lunes, agosto 27, 2012

Deseos de tinta

Hoy, caminando en el parque con mi hijo, he encontrado una pareja que me resultaba conocida. Ella era una mujer alta, delgada, con el pelo castaño recogido en una cola de caballo, y un vestido fresco y ligero de color crema, que cuidaba de un niño mientras jugaba con un kit de montaje de motos. Él, moreno, fuerte y con ya cierta tendencia a la calvicie, vigilaba amorosamente a una niña rubia de dos años, que caminaba despreocupada, robando piezas a su compañero de juegos mientras sus padres hablaban entre sí.

Ambos me recordaron a los protagonistas de una historia que escribí hace tiempo, en la que dos amigos de la infancia se encontraban de nuevo en un parque público, ya adultos y con niños... Y de repente me he preguntado cómo sería encontrarme con los personajes de mis relatos. Aquellos que me conocen saben que la mayoría de mis narraciones tienen una base real, y que muchos de mis protagonistas están creados sobre mis recuerdos de personas reales, que han influido en mi vida de una u otra forma, o sobre los sentimientos que esas personas despertaron en mí.

Unos pocos, sin embargo, son fruto de mi imaginación, entes que aparecieron un día en mis páginas y que se quedaron en ellas, haciéndose un hueco dentro de mi mundo.

Sería muy bonito encontrarme con Héctor y Lumía, preguntarles cómo les va la vida, si el amor que sentían el uno por el otro se mantiene a pesar de la rutina y el paso del tiempo; posiblemente Héctor me contestaría que eso es fácil cuando el amor es intenso y se renueva cada día…

Con algunos personajes me gustaría poder charlar delante de una copa de vino, conocer de ellos antes de que irrumpieran en mis pensamientos: la vida de aquel vagabundo, qué le ocurrió a Marcos durante la mayor parte de su vida, hablar con Daniel y Tomás, que pudieran visitar aquella isla, saber si aquel fantasma querría ayudarme con mi pobre prosa, compartir técnicas de escritura con María, sentarme con Viktor en lo alto del faro y mirar a la lejanía con una taza de café caliente…

Sin embargo, si tuviera que elegir a uno de ellos para que se hiciera realidad de nuevo, seguramente elegiría a aquella muchacha que me esperaba con una toalla a la orilla del mar, mientras el niño que hay en mí disfrutaba con las olas…

miércoles, agosto 15, 2012

En busca del tiempo perdido

Mi amigo el viejo farero dice que el primer recuerdo que tiene del mar es su olor, ese combinado de salitre y algas que se le pegó al alma la primera vez que lo vio. Yo, que por enfermedad he estado mucho tiempo privado de ese sentido, estoy recobrando ahora mis recuerdos asociados al olfato, o consiguiendo nuevos…

Muchos de ellos serán comunes con vosotros, lectores, como el olor del pan recién hecho saliendo de la puerta de una tahona, un recuerdo que estará siempre asociado a mi tierra, a mi pueblo y a sus tradiciones. El aroma a café recién molido, hirviendo en el puchero junto a la chimenea, en casa de mis abuelos, o el del chocolate caliente en una churrería de barrio… El frescor de la hierba recién cortada, en una mañana veraniega de aire limpio y claro, me lleva de nuevo a aquellos meses como jardinero municipal, levantándome antes de la salida del sol para regar y mantener las praderas de césped de mi localidad. O el olor a lejía y limpio que tenían los pasillos del colegio a primera hora, o en nuestras casas, cuando las madres se empleaban a fondo con la Conejo (¿os acordáis?)

Otras sensaciones son más personales, aunque no soy el único que las conoce. Como el tufo dulzón de la descomposición y la muerte, que mi mente relaciona con la presencia de buitres y otras carroñeras, cabalgando sobre el aire caliente de la Sierra de Toledo, en una excursión durante mis años universitarios. O el aroma de su pelo, cuando se apoyaba en mi pecho y yo besaba su cabeza, intentando retener un momento que sabía fugaz. El perfume, su perfume combinado con el aroma de su cuerpo mientras intentamos dormir abrazados…

Y hay, finalmente, aquellas fragancias que parece que sólo yo puedo detectar, como el olor a verano, seco y cálido, con regusto a polvo y cloro de piscina. O la persistencia de la vergüenza, la soledad y la frustración, esencias que ahora llenan mi casa, y a las que no consigo acostumbrarme…

sábado, agosto 11, 2012

Malvivir de recuerdos

Hoy me han atacado. Regresaba a casa, después de un día agitado en el trabajo, caminando en zigzag, buscando una sombra que me aliviase de este infernal calor de verano. Estaba tranquilo, pensando en mis cosas. Bueno, no pensaba en nada que no fuera llegar y darme una buena ducha fría. De pronto, al cruzar la esquina del Museo, dos figuras se abalanzaron sobre mí. No pude resistirme, no pude luchar. Entre las dos me sujetaron y se abrieron paso a través de mi ropa y mi carne, hasta agarrar mi corazón y estrujarlo. La angustia me comprimía el pecho. No había nadie cerca, un alma amiga que me ayudara, nadie. Las gafas de sol evitaban que se vieran las lágrimas que surgían de mis ojos, a pesar de que hacía todo lo posible por impedirlo.

