó:
Espero.


Pasó la madre y le preguntó: ¿Qué hace este hijo mío, sentado bajo un árbol, en vez de ser feliz?
Y el hombre le contestó:
Espero.


DOS

Ella salió de su casa.

Cruzó la calle, atravesó la plaza y pasó junto al árbol florecido de lilas.
Miró rápidamente al hombre.
Al árbol.
Pero no se detuvo.
Había salido a buscar, y tenía prisa.
El la vio pasar, alejarse, volverse pequeña, desaparecer.
Y se quedó mirando el suelo nevado de lilas.


Ella fue por el mundo a buscar.
Por el mundo entero.
 
En el Este había un hombre con las manos de seda.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
Lo siento, pero no, dijo el hombre con las manos de seda.
Y se marchó.

En el Norte había un hombre con los ojos de agua.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
No lo creo, me voy, dijo el hombre con los ojos de agua.
Y se marchó.


En el Oeste había un hombre con los pies de alas.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
Te esperaba hace tiempo, ahora no, dijo el hombre con los pies de alas.
Y se marchó.


En el Sur había un hombre con la voz quebrada.
Ella preguntó:
¿Sos el que busco?
No, no soy yo, dijo el hombre con la voz quebrada.
Y se marchó.


TRES

Ella siguió por el mundo buscando, por el mundo entero.
Una tarde, subiendo una cuesta, encontró a una gitana.
La gitana la miró y le dijo:
El que buscas espera, bajo un árbol, en una plaza.

Ella recordó al hombre con los ojos de agua, al que tenía las manos de seda, al de los pies de alas y al que tenía la voz quebrada.
Y después se acordó de una plaza, de un árbol que tenía flores lilas, y del hombre que estaba sentado a su sombra.

Entonces se volvió sobre sus pasos, bajó la cuesta, y atravesó el mundo. El mundo entero.
Llegó a su pueblo, cruzó la plaza, caminó hasta el árbol y le preguntó al hombre que estaba sentado a su sombra:


¿Qué hacés aquí, sentado bajo este árbol?
Y el hombre dijo con la voz quebrada:
Te espero.

Después él levantó la cabeza y ella vio que tenía los ojos de agua, la acarició y ella supo que tenía las manos de seda, la llevó a volar y ella supo que tenía también los pies de alas.

http://www.teresaandruetto.com.ar/el-arbol-de-lilas.htm

Beso mojado de mariposa

Sus ojos color aguamarina parpadearon cuando la luz del sol les dio de frente, al salir de una nube, y tuvo que poner su mano sobre ellos para poder seguir viendo la playa. Él seguía paseando, como la primera vez que lo descubrió, escondida tras las rocas, observando el mar desde su escondite. Acostumbraba a pasar largas horas en esa posición; llegaba por la mañana, con la marea, y se sentaba en esa roca, a cubierto de la espuma y del viento, pasando las horas muertas mirando cómo las olas llegaban y se iban, viendo cómo las gaviotas se peleaban por los pocos desperdicios que el mar llevaba a esa playa. Era su refugio, el lugar donde sus pensamientos se hacían más claros, un sitio solitario y suyo, donde se permitía soñar, hasta que él llegó. 

Esa mañana se había sentado en su roca, como de costumbre, acomodando su cuerpo a las oquedades del granito, moldeadas por las salpicaduras del océano durante eones, cuando le vio. Una pequeña figura en el lado más alejado de la playa, caminando hacia ella. En un principio le entró pánico, nunca había estado en presencia de un hombre, miró a su alrededor para encontrar un lugar dónde camuflarse, y lo encontró en un hueco hecho entre las rocas, producto de un derrumbamiento del acantilado en una tormenta lejana, desde donde podía ver sin ser vista. Allí se escondió, su primer impulso de huir vencido por su curiosidad.

El hombre continúo caminando, con paso tranquilo, no parecía tener prisa. Al poco se detuvo, y se sentó en la playa, su mirada ahora perdida en el mar. Desde su escondite podía verle claramente ahora: era un hombre joven, de fuertes manos, pelo negro como la tinta de calamar, y unos ojos claros como aguas poco profundas y cristalinas. No se movía, como si estuviera petrificado en coral, y así permaneció durante un largo rato, mirando las olas sin hacer o decir nada. Mientras, ella se preguntaba quién era, qué hacía en esa playa tan alejada de cualquier población…

Esto se repitió durante los días siguientes. El hombre llegaba a la playa, caminando o en ocasiones sobre un gran caballo de batalla, se sentaba en un lugar por encima del límite de la marea, y permanecía allí largas horas, mientras el caballo pastaba en las dunas. Las gaviotas volaban a su alrededor, a veces se posaban cerca, pero su mirada siempre estaba fija en la lejanía, como si esperase la llegada de algún barco a esa playa perdida. En algún momento, sin aviso ninguno, se levantaba y se iba por el mismo camino.

Ella se acostumbró a su presencia, a esconderse en el hueco en cuanto lo veía aparecer por la playa, en observar cómo caminaba hacia ella, en verlo sentado, a su alcance, pero lejos de ella. A veces, el viento le traía las palabras que ella creía que salían de su boca, un lenguaje desconocido pero fascinante para ella. Aprendió a conocer su estado de ánimo: solía llegar pensativo, melancólico, sus pasos iban despacio por la arena, sin preocuparse de las olas que lamían sus pies. Una vez, desmontó del caballo con rabia, golpeando la playa con sus manos, lanzando granos de arena al viento en su furia, hasta que se calmó, y se sentó a mirar el mar; esa mañana ella pudo ver cómo surgía el agua de sus ojos, y se sorprendió con el corazón herido, como si su pecho no fuera suficientemente grande... Siempre se iba tranquilo, sus pasos fuertes y seguros, el cabello al viento, como si el tiempo pasado en la playa le hubiera calmado, como si necesitara el mar para sentirse en paz.

Dejó de tenerle miedo, y poco a poco sus sentimientos hacía él cambiaron. Lo imaginaba un hombre sensible, movido por las mareas, fuerte como el oleaje, sereno como las profundidades… Comenzó a aparecer en sus sueños, unos ojos azules que la miraban desde más allá de la playa, una sonrisa que era para ella… Muchas veces quiso decirle algo, salir de su escondite, mostrarse, hablar con él, pero siempre sucedía algo: él se levantaba, un cangrejo llamaba su atención, una gaviota se acercaba demasiado a él…

Esa mañana llegó más temprano que de costumbre a su lugar. Lo había decidido. Había pasado la noche en vela, pensando, discutiendo consigo misma, y había decidido que hoy sería el día. Él no podía hacerla daño, era un hombre sensible, amoroso, se alegraría de verla, podrían pasar el tiempo juntos, ver el mar tomados de la mano…

Su corazón saltó cuando le vio aparecer a lo lejos, su figura perfilándose en la bruma de la mañana. Se levantó, elevó su mano y estaba a punto de llamarlo cuando la vio… otra figura que iba con él, un destello dorado en el cabello, una mano que iba sujeta con la mano de él. El viento traicionero le llevó las palabras de ambos, mientras se escondía de nuevo: no entendía el sonido, pero las risas eran claras. Los vio correr por la playa tomados de la mano, le vio a él elevarla a lo alto con sus manos en la cintura de ella, les vio tocarse las caras…
Con una flexión de su poderosa cola, la sirena saltó desde la roca desde dónde estaba, nadando entre los bancos de algas de la costa, buscando las profundidades oscuras y silenciosas, donde pudiera acallar el dolor de su corazón.