Querido lector,
En esto tiempos en los que las malas noticias, apocalipticas en ocasiones, nos acechan por todas partes, no está de más atesorar toda la esperanza e ilusióin que encontremos, hacer acopio de buenos sentimientos y pasar el máximo tiempo posible con la gente que realmente te quiere.
De todo corazón, espero que estas fiestas, y todo el año que viene, te colmen de todas esas cosas.
Hasta el año que viene
jueves, diciembre 20, 2012
martes, diciembre 18, 2012
Quando sono sola
Actuó sin pensar. Caminaba de camino a su
casa, dejando que sus sentidos absorbieran la información del entorno que luego
su cerebro se encargaría de procesar durante el intranquilo sueño, cuando la
vio unos metros por delante. La conocía. Era una de las mujeres que vivían en
la casa que estaba a unos metros de la suya, alguna vez se habían cruzado por
la calle y él había devuelto el educado saludo que ella había regalado. En ese
momento iba cargada con la compra, regresando sin duda del mercadillo dominical,
con la fruta, verdura y demás vituallas.
Al llegar a su altura se ofreció a ayudarla
con las bolsas. Ella se sorprendió, era evidente que no le había oído
acercarse, pero al reconocer su cara, tras unos segundos de incertidumbre, se
relajó y le agradeció el gesto con una sonrisa. Él no había esperado a su
confirmación formal y ya se había agachado para tomar de sus manos las bolsas
que parecían más pesadas, dejando que ella suspirase aliviada. Con su carga en
las manos echaron a andar hacia la casa, mientras un incómodo silencio se
establecía entre ellos.
El hombre no era de los que hablaban. Durante
años había tenido que hacerlo, comunicarse con gente que no le interesaba en
absoluto, mentir para poder medrar en ese mundo cruel que es la vida para
aquellos que no saben (o no pueden) verla de otra forma. Gracias a un golpe de
suerte había podido comprar la casa en la que ahora vivía, se había alejado de
todo lo que conocía y había querido empezar de cero en ese pequeño pueblo del
interior.
Ella era una mujer menuda, con el pelo corto
recogido con prendedores oscuros, apenas una nota de color en su vestimenta.
Las pocas veces que se habían cruzado con anterioridad ella le había saludado
cortésmente, al pasar rápidamente a su lado. Él se había fijado en que siempre
caminaba deprisa, como si llegará tarde a todas partes. Era una mujer joven, aunque
el tiempo ya había comenzado a cincelar su rostro, ocultando las señales de la
pena y el dolor.
Caminaron durante un rato, hasta llegar a la
puerta de ella. No habían intercambiado ni una sola palabra. En el umbral le
pasó las bolsas y ella le volvió a dar las gracias, con una sonrisa que le
sorprendió por lo sincera. Farfullando un “de nada”, se retiró unos pasos y
volvió a su camino hacia el hogar, con el corazón un poco más liviano y menos
sombras en su alma.
jueves, diciembre 13, 2012
Siempre buscando a Dios entre la niebla
Julio Bastida Recuerdo en el carnet de identidad,
tío Julio para todo el pueblo. Con cuarenta y cinco años reconocidos y algunos
más bastardos, su silueta era familiar a todos los habitantes de Algena: un
hombre alto, desgarbado, con una chaqueta tres cuartos de cuero en invierno, y
con camisas de lino o algodón en verano, su sempiterno cigarrillo sin encender
en la mano.
Contaba el tío Julio que nunca había sido
fumador, excepto por aquellos pitillos de picadura que había liado cuando tenía
quince o dieciséis años, en la terraza del baile, para impresionar a alguna de
las forasteras que llegaban a la discoteca los fines de semana. Desde entonces
se había acostumbrado a llevar un cigarrillo siempre en la mano, decía que como
amuleto, que acababa tirando a una papelera sin haberlo prendido.
Julio vivía en una de las casas del centro del
pueblo, heredada de sus padres. Hijo único, era propietario de unas pocas
tierras en el valle, de cuyos arriendos podía vivir holgadamente sin trabajar.
Su rutina diaria comprendía levantarse al alba, pasear por los alrededores del
pueblo hasta que se cansaba, tomar el primer café en el bar de Carlos y
regresar a su casa. Volvía a salir a media tarde, jugando a las cartas con otros
parroquianos hasta la hora de la cena. A veces cenaba solo en el bar del
Casino, donde permanecía leyendo la prensa hasta altas horas, o discutiendo de
política o mujeres con alguno de los socios.
La primera vez que habló conmigo me sorprendió
su lucidez y socarronería, la agudeza de su pensamiento y la ironía que
mostraba. Yo ya llevaba varias semanas apareciendo por el bar de Carlos para
tomar café a primera hora, y habíamos coincidido en algunas ocasiones. El tío
Julio siempre saludaba educadamente, conociera o no a la otra persona. En una
ocasión, viendo que leía (de nuevo) Ulises, hizo un acertado comentario sobre
la vida del dublinés, y ahí entablamos una conversación, en la que salió a
relucir su vasta cultura.
Desde ese momento hablamos a menudo, y de vez
en cuando me introducía en las discusiones que tenían lugar entre los clientes
habituales, con las que llegué a conocer a los actores de los principales
dramas de la localidad, así como ponerme al día de los libretos.
A Julio no se le conocía mujer, novia o
enamorada, ni tampoco constaban visitas a la portuguesa. Dos o tres veces al
año acudía a la capital de la provincia, de donde volvía con algunos libros y
ropa, así como mandados para amigos del pueblo. Una vez, cuando ya tenía
suficiente confianza como para entrar en temas personales, y aprovechando una
mañana fría y neblinosa que invitaba a permanecer en la tasca, una vez le
pregunté por el asunto y me respondió, mirando sin ver el cigarrillo que
llevaba en la mano.
“No creas que no me interesan las mujeres. En
mis tiempos mozos tuve algunos amoríos, tarascadas en la era que no conducían a
nada. Pero con los años y las grietas en el corazón me di cuenta de que la
medida del amor no es tanto el cariño que se ve, sino el que realmente te dan.
Por eso yo quiero una mujer que me acaricie cuando duermo, aunque me discuta todo
cuando estoy despierto. Y esa mujer, amigo mío, no es fácil de encontrar”.
miércoles, diciembre 05, 2012
La distancia en tus ojos
Hoy he recuperado mis recuerdos. No ha sido
difícil, lo podría haber hecho antes si realmente lo hubiera deseado. Ahora ya
los tengo conmigo, vuelven a ser parte de mí, están a mi disposición si así lo
deseo. He pasado algunas horas revisando las imágenes, los sonidos y olores que
venían con el paquete, mientras detrás de la ventana el invierno paseaba por
las calles de mi ciudad.
El olor de los churros en
aquella churrería de feria me dio hambre, como hizo la primera vez que
pude usar dinero ganado por mí, el orgullo unido al sabor del chocolate caliente. El hambre hizo que regresara a la realidad y comenzará
a guardar los recuerdos en su paquete. Tantos había sacado que el atadijo,
antes comprimido y con los recuerdos limpios y netos, ahora no podía guardarlos
todos, tuve que apretar. En uno de esos apretones se salió una imagen: una niña
de ojos negros esta delante de mí, bailando algo que ha ensayado en el espejo
de sus padres. Recojo la sensación, la memoria, con cuidado, para no romperla,
y despacio, muy despacio, la acerco a mi pecho para que entre en mi corazón.
Entre ellos he encontrado el primer poema de
amor que escribí con quince años. Estaba en un folio lleno de garabatos y
dibujos, una hoja que emborroné en las clases de filosofía, en los recreos y ratos muertos,
sentado en el poyete de conserjería, mirando como ella paseaba con su amiga,
compartiendo secretos que no eran míos.
También he vuelto a escuchar la lección de
francés, la voz de la profesora sonaba de nuevo cristalina y apasionada en mis
oídos. Las canciones de Moustaki, las redacciones, los sonidos extraños y a la
vez tan cercanos…
Después he pasado unos minutos viendo la vía
del tren y la vieja estación. El paso de los trenes ha ido acompañado como
entonces por los ladridos de los perros y el traqueteo de la puerta. Nos he
vuelto a ver con las piernas colgando sobre los raíles, hablando de escapar,
irnos muy lejos, desaparecer de ese mundo que no nos entendía, estar juntos para siempre…
sábado, diciembre 01, 2012
Entre as nuvens vem surgindo...