La presión sobre mi corazón no disminuía, tuve que sentarme en un banco para poder desahogar mi pena, para poder tranquilizarme, pensar…

Al cabo de un rato pasó. Volvía a respirar, pero con dolor. Mi corazón estaba libre, pero tenía secuelas. Sentado en medio de un parque, a la sombra de un castaño de Indias, me daba miedo levantarme y seguir mi camino. Se habían ido. Ya no estaban cerca pero podían regresar. La melancolía y la tristeza estaban al acecho, detrás de una canción, de una escena en una película, de la visión de una flor o una ventana… Yo sabía que volverían. Siempre lo hacen…

miércoles, agosto 08, 2012

Este es el lugar al que suelo regresar...

Sobre la ladera poniente del valle de Abrego se alza un pequeño conjunto de rocas, granito que el tiempo no ha conseguido desgastar ni los hombres destruir. Se encuentra rodeado de un bosquete de robles, quejigos y arbustos: jaras, tomillos, brezos, retamas y miles de pequeñas hierbas, que proporcionan un aroma especial a la zona, mientras que el zumbido de abejas y otros insectos llena el aire en las tardes de primavera y verano.

Del centro del roquedo surge un manantial fresco y claro. Los pastores de la zona lo conocen bien, y lo han ido agrandando hasta conseguir una fuente agradable, creando un pocillo claro y escondido, desde el que un regatillo baja hasta el río, al fondo del valle. Alguien le puso un embocadero de granito tallado, tal vez uno de los desaguaderos de la cercana ermita de Santa Luxía, en ruinas y abandonada desde la desamortización. En tiempos la fuente disponía de una vasija de barro cocido que los cabreros usaban para beber, pero la modernidad ha llegado también a estos lugares y ahora hay un vaso de acero inoxidable, medio oculto en un hueco entre helechos, siempre dispuesto para los caminantes que llegan a este recóndito lugar.

A pocos pasos de la fuente se encuentra un pequeño claro, creado por la caída de un enorme pedrusco desde los canchos que vigilan el valle, allá arriba, tal vez en una fuerte tormenta hace ya muchos siglos. El tocón mineral se ha ido desgastando con los años, y cuando en una de mis correrías infantiles lo encontré la naturaleza había creado en él un sillar, un lugar dónde poder sentarse al calor del sol de la tarde, sombreado por las ramas de un inmenso alcornoque cercano. Allí pasé tardes de mi niñez y mi juventud, sentado viendo pasar las nubes, disfrutando la fresca brisa que surgía del susurrante manantial, o escuchando el sonido de las aves y otros animales de la zona.

sábado, agosto 04, 2012

Gota de sangre

Para llegar al pueblo hay que seguir una carretera estrecha y serpenteante, arrancada hace décadas a la falda de los montes, apenas una lámina de alquitrán sobre tierra apisonada. Por esa vía regresamos todos los años los retornados, aquellos que por distintas circunstancias vivimos lejos del pueblo y sus gentes, de nuestras raíces. Por ella me gustaba caminar en mi adolescencia, saboreando la sombra de los alcornoques o admirando las vistas del valle.

El camino parte desde la comarcal atravesando dos grandes canchos, horadando desde el principio el alma de la tierra. Por eso, en venganza, la tierra lucha por recuperar ese terreno con zarzas y matorrales, rocas a veces caídas desde lo alto,  socavones producidos desde el interior, intentando que la carretera vuelva a su ser agreste y natural, siempre sin conseguirlo.

Poco antes de llegar a su destino la carretera describe una curva pronunciada, tras la cual se muestra el pueblo por primera vez al viajero, con sus casas encumbradas en la ladera, blancas y pardas, nuevas y viejas… Asomado a esa curva hay un pequeño grupo de alcornoques, una de las pocas zonas de la carretera que tiene espacio a los lados de la misma. Bajo la penumbra de los árboles hay un tronco caído, colocado para que las parejas que caminan hasta aquí tengan un lugar cómodo en el que susurrarse los secretos. Unos metros más allá, alejándose del pueblo, mana entre helechos un limpio y claro manantial, en el que muchas tardes apagué la sed y borré el sudor de mi frente.

Apenas a unos pasos de la fuente hay un trozo de terreno soleado y sin arbustos, flanqueado por un lado por la valla de piedra que marca la propiedad de las zonas altas, y por otro por la marca gris y caliente de la carretera. En esos pocos palmos de tierra, alimentados por el hilo de agua que baja desde el manantial, es frecuente ver flores de corta vida pero de vivos colores.

En mis recuerdos destaca una tarde de verano, con el sol a mis espaldas, mientras caminaba por el arcén absorto en mis pensamientos de adolescente retraído y solitario. Mientras mi mente vagabundeaba por quién sabe dónde, mis ojos repararon en un destello de color sobre el terreno. Me acerqué, y pude ver un pequeño ramillete de flores de un color rojizo casi rosa, y un olor suave y característico.

