lunes, diciembre 30, 2013
jueves, noviembre 28, 2013
A heart is low...
Sentado en el fondo del pasillo había un niño,
escondido en la penumbra. A su alrededor las luces de la fiesta se movían en
círculos y espirales, los vasos de bebida se llenaban y vaciaban, la pista de
baile recibía a sus compañeros al compás de la música…
En el fondo del pasillo, escondido en la
penumbra, un niño miraba las luces, las risas, el baile, y sabía que no eran
para él…
domingo, noviembre 03, 2013
Marea verde
Había estado cerca.
Después de que se corazón se serenase, tras llorar de nuevo la pérdida de
Alicia, se secó la frente, borrando el rastro de las lágrimas en su cara, y
cogió la red para asegurar su captura. Evitaba mirar a la nereida, con la
superstición de todos los pescadores, mientras la rodeaba con el tejido fuerte
y elástico que la mantendría sujeta hasta que llegaran a puerto.
La luna descendía sobre el
mar. Era hora de regresar, y el viejo pescador tomó los remos y comenzó a bogar
hacia tierra firme, con ritmo lento, pero fuerte y mantenido, acercando la
barca al continente en cada esfuerzo. Su presa se encontraba a proa, semioculta
en la oscuridad, apenas podía ver algún reflejo tornasolado cuando los rayos
lunares incidían en sus escamas. Si se concentraba, podría adivinar los ojos
que seguramente le observaban, los había visto otras veces: unos ojos cuyo iris
cambiaba según la profundidad en la que se encontraba la sirena, de un azul
intenso como el cielo bajo el mediodía de los trópicos a un verde mar semejante
al del océano lleno de vida…
Para cuando llegó a puerto
las estrellas ya habían desaparecido ante la luz de la aurora, y el muelle
hervía con los movimientos de los pesqueros y el trasvase de las capturas. Respondiendo
cansinamente a los saludos de otros compañeros, remó un poco más para llegar a
un pequeño embarcadero algo alejado del muelle principal, en el que ató la
barca a un amarradero de hierro viejo mediante un cabo desde la popa al mismo
tiempo que dejó caer un ancla por la proa. Una vez estabilizado, tapó a la
sirena con una lona y se la echó al hombro para transportarla hasta su casa.
martes, septiembre 17, 2013
Cumpleaños
“Llegaron los años y se fueron posando uno
tras otro, hasta que comenzaron a hacer una gran pila, y el número de sus días
fue ciento…”
Ese párrafo siempre le hacía sonreír, con una
mezcla de tristeza e ironía, nunca había entendido esa forma de hablar: “y el
número de sus días fue ciento…” Y sin embargo le gustaba tanto cómo sonaba, los
recuerdos que parecían levantarse en su memoria…
El libro había estado con él desde que se lo
regalaron en su primera comunión, un presente inusual de unos padres orgullosos
de que su hijo pasara más tiempo leyendo que jugando a la pelota. Había sido el
primer libro que había podido escoger, entre los volúmenes que la librería del
barrio tenía en el escaparate; luego llegaron otros muchos, bastantes más
fueron prestados de bibliotecas, su casa tenía miles de ejemplares en todos los
tamaños y estados.
Sin embargo, ese primer libro siempre tenía un
significado especial. Si acariciaba sus cubiertas podía ver a su madre acompañándole
a comprarlo, pagar un dinero que no escaseaba por algo que ella no entendía; la
oía hablar con amistades y familiares de su gran afición a la lectura… Sólo
ahora entendía su orgullo, los hijos estudiosos, que saldrían del campo, que no
trabajarían de sol a sol, que tendrían un futuro mejor…
Ahora, cuando el número de sus días no era
ciento sino decenas de miles, el hombre se sentó a la puerta de su casa, en una
vieja mecedora de mimbre que había pertenecido a su abuelo y que rescató cuando
compró la antigua casa ancestral. El sol de la tarde ya no daba directamente,
pero las piedras de la fachada aún conservaban gran parte del calor recibido durante
el día y atemperaban el ambiente del soportal. Su gato ya estaba echado sobre
su piedra favorita, esa laja de pizarra que había elegido para pasar las
tardes, junto a su dueño. Sacó las gafas de leer del estuche (cómo se deteriora
uno, pensó) y abrió el gastado volumen, leyendo en voz alta como le había
recomendado el médico, para que su memoria no flaqueara…
“En las tardes de verano, cuando todo el mundo se ocultaba en las sombras de la casa, huyendo del calor, yo salía al jardín y me sentaba bajo un viejo roble, apoyaba la espalda en su rugoso tronco y me dejaba invadir por los sueños: recorría medio mundo buscando el amor verdadero, salvaba miles de vidas con mi trabajo y mi esfuerzo, dedicaba horas a encontrar cura a grandes remedios…
Sin embargo, con los años, los sueños que más echo de menos son aquellos en los que estabas tú.”
viernes, septiembre 06, 2013
En la ciudad
Es muy difícil no recordarla por estas calles,
no cuando cada ladrillo y cada boquete tienen su nombre escrito o su aroma. En
esa esquina nos abrazamos por primera vez, llevando nuestros labios al
encuentro, mientras mis torpes manos acariciaban su piel; en aquel banco
tuvimos la primera discusión, una tontería que…
Ahora ya solo la echo de menos cuando estoy
despierto, mis sueños han huido con ella…
viernes, agosto 30, 2013
Sal
El resto del día pasaba rápido en la
pequeña casa de pescador. Siempre había redes que remendar, agujeros que tapar
y brear, pasto que cortar, pescado que limpiar y disponer para el invierno,
reparaciones en el tejado y en las ropas... Cuando el sol comenzaba a descender
el hombre dejaba sus quehaceres y se preparaba para la pesca. El pequeño bote
siempre estaba listo, con sus aparejos y provisiones, atado a una roca en una
cala cercana. Hacía mucho que pescaba, siempre lo había hecho solo y
seguramente moriría haciéndolo, era su sino. Era el suyo un oficio que
comenzaba a desaparecer, pocos eran los que aún salían con la luna al mar,
llevando luciérnagas en un bote de cristal para que iluminasen su rumbo en el océano
de plata.