A Manolito le gustaba mucho andar en bici. En
las tardes de verano, cuando la fuerza del sol ya había menguado algo, y se
podía salir sin temer una insolación, bajaba al garaje y tomaba su máquina, una
Orbea que le habían regalado sus abuelos cuando cumplió doce años, de cuadro
azul y blanco, con sillín de cuero negro, y se montaba en ella saliendo del
edificio en dirección a los campos.
Bajaba por las calles del pueblo pedaleando
seguro sobre su montura, buscando las calles menos concurridas. Conocía bien su
ruta. Bajaba por la calle San Roque hasta llegar al cruce con la calle Real, y
de ahí seguía hasta la avenida, desde dónde se alcanzaba el final del pueblo,
el cementerio y los campos que rodeaban la localidad.
Había descubierto los caminos rurales algunos
años atrás, pistas de tierra compactada por el paso de tractores y camiones, que
se convertían en barrizales después de las tormentas, y que conectaban las
poblaciones de la zona entre sí, formando una red de comunicación desde mucho
antes de que se construyera la carretera general. Por esos caminos solitarios
le gustaba ir con su bicicleta, observando los campos de cultivo y los eriales,
las pocas huertas que se instalaban al abrigo de corrientes casi escondidas y
las casetas de labranza que se esparcían por los labradíos. En ocasiones su
deambular le llevaba hasta alguna de las villas cercanas, y para acelerar su
regreso tomaba la carretera, volviendo a su casa entre coches y autobuses.
Recorriendo esos caminos pasaba las horas, con
una botella de agua que a veces rellenaba en la fuente del camposanto antes de
enfilar hacia la senda que recorrería ese día, la mayoría de las ocasiones eligiendo al azar, tomando una
opción distinta en cada encrucijada, con la camiseta enrollada en el sillín
cuando el calor le agobiaba.
Le gustaba observar a las perdices, jugar a
descubrir los lechos de las liebres, intentar llegar a ellas en silencio para
poder sorprenderlas. Disfrutaba con el vuelo de los milanos, con las paradas de
los cernícalos, con el sonido de las lechuzas en las casetas. En ocasiones se
llevaba unos viejos prismáticos militares de su padre para poder observar los
grandes campos de labranza, viendo como las grandes avutardas realizaban sus
rituales, o a los polluelos de milano en medio de los sembrados.
Pocas veces encontraba a alguien en su
caminar. Las labores del campo ya estaban avanzadas, y solo muy entrada ya la
estación, cuando únicamente podía salir durante los fines de semana que pasaba en
casa, de vuelta del internado, cuando el otoño ya se acercaba, se cruzaban en su camino grupos de temporeros en ruta al lugar de trabajo, recogiendo cebollas,
participando en la cosecha, preparando la vendimia…
Las horas se hacían cortas para Manolito
montado en su bicicleta. El sol le tostaba la piel y el ejercicio fortalecía
sus piernas, mientras sus ojos absorbían la belleza de la tierra castellana de
sus ancestros.
Pero un día Manolito dejó la bici en el garaje
de su padre, y poco después Manuel se marchaba a la universidad. Muchos años
más tarde, don Manuel abrió el garaje de su padre, recientemente fallecido, y
entre un montón de cajas con ropas gastadas y pasadas de moda encontró una
bicicleta polvorienta, con las ruedas deshinchadas por el tiempo. En aquel
momento volvieron a sus ojos el color de los campos de trigo, el silbar del
viento contra los radios de la rueda, el salto veloz de la liebre…
Unos días más tarde, Pablito recibió un regalo
sorpresa de su tío. Una bicicleta Orbea, azul y blanca, reluciente, limpia, a
la que le habían acoplado unas ruedecillas para que aprendiera a recorrer mundo
con ella.
miércoles, noviembre 28, 2012
El país de las lágrimas
El hombre llegaba por las mañanas y se
instalaba en el mismo lugar, en un rincón de la taberna, cerca de la chimenea. El camarero le servía una copa de anís apenas le
veía y, poco rato después, le ponía un café con leche en una taza grande.
Pasaba la mañana y poco antes del mediodía el hombre se levantaba, dejaba dos
pesetas encima de la losa de mármol y se marchaba por la puerta hasta el día siguiente. Siempre
la misma rutina.
La primera vez que observó este comportamiento
le llamó la atención el absoluto silencio que mantenía el parroquiano: no pedía
consumición, ni la cuenta, no comentaba ninguno de los sucesos que el
resto de clientes discutía, en ocasiones acaloradamente. Sencillamente se
encontraba sentado en su mesa, mirando al infinito, sorbiendo pequeños tragos de anís y
café frío.
Él tampoco era un cliente modelo. Le gustaba
el bar del portugués porque quedaba cerca de casa, tenía unas bonitas vistas del
valle desde el balcón, y el vino no era tan aguado como en otras tabernas.
Desde el primer día en que llegó a su puerta, buscando un lugar donde encontrar
esa escasa cantidad de calor humano que parecía necesitar, se encontró con un pequeño
universo de seres humanos, con historias que fue poco a poco aprendiendo y
valorando. Carlos, el dueño, misterioso detrás de su delantal y extraño acento;
Pilar, su mujer, que aparecía muy de vez en cuando, iluminando el salón con su
presencia; el sacristán, siempre de negro, siempre vociferando; el tío Julio…
A las pocas visitas, en las que pedía un vaso
de vino y se sentaba a observar el valle mientras sorbía lentamente su sangre,
el portugués se le acercó y se sentó a su lado. Era un hombre ya entrado en la
cuarentena; decía la leyenda que había sido pistolero en Lisboa antes de cruzar
la frontera y enamorarse, que durante la guerra había servido en el ejército
francés, y que a resultas de un ataque de gas estuvo a punto de morir en Lieja.
Sus ojos claros cubiertos por unas espesas cejas, brillaban con inteligencia y,
en ocasiones, astucia.
“¿Usted es el madrileño que ha comprado la
casa antigua, verdad?” le preguntó mientras le servía el vaso de vino que había
pedido.
“Sí, ese debo ser yo” respondió, tomando el
cristal y dando el primer sorbo. De inmediato se dio cuenta de que aquél no era
el vino que había estado tomando sino uno de calidad muy superior: podía
distinguir en su paladar el sabor dulzón de la uva fermentada, un poco de
canela, manzana, moras frescas, rocío de un día de otoño, un atisbo de… Una mirada a la expresión socarrona del portugués le hizo
entender que era el regalo de bienvenida, que había sido admitido en un club que
contaba con muy pocos miembros.
No intercambiaron más palabras durante
semanas. A veces, el dueño de la taberna se acercaba a su mesa y le servía una
copa de ese vino fresco, frutal y al mismo tiempo lleno de aromas de primavera.
Él lo aceptaba con un gesto de agradecimiento y después seguía ensimismado en
sus pensamientos, que Carlos respetaba.
Mientras, el hombre del anís y el café seguía
yendo todas las mañanas, tomando su licor con tiempo, y dejando dos pesetas
sobre la mesa antes de irse…
domingo, noviembre 25, 2012
Pacto
Hoy me vas a permitir, querido amig@, que copie a otro. El texto que vas a leer no es mío, es de la poetisa colombiana María Clara González, de su libro publicado en 1996, Pasajeros del viento.
He de confesar que normalmente no leo poesía, mi estado de ánimo no suele acompañar para saborearla como merece, pero este corto poema me fascinó inmediatamente, el sentimiento que transmite es algo con lo que comulgo plenamente. Espero que te guste tanto como a mí.
Pacto
Por si acaso llovizna por tu calle
y quieres secar tu cuerpo
entre mis brazos
Por si el silencio te acomete
y recuerdas el lenguaje extraño
que aprendiste a mi lado
Por si regresas
a humedecer de lunas los recuerdos
Por si el trópico te reclama impaciente
entre sus verdes
O por si acaso es de noche en tu morada
dejaré la puerta abierta
He de confesar que normalmente no leo poesía, mi estado de ánimo no suele acompañar para saborearla como merece, pero este corto poema me fascinó inmediatamente, el sentimiento que transmite es algo con lo que comulgo plenamente. Espero que te guste tanto como a mí.