La imagen es clara en mi memoria. He visto a esa diminuta flor muchas otras veces, tanto en mis paseos como en fotografías, incluso la recolecté en su día para mi herbario estudiantil. Me enteré entonces que lo que mis mayores llamaban hiel de la tierra, por su sabor amargo, era una planta medicinal de uso antiguo, que se empleaba para curar la inapetencia, los parásitos intestinales o la diarrea, y que en la actualidad es un componente de muchos medicamentos, bebidas y colorantes…

Sin embargo, para mí siempre tendrá un significado especial. Gracias a ese ramillete de flores rosadas que apareció ese día en mi visión fui consciente por primera vez del color del mundo. Gracias a la sensación que su vivo colorido tuvo en mi mente juvenil, pude después descubrir y apreciar verdes, añiles, amarillos, naranjas… Los pétalos de delicados tonos rojizos me hicieron cruzar la puerta a un nuevo mundo de sensaciones, me abrieron los ojos al colorido de la vida.

miércoles, agosto 01, 2012

Rumor de alas y piel

Me gusta salir a caminar temprano en los meses de verano. No soy especialmente madrugador pero me gusta el frescor de esas primeras horas, cuando el sol aún no ha evaporado la frialdad de la noche, cuando aún se puede sentir la brisa bajando la temperatura de tu piel.

En esos paseos por mi ciudad suelo pasar bajo un arco de ladrillo viejo, una de las puertas que se abrían en la muralla, que daban paso a peregrinos, mercaderes, aldeanos y señores hacia la parte vieja y noble de la villa. Ahora, de la muralla no quedan más que restos escondidos entre torres de apartamentos, y la puerta se ha convertido en lugar de cruce entre un parque con máquinas de ejercicios y una calle estrecha y angosta que lleva hasta una de las plazas.

Hoy, caminando ensimismado en mis recuerdos, dejando que mis sentidos se encarguen de guiar mis pasos, he llegado a la entrada de ese arco y unos aleteos y chillidos han llamado mi atención. Revoloteando en lo alto de las bóvedas, con ese movimiento tan característico que tienen estos animales, había un pequeño murciélago. Su presencia me extrañó. No era la hora tan temprana como para que fuera normal, y el pobre animal estaba claramente desorientado. Volando de un extremo a otro del túnel, temeroso de cruzar a la claridad de una de sus salidas, el murciélago daba vueltas y revueltas bajo mi mirada. Ha intentado sin éxito encontrar un asidero, un descanso en las encaladas paredes del arco, pero no lo ha conseguido. Tal vez porque su cuerpo negro destacaba demasiado sobre la cal.

Finalmente, después de varios minutos de indecisión, ha salido volando por uno de los extremos del túnel y ha buscado refugio en la sombra de unos árboles cercanos, quizás escondiéndose hasta la llegada de la noche.

Y yo he seguido mi camino, preguntándome si no era yo como ese murciélago, incapaz de optar por una de las dos salidas de mi vida, revoloteando entre ambas hasta que el cansancio o la suerte me incline por una de ellas…

martes, julio 10, 2012

En la mar...

Cuando viajas en cualquier tipo de vehículo es más fácil fijar la vista en objetos que se encuentran lejos de tí que en aquellos que se hallan más cerca de la ruta que llevas. La velocidad a la que te mueves también influye en la distancia a la que puedes acomodar la vista sin problemas. Algo parecido pasa con la mente de algunas personas: cuando más lejano es el recuerdo, más nítido aparece, mientras que la memoria de lo que ha sucedido hace un instante es vaga e imprecisa.

El viejo marinero era una de esas personas. En ocasiones era incapaz de recordar lo que había pedido hacía unos minutos al tabernero, y sin embargo podía rememorar con todo lujo de detalles su primer viaje a las Américas, o aquella vez en que se enfrentó a tres rusos por el amor de una mulata. Permanecía el hombre largas horas sentado en un banco de la taberna, en un rincón cerca de la chimenea, observando el trajín del puerto a través de una sucia ventana, ensimismado en sus recuerdos hasta que una voz lo sacaba de sus pensamientos y le hacía volver a la realidad. En ocasiones incluso le costaba enfocar la mirada en su interlocutor, tan densas eran las nieblas de su memoria...

Habían llegado a puerto en una mañana clara, aprovechando la marea para poder fondear al lado de un atunero que zarparía en unas pocas horas. Llevaba en el bolsillo la paga de varias semanas, y el dinero le quemaba en las manos. Un marino joven y sano, sin familia, con un puñado de billetes en su poder, era un tremendo imán para muchas de las muchachas del pequeño pueblo pesquero, y tenía la intención de aprovecharlo. Vino, juego y mujeres hasta que volviera al barco...

El viento soplaba con fuerza, levantando muros de espuma blanca que saltaban por encima de la borda y calaban a los compañeros con un agua fría e hiriente. Amarrado a uno de los ganchos, intentaba destrabar la grua principal. Tanto la rueda como el cable que corría por ella se habían congelado, formando una roca de hielo, acero y grasa, que él intentaba romper usando un martillo y un escoplo. Los movimientos del barco, a merced de los vientos de la tormenta a pesar de los esfuerzos del patrón, y zarandeado por las olas a cada instante, no ayudaban en nada a su labor. Con una mano se limpió el rostro de agua, que le corría por el ala del sombrero impermeable, y se dispuso a dar un nuevo golpe a la masa helada...

Sentía como su corazón volaba como las gaviotas siguiendo la estela de los barcos. A pesar de los abrazos de amigos y conocidos, de las bromas un poco picantes de los compañeros del Alba del mar, la mayor parte de su mente estaba concentrada en el tacto de su mano, en la calidez y suavidad de su piel, en el olor fresco y limpio de su piel cuando le dio el primer beso, en los ojos del color del mar poco profundo, cuando el sol lo ilumina al mediodía...

viernes, junio 22, 2012

Día Mundial de la carta escrita a mano

Mi querida hermana: espero que al ser ésta en tu poder os encontréis bien, nosotros bien a Dios gracia.