Una vez se echaba al mar remaba
cansinamente, pero con la eficacia del que lleva años haciendo lo mismo, hasta
que se detenía en medio de la bahía, donde las corrientes eran más fuertes y el
olor a sal y conchas era más intenso. Allí colgaba su fanal de insectos, que le
daban una luz algo más precisa que la luna, y arrojaba el cebo, extrayendo un
hermoso recuerdo de su mente y atándole al hilo de seda de araña de su caña;
los mejores señuelos eran aquellos que tenían amor y paz, imágenes de una vida
anterior...
Mientras esperaba encendía una vieja
pipa de madera, hecha con la raíz de un brezo blanco de monte, a la que cargaba
con un poco del tabaco que le dejaban los contrabandistas a cambio de pasar por
su caleta. Así, fumando, pensando en tiempos pasados, en días olvidados, y
viendo cómo las olas se levantaban y caían pasaba el rato hasta que la luna
comenzaba su descenso. En ocasiones no atrapaba nada, la pesca se estaba
volviendo más difícil con los años y pocos ejemplares se conseguían ahora, esas
malditas factorías que ensuciaban el mar...
Pero esa noche el tintineo de la
campana, una pequeña campana de plata de sonido limpio y puro atada al sedal,
le despertó de su ensueño. Con cuidado, para que las ondas que hacía al moverse
no espantaran a la presa, cogió el hilo de seda y esperó. Esperó, y cuando ya
pensaba que había sido en vano la campana volvió a sonar, más fuerte, más
seguido, anunciando la llegada del botín. Poco a poco fue recogiendo el hilo,
procurando no hacer movimientos bruscos; debía atraer al animal hasta cerca de
la superficie, dónde podría atraparlo con la red.
Con suaves tirones, movimientos casi
imperceptibles, sus manos fueron recogiendo el sedal sin perder la pieza. De
vez en cuando el tilíntilín le avisaba de que el premio seguía ahí, acercándose
al cebo, tocándolo, listo para agarrarlo... Ya se podía ver su silueta bajo el
agua, la larga cola inconfundible perdiéndose debajo del bote en sus idas y
venidas, jugando con el anzuelo y deseando retenerlo.
Con mucho cuidado el viejo pescador movió
su mano y tomó el arpón de hueso con la red en su interior, y esperó el momento
oportuno. Podía ver el cebo flotando a escasos centímetros de la superficie, y
al pequeño animal dando vueltas a su alrededor, retozando, intentando atraparlo
y...
Con un movimiento brusco y fulminante,
fruto de los años de práctica, el hombre lanzó el arpón. Su ingenioso mecanismo
hizo que las redes se extendieran en el aire antes de tocar el agua, y la
fuerza del lanzamiento las arrastró hacia la presa, inmovilizada por la
sorpresa. Con un giro de la mano derecha las redes se cerraron sobre el animal;
un fuerte tirón de la mano izquierda hizo que el arpón regresara a su dueño, y
que las redes comenzarán a subir. La luna y las estrellas observaron como el
pescador luchaba para conseguir meter a su captura en el bote sin caer él mismo
al agua.
Tras muchos esfuerzos lo consiguió. En
el suelo de su barca se podía ver ahora un revoltijo de redes, algas, rayos de
luna, agua.... Después de recuperar el primer aliento se puso a buscar el cebo,
el recuerdo extraído de su mente. A veces los sedales se rompían y las evocaciones
que pendían de ellos se perdían, por eso ya ninguno de los jóvenes del puerto
quería aprender el oficio. No, ahí estaba, reluciente a la luz de la noche. Al tomarlo
notó que otra mano lo tenía firmemente agarrado. Una mano pequeña y delicada,
apenas invisible contra su enorme y callosa mano de pescador, Los ojos
inquisitivos de una niña, morena, de rostro pleno y piel blanca como las
perlas, atrapada entre las redes de luna y sal, le observaban mientras agarraba
ese trozo de su memoria.
La conocía. Por un momento estuvo a
punto de soltar el recuerdo, golpeado por un espasmo de su viejo corazón.
Estaba igual que aquella mañana en el dormitorio, cuándo le preguntó por qué...
Tiró bruscamente. La
criatura perdió el asidero y soltó el cebo, que el pescador volvió colocar en
su sitio. Ya no estaba la niña. En su lugar la luna iluminaba el cuerpo de una
joven sirena, de verdes y relucientes escamas. Los ojos adaptados a ver las
maravillas del mar ahora estaban fijos en el hombre que le privaba de libertad,
en su cara tostada y curtida por la vida. Ella, que había surcado las
profundidades y visto arder el agua estaba fascinada por el prodigio de que
manara agua de los ojos de ese humano...
miércoles, agosto 28, 2013
Arena
Cansado y viejo. Así se sentía el hombre al
despertar todas las mañanas. Al abrir los ojos veía a su gato, que vigilaba
para que saliera sano y salvo del mundo de los sueños. Era curioso su gato. Un
macho negro con escamas blancas en pecho y patas que había aparecido un día por
su jardín y que se había instalado, casi sin darse cuenta, en su casa y en su
vida. A veces tenía la sensación de que le observaba. En ocasiones había creído
ver en sus ojos verdegrises un destello de inteligencia, de sabiduría y de pena,
cuando le veía sentado leyendo el periódico o cuando pasaba el rato en la
ventana observando el mundo...
Los viejos dolores también regresaban a su cuerpo cada día, como si dejaran sus músculos y huesos durante la noche para ir a otros órganos y otras vidas: la rodilla tiesa y fría, a la que le costaba arrancar y que crujía como un gastado travesaño en un barco; los músculos de las piernas, agarrotados y duros como balastos, a los que tenía que masajear unos minutos antes de que pudieran soportar su peso; los pulmones, que le daban la alborada con un espasmo que obligaba a su dueño a despertar sobresaltado los más de los días...