Pacto
Por si acaso llovizna por tu calle
y quieres secar tu cuerpo
entre mis brazos
Por si el silencio te acomete
y recuerdas el lenguaje extraño
que aprendiste a mi lado
Por si regresas
a humedecer de lunas los recuerdos
Por si el trópico te reclama impaciente
entre sus verdes
O por si acaso es de noche en tu morada
dejaré la puerta abierta
martes, noviembre 20, 2012
La calle del silencio
“A veces los sueños no nos dejan ver la
realidad.”
Las palabras le sorprendieron con la mente en
blanco, mientras miraba abstraído los colores cambiantes del mar, haciendo que
estuviera a punto de dejar caer su termo de café ya frío. Al darse la vuelta se
encontró cara a cara con un hombre de pelo blanco y barba descuidada, de edad
indefinida, que le observaba con una sonrisa amable, acogedora..
“Me llamo Saúl” le dijo, tendiendo una mano
que demostró dar apretones firmes y reconfortantes. “Le he estado viendo desde mi ventana, allí
arriba.”
“Allí arriba” era la cima del promontorio en
el que se encontraban. Una casa pequeña, blanca, se asomaba por encima del
verde de los tejos y brezos. Si se hubiera fijado un poco más, habría visto un
fino sendero, medio escondido entre los arbustos, que llevaba desde la casa al
mirador, el camino que Saúl había recorrido esa tarde para estar junto a él.
“Una magnifica vista, ¿no es cierto?” siguió el
anciano. “Vengo a menudo aquí, a observar las olas y las gaviotas…”
Como si le hubiera escuchado, esperando su entrada, una gran gaviota
les sobrevoló, aprovechando el viento que subía por el acantilado para remontar
el vuelo y adentrarse en tierra firme, en busca quién sabe de qué.
“Cuando yo era pequeño esto no era más que una
plataforma de tierra, nada que ver con este mirador que nos ha construido la
diputación, con esos bancos de madera y el parapeto de piedra. Aquí veníamos
las noches de tormenta para ver en la distancia los barcos de nuestros padres,
y a rezar por su vuelta sanos y salvos. ¿Y a usted? ¿Qué le trae a este rincón
de la costa?”
Al hacer la pregunta se había girado y sus
ojos claros se clavaron en el visitante. Este, un poco desconcertado por la
presencia del viejo, no encontró las palabras adecuadas para responder a su
pregunta. Por toda respuesta, se acodó de nuevo en el parapeto, mirando al mar,
esperando encontrar…
“No está ahí”
“¿Qué, cómo ha dicho?” preguntó el viajero.
“Muchos vienen aquí buscando algo, usted no es el
primero. Llevo viviendo muchos años por aquí, y los he visto de todos los
tipos: turistas que vienen en busca de la foto para enmarcar y presumir tras las vacaciones, y que pasan sin dejar más que
basura y ruido, parejas más interesadas en su mundo compartido que en el
exterior, gentes que llegan buscando algo que perdieron, como usted.”
“¿Cómo sabe que he perdido algo?”
“Tiene muchas de las señales. Dolor, tristeza,
ganas de evadirse de sus sentimientos… También lo sé porque lleva aquí apenas
treinta minutos y ya le he visto llorar dos veces.”
La franqueza de la respuesta sorprendió al
hombre. Era cierto. La angustia que le había empujado a salir de la ciudad, a
alejarse del lugar en el que habitaba ella, era demasiado para poder mantenerla
a raya. Ya había llorado esa noche, cuando se quedó solo en el motel de
carretera que encontró, había estado llorando mientras dormía, y las lágrimas
habían vuelto de nuevo apenas unos momentos antes…
“No está ahí, nunca lo ha estado”
viernes, noviembre 16, 2012
Noticiero de la tarde
Hoy en día abrir el periódico o escuchar las
noticias en televisión es arriesgarse a sufrir una depresión muy seria. A
través de ellos conocemos, y gracias a los medios en muchos casos nos regodeamos,
casos de suicidio por desesperación, maltratos, vidas tiradas a la calle por
una interpretación dura de la ley, el capitalismo en su forma más salvaje. No
hay esperanza. No se ve el final del túnel.
Los medios también intentan compensarnos con
concursos, peleas o romances entre famosos... Las secciones de deportes y
variedades de los diarios aumentan de tamaño, y los programas deportivos han incrementado
su oferta como nunca antes, igual que las llamadas revistas del corazón.
Sin embargo, no se publican sucesos
esperanzadores, aquello que antes se llamaba “el lado humano” de la noticia se
considera ahora por el modo primitivo, esto es, el más sanguinario, el más
carnívoro. Ocurre una desgracia y enseguida nos ocupamos al 100% de informar,
poner fotos y vídeos de la tragedia, de acompañar a los familiares en su dolor…
Claro, con clases. No da para tanto 150 muertos en un descarrilamiento de tren
en Bangladesh (producido por el hacinamiento y el mal estado de los trenes
comprados a un país europeo) que el nacimiento del bisnieto de la nuera de la
hija de uno de nuestros más ilustres payasos (dicho sea con todo el respeto al
gremio del cual me siento parte).
No me malinterpretes, querido lector. Estoy a
favor de la información, soy un convencido de que cuanto mayor sea el acceso a
la misma, mejor nos irá a todos. Estoy seguro de que ahí fuera hay fantásticos
periodistas, gente dispuesta a darte todos los datos de la noticia para que podamos
formarnos una opinión clara e informada. Pero me pregunto para qué quiero una
opinión sobre que los amores de Justo Maderalago y Luna Pérez, o por qué es
necesario dar tanta importancia a las opiniones de Mariano sobre Arturo, aunque
uno sea el presidente de la comunidad de vecinos. Cansa. Aburre. Desmotiva.
Por eso yo, que era de lectura diaria de
periódico, en papel y de cabo a rabo, y de revistas varias, ahora sólo veo por
encima las ediciones digitales (gracias a XXXX* por eso, que nos permite
conocer varias visiones sin apenas coste) de algunos de los periódicos más
importantes, leyendo sólo aquellos artículos que me interesan. No veo noticias
ni la edición de este año de Gran Primo.
Y no soy mejor por ello, ni más intelectual ni
nada parecido. Ya lo paso suficientemente mal en mi vida diaria como para necesitar
que me quiten la poca ilusión en el ser humano que me queda. Es así de simple.
* Sutituir por el nombre que más nos convenza
miércoles, noviembre 14, 2012
Y se llama soledad
Hoy la he vuelto a ver. Me estaba esperando, sentí su presencia en cuanto abrí la puerta de casa. Estaba sentada en el sillón, mirando cómodamente las luces del televisor. Apenas se volvió a mirarme cuando sintió el ruido de las llaves rebotando en la mesita de entrada. En su rostro pude ver esa sonrisa, esa sonrisa que yo sabía que significaba “te lo dije”.
Me fui a la habitación, cansado, a cambiarme de ropa. En esos momentos no quería hablar con ella, darle la satisfacción de la victoria ni que me viera derrotado. Una vez vestido con ropa de andar por casa, holgada pero abrigada para estos fríos de invierno, regresé al salón, donde ella ya se encontraba preparando la cena, canturreando, contenta...
No nos dijimos nada cuando me puse a su lado, empezando a calentar los restos de la comida. No era necesario. Ella tenía toda la información, sabía que había roto con Inés, mejor, que ella me había echado de su vida, que no quería saber nada más de mí, lo sabía muy bien. Conocía también cómo me sentía. No necesitaba que yo le contara la historia ni sus raíces, a ella sólo le importaba que yo estaba allí, con ella y nadie más.
Tampoco hablamos durante la cena, en la que yo traté de comer intentando no pensar, usando la televisión como una excusa. Ni siquiera cuando las lágrimas salieron de mis ojos, en silencio, dijo una sola palabra. Su sonrisa no cambió ni se movió un ápice cuando por fin me derrumbé, gesto de gata satisfecha que juega con el ratón que no se va a comer, pero tampoco va a dejar escapar.