Hermana, de lo que me dices que si…   así empezaban todas las cartas que durante años, siendo yo un crío, mi madre me dictaba para  mandárselas a su hermana. El resto de la carta variaba de una a otra, en ellas mi madre y mi tía se iban contando sus vidas:  los nacimientos de sobrinos nuevos, la muerte de algún conocido del pueblo… después las  cartas, siempre, todas las cartas, terminaban igual, con “besos y abrazos” y un montón de círculos y aspas que, según mi madre, representaban aquellas muestras de cariño: los círculos eran besos y las aspas los abrazos.

Era ilusionante mirar el buzón, encontrar una carta y, por la letra, adivinar de quien era. Luego mirabas el remite y una sonrisa te iluminaba la cara: carta de Barcelona, de la tita. El mismo protocolo, el mismo comienzo, calcado, solamente el nombre cambiaba. Al final de la carta, un folio con líneas que hacían de renglones para escribir derecho, los mismos círculos y las mismas aspas.

Hace años que aquellas cartas pasaron a la historia, tan sólo por Navidad las tarjetas de felicitación se escribían a mano. Ya ni eso. Era la agonía de un modo de comunicación en el que, con la carta, se mandaba una parte de nosotros: nuestra letra, el papel que nuestras manos habían rozado y después doblado cuidadosamente para que cupiese, el sello que nuestra lengua había humedecido para pegarlo a un sobre donde nuestra letra de nuevo era una bandera que nos identificaba antes de ser visto el remite.

Hoy no miramos el buzón, miramos el correo en una pantalla donde las cartas ya no se llaman cartas, posiblemente porque dejaron de serlo, y todo lo que vemos tiene esa frialdad que dan las máquinas. Ya no identificamos la letra de un familiar, de un amigo, de un amor. Ahora la letra no es la de María, es la Arial, la Georgia… ni siquiera quien nos la manda es María, ni el amigo Pedro, ni la tita Carmen, ahora quien nos escribe es maría1965@...

Qué pena que avanzar sea olvidar y dejar atrás tantas cosas, que triste que se pierdan tantas cosas que formaron parte de nuestra vida: las cartas, el afilador, el cine de verano, los juegos de los niños en las calles…  Posiblemente avancemos hacia un mundo mejor, pero dudo que lo hagamos hacia una vida mejor. Puede que ni siquiera sea vida aquello a lo que avanzamos. Puede que la vida sea precisamente aquello que vamos dejando atrás.

A mí me gustaría mirar una buena mañana el buzón y encontrar una carta escrita a mano. Seguro que el corazón me daría un vuelco. ¿No os pasaría lo mismo, no os gustaría que alguien que os quiere volviese a tomar en sus manos un bolígrafo, un papel, y os contase de su puño y letra cómo le va la vida? ¿No sería eso mejor que abrir el correo en el ordenador y encontrarse diez correos con fotos de paisajes exóticos, con frases rimbombantes, con animalitos que se dan muestras de amor?  ¿Y si en lugar de esperar esa carta la enviamos? Hagámoslo, instauremos el Día Mundial de la Carta Escrita a Mano. El próximo martes día 19 mandemos esa carta, vamos a dar a un ser querido la alegría de recibir algo que estaba perdido. Yo lo haré.


El viejo farero.

Noche cerrada


Llega un momento en que hay que parar para ver el camino al frente, descansar un poco las piernas y quitarse el polvo del camino. A veces esas paradas se hacen en posadas en la ruta, lugares especialmente preparados para que el cuerpo y la mente puedan retomar fuerzas y seguir viaje. Otras veces al caminante le llega el momento en medio de la fraga, o cuando la tempestad arrecia entre los montes. El mío es ahora.

Gracias y hasta pronto.

lunes, junio 04, 2012

Lágrimas que queman


Sus manos suaves y cálidas se apoyaron en mis hombros, con la excusa de sostenerse en la pendiente, y las mías volaron a su encuentro, casi con voluntad propia, sintiendo la suavidad de su piel.

Habíamos llegado en taxi hasta la península, buscando un paso por la bahía que nos permitiera llegar hasta el antiguo fuerte español sin tener que esperar el ferry que, dos veces cada día, comunicaba la ciudad con las villas en la entrada de la ensenada. Nos habían hablado de un viejo transbordador, apenas una balsa con barandillas, que cruzaba la boca de la bahía, comunicando así a las poblaciones de las dos orillas. 

Tuvimos que llegar hasta la entrada de la bahía mediante un taxi, cuarenta y cinco minutos por una carretera escondida y en malas condiciones que, sorpresivamente, terminaba en un hotel de cuatro estrellas, de esos que sólo los extranjeros pueden ocupar en la Cuba de los años noventa.

En el trayecto nos dimos los primeros besos, caricias que llegaron de forma natural, sin pensar. Recuerdo sus ojos negros, brillando con la luz de la mañana, y el sabor a fresa de sus labios, a juego con su perfume casi infantil…

Pasamos ese día juntos, yo separado del grupo con el que fui a ese viaje, y fuera de las rutas preparadas para los turistas. Descubrimos el fortín de los tiempos coloniales, aún imponente y serio, protegiendo el interior de las incursiones de piratas y bloqueos. Caminamos por la población cercana cogidos de la mano, un gesto de cariño que no estaba acostumbrado a recibir, mientras ancianas y niños nos sonreían y preguntaban. Conocí de su mano la calidez y simpatía de una gente que, a pesar de las circunstancias, sobrevive intentando al mismo tiempo vivir. A veces pienso qué habrá sido de ella, si seguirá en la isla, si habrá conseguido huir, o tal vez cazar a algún turista como algunas de sus amigas hicieron antes.