Llegaba a la cocina renqueando, sin ganas, casi sin fuerzas, mientras su gato le seguía con la mirada, tumbado sobre el taburete, las manos cruzadas bajo el pecho, viendo cómo el hombre ponía la gastada tetera al fuego y sacaba los útiles de comer: pan recién hecho que le traía el hijo del panadero todas las mañanas, mantequilla y queso de los prados del norte, café portugués y azúcar de caña que le llegaban del contrabando, y una copita de licor de cerezas de su propia cosecha. Gracias a ese combustible, su agostado organismo se ponía en marcha y comenzaba a ronronear como un bien aceitado motor, permitiéndole comenzar las faenas diarias.
Después de dar de comer al gato algunos restos de sardinas y un poco de leche fresca, lo primero era revisar las redes puestas a remojar en la noche. El rocío mañanero las lavaba y dejaba sin restos de olor a seres humanos, y el tibio sol de la mañana las secaba y dejaba listas para su uso, fuertes y ligeras. La seda y la sal que formaban sus líneas relucían con la luz matinal, y el viejo las recogía con cuidado, liando poco a poco el pequeño paquete en el arpón de hueso de caballo que tan bien le había servido. Una vez cerradas, las redes no abultaban más que el puño de un niño, pero podían extenderse mucho cuando eran lanzadas.
Si el tiempo lo permitía, al hombre le gustaba caminar hasta el acantilado antes de comer, atravesando los prados verdes y frescos. El viento marino le decía muchas cosas a esas horas del día: hacía dónde se dirigía el agua de las mareas, qué peces venían en la corriente, si las gaviotas le acompañarían en la pesca o no... El olor a algas le refrescaba la cabeza, la vista del horizonte le relajaba los ojos, pareciera que el salitre que se iba acumulando en su ropa y en su cuerpo le dieran fuerza especial, nueva energía para vivir. Cuando la mañana había sido dolorosa, perdía la mirada en aquel infinito azul; a veces, sus recuerdos le hacían ver no las olas sino un pequeño sendero que subía a una montaña, de pinos oscuros y cielos claros, imagen que desaparecía cuando se limpiaba las lágrimas...
Después de dar de comer al gato algunos restos de sardinas y un poco de leche fresca, lo primero era revisar las redes puestas a remojar en la noche. El rocío mañanero las lavaba y dejaba sin restos de olor a seres humanos, y el tibio sol de la mañana las secaba y dejaba listas para su uso, fuertes y ligeras. La seda y la sal que formaban sus líneas relucían con la luz matinal, y el viejo las recogía con cuidado, liando poco a poco el pequeño paquete en el arpón de hueso de caballo que tan bien le había servido. Una vez cerradas, las redes no abultaban más que el puño de un niño, pero podían extenderse mucho cuando eran lanzadas.
Si el tiempo lo permitía, al hombre le gustaba caminar hasta el acantilado antes de comer, atravesando los prados verdes y frescos. El viento marino le decía muchas cosas a esas horas del día: hacía dónde se dirigía el agua de las mareas, qué peces venían en la corriente, si las gaviotas le acompañarían en la pesca o no... El olor a algas le refrescaba la cabeza, la vista del horizonte le relajaba los ojos, pareciera que el salitre que se iba acumulando en su ropa y en su cuerpo le dieran fuerza especial, nueva energía para vivir. Cuando la mañana había sido dolorosa, perdía la mirada en aquel infinito azul; a veces, sus recuerdos le hacían ver no las olas sino un pequeño sendero que subía a una montaña, de pinos oscuros y cielos claros, imagen que desaparecía cuando se limpiaba las lágrimas...
domingo, agosto 11, 2013
Aromas claros de aguas suaves
La piscina del pueblo no era más que un hoyo
rectangular, excavado a la orilla del río y con sus paredes recubiertas de
cemento, que el ayuntamiento había construido en el lugar en que el camino al
otro valle cruzaba la corriente, porque allí era dónde había espacio y tenía
mejor comunicación con el pueblo. El agua llegaba a través de una gran manguera
de plástico situada unos metros corriente arriba, cubierta de piedras y con un
rudimentario filtro, apenas una malla de plástico que evitaba que peces y
piedras entraran en ella. Durante la mayor parte del año la piscina permanecía vacía;
a veces las lluvias del invierno y primavera la dejaban con unos centímetros de
agua que se volvía verde y llena de vida. A comienzos del verano unos operarios
del ayuntamiento la vaciaban, con unos grandes cepillos limpiaban las paredes y
suelo del verdín acumulado y luego dejaban que se llenara con el agua del río,
para que los muchachos del pueblo, y sobre todo los que veníamos a veranear, tuviéramos
un lugar donde refrescarnos.
Yo no iba mucho. Quedaba un poco lejos y
siempre estaba llena de familias con niños, bocadillos, bebidas, gritos, calor…
En aquella época me llamaban más la atención las frescas sombras de los
pinares, el aroma de los helechos en la orilla o buscar el oro de los
ranúnculos asomando entre el verde de la vegetación. Muchas tardes salía a
pasear por el monte, recorriendo viejos caminos, llegando a zonas de las que
hablaban los abuelos y tíos. Era joven y mis ojos se llenaban de todo y todo lo
querían ver: los altos riscos que coronaban el valle, las gotas que emanaban de
los viejos chaparros, el búho haciendo la siesta en la rama del alcornoque...