A pesar de todo, yo sabía que me acostumbraría a su silencio, a sus pasos quedos, a su presencia constante. Siempre había sido así. y ella era consciente de eso.No nos hacía falta hablar para que supiera qué pensaba, el porqué de esa sonrisa constante en su rostro: “has vuelto, eres mío, para siempre, no volverás a irte, no te dejaré nunca”...
Como antes, como muchas noches antes, me acompañó al dormitorio pero no cruzó la puerta. Desde el dintel observó cómo me desnudaba. preparándome para el intento de dormir otra noche más, sabiendo que no lo conseguiré, que es en vano. Apenas unos segundos antes de que apague la luz la veo hacer un gesto, un “hasta mañana” repetido y ansioso. Por primera vez me sorprendo respondiendo “buenas noches, soledad”
viernes, noviembre 09, 2012
Polvo de estrellas
La imagen se ha desteñido con los años, el
recuerdo se ha difuminado, y los pixeles de la memoria se han agrandado,
disminuyendo el detalle y los colores, pero manteniendo los sentimientos y
sensaciones.
Había nevado. Mucho. En aquellos años las
nevadas no eran tan excepcionales como para que los telediarios abrieran con
ellas, ni había tantos coches como para que los copos de nieve provocaran un
desastre circulatorio. La calle presentaba no ya un manto blanco, sino una
soberana manta nívea que cubría aceras, calzada y descampados con varios
centímetros de ese polvo invernal que tanto nos gusta.
En la esquina había una mujer y un niño. Esa
esquina esta frente a mi casa, bueno, la casa de mis padres, pertenece a uno de
los pocos edificios que había allí cuando nos mudamos, hace más de cuarenta
años. La mujer era mi madre, y yo el niño, envuelto en un abrigo de lana negro,
o tal vez gris. Estábamos uno junto al otro, de espaldas al edificio en el que se
encontraba nuestro hogar. Nos veo desde la terraza de mi casa, aunque yo sea
ese niño pequeño, de no más de cinco años, moreno y de cara regordeta. Me
recuerdo serio.
Un hombre mayor está enfrente de nosotros. El
maestro. Todavía no había desaparecido la figura venerable del maestro de
escuela, que tan bien supo retratar el fallecido Fernando Fernán Gómez en La lengua de las mariposas. En muchos de
los pueblos de España la educación primaria, al menos en las primeras etapas,
estaba a cargo de estos hombres y mujeres, y muchos de nosotros iniciamos
nuestra formación con ellos. Aquella escuela estaba en los bajos de uno de
los edificios de la calle cercana, y tenía el nombre que otras muchas llevan y
llevaron: San José de Calasanz. Recuerdo la clase y los pupitres, todos los
niños en una misma sala, sin importar edades ni condiciones: el hijo del
maestro, los niños pequeños…
El hombre está hablando con mi madre. Las
palabras o sonidos ya se perdieron, los gestos apenas se reconocen, ni siquiera
el rostro de mi madre permanece. Ahora la escena ha cambiado, y la cámara de mi
mente está junto a nosotros, en un plano general corto conmigo al frente. Miro
al hombre mayor, creo que debería estar cerca de los sesenta años, una persona
muy vieja para mi cortos estándares, con una barba blanca que le daba más años
quizás de los que tenía.
Me sonríe. Me ofrece un caramelo, mientras mi
madre me dice que tengo que ir con él, que vaya a la escuela.
Aquí acaba la imagen. Es uno de mis primeros
recuerdos, recuerdos que no son reales, sucesos que pudieron bien ser momentos
de un sueño o ideas que me formé en conversaciones. A esa edad, podemos vivir
los sueños con tanta intensidad que se convierten en nuestra vida real.
Desgraciadamente, perdemos esa virtud con los años.
martes, noviembre 06, 2012
Flores de invierno
Todas las mañanas Braulio escuchaba las
noticias en su vieja radio portátil, esperando hasta oír la previsión del
tiempo. Si el día se presentaba gris o con pronóstico de lluvia, se quedaba en
casa, leyendo o hablando con sus familiares. Pero si el meteorólogo indicaba
buen tiempo, o al menos que no iba a llover, Braulio se vestía y salía de su
hogar en dirección al parque de las Azaleas, a pasar el día.
Allí se dirigía siempre al mismo lugar: un
banco de madera desgastada y nudosa, situado en una zona apartada del parque,
donde se sentaba y estiraba las piernas. Estaba alejado de las rutas
principales de corredores y madres con hijos, por lo que no le molestaba casi
nadie durante largas horas. El tímido sol de invierno le calentaba durante la
mañana, y en los veranos le daba sombra un anciano sauce cercano. Arbustos de
brezos y lavanda le proporcionaban agradables olores, y los parterres del otro
lado del seto se encargaban de dar variedad a su paisaje.
Era un lugar tranquilo y confortable. Allí
pasaba mucho tiempo, sentado, con la cara al sol o leyendo. A veces, sin saber
por qué (un recuerdo, un olor, quizás el sueño de una mala noche, la memoria de
una imagen…), el corazón de Braulio se estrujaba y dolía. Una sensación de
ahogo le colmaba, subiendo por su garganta hasta sus ojos, que comenzaban a
picar y luego a destilar lágrimas.
No era un hombre sensible, pero a lo largo de
sus muchos años había acumulado una gran cantidad de angustia y pena, sentimientos
que se habían sedimentado en su alma dejando un poso negro y duro, una costra
que era muy difícil de arrancar… Esos momentos en que lloraba en silencio,
sintiendo la calidez de sus lágrimas recorrer sus mejillas, le ayudaban a
romper y sacar parte de ese dolor.
Durante esos segundos le asaltaban imágenes de
su vida, recordaba a parientes que no podía alcanzar, a amigos con los que no
podía hablar, a amores que no pudo corresponder… Si alguna persona pasase por
esa zona del parque en esos instantes, quizás un transeúnte despistado,
caminando sin rumbo, podría escuchar las palabras que Braulio decía entre
sollozos: “perdóname”, “lo siento”, “te perdono”…
Llegaba al fin la tarde y el banco quedaba
enredado en las sombras de los pinos cercanos, altos vigilantes de la vida de
Braulio. El hombre se levantaba, recogía sus cosas (un libro, tal vez una
bufanda) y golpeando su gastado y blanco bastón de ciego caminaba hacia la
salida del parque, un poco más ligero que ayer, un poco más pesado que mañana…
sábado, noviembre 03, 2012
Sala de espera
Debido a una de mis múltiples (y según los
médicos imaginarias) dolencias, he tenido que pasar la tarde sentado en la sala
de espera de urgencias. Normalmente no me importa esperar; no soy un hombre
impaciente ni suelo tener prisa para casi nada, y la mayoría de las veces
procuro disponer de lectura suficiente para ir matando los ratos en que lo necesito.
Pero hoy apenas he podido leer un par de párrafos antes de sentirme atraído
como una polilla por la conversación de un grupo de jóvenes que estaban cerca
de mí.
Eran cuatro chicas, ninguna de ellas mayor de
veinte años, que comentaban alegres y vivaces sus embarazos y las
circunstancias de los mismos. Nada de esto era fuera de lo normal; el
embarazo adolescente sigue siendo un problema en zonas rurales, como el
lugar donde vivo, a pesar de las campañas del gobierno y organizaciones sin
ánimo de lucro. Parece ser que es más fácil que nuestros hijos e hijas se
aprendan la letra del hit del momento en Bulgaria que hacerles ver la
importancia del preservativo en unas buenas relaciones sexuales. Si los padres
no lo hacen…
Una de ellas, delgada, con el pelo moreno
recogido en un moño, y un clavo sobresaliendo del labio superior, estaba muy
preocupada porque su hijo estaba a cargo de la madre y ya eran altas horas de
la noche. Con el correr de la conversación me enteré (yo y toda la sala) que su
marido estaba en la cárcel, que ya había tenido las visitas “intima, familiar y
de convivencia”, que no estaba preocupada por él, porque su suegro había estado
muchos años en la cárcel y tenía muchos amigos, pero que le extrañaba que no la
hubiera llamado las dos veces que solía hacer en los días de llamada, a pesar
de lo que ella se esforzaba en conseguirle el dinero que necesitaba allí
dentro…
Otra de ellas, rellenita, con una incipiente
barriga, posiblemente con menos de dieciséis años, tenía otras preocupaciones:
había denunciado al presunto padre del bebé para poder cobrar una ayuda
familiar de cuatrocientos euros durante tres años, ayuda que además le
proporcionaría ventajas para obtener “los papeles”, y ahora se encontraba con
que no podía verle o le retiraban la ayuda.