Seguramente no se acuerda de mí. No importa. Yo sí. Forma parte de mi vida, y lo hará siempre, pues lo que soy ahora es, entre otras cosas, gracias a ella…

jueves, mayo 31, 2012

Hoy


Hoy, mientras caminaba despacio hacia el parque, como de costumbre, para pasar las horas en mi banco favorito hasta que las cigüeñas regresaran de las eras, me encontré con un grupo de esos que llaman ahora manifestantes, y a los que en mis tiempos se les decía comunistas o cosas peores, golpeando ollas y cacerolas, tapas y botes, haciendo sonar silbatos y tracas, produciendo un ruido que se sentía desde el otro lado de la plazoleta, sentados, saltando, corriendo, gritando frente a una sucursal bancaria, una de ese banco que ahora sale tanto en las noticias, de los que hace que mi hijo se enfade mientras vemos las noticias después de comer, que parece que ahora los bancos no sirven para dar dinero sino para que se lo demos, y yo le digo que siempre ha sido así, y el pobre me mira con esa expresión suya, mitad pena mitad rabia, antes de decir aquello de “usted no se entera de nada, padre”, letanía que repite cada vez más, y yo no me entero de nada, y me voy al parque como todas las tardes, y paso delante de unas treinta personas, ilusionadas con cambiar un sistema que se hizo para no cambiar, y mi mirada se va a los cuatro coches y tres motocicletas de la policía y otros agentes de la autoridad, rodeando a esos pocos ilusos, para que no se salgan de madre, no vaya a ser que rompan algo, que se quebrante el orden público, que consigan algo que no deban tener…
En mi banco, viendo como las cigüeñas regresan de las eras, y antes de irme a cenar, me preguntó cuándo se nos fueron las ilusiones a la mierda y nos las encorsetaron de azul y porra…

sábado, mayo 26, 2012

Espuma blanca


Llegamos al salar al tercer día tras la tormenta. Aunque su blancura era evidente mientras descendíamos de las montañas, sólo al irnos acercando nos dimos cuenta de la magnitud de sus dimensiones: el inmenso depósito, creado por Helios al desecar un gran mar interior, tenía más de tres mil kilómetros de largo y deberíamos cruzar casi dos mil antes de ver su final, por la parte más estrecha. Los rayos del sol de la mañana nos hubieran dejado ciegos si no hubiéramos protegido nuestros ojos con unas gafas oscuras.

Los límites del lago salado eran el final de nuestra escolta. A partir de ahí nos tendríamos que valer por nosotros mismos, sólo protegidos por un pedazo de papel en el que se encontraba el sello del Alto Consejo de Kadath, un salvoconducto que nos serviría de bien poco si nos encontrábamos con bandidos o algo peor. A pocos kilómetros del terreno muerto y salado había un pueblo, apenas una docena de casas situadas alrededor de un pozo, el último manantial de agua dulce que encontraríamos en varios días.

Cambiamos nuestro vehículo, poco adaptado a las condiciones de las carreteras de sal, por un trineo especial; en realidad era un vieja cabina de ferrocarril montada sobre unos esquíes de acero y con un motor de turbina como propulsor. Un gran depósito de agua generaba una delgada película líquida sobre la que los esquíes se deslizaban, asegurando así velocidades muy elevadas, para lo que el terreno permitía. En condiciones ideales cruzaríamos el desierto en cuatro o cinco jornadas. Este tipo de máquinas se oxidaban muy rápido en ese ambiente extremo, por lo que no había seguridad en salir vivos del intento.

Pandora no había dicho nada desde nuestra conversación aquella mañana. Parecía más taciturna, como si el sueño que le conté le hubiera levantado antiguos temores. Yo la observaba a escondidas, mientras se cepillaba el pelo por las mañanas, mientras recogíamos nuestros enseres tras la acampada de la noche… Esa mujer y yo habíamos pasado momentos muy duros en el camino, habíamos dormido juntos, compartido piel y deseo, pero nunca había dejado que entrara en su mundo, siempre encontraba una barrera, un muro que me hubiera impedido conectar con su interior si hubiera querido… A veces, pensaba que éramos dos extraños que compartían un mismo destino y las incomodidades del viaje.

Nuestro común compañero seguía igual de adusto y taciturno como cuando lo conocí en los salones del Consejo. Había guardado su capa gris en su zurrón apenas bajamos del límite de las nieves perpetuas; debajo llevaba una gruesa casaca de cuero negro que le protegía de las inclemencias, así como le servía de armadura en caso de necesitarlo. Sin embargo, en las calientes planicies de sal el cuero no era una buena idea. La mañana de la partida nos sorprendió apareciendo con una camisa gris de lino, y protegido por un turbante negro del mismo material; su pecho ancho y velludo pugnaba por salir de una camisa que, obviamente, había pertenecido a un hombre de talla inferior, hecho que alegró la vista de las pocas mujeres que nos vieron partir esa mañana del manantial. Marhú no era un hombre que hiciera las cosas sin pensar, por lo que yo esperaba que tuviéramos un viaje tranquilo, ya que nuestro guía se blindaba con una tan escasa protección.

lunes, mayo 21, 2012

Cuando dibujo tu retrato


Cuando era pequeño, creía que el viento me hablaba. Pero era tan tenue o tan rápido, que no lograba entender su mensaje. A veces pensaba que me hablaba en un idioma extraño, en un lenguaje que tenía que aprender, que descubrir, y deseaba hacerme grande para poder entender esas voces. Con los años, el aire y yo dejamos de hablarnos y yo intenté aprender y comprender el idioma de mis congéneres, hasta que, harto de su violencia y mezquindad, decidí apartarme de la sociedad y venirme a vivir a esta casa en medio del campo.