Me encantaba descubrir a los pajarillos recorriendo los árboles y arbustos
después de haber reconocido su canto: carboneros, chochines, petirrojos, pitos,
incluso el ulular de las lechuzas al caer la tarde…
A veces, de vuelta a casa, me detenía en la
piscina. Ya no estaban las familias, se habían ido para llegar con sol al
pueblo, el camino era empinado y largo. Las sombras cubrían el espejo de agua,
aunque aún quedaran un par de horas de luz. Si la tarde había sido calurosa me
quitaba la ropa y me daba un baño, un último momento de soledad antes de volver
a la civilización. Me gustaba la sensación del agua fresca sobre mi piel
desnuda, parecía que todo aumentaba, que todo era más nítido: los sonidos del
río fluyendo a escasos metros, el aire sobre los castaños, el cielo azul sobre
mi cabeza flotante…
Todo acababa. En algún momento salía y me
secaba en las piedras, calientes de recibir el sol durante varias horas, antes
de volver a vestirme y recorrer el camino de vuelta a casa, donde me esperaba
mi madre con la cena.
Ya no está la vieja piscina. Ahora hay una más
nueva y moderna, más cerca del pueblo, más lejos del río, con un chiringuito
para que las familias no tengan que llevarse el bocadillo ni la bebida. Los
viejos caminos que recorrían ahora están asfaltados, o preparados para los camiones
que recogen las castañas y las cerezas. Hace mucho que no los recorro, hace
mucho que no voy por mi pueblo, pero a veces, cuando menos lo espero, aparece
en mis sueños ese cielo azul pálido que anunciaba la noche de miles de estrellas,
sobre mi cabeza flotante…
miércoles, julio 31, 2013
Paseos a la luz del cristal
Niñas de faldas invisibles se retiran a sus casas, contentas, cantando, pidiendo a los camioneros madrugadores que compartan su felicidad, su alegría por salir de esta ciudad e iniciar una nueva vida a trescientos kilómetros, sin saber que volverán a enterrarse entre estas murallas. Una madre y su hijo, caminando de la mano por el puente, ambos mirando hacia el frente sin perder de vista el horizonte, los dos serios, como si la alegría quedara al otro lado y el agua fuera la frontera entre la triste realidad y el resto de la vida. El río, gris y quieto, acariciado sólo por el viento del oeste, rodeando las islas de terreno seco y amarillo hostigadas por el verde del nenúfar invasor, en una batalla que ocurre todos los veranos. El olor a tierra húmeda, a hierba recién cortada, a pan caliente... olores que me llegan de todas partes y que me obligan a salir de mi sueño, a dejar mi mundo onirico de imposibles y hacer caso a mi cuerpo. Una niña desconocida, cuya sonrisa ilumina la calle entera y hace que mi corazón se libere de sus pesas durante un instante, dando sentido al día completo...
domingo, julio 21, 2013
En el fondo del corazón
Ramón apareció un día por el mercado, un
chicuelo apenas más grande que un gorrión, y se quedó. Nadie sabe de dónde vino
o qué fue de su familia, en aquellos tiempos era frecuente ver jóvenes
descarriados aparecer por el puerto. Se hizo un lugar para dormir, con cartones
y madera, en la entrada del parking del museo y allí guardaba sus tesoros: un
mechero de gasolina, un montoncito de ropa y algunos papeles (“recuerdos” los
llamaba él). Nunca tuvo oficio conocido, pero con los años su presencia en el
barrio se convirtió en una constante: Ramón pidiendo a la puerta de la iglesia
con traje raído, junto con otros mendigos; Ramón en la puerta del mercado,
ganando unas pesetas ayudando a las ancianas a llevar la mercancía a casa o a
los tenderos descargando productos; Ramón en el bar Castro, bebiendo con los
mayores o comiendo lo que la mujer del dueño le daba…
Él y yo nos encontramos por vez primera una
tarde de julio, en medio de una tormenta de verano que dejó el pueblo limpio y
fresco, mientras esperábamos los dos que escampara debajo de los soportales de
la plaza. Por aquel entonces yo apenas llevaba una semana como maestro en la
escuela, y aún me estaba instalando. Había salido a conocer las calles en las
que tendría que vivir con tal mala fortuna que me alcanzó la lluvia en zona
clara y tuve que refugiarme en el primer alero que encontré.
“¿Me da un cigarro, don Juanjo?” escuché de
pronto a mi lado. Ramón estaba sentado en el suelo, la ropa calada y vieja, el
pelo chorreando agua pero la cara alegre y sonriente. Me cayó bien al instante.
Saqué mi cajetilla de tabaco y se la ofrecí. “Gracias, jefe” dijo mientras me
la devolvía. Encendió su cigarrillo con su mechero de gasolina y luego me lo
pasó, amable; un gastado encendedor plateado, modelo Streamline, al que se le
notaban los muchos años de uso. Ramón era por entonces un hombre entrando en la
cuarentena (nunca supimos su verdadera edad, cambiaba la fecha de su cumpleaños
con frecuencia, dependiendo de su humor), de pelo cano y que empezaba a
escasear. Había crecido, hasta ser casi tan alto como yo, pero aún seguía
siendo delgado como un gorrión en verano.
Permanecimos unos minutos bajo aquel soportal
y cuando la lluvia ofreció un descanso los dos salimos hacia nuestras
direcciones. No habíamos intercambiado más de diez palabras con él, pero la
siguiente vez que me lo encontré me saludó como si fuéramos amigos de toda la
vida, y así continúo tratándome en cada ocasión que nuestros caminos se
encontraban. Pregunté después a los compañeros del colegio, a la gente del
lugar, y nadie supo darme noticia de su pasado o de su vida más allá de lo que
se veía en las calles.
Recuerdo una vez en que estaba yo sentado en
el bar de la plaza, una mañana de domingo especialmente hermosa, con el cielo
de ese azul que levanta los ánimos más hundidos. Ramón apareció por la calle de
la iglesia, vestido como siempre con un remendado abrigo que apenas cubría su
cuerpo y un pantalón gastado, los pies calzados con unas deportivas a punto de
desintegrarse.
“Ramón, siéntate hombre, te invito a un café.”