Toda esta conversación entre ellas se mantuvo
en un tono de absoluta naturalidad, como si estuvieran comparando notas o se
contasen las últimas vacaciones. He de confesar que me resultó muy chocante
encontrarme de bruces con esta realidad: personas que viven la cárcel como un
hito más de la vida cotidiana, que son capaces de negar una relación con tal de
obtener una ayuda para el sustento diario…
Vivimos en tiempos difíciles, todos
los días se encargan de recordarnos que éstos serán cada vez peores, las
noticias son todas pesimistas y ya ni siquiera las páginas deportivas de los
diarios nos dan alguna alegría. Y sin embargo, la vida sigue, los niños nacen,
son educados (más o menos bien) y continúan un ciclo que lleva rodando desde el
principio.
A menos que Ronaldo y Messi hagan algo, bajo
los auspicios de Merkel…
miércoles, octubre 31, 2012
Primavera
Eusebio se secó el sudor con un viejo pañuelo
que llevaba atado a la manga, mientras conducía a las bestias por el terreno.
Llevaba rastrillando desde antes de la salida del sol, tenía que terminar de
preparar el terreno para la siembra a tiempo, hoy era un día muy especial. Una
sonrisa le iluminaba la cara cuando pensaba en María y en su próxima boda, y se
ensanchaba aún más cuando lo hacía en la noche de bodas que le seguiría.
Manejaba a las vacas con los ramales,
dirigiéndolas para romper la primera capa de tierra, reseca por los tempranos
soles primaverales, esponjando y dejando el terreno preparado para la siembra. De
pie sobre el rastrillo, añadiendo su peso al de los tablones de madera, para
que las púas metálicas pudieran romper el cortezón más eficazmente, Eusebio recordaba
cómo había cortejado a María, cómo habían ido juntos a los bailes y romerías
del año pasado, y cómo se había finalmente atrevido a hablar a su padre de sus
intenciones. Entre las dos familias había habido una larga negociación hasta
que la dote fue acordada y pagada.
Al día siguiente se casarían y María iría a
vivir a la casa que había estado construyendo todo el invierno. Sería el hogar
en el que criarían a sus hijos, formando una familia como habían hecho sus
padres, y los padres de sus padres, antes que ellos.
domingo, octubre 28, 2012
¿Un aniversario que celebrar?
Acabo de leer la noticia. Hoy hace treinta
años del triunfo del Partido Socialista Obrero Español, con Felipe González a
la cabeza, en 1982. Un 48% de los votos, más de diez millones de votos de los
de entonces, como diría algún amigo mío. ¿Y qué hacía yo por esas fechas?
En octubre de ese año yo había comenzado mis
estudios en la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad Complutense.
Un chaval de apenas dieciocho años, que casi no había salido de Parla en su
vida, se desplazaba todos los días en aquellos míticos autobuses a la estación de
trenes y luego en los vagones de RENFE con “asientos de cuero”, para tomar el
metro en Atocha, con cientos de otros habitantes del extrarradio, hacer
transbordo en Sol y bajarse en la estación de Moncloa y seguir caminando hasta
su facultad. Toda una aventura.
Recuerdo entrar en clase, un 26 de octubre, en
aquellas aulas de techos astronómicos (corría la historia de que nuestra
facultad, la “caja de cerillas” fue inicialmente un proyecto para un país
monzónico, por eso los techos de más de diez metros de las aulas de la planta
baja), y recibir al profesor de Química General, un jovenzuelo de barba rala y
calvicie ya más que incipiente, decirnos, como si fuéramos seres humanos en vez
de alumnos que deberían callar y escuchar, “¿Habéis visto la que hay montada
ahí fuera? Viene Miguel Ríos a tocar”.
“Ahí fuera” era el solar que entonces existía
entre las facultades de Farmacia y Biológicas, y que actualmente es el Real
Jardín Botánico Alfonso XIII. En aquella explanada se había montado el
escenario para el mitin fin de campaña del PSOE, con la actuación, entre otros,
de Miguel Ríos y Felipe González. Creo que ya ninguno de los dos hace giras,
pero aquel profesor de Química abandonó las clases y la Universidad a los pocos
días, entrando en el equipo de desarrollo de la LOGSE. Desde entonces ha
escalado posiciones, ha sido ministro y ahora creo que tiene un buen trabajo,
aunque, como todos en estos tiempos, está en la cuerda floja y puede que le
despidan, seguramente con una indemnización acorde a los años de servicio.
Próxima estación
El joven se apoyaba en una de las columnas de la
entrada a la estación, pasadas las taquillas. Llevaba ya unos minutos
esperando, mirando ansiosamente hacia la salida del metro, observando a todos
los viajeros que salían o entraban por ella. Habían quedado en ese lugar, para
conocerse al fin, después de varios meses de cartas y llamadas de teléfono.
Su relación comenzó por casualidad, un
comentario sobre una entrada en un blog de literatura le había llamado la
atención y decidió comentar a su vez. La autora de la primera nota le
respondió, y así empezó un intercambio de ideas y opiniones que poco a poco fue
derivando a un terreno más personal. A las pocas semanas se intercambiaban
fotos y teléfonos, desde ahí fue todo en caída libre: mensajes, regalos,
flores, conversaciones largas y muy íntimas que desembocaron en el primer “te
quiero”.
Habían decidido encontrarse personalmente aprovechando
un viaje de él a la ciudad de ella, y durante las semanas previas habían
fantaseado con lo que podría ocurrir: besos y abrazos, caricias por fin
sentidas y dadas con toda la pasión que ambos almacenaban, una estancia más
prolongada por parte de él…
Ella se retrasaba. Ya llevaba varios minutos
esperando, apoyado en su columna, y observando con esperanza a los viajeros que
salían por los torniquetes, deseando ver su cara entre los rostros anónimos que
llenaban la estación a esa hora de la tarde. Le llevaba un regalo, un precioso
colgante que había encontrado en una feria artesanal en su ciudad natal. Sabía
que le gustaría el detalle, tanto como a él le había gustado comprarlo pensando
en ella.
Los minutos pasaron, y se convirtieron en
horas. Poco a poco la ilusión inicial se convirtió en frustración y desengaño.
Intentó llamar a su teléfono, sin respuesta. Finalmente, después de esperar más
tiempo del que su cabeza le aconsejaba, con el corazón dolido y confuso, se dio
la vuelta y salió de la estación, cabizbajo, melancólico, preocupado, pensando
unas veces que algo le había pasado, otras que nunca debió haber ido a ese
encuentro, otras…
En la barandilla del nivel superior de la
estación una joven se enjugaba las lágrimas en silencio. Había estado las
últimas horas en ese lugar, en una posición desde la que podía ver las
columnas, cerca de la taquilla, pero desde la que era difícil que la
descubrieran mirando. Lo había visto llegar, ilusionado, y mirar el reloj
cientos de veces. Había notado sus nervios al llegar, y cómo la desilusión se
había ido acumulando sobre su alma, conforme pasaba el tiempo y ella no
aparecía.
No pudo bajar. No quiso descubrir que no era
tan alto como parecía en las fotos, ni que sus ojos no tenían el mismo brillo,
No quiso que él viera las canas que salpicaban su pelo y su alma, No quiso
poner su amor a prueba, temió que quedase dañado y perderlo. No quiso sufrir
como había sufrido otras veces.
Mientras, por la megafonía de la estación se
anunciaba la llegada y la salida de trenes a distintos puntos del país. La
muchacha se secó las lágrimas como buenamente pudo, y haciendo girar las ruedas
de su silla se dirigió a la salida, hacia la noche, una vez más…
domingo, octubre 14, 2012
Ceniza de recuerdos
En el erial que era el jardín trasero había
amontonado los últimos rastrojos y ramas muertas, hojas y viejos trapos, cerca
de los cuales había puesto una gastada mesa, con una botella de vino y un vaso.