Aquí he estado los últimos treinta años, levantándome con el trinar de los pájaros y acostándome con el ulular de los búhos. El repiqueteo de las gotas de lluvia en el cristal, los zumbidos de los insectos en el verano, el grito del halcón en la serranía, los ladridos de mi perro cuando sale en persecución de un conejo, son la música que escucho, la conversación que tengo día a día, el sonido de mi mundo…

Me llaman Juan el Loco pero no soy un ermitaño o un alunado. En mi casa recibo visitas, aunque cada vez menos, y desde el pueblo me llegan noticias y víveres con regularidad. El cartero se pasa cada quince días, para dejarme la correspondencia (libros y alguna que otra carta de amistades distantes), y para poder charlar un poco de política. El cura vino mucho al principio, preocupado por mi salud o por tener un posible competidor, pero cuando vio que no iba a abrir un negocio como el suyo, dejó de venir seguido y ahora sólo aparece cuando se acerca la Pascua, para pedirme permiso para cortar ramas de mis olivos.

Cuando tengo necesidad de una mujer, o de compañía de calidad, voy al pueblo a visitar a Aurora y allí encuentro sosiego y tranquilidad. No necesito más.

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Juan viene dos o tres veces al mes, aunque pueden pasar varios meses sin verle el pelo. No tiene mujer, y nadie en el pueblo quiere vivir tan alejado, por lo que yo soy lo más parecido a una hembra que puede conseguir sin cambiar sus costumbres.

Una está acostumbrada a tratar con todo tipo de personas, llevo más de veinte años en este pueblo, desde que vine para trabajar para Luciana la andaluza y luego me quedé su negoció cuando se jubiló. Por la cama de la portuguesa han pasado casi todos los hombres del pueblo, incluso alguna mujer que quiso vivir una fantasía prohibida, pero pocos como él. La primera vez que vino me pareció un tipo muy extraño: el pelo largo, enmarañado, barba sin cuidar, vestido con un pantalón gastado y una camisa que había visto mejores días. Sin embargo, venía limpio como pocos, fue amable conmigo, conversó antes de que fuéramos a la habitación, no tuvo prisa, se preocupó por mi placer, no se marchó corriendo ni avergonzado…

Desde entonces cada vez que le veo aparecer por la puerta de mi casa le tomo del brazo y me lo llevo a la cocina, a tomar una copita de anís y a que me cuente de su vida. Muchas jornadas hemos visto amanecer en el mismo lugar, conversando, recordando, compartiendo nuestros ratos. Es la única persona en los alrededores que conoce mi nombre: Aurora.

jueves, mayo 17, 2012

Sólo seré una sombra


Las Guerras Olímpicas no solo fueron el último gran enfrentamiento entre las razas de los hombres y los dioses. También causaron un gran cambio en la forma de la vieja Europa, consecuencia de las luchas y artimañas de cada bando: el mar Mediterráneo se convirtió en un gran lago cuando Poseidón decidió cerrar las Columnas de Hércules para evitar la salida de las flotas humanas. En una de las fases de la guerra, cuando los dioses habían decidido quebrar la resistencia de los mortales por el hambre y la sequía; con ese fin, pretendieron modificar el clima mundial, desviando el curso de varios ríos en Asia para crear un gran mar interior. Una de las primeras “armas del Holocausto” fue la responsable de la aparición de un desierto en plena selva africana, miles de hectáreas en las que no florecía ni arraigaba vida alguna, por toda la eternidad…

El conflicto también fue el causante de un cambio en el equilibrio de poder entre las familias divinas. Varios de los dioses más antiguos y poderosos murieron durante las batallas con los hombres, y el vació causado fue llenado por otros poderes aún más antiguos, que habían quedado relegados a un segundo plano por los dioses más jóvenes y fuertes.

De los primeros en caer fue Ares, el dios de la guerra, violento y sediento de sangre, cuya impaciencia en los llanos de Panonia le hizo quedar aislado entre algunos de los mejores ejércitos de la humanidad; los restos de su espada y su escudo fueron distribuidos entre los miembros de la alianza humana, como prueba de que los dioses podían ser humillados y derrotados. Varias ciudades fueron destruidas en represalia, cuando Cratos descendió a la Tierra en busca de esas reliquias, por orden de Zeus.

Con sus tres hermanos, el guardián de los Titanes masacró gran parte de los territorios humanos, hasta que una alianza de gigantes y magos, liderados por un misterioso hombre sólo conocido como Prometeo, consiguió emboscarlos y derrotarlos en las montañas del Cáucaso.