“Gracias
don Juanjo” (nunca conseguí que me quitara el tratamiento), “se agradece” dijo
mientras se sentaba enfrente de mí y tomaba el cigarrillo que le ofrecía.
“Ramón, ¿tú no vas nunca a la iglesia?”
pregunté, por iniciar una conversación
“Para qué si ya sé dónde voy a ir cuando me
muera”
“Vaya, ¿y dónde será, al cielo?”
“No”, dijo socarrón, “el cielo es un invento
de don José para tener la iglesia llena y su estómago igual de lleno, yo me iré
con Clara.”
“¿Clara? ¿Quién es? ¿Un pariente tuyo?”
Los ojos de Ramón, azules y siempre muy
abiertos, se oscurecieron por un instante, como cuando una nube negra de
tormenta tapa por un momento el radiante sol del verano.
“Clara…”
Ramón ya no estaba conmigo. Se había levantado
torpemente y seguido su camino, dejándome allí, sin saber muy bien qué había
dicho o qué había pasado. La siguiente vez que le vi me trató como siempre,
como si no hubiera pasado nada y yo no quise mencionar de nuevo aquel nombre.
Varios años más tarde Ramón enfermó. Uno de
los guardias del museo le descubrió empapado en sudor y delirando, y una vecina
le llevó al centro de Salud y de ahí al hospital, donde le detectaron una pulmonía
que no supieron curar. Murió en una mañana de primavera y pocos nos enteramos
de ello. Yo estaba casualmente en el hospital realizándome unas pruebas y le vi
entrar en urgencias. A falta de otra familia, me permitieron permanecer con él
en la habitación, haciéndole compañía.
De madrugada despertó tosiendo y agitado,
quiso levantarse pero la fiebre se lo impidió. “Don Juanjo”, dijo entre un espasmo y otro, “¿me
acercaría mi cartera, por favor?” La cartera era un atadillo de cromos, papeles
y algún billete de escaso valor que tenía en un bolsillo del pantalón. Cuando
se lo acerqué, desató el nudo con manos torpes y sacó con cuidado una
fotografía en blanco y negro, rota por uno de los lados, que puso entre sus
manos entrelazadas sobre el pecho. Pareciese que eso le calmó, porque se quedó
dormido casi al instante.
Y ya no volvió. A la mañana siguiente se
llevaron su cuerpo y el médico me preguntó si tenía algún pariente al que
avisar. Negué con la cabeza mientras observaba la envejecida fotografía de una
niña vestida con una falda negra y un abrigo del mismo color, de la mano de una
mujer (esa parte de la imagen había sido rota), sonriendo a la cámara, feliz.
Sin pensar, me guardé ese recuerdo de mi amigo Ramón en el bolsillo.
Dos días más tarde lo enterraron en el
cementerio general, en presencia de no más de media docena de personas: la
mujer de Paco, el del bar, que lo había alimentado durante tantos años, el
vigilante del museo, con el que echaba largas partidas de ajedrez, el párroco y
los dos empleados del cementerio, serios y profesionales. Yo estaba un poco
retirado, nunca me han gustado estas ceremonias pero quería acompañar a mi
amigo en este último viaje. Desde mi posición pude ver a una mujer joven,
vestida de negro, con un niño inquieto de la mano, que se acercaba al pequeño
grupo con miedo, pero resuelta. Nuestras miradas se cruzaron durante un momento
y algo hizo clic en mi cerebro.
La ceremonia fue corta. Ramón reposaba ahora
en una tumba provisional de la que sacarían sus huesos en pocos años para
llevarlos al osario del cementerio. Me acerqué a la mujer, que permanecía en
silencio frente a la lápida sin nombre mientras el niño miraba todo con curiosidad. “Clara”. Mi voz había modulado una afirmación
más que una respuesta, que se vio corroborada cuando la joven se dio la vuelta,
sorprendida de ser reconocida. Sin hablar (para qué hablar en esos momentos)
saqué la vieja fotografía de mi cartera y se la entregué a la hermana de mi
amigo, que empezó a llorar mientras su hijo, sorprendió, la miraba sin
entender…
miércoles, julio 17, 2013
jueves, julio 11, 2013
Tarde de lluvia
Te busquè entre la gente de la calle, pero no
te encontré;
te busque entre rosas y espinas, y tampoco te
encontré:
Averigüé en lugares lejanos, en desiertos y
junglas, en ciudades y campos,
y no te hallé.
Pregunté por ti a curas, borrachos y gente de ciencia,
pero no supieron darme razón de tu existencia.
Miré entonces en las estrellas, en las noches
y en mí mismo,
no te vi.
Me tendí entonces sobre mi almohada, observando el techo,
ya no recordaba qué estaba buscando...
miércoles, julio 03, 2013
Recuerdos de la existencia (y 2)
El sol se empezaba a arropar con las montañas
lejanas cuando volvieron a la mesa, esta vez con algo de carne fría y refrescos
para cenar. Con la luz menguante del atardecer siguieron la lectura, eligiendo
esta vez otro cuaderno distinto al que habían leído en el almuerzo…
“¿Pero sabes lo que más duele? No es el
perderlas, a eso al final te acostumbras, sino al abandono, personas para
quienes llegaste a ser lo más importante del mundo ya no te dedican ni un
momento de sus pensamientos. Pierdes contacto con ellas, no contestan tus
fútiles intentos de regresar a la situación anterior.”
La lectura de los diarios les había
enganchado. En ellos podían descubrir las verdaderas razones de la venida de su
tío a este país, el porqué compró aquella casa y se dedico años a restaurarla
casi sin ayuda de nadie, cuál fue la razón por la que nunca se volvió a casar,
a pesar de los rumores que en el pueblo circularon durante mucho tiempo…
La imagen que de ese hombre se desprendía de
los diarios poco tenía que ver con el hombre viejo y solitario que todos
recordaban, el anciano misántropo que pocas veces aparecía por sus
celebraciones, que casi nunca les enviaba regalos o felicitaciones de navidad,
y al que sólo veían en antiguas fotografías de familia.