El sol comenzaba a ocultarse por el tejado de la casa, iniciando su descenso.
Se sirvió una copa y tomó un sorbo, mientras veía cómo las sombras iban
creciendo en el terreno.
La mudanza había llegado unos días antes, un
gran camión lleno de cajas pulcramente etiquetadas y numeradas. Había
contratado una agencia para hacer todo el trabajo, no quería tener que elegir y
prefería que alguien ajeno lo empaquetase todo. Mientras los operarios iban
sacando muebles, ropa y objetos, rodeándolos con papel y cartón mientras los
almacenaban en cajas que luego numeraban, él había permanecido en la terraza,
observando a las gentes que cruzaban por la calle, contestando con monosílabos
a las preguntas que el capataz le hacía de vez en cuando, ajeno por completo a
su significado, hasta que, finalmente, puso una firma donde le dijeron y paseó
por lo que había sido su hogar durante varios años, desnudo y sin recuerdos...
Aquello fue meses atrás. Ahora había ido
amontonando las cajas en las distintas habitaciones y, poco a poco, con el
correr de los días había ido abriendo y desembalando las más grandes:
utensilios y vajilla que ahora dormían en los armarios de la cocina,
electrodomésticos que ronroneaban por toda la casa, algunas sábanas y ropa de
cama, muebles que llenaban los espacios vacios....
Después de tomar otro sorbo de vino, se acercó
a una de las cajas que había puesto cerca de la mesa y la abrió con un viejo
cuchillo de cocina. De su interior salieron grandes carpetas llenas de papeles:
viejos albaranes y facturas, papeles manuscritos con una letra infantil y
desvaída por los años, fotocopias grises por el tiempo… Según iba sacando los
documentos los observaba un momento y luego los arrojaba a las llamas.
La hoguera iba creciendo conforme el hombre la
alimentaba. Devoraba tanto fotocopias en blanco y negro como libros, papeles
sueltos o agrupados en carpetas, en cuadernos, en álbumes ajados por el huso.
Una segunda caja llena de libros se convirtió en un festín para el fuego,
haciendo que el hombre retirase un poco la mesa del calor que emanaba, para
después servirse otra copa de vino. Al poco tiempo, la tarea se hacía metódica:
las cajas eran abiertas con precisión casi médica, su contenido extraído, las
más de las veces sin ni siquiera echarle un vistazo, y lanzado a las llamas,
que mantenían una intensidad moderada. Restos ardientes se elevaban en el aire
caliente de la tarde, en los que alguien atento podría vislumbrar un número o
un logotipo...
La botella ya estaba media cuando llegó a la
última caja, la más grande. Tal vez fuese el vino ingerido, el calor producido
por la hoguera, o una caja defectuosa, pero cuando el cuchillo abrió el sello,
la caja se rompió y todo su contenido se esparció sobre la mesa, cayendo por
los lados de la misma hasta el suelo. Grandes fotografías de una mujer joven
sonriente, con un niño rubio en brazos; una pareja caminando de la mano,
sonriendo al fotógrafo; un joven recibiendo un diploma; un niño feliz ante un
juguete... El hombre se agachó y tomó una de las imágenes, en la que una joven
aparecía sentada en una playa solitaria, su rostro casi velado por el sol,
mirando al objetivo. Con la mano acarició ese rostro cubierto por una pamela y
unas gafas negras, mientras una lágrima se asomaba para ver a la mujer.
El hombre envejeció de repente, parecía muy
cansado, el retrato aún en la mano y observando largo rato las llamas.
Finalmente, recogió todos los papeles que habían caído de la caja y los arrojó
al fuego, junto con los restos de cartón de la caja. Con la última copa de vino
en la mano, miraba como la hoguera se iba consumiendo, removiendo las restos
con un palo para asegurarse de que todo ardiera bien, que no quedaran más que
cenizas.
El sol ya se había ocultado cuando finalmente
las últimas brasas se apagaron. El hombre se había sentado en la mesa, con la
botella ya vacía en el suelo y la copa con un poco de vino en la mano. Parecía
soñar.
A la mañana siguiente, bien temprano, apareció
de nuevo en el jardín, con una carretilla llena de tierra vegetal y un
rastrillo. Con la herramienta dispersó por todo el terreno los residuos de la
hoguera, teniendo buen cuidado de que todo hubiera ardido completamente. Una
vez esparcidos los restos de la quema, comenzó a cubrir el jardín con la tierra
vegetal. Sabía que las cenizas serían un excelente fertilizante, y que
ayudarían a crecer las flores que pensaba plantar, por fin sus recuerdos
tendrían algo de color…
lunes, octubre 08, 2012
El lugar de dónde nunca querré irme...
Sintió frío. Mientras lo esperaba habían caído
las primeras sombras sobre la terraza y, aunque la tarde de verano seguía
siendo cálida, la temperatura había bajado lo suficiente como para que lo
notara. Se levantó en busca de algo de abrigo, y regresó con un bonito chal de
seda, bordado a mano, que había traído de uno de sus viajes por Asia. Sabía que
le gustaría, y podrían comentar sus recuerdos de las arenas de Petra mientras
tomaban el aperitivo. Recordando los colores del desierto sintió unas manos
sobre ella, afectuosas, que le acariciaban la base de la nuca, y al volver la
cabeza vio sus profundos ojos negros mientras recibía la ternura de sus labios
en su boca.
Sonrió. Sabía que a él le gustaba
sorprenderla, aunque era consciente de que a ella le molestaba. Era un pequeño
juego al que habían jugado en muchas de sus citas a lo largo de los años: uno
de los dos llegaba antes de la hora prevista, normalmente ella, y se colocaba
de manera que podía ver cómo aparecía el otro, observando en esos minutos en
los que uno no espera ser visto, en los que se relajan nuestros escudos y nos
mostramos como somos, antes de, tal vez, ponernos la máscara que corresponda a
la ocasión.
Él venía de la calle, y a pesar de que había
estado fuera toda la tarde no parecía tener calor. Al acercarse a besarla
detectó el sutil aroma de su colonia, que ella sabía que solo se ponía cuando
estaban juntos. Se sentó al frente, sin soltarla de las manos, y mirándola a
los ojos le preguntó por los hechos del día: visitas, clases, el paseo con las
amigas… Ella le contó pausadamente las noticias que pedía, mientras se miraba
en esos ojos que no dejaban de observarla, de acariciarla con la mirada, de
decirle que la quería, que la había echado de menos, que estaba deseando
sentarse junto a ella…
Estuvieron hablando en la terraza del hotel
mientras el sol caía sobre los tejados de Madrid, una bola roja intentando
incendiar el Campo del Moro, y se retiraron al interior cuando el fresco ya se
sentía en el cielo nocturno, en el que las estrellas titilaban ya hacía rato.
Caminaban despacio, ella sosteniendo el chal con una mano, mientras la otra la
llevaba unida a él, mirando al suelo y sonriendo con esa media sonrisa que
tienen los enamorados; él, la mano en el bolsillo del pantalón, la otra
acariciando esos dedos que minutos antes besaba, mientras hablaba de sus
sueños, de sus proyectos, de la vida en común que proyectaba junto a ella…
Llegaron a la habitación aún tomados de la
mano. En ese momento ella levantó su rostro y miró en el interior de los ojos
de él, intentando ver más allá de lo que sus tonos oscuros y las incipientes
patas de gallo podían decir. No siempre había sido como ambos hubieran querido.
El orgullo, palabras dichas sin pensar, miedos que no se habían confesado aún…
Todo eso había provocado que pelearan en más de una ocasión, los dos defendiéndose
de ataques imaginarios. Esos momentos quedaban ahora atrás, pero a veces el
viejo resquemor resurgía como ondas en un lago profundo.
Esa noche no. Lo que ella veía en las pupilas
del hombre era amor y pasión, lo que sus labios decían mientras rozaban su
cuello concordaba con sus propios pensamientos, esas manos recorriendo su
espalda iban acompasadas con su deseo, con sus ganas de sentirle y abrazarle,
con la necesidad de envolverse en esos brazos y olvidar, llegar a ese punto en
el que no sabían si eran dos personas o un solo corazón, a ese lugar de dónde
nunca querrían volver…
jueves, octubre 04, 2012
De la guerra...