Muchos fueron los dioses que cayeron en la contienda, millones los seres humanos que perdieron la vida contra ellos. Sin embargo, ninguno de ellos podía suponer siquiera que estaban preparando el regreso de uno de los seres primigenios, dotado por primera vez de un poder que podía rivalizar con el de aquellos que le derrotaron y condenaron a la oscuridad del Tártaro. Cuando se firmó el tratado de paz entre divinidades y mortales, Thanatos ya caminaba libre por la faz de la tierra…

domingo, mayo 13, 2012

Saudade a dos


Sentados frente a frente terminan su almuerzo, conversando animadamente mientras Lisboa se va despejando de las nubes que han cubierto su mañana. Recuerdan el paseo por el centro de la ciudad, casi vacía en comparación con aquella otra de la que ambos provienen, ese aire fresco y al mismo tiempo decadente que tienen sus piedras. Hablan de las sensaciones que los viejos barrios han levantado de nuevo en sus corazones, y poco a poco, la conversación deriva hacia ellos mismos, hacia sus miedos y sus esperanzas. Él habla del hogar que dejó atrás, del trabajo, del tiempo invertido en el éxito profesional, del vacío de su vida personal. Ella de la familia perdida, de los amigos que no ha visto, de los sentimientos que ha vuelto a encontrar. Lentamente, sus manos se buscan, se tocan y acarician, como si tuvieran vida propia al inicio, conscientemente después. Él busca sus hermosos ojos verdes mientras ella se pierde en la profundidad de su mirada. Fuera, Lisboa envejece a ritmo pausado...

viernes, mayo 04, 2012

Dientes en el alma


Podría ser una tormenta nocturna de verano vista a cámara rápida: las nubes crecen y se desarrollan a velocidad de vértigo, cambiando su forma y color de acuerdo con los caprichos del viento, mientras los relámpagos cruzan los cielos, iluminando la noche como si fuera pleno mediodía. Si escuchas con atención, el sonido de los truenos se asemeja a una voz, a palabras dichas con furia y poder, con el coro de las montañas como fondo…

Perseo dormía tumbado contra el derruido muro de una casa, en un poblado cerca de la frontera del Imperio Chino. Llevaban viajando varios días, y habían cruzado ya gran parte del camino que debían recorrer, y a pesar de que hasta ahora el trayecto había sido casi sin problemas, se sentía agotado. Habían llegado a ese pequeño pueblo, en las faldas de las Montañas Ciclópeas, buscando un lugar donde poder reponer sus reservas de agua, y la suerte les había sido favorable: el pozo del lugar aún mantenía un pequeño estanque de aguas claras y frescas, aunque no había nadie en los alrededores para conservarlo a salvo de las tormentas de arena.

Podría ser el fondo de un arrecife, durante una pleamar portentosa: las olas rugen desde el abismo, e incontables miles de toneladas de agua chocan contra las rocas, provocando miríadas de burbujas, que ascienden hasta la superficie. Si escuchas con atención, el sonido de esas burbujas mientras recorren y atraviesan los corales se asemeja a una voz, a palabras dichas con calma y serenidad, a pesar de la fuerza con que se expresan…

Estaba inquieto. En su duermevela Perseo se movía sin descanso, luchando por alejar a los fantasmas que le acosaban en su sueño. Pandora se encontraba a su lado, mientras Manhú hacía la primera guardia de la noche. Los ojos de la mujer no se despegaban de su compañero, tal vez escudriñando sus gestos, intentando descubrir contra qué o quién estaba luchando. Nada en su expresión o sus gestos permitía adivinar sus pensamientos. Al cabo de un rato, acarició la frente de Perseo con una mano fresca y suave, y los sueños del hombre se aquietaron, su respiración se calmó y descansó profundamente…

Podría ser la noche más oscura en el interior de una caverna sombría: no hay ninguna luz, ningún calor que puedas obtener de la fría tierra, sólo soledad y silencio. Sin embargo, si escuchas con atención, podrás entender sonidos que surgen del suelo, crujidos y murmullos cuando las grandes rocas se alinean y conversan entre sí, siseos de animales ocultos, el silbido de un viento gélido que no puede existir aquí abajo, palabras que se dicen para ser temidas y escuchadas…

El ruido del trueno aún reverberaba en las paredes negras de Kadath cuando Briseida despertó bañada en sudor. Un escalofrío recorrió su cuerpo, e instintivamente buscó una manta para cubrirse. Las brasas que permanecían vivas en la hoguera daban una cierta luz a la habitación, pero sus pupilas dilatadas tardaron todavía un rato en acostumbrarse a la misma. Estaba ciega. No importaba. Lo que el oráculo mayor había visto y escuchado no estaba entre esas cuatro paredes…

Se vistió deprisa y mandó llamar a un sirviente. Era urgente que el consejo de la ciudad tuviera noticia del mensaje que los dioses le habían enviado en sueños, de las tres palabras que había escuchados de sus labios divinos, pronunciada con temor, ¿con miedo tal vez?

Pandora ha despertado…

martes, mayo 01, 2012

Cuaderno de derrota


El viejo marinero paseaba su rostro arrugado y canoso por la playa, absorbiendo del  aire marino el poco salitre que necesitaba para vivir. Hacía años que estaba varado en tierra, y sólo estos pequeños paseos por la orilla de la mar le mantenían en contacto con lo que había sido su vida y su amor.