“El recuerdo, porque así quise llamarle muchos
años, variaba según fuera la época en que lo rememoraba. Cambiaban los
detalles, los personajes secundarios, los colores… pero el corazón de la
memoria permanecía inmutable.”
Durante varios días continuaron con la misma
rutina. Durante horas se dedicaban a la clasificación de objetos, valorando qué
tendría sentido conservar para cada uno de ellos y qué vender. Ninguno quiso
admitirlo, pero tras el primer día de lectura de las memorias del tío Giulio
muchos de sus enseres aparecían ante sus ojos de una manera distinta: una vieja
fotografía de una playa al atardecer se convertía en el recuerdo del último adiós
con la única mujer que amó; una libreta negra con un montón de páginas
garabateadas en el inicio de su afición a escribir, desconocida por todos, a
pesar de que encontraron polvorientos volúmenes llenos de su prosa; viejas cartas
atadas con un lazo negro, la correspondencia entre dos enamorados…
“La habitación estaba oscura, apenas había
amanecido. Podía sentir su cuerpo a mi lado, acurrucada sobre el costado y
dándome la espalda, tal vez soñando…”
La decisión fue unánime. Lo habían estado
discutiendo durante mucho tiempo, una vez que uno de ellos se atrevió a decir
en voz alta lo que todos estaban pensando ya. La casa había cambiado para
ellos, tenía ahora un aura distinto, podían ver la mano de su querido tío en
sus rincones, en el detalle con que se alineaban frascos llenos de arenas de colores,
en esas fotografías en blanco y negro que no tenían tantos años como
pretendían, en el olor a lirios que despedían los armarios… Todos y cada uno de
esos detalles tenían ahora un significado, eran parte de la vida de un hombre
que la vivió intensamente, incluso en soledad, y ninguno de ellos estaba
dispuesto a que se perdiera. La señora María continuaría limpiando y
manteniendo la casa, y ellos se comprometieron a pasar temporadas en esa casa,
hasta que decidieran quién se iría a vivir allí, quién le haría compañía al tío
en las frías noches de invierno cuando, cerca de la chimenea, acariciase a su
gato inmortal…
lunes, junio 24, 2013
Recuerdos de la existencia
Los polvorientos diarios habían aparecido al
limpiar el trastero, entre grandes cajas rellenas de ropas pasadas de moda pero
pulcramente dobladas y montones de revistas y papeles. Los había encontrado
Elsa, y todos los hermanos se habían acercado curiosos, pues ninguno conocía la
existencia de esos documentos, era una forma más en que podrían conocer al
viejo tío, siempre huraño y solitario, siempre vestido de negro y con un gato
en su regazo.
Decidieron leer conjuntamente los diarios en
las pausas que realizasen para descansar. Todos se habían tomado unos días
libres para ayudar en la tarea de sacar y clasificar los miles de objetos que
su tío atesoraba en la casa de campo, después de descubrir que la casa y todo
su contenido había sido legado a un fideicomiso en el que todos tenían
participación, a pesar de que ninguno de ellos había tenido mucho trato con el
anciano en los últimos años.
La casa estaba situada en lo alto de una
pequeña colina, con una magnifica vista sobre los viñedos que inundaban el
valle, protegida del viento por una hilera de olmos y con un manantial que nacía
apenas unos metros más abajo y del que se surtía la propiedad. En ella había
vivido su tío Giulio durante casi treinta años, desde que llegó al país para
‘descansar y tomar aliento’, según contaba él mismo cuando le preguntaban.
Hicieron un primer descanso a mediodía y de
los maleteros de los coches sacaron fiambre, vino, pan comprado en el pueblo
esa mañana, algunas manzanas… Mientras las chicas colocaban cubiertos y vasos
en la mesa de roble que miraba sobre las vides, Ramón y Lucas bajaron con unas
botellas a la fuente de piedra, para llenarlas con el agua fresca y pura que
surgía de ella. Una vez saciada un poco el hambre, y ‘para hacer algo de vida
monástica’ como ironizó Irene, comenzaron la lectura de los diarios, por un
tomo al azar…
“No soy una buena persona. La gente me dice
que sí, que soy amable, cariñoso, buen esposo y padre, pero yo no me considero
una buena persona. Tal vez me exijo demasiado. Encuentro que mi pecado
particular es el egoísmo…”
Durante un par de horas estuvieron leyendo
cómo su tío desgranaba los acontecimientos que le llevaron a separarse de su
mujer, las discusiones, la vergüenza, el miedo a la soledad y finalmente la
separación y su aceptación inevitable. Era una historia conocida por todos
ellos, pero los detalles íntimos que desvelaban los diarios les hacían sentirse
incómodos ante la sinceridad, por lo que todos agradecieron la sugerencia de
seguir clasificando enseres cuando uno de ellos la lanzó al aire.
viernes, junio 14, 2013
El ermitaño: día uno
Varón, caucásico, treinta y cinco años, estatura media,
complexión fuerte, pelo corto y moreno.... Posiblemente el informe policial de
esa noche empezara de esa forma, aunque no puedo saberlo. Humano, enfermo,
solo. Así, en cambio, es cómo me percibirían los vigilantes del bosque cuando llegué.
La cabaña era apenas un techo con cuatro paredes agujereadas, por las que
entraban el aire, el frío y la
luz. En ese momento entendí aquel dicho de que ver una araña
no es nada, lo malo es cuando no las ves...
Llevaba provisiones para varios meses: comida enlatada,
herramientas, útiles varios... y lo primero que hice al llegar fue beberme la
mitad de mis existencias de vino. Desperté varias horas después, con la boca
pastosa, tumbado en el suelo en medio de mis propios desechos y con un dolor de
cabeza del tamaño de una catedral. A mi lado había ramas, hojas, musgo,
millones de insectos recorriendo el suelo, vida al fin y al cabo.
Esas primeras semanas fueron horribles y maravillosas.