Con un golpe del vaso en la mesa, el maestro
terminó su parrafada ante la carcajada general de los que le rodeaban, sólo un
poco menos borrachos que él. Ocupaban uno de los rincones de la tasca, donde
llevaban bebiendo y fumando ya varias horas, mientras Carlos les servía vino y
cerveza sin descanso.
Carlos, el
portugués, había llegado al pueblo huyendo de los guardias de Salazar, y
había abierto un pequeño bar en una calle lateral, cerca de la carretera. Llegó
poco antes de que se abriera el camino hasta Pozonegro, y con él las
comunicaciones con los valles del interior y su riqueza minera. Gracias a esta
arteria de macadam llegaron a la
villa hombres rudos del norte, de Asturias y León, mineros experimentados que
abrieron y ensancharon minas que ya eran antiguas cuando los primeros
caballeros castellanos llegaron a la zona. Gracias a la sed de estos hombres, y
a la buena fama que tenía entre ellos, el
portugués pudo prosperar y hacer fortuna, ampliando su negocio y poniendo
una fonda con hospedería y comidas.
Durante la guerra la posada sirvió
alternativamente de cuartel general de las milicias populares y del ejército
nacional, y a ambos bandos sirvió el dueño en ese período. Cuando la contienda
se decantó claramente por los sublevados, el
portugués hizo gala de su ascendencia y sus contactos al otro lado de la
frontera para salvaguardar su negocio y su vida, aprovechando la sintonía entre
los salazaristas y el nuevo gobierno. Cuando la guerra terminó era habitual
encontrar en la barra de la fonda a la pareja de la Guardia Civil tomando un
vino entre ronda y ronda; el sargento de la guarnición local acostumbraba a
pasar todas las tardes, para ‘echar la partida’ con el resto de las fuerzas
vivas del pueblo: el alcalde, el señor cura y el boticario.
Todo sucedió como en otros muchos pueblos de
nuestra geografía en esos tiempos convulsos…
Lo que nadie supo fue que, mientras el
sargento tomaba vino jugando a las cartas, en los sótanos de la fonda se
ocultaban guerrilleros de paso hacia o desde el vecino país; que en las noches
de luna nueva Carlos y otros salían al monte, llevando provisiones y noticias a
los que allí se ocultaban; que parte del dinero que el portugués sacaba por vender provisiones al cuartelillo llegaba a
la resistencia en forma de pertrechos y asistencia. Con la ayuda del boticario,
Carlos salvó de la muerte a decenas de maquis, hasta que las condiciones
finalmente convencieron a los que mandaban en el exilio que la resistencia
interior era inútil, y los últimos combatientes pasaron por el sótano de la
fonda camino de Francia o Argentina…
domingo, septiembre 30, 2012
Páginas de cereza
Finas gotas de sudor bajaban por su espalda.
Ya hacía rato que se había desabrochado la camisa, empujado por el calor que
comenzaba a sentirse en el jardín. Llevaba desde primeras horas del día
trabajando en esa parcela, limpiando, desbrozando, organizando… Había sacado
toda la basura que los años habían acumulado sobre el terreno, y en un lateral
ardían los troncos y ramas secas de varios de los árboles que tenía ese pequeño
huerto.
Sabía lo que quería y sabía que tendría que
trabajar duro para conseguirlo. Ya llevaba varios días en la casa, y la lista
en la que apuntaba las reparaciones necesarias no hacía sino crecer: poner
cristales nuevos a las habitaciones del piso superior, reparar varias de las
cerraduras de habitaciones y armarios, limpiar baños y cocinas, despegar los
años de suciedad de los cristales del salón, arreglar la puerta de la entrada,
remendar varios agujeros en el tejado, replantar el jardín…
Mientras tanto, se había instalado en el
salón, cerca de la chimenea. Su saco de dormir y sus escasas pertenencias
ocupaban apenas un rincón de la habitación. Desayunaba fuera, en alguno de los
bares que se asomaban a la carretera general; le gustaba llegar temprano, con
los clientes mañaneros, confundirse con ellos y desaparecer al poco rato. No
quería preguntas. No estaba preparado para ello. Durante demasiados años había
mantenido una máscara que no estaba dispuesto a volver a usar. Por eso había
venido a este pueblo, para ser él mismo, para no tener que mentir a cada
instante…
Los días fueron pasando, y poco a poco el
edificio que había comprado comenzó a ser medianamente habitable. Hacía él
mismo la mayoría de las reparaciones, feliz de poder utilizar las manos en una
actividad que le evitaba pensar, recordar, mientras sentía como se endurecían
sus manos, llenas de ampollas por el trabajo. En las tardes, después de un duro
día, le gustaba sentarse en una vieja mecedora que había encontrado en el
desván, mirando cómo aparecían las estrellas desde el jardín trasero. Observaba
la luna brillar sobre el valle, dibujando fantasmas que poco a poco, casi sin
darse cuenta, iban ocupando el espacio de los suyos, echándoles de su interior
y comenzando a serenar su espíritu.
jueves, septiembre 27, 2012
El pobrecito hablador
Cada vez creo más que el ente España es un hombre: bravucón,
peleón, fiestero, un poco perezoso, pícaro y bastante orgulloso. Y con eso me
refiero a la actitud que trasciende de lo que hacemos y decimos. Ahora mismo
estamos en una crisis en la que se han producido 400 000 desahucios, que
alguien ha tenido la brillante idea de poner candados a los contenedores de
basura para que no se pueda buscar comida en ellos (señal de que se hacía, y
mucho), que la amenaza del despido se cierne sobre muchos de nosotros, y que
tenemos un paro de los más altos del mundo... ¿Y cómo lo arreglamos? Dedicando
horas y horas a ver si se divorcia esa señora o quién tiene mejor voz, o qué le
pasa al pobre que esta triste, o pidiendo autodeterminación.
Vaya por delante que respeto mucho todos los derechos
históricos de los pueblos que componen nuestra piel de toro, desde los habitantes
del oriente al poniente, pero eso, derechos históricos y dentro de un contexto
actual. Que Cataluña es una nación, mira, no lo discuto ni me interesa; pero
era parte de la corona de Aragón, con su autogobierno, y creo recordar de mis
años de estudio que hasta el siglo XVIII lo conservaba pero estaba bajo la
corona de España. El señorío de Vizcaya ha sido parte de la corona de Castilla
desde el siglo XIV, y el reino de Galicia dos siglos antes. Parecen muchos años
para ser explotados, o creer que son colonias esclavizadas, como he leído en
algún sitio.
Sí, hay un idioma y una cultura diferentes en estos lugares,
que deben ser protegidos y respetados. Pero también hubo una dinastía real en
un pueblo de la sierra castellana durante más de doscientos años, y ni pelearon
con los reyes de Madrid ni los veo levantarse en armas, enfadados ante el
ataque centralista y ansiosos por la independencia.
Mi propuesta, desde el asombro ante nuestra estupidez como masa,
es la siguiente: antes de hacer ninguna promesa de independencia, ni amago de
partir una cesta que cada vez hace más aguas (¿pero qué va a quedar, sea
Cataluña o Madrid, si rompemos lo que ahora mismo necesita recomponerse para
todos?), mi propuesta, repito, es limpiar el país de malos políticos. Una casta
de personas que parecen haber perdido el contacto con la realidad (alquiler,
dietas, iPad, coche oficial, prebendas varias, chanchullos...), y que en su afán
de mantenerse montados en la adrenalina del poder nos están clavando las
espuelas en las costillas, porque carne no nos queda.