Caminaba despacio, moviendo trabajosamente sus cansadas piernas, dirigiendo la proa hacia la bodega del Maya, donde seguramente podría calentar sus huesos con un tazón de buen caldo. El patrón del bar, Ambrosio, había sido marino hasta que en un accidente en Terranova perdió el uso del brazo izquierdo, y desde entonces veía partir a sus viejos compañeros desde detrás de una barra de roble, fabricada con la cuaderna de su primer barco.

Cuando entró en la taberna había varios hombres abarloados contra la barra, mientras otros se protegían en las mesas del abrego que comenzaba a soplar en el exterior. El viejo se sentó en un extremo, intentando alejarse de un portugués aboyado, que daba tumbos de mesa en mesa mientras navegaba en su propia galerna. Ambrosio le sirvió un tazón de vino, en un cuenco de barro cocido, junto con unas aceitunas en un pequeño plato de porcelana.

Allí, atracado en buen abrigo, dejó el marinero vagar sus recuerdos, surcando entre ellos mientras el vino circulaba por su sangre y le alejaba la borrasca de la mente. Recordó sus primeras singladuras en un velero, uno de los últimos que hacía la ruta de las Américas; sus años en la marina mercante, recorriendo puertos en los cinco continentes, y luego la guerra y sus desgracias…

lunes, abril 23, 2012

En ruta

"¿Dónde estás?"

"Aquí"

"No te veo..."

"¿Me oyes?"

"Sí. ¿Por qué no te veo?"

"Porque tienes los ojos cerrados."

sábado, abril 21, 2012

Lágrimas que son páginas en blanco


Me gusta sentarme en la plaza para tomar café. En los soportales se suelen instalar las terrazas de los bares cercanos, a cubierto del sol y las inclemencias. El bar de mi amigo Paco tiene grandes sillas y mesas de madera de roble, oscuro y envejecido por el tiempo, y un café que le traen especialmente desde Portugal y él muele y torrefacta en la cocina.

Sentado en una de esas cómodas sillas veo pasar a la gente. Turistas que llegan en oleadas, siempre deprisa y con sus cámaras colgando, incapaces de reconocer que el mejor recuerdo no es el que queda grabado en un disco de plástico sino el que te marcó el corazón. Observo a parejas que caminan de la mano, atraídas por la leyenda o simplemente deseosas de pasar un tiempo lejos de sus conocidos, conscientes únicamente de sus manos y la piel del otro. Muchas veces se cruzan ante mi mirada familias con niños que han venido a pasar el día, la madre pendiente de la progenie, el padre buscando un lugar dónde asentar a toda la tribu… Son gente forastera, de paso, que no dejará su huella en las piedras que pisan.

También veo pasar a mis vecinos, personas con las que me encuentro todos los días y con las que formo la fauna de este pequeño pueblo castellano. La abuela Blasa, de caminar poderoso a pesar de sus ochenta y cinco años, ocho embarazos, siete hijos criados y un marido que la maltrataba por ser más valiente que él… La veo cruzar hacia la panadería, vestida con el eterno negro que ha llevado desde que tengo uso de razón, con su bolsita de tela y sus medias, negras de lana, que no conocen estaciones.

Saludo con la mano a Alberto, el secretario del Ayuntamiento y fontanero ocasional, que se dirige en la moto hacia las huertas, quién sabe con qué intenciones. Eterno soltero, siempre apegado a la madre viuda, viviendo y manteniendo una casa en continua reparación, muy pocos en el pueblo conocen la profunda belleza de sus canciones. Hemos tenido muchas charlas él y yo, con una botella de cerveza en una mano y un pitillo compartido en la otra, sobre la luz y la oscuridad, sobre las mujeres, sobre el destino... Una vez, cuando ya Paco hacía rato que se había ido a casa, harto de ser el último en cerrar siempre, Alberto me cantó bajito una canción que había compuesto, un regalo que me emocionó hasta el punto de alegrarme que esta nuestra plaza no tenga farolas…

Ya ha pasado la primera hora de la tarde, y las sombras de las casas se alargan sobre el pavimento de la plaza, intentando llegar hasta la vieja cruz de granito en el centro. Paco ha venido a conversar conmigo, como suele hacer de vez en cuando, si los clientes escasean. Se ha sentado a mi lado, ofrecido y liado tabaco, y sin palabras ha compartido mi tarde durante unos momentos, observando el vuelo de las golondrinas y pensando en sus cosas. Un buen hombre este Paco, sevillano que llegó a estas duras tierras procedente de Rusia, desencantado de la guerra y de la mezquindad del hombre, buscando un lugar donde poder empezar una nueva vida. Aquí conoció a Encarna y se casaron, compraron un viejo bar y lo han estado regentando hasta ahora, felices con su vida, dura, sacrificada, pero honrada… Solo le he visto llorar alguna vez, cuando una de esas familias llenas de hijos que vienen a pasar el día se nos pone delante; las partículas de tierra que los niños levantan al correr se le meten en los ojos y le hacen lagrimear. Entonces Encarna, siempre muy pendiente de su hombre, sale del bar y se sienta con él, tomándole de la mano hasta que las lágrimas le quitan el polvo de esos niños…

A veces, cuando ya la noche se ha hecho dueña de las columnas y mi amigo Paco se encuentra despachando en el interior del bar, veo las sillas vacías a mi alrededor, cómo el pueblo antaño alegre y ruidoso se ha convertido en un lugar tranquilo y silencioso, y me preguntó si eso es lo que nos espera, una eternidad de silencio y tranquilidad, mientras nuestras manos se entibian con una taza de café bien caliente…