Durante el día trabajaba duro en recomponer un poco lo que había escogido como
mi lugar de vida, tapando agujeros, limpiando escondrijos, preparando baldas y
armarios donde guardar mis enseres, rompiendo mi ropa y mi piel gracias a mi
torpeza en los trabajos manuales... En las noches me sentaba en una silla en el
claro frente a la cabaña, al principio con una copa de vino, luego intentando
fumar en pipa (aunque lo deseché a los dos intentos, nunca he fumado y no tenía
hábito) y finalmente salía con mi propio cerebro. Durante horas escuchaba los
ruidos del bosque, oyendo lo que el silencio me quería decir, viendo cómo se
movían las estrellas mientras mi cabeza se iba aclarando y al mismo tiempo
llenando de pelo.
Cuando llegaron las primeras lluvias tenía un techo sólido y
un suelo seco para resguardarme, y cuando las nieves alcanzaron al bosque mi
chimenea estaba bien alimentada y me mantenía caliente durante el día. Para
entonces mi reserva de alimentos se había incrementado con frutos silvestres,
miel y pescado seco, mis manos se habían encallecido, mi piel estaba curtida
por el sol y el viento, y mi mente serena por primera vez en muchos años.
viernes, junio 07, 2013
Soñar a deshoras
Camino de regreso a mi trabajo, en una
calurosa tarde, y mientras escucho a Manolo García dejo que mis otros sentidos
se empapen de lo que ocurre a mi alrededor: el olor de la fritanga y las
famosas croquetas de Maya, cuando paso por el bar y su puerta siempre abierta,
siempre invitando; los miles de tonos de verde que me regalan los árboles del
parque, tan distintos, tan iguales; la piedra rugosa de la pared de la clínica,
que recibe mis manos como cada día, mis dedos sintiendo el frescor que emite el
muro hasta ahora en sombras…
Suelo cruzarme durante mi ruta con varias
personas, habituales que parece que me esperan o que están ahí para darme un
valor del tiempo, como la niña que llega siempre temprano a las clases del
instituto y que me da la hora sin quererlo: sólo la veo cuando voy muy
retrasado en mi horario y coincidimos en la calle del centro escolar. Más a
menudo me encuentro con Carlos, el camarero del Naranjo, un bar que me recibe
en ocasiones al volver de la oficina, fumando un pito en medio de su jornada;
su saludo siempre es afectuoso y mi respuesta agradecida.
Sobre los tejados se escapa la tarde…
Esa joven que espera sentada en la puerta me
mira sorprendida, no comprende cómo un hombre canoso y evidentemente mayor, muy
mayor para sus escasas primaveras, pueda ir cantando bajito por la calle, tal
vez esté loco… La miro y la sonrío, y ella me devuelve la sonrisa, ¿aliviada? Nunca
lo sabré.
Cruzando el parque reduzco mi ritmo, me gusta
pasear bajito por los caminos de hierba, cruzar las pequeñas praderas donde los
perros se bañarán en verde en unas pocas horas, levantar la mano para tocar
esas hojas llenas de vida, intentar que los gorriones no se espanten cuando mi
mirada les dispare sus plumas, quiero, en fin, permanecer, lo más posible en
ese lugar verde y lleno de oxígeno antes de cruzar su puerta, piedra antigua y
serena, grafitis modernos y sin sentido, ganas de adolescentes de regresar a
una manada que ya no existe, cruzar la puerta hacia el mundo moderno y contaminado,
con ruido, con gente en las terrazas hablando en voz alta por teléfono, como si
quisieran llegar con su tono al otro lado de la línea sin pagar por ella, niños
jugando al balón en los soportales, con el uniforme del colegio aún puesto, niñas
que juegan también y gritan alegres…
Finalmente, llego al edificio de oficinas en
el que se encuentra mi trabajo y apago la música que he venido escuchando todo
el camino. La gran puerta metálica sirve de barrera entre el mundo de afuera y
el interior, aire acondicionado lleno del polvo de gente deshaciéndose en
rutina y luchando para evitarlo…
Un día más, sueño a deshoras…
lunes, junio 03, 2013
Olvido
Cruzo la puerta, saludando a las enfermeras. Ya me conocen, solo
soy otro viejo que viene de visita una vez por semana. Ella está donde siempre,
en la sala principal, sentada frente a la balconada con sus piernas tapadas por
una manta a cuadros, el pelo corto, como a ella le gusta, las manos muy
cuidadas... Me acerco en silencio y pongo en su regazo el ramo de lilas que
traigo para ella. Su olor la saca del ensueño y sonríe. Con cuidado, como si
pensara que son una ilusión, se las acerca al rostro y aspira su aroma, con
ganas, como una niña. Aprovecho el momento para besar su frente. En sus ojos el
desconocimiento que me ha recibido tantas veces ya, y mientras me siento al
lado de mi esposa me alegro que las flores la distraigan para que no vea rodar
las lágrimas por los míos.
jueves, mayo 16, 2013
Sala capitular
A unas pocas leguas de la intersección del
camino real con el ramal que conduce a Algerna, medio escondido entre unos
tojos milenarios, el viajero errante se encontrara con un sendero olvidado, unos
rodales que apenas se mantienen en la actualidad por el paso de los carros que
se dirigen al viejo molino y que el bosque comienza a reclamar como suyos.
Por esta vereda llegaremos en un par de horas
al molino de Salvadurillo, una robusta construcción centenaria sobre el arroyo
del mismo nombre. El molinero, un hombre mayor, siempre se mostrará amable con
el caminante y le volverá a poner en la senda correcta, no sin antes haberle
invitado a un vaso de vino y un rato de conversación amistosa.
Si el viajero es dado a las soledades, dispone
de tiempo y no le arredran los parajes montanos, puede continuar más allá del
molino, siguiendo un sendero que poco a poco se convierte en una pista angosta
y cubierta de arbustos, apenas una trocha marcada por el paso de los animales
del monte, que se interna en las primeras estribaciones de la sierra de la
Culebra.
Tras unas horas de camino entre quejigos y algunos
tejos desperdigados, llegaremos a un viejo puente románico, olvidado de todas
las guías pero aún fuerte y recio, que nos ayudará a cruzar el Salvadurillo,
que en este tramo viene crecido por la afluencia de otros regatos con la
naciente en la cercana sierra. Desde el puente, mirando hacia el sol poniente,
distinguirá el peregrino una cruz entre la maleza, resto de lo que fue un humilladero,
ahora cubierto de zarzas y ortigas, que señala el cruce con otra vía, que ahora
apenas se adivina. Tiene esta cruz un relieve apenas visible, pero que muestra
un hombre alado con lo que parecen ser cuernos en la frente…
Si, intrigados y con deseo de resolver el
misterio, nos adentramos entre helechos y espinos, al cabo de media legua hallaremos
las ruinas de un antiguo convento, en el interior de un pequeño claro rodeado
de pinos y robles, y marcado por un inmenso ciprés en un lateral de la entrada
a la iglesia conventual. Es el antiguo convento de las Hermanas de Santo Ángel,
que antaño perteneciera al obispado de Tallero y cuyos terrenos, con la
desamortización, pasaron a manos de los duques de Paldós hasta la desaparición
del linaje y la revolución del 36.
Sus muros recuerdan la situación de
habitaciones, cocinas, una pequeña escuela junto a la hospedería, el
refectorio, las cocinas, que contaban con una alta chimenea de obra que aún
mira al cielo, un extenso jardín ahora reconquistado por las malas hierbas y el
bosque bajo… El viajero que, perdido ya su camino, haya llegado a estos lugares
encontrará estos muros cubiertos de hiedra y agujeros, los techos caídos o
derrumbados por las inclemencias del tiempo, algunos restos de ventanas en los
muros, la iglesia profanada y con restos de hogueras apagadas hace muchos años
y el interior del claustro lleno de malas hierbas y piedras.
En el terreno de alrededor se encuentran algunas
estatuas, ya convertidas en polvo o trozos por el tiempo, que el viajero
encontrara al menos curiosas para un lugar de reposo y espiritualidad.
Volviendo al molino, el caminante curioso
preguntará al buen molinero por esas ruinas, y el significado de la cruz. El
paisano, deseoso de conversación, seguramente le hablará de las Hermanas del
Santo Ángel y su historia. Si dispones de un momento, amable lector que hasta
aquí nos has seguido, te contaremos este curioso relato.
lunes, mayo 13, 2013
No dejes que se vayan
Partidos de fútbol en el recreo, aquellos
tercero contra cuarto, cuarenta chavales y una pelota en un descampado… El
primer baile agarrado, tieso y nervioso, sintiendo el olor de la chica y su
calor tan cerca, tan cerca… El mar cristalino y cálido, la sensación de que tu
cuerpo quiere subir hacia arriba, que quiere perder la verticalidad… La brisa
en lo alto del cerro, refrescando un sudor honrado, producto de una subida
hecha a fuerza de querer llegar, de ver desde arriba… Un bocata de calamares en
El Tres, con una caña de cerveza, pagado con el dinero que ganas tú… Asomarse
al mar en un acantilado, sentir el viento empujándote hacia tierra y las
gaviotas volar por debajo de ti… Un rato con los amigos, risas y comentarios,
ver, observar, disfrutar, sentirse parte de algo… Observar un rostro querido
mientras duerme y acariciar su piel, sabiendo que al despertar dirás “te quiero” y ella sonreirá…
Son buenos momentos, momentos que se atesoran
en la memoria. Cuando la memoria falla, entonces hay que hacerlos visibles en
otro lugar, para que no mueran, para que lo que sentí entonces no desaparezca…
Por eso escribo.
lunes, mayo 06, 2013
Como el agua y la arena
Me esperaba en la habitación de aquel viejo
hostal, durmiendo en la cama. No me sintió llegar, mis pasos silenciosos me
acercaron a ella. Permanecí unos instantes observando su rostro, sereno,
tranquilo, lejos ya la preocupación y la ansiedad que la dominaban cuando la
conocí. Teniendo cuidado de no despertarla al apoyarme en el colchón me agaché
y comencé a acariciarla…
Reaccionó al tercer o cuarto beso, abriendo
sus ojos tristes, adormilada aún, mientras yo seguía besando su cara, su
cuello, sus labios… Poco a poco entró en el juego, echando sus brazos alrededor
de mi cuello y devolviendo mis caricias al tiempo que me ayudaba a quitarme la
camisa.
Poco después estábamos desnudos bajo las
sabanas, a cubierto de los mosquitos gracias a un antiguo aparato de aire
acondicionado, que nos libraba tanto de las picaduras como del agobio de la
noche tropical. Desnudos nos acariciamos, desnudos nos besamos, su aroma a tabaco
y cerezas me intrigaba y al mismo tiempo me fascinaba, haciendo que mis labios
recorrieran su cuerpo buscando el origen de ese perfume….
En un momento dado se subió encima de mí, su
cuerpo joven y suave apretando mi hombría, dura y deseosa. “Quieto” me dijo,
con cierta impaciencia, cuando traté de alcanzar sus pezones con mis manos, y
yo la obedecí. Comenzó entonces a moverse rítmicamente, hacia delante y atrás,
mientras entrecerraba los ojos. Yo podía observar cómo se iba excitando poco a
poco, sus pechos se endurecían, sus pezones se marcaban, sus gemidos
aumentaban…
Entonces me di cuenta que me usaba para su
placer, empleaba mi cuerpo para obtener goce y disfrute, no le importaba si era
yo o cualquier otro. Es ese momento no valían para nada los paseos, las
caricias en el bar, los besos en el bosque, los murmullos y susurros, nada… Y
me pregunté quién ofrecía realmente su cuerpo, ella o yo…
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