Hoy, más que nunca, se hacen proféticas las palabras de Mariano
José de Larra, cuando escribió: “Aquí yace media España, murió de la otra media”
miércoles, septiembre 26, 2012
Ese lugar de dónde nunca querré irme
Los veo desde mi ventana, sentados en un banco
del parque, abrazados y ajenos a todo. El huidizo sol de este día de primavera
los ilumina de vez en cuando, pero ellos no parecen conscientes de su inconstante
calor, solo lo son el uno del otro. Los observo durante unos momentos,
preguntándome qué podrán decirse, qué será eso que tanta gracia les hace… las
carteras están también juntas, rosa la de ella, azul con vivos colores la de
él. Debieran estar en el colegio, por la hora del día, y sin embargo han
decidido pasar ese tiempo juntos, en un banco de un parque, unidos por las
manos y quién sabe si también por los corazones…
Desvío la mirada. Los recuerdos que me traen
son demasiado dolorosos y los vuelvo a enterrar en el fondo de mi alma. Y sin
embargo… Su foto sigue mirándome por la noche, nunca tuve el valor de alejarla
de mis sueños; su perfume aún aparece en mi armario de vez en cuando, cuando
alguna de sus ropas se cruza con mis manos; su voz se oye en la casa, cuando la
noche es fría y mis lágrimas no pueden quedarse quietas…
Los veo desde mi ventana, felices y ajenos al
paso del tiempo, inmortales como solo el amor de otra persona puede hacerte…
domingo, septiembre 16, 2012
Miedo
La noche sigue siendo mi refugio. Durante el
día me confundo con el resto de los mortales, con toda esa gente que camina por
las avenidas, que llena el Corte Inglés de voces y sudor, que se esparce por
las calles como una marea viviente desde los centros de oficinas… Durante el
día soy igual que otros miles de rostros, cansados, ojerosos, deseando terminar
una jornada de trabajo que a muchos no llena.
Pero cuando el sol se oculta tras los
edificios, cuando el calor del asfalto comienza a ceder, y las luces de
ventanas y farolas se encienden, me transformo. Desaparece la apatía que me
domina en las horas de luz, mis músculos se estiran y piden ejercitarse, mi
ojos se agrandan y se preparan para la búsqueda, el resto de mis sentidos se
afila como los de un animal…
En la oscuridad cazo. Busco a mis presas entre
aquellos que aún no han regresado a sus casas, entre los oficinistas que
permanecen más tiempo del debido en sus trabajos, entre las señoras de la
limpieza de regreso a sus hogares, entre los agentes de la ley patrullando por
las calles de mi ciudad… Durante los fines de semana mis garras se clavan en
jóvenes que disfrutan de la penumbra de bares y discotecas, de aquellos que
buscan sexo rápido en las calles, de los que intentan olvidar sus penas en un
vaso de alcohol o en el contenido de una jeringa…
Soy el miedo que te atenaza en las sombras, la
visión que te paraliza el corazón en callejones oscuros, tu peor pesadilla… ahora
al 21%.
jueves, septiembre 13, 2012
Islas
La casa no estaba en las mejores condiciones,
pero a él le pareció perfecta. Le faltaban varios cristales en las ventanas del
piso superior, la puerta estaba bastante desvencijada, le hacía falta una nueva
capa de cal en el exterior y seguramente tendría que reemplazar varias tejas en
el tejado, pero a él le pareció perfecta. Alejada de las vías principales del
pueblo, en una calle solitaria y tranquila, con un gran patio trasero que había
visto mejores días y unas grandes vistas al valle y a las montañas, a él le
pareció perfecta.
Cuando el propietario le mostró el interior,
sus buenas sensaciones se acentuaron. A pesar de la suciedad y polvo, las vigas
principales estaban en buen estado, y no se observaban grietas ni agujeros en
las paredes y el suelo. La chimenea estaría seguramente atascada, pero el hogar
tenía sus ladrillos refractarios en buen estado. Las cañerías eran antiguas,
aunque no mostraban signos de desperfectos. Al abrir los grifos, el chorro de
agua salió limpio y sin problemas, señal de que la fontanería no sería un gran
problema.
Caminaba por el amplio salón, mirando las
ventanas, mientras el dueño del edificio intentaba alabar las condiciones de la
vivienda, temeroso sin duda de que ese cliente desechara la compra como lo
hicieron otros antes. Sin embargo, el hombre que había llamado a su puerta esa
mañana, un desconocido que acababa de llegar al pueblo por lo que contó, no era
como los demás.
El trato se selló con un apretón de manos y la
firma del contrato en la notaría cercana. Después de que se cumplieran los
trámites administrativos de rigor, el nuevo dueño del edificio entró en la
casa, llevando en la mano una gastada mochila y un saco de dormir que había
visto también mejores días. Abrió todas las ventanas y extendió el saco de
dormir en el suelo de la habitación principal, bañado por la luz de la luna
creciente que entraba por una de las rotas persianas.
Tras recorrer la casa de nuevo, como tomando
nota mentalmente de su disposición y posibilidades, el hombre se desnudó y
entró en el interior del saco. Cerró la cremallera del mismo y durmió dos días.
sábado, septiembre 08, 2012
La imagen de tus ojos
Apenas unas horas desde la partida, mis retinas aún conservan la imagen de tus ojos, fijos en mí durante los besos finales, mientras mis manos recuerdan todavía el tacto de tu rostro, suave, cálido, y mis labios el sabor salado y dulce de tu piel... Tu presencia, tu tez, esos ojos en los que me sumergía y salía renacido, mis ganas de tomarte de la mano en la comida, las tuyas... Gracias por el regalo de tu cabeza en mi hombro y nuestras manos entrelazadas...
Estoy sentado en el lado de la ventana del autobús, viendo como el sol se hunde tras las casas de esta ciudad que se ha convertido en mi cárcel y mi paraíso, pensando en cuándo volveré a verte, cuándo estaremos juntos de nuevo…
En otro lugar y tiempo, regreso a casa después de una dura jornada de trabajo, horas frente a problemas que no puedo resolver, agotado, y sin embargo incapaz de descansar. La casa está vacía, sin alma, no tiene calor de hogar, es un sitio al que vengo a dormir y en el que paso las horas que no trabajo. Me preparo algo de comer, sin ganas, solo por el hábito de alimentarme, y me siento frente a mi ordenador, a esperar.
Observo desde mi asiento como se encienden las luces de la ciudad, un reguero de rubíes y diamantes que salpican el suelo hasta donde la vista alcanza, mientras me voy alejando de tu cuerpo. En mis manos las entradas de esa obra que vimos me hacen pensar en ti de nuevo, te vuelvo a ver sonreír ante el nombre en el poster del teatro, vuelvo a recordar tus silencios, tu mirada sobre mí cuando crees que no te veo, tu sorpresa al verme, el calor de tu abrazo…
En otro mundo caminamos por la playa, unidas las cinturas, sin hablar, yo sintiendo la fuerza de tu cariño mientras el viento me susurra al oído, mientras intento absorber el momento, intentando averiguar en qué piensas, qué sientes después de estos años juntos: tal vez recuerdas aquella primera vez en casa de nuestra amiga común, hace tanto tiempo, o quizás cuando nos volvimos a encontrar en los pasillos de la escuela, tu sonrisa y tus ojos llamándome entre los timbres y los libros.
Llego a mi destino, cansado y añorando tu ser. La gente que pasa a mi lado no es consciente de lo que me pasa, no pueden ver el vacío de mi corazón ni la fuerza que me falta. Aquellos que tal vez me miren hoy solo verán a un hombre, entre otros muchos, con una mochila al hombro, caminando con la multitud, la mirada perdida y una sonrisa en los labios. Tal vez aquellos que se fijen un poco más puedan ver el libro que llevo entre las manos, y esos pocos que tengan interés en la portada en blanco y negro, quizás vean como sobresalen los pétalos de una rosa entre sus páginas y, reflejados en mis ojos, la imagen de los tuyos…
En otro lugar y tiempo, regreso a casa después de una dura jornada de trabajo, horas frente a problemas que no puedo resolver, agotado, y sin embargo incapaz de descansar. La casa está vacía, sin alma, no tiene calor de hogar, es un sitio al que vengo a dormir y en el que paso las horas que no trabajo. Me preparo algo de comer, sin ganas, solo por el hábito de alimentarme, y me siento frente a mi ordenador, a esperar.
Observo desde mi asiento como se encienden las luces de la ciudad, un reguero de rubíes y diamantes que salpican el suelo hasta donde la vista alcanza, mientras me voy alejando de tu cuerpo. En mis manos las entradas de esa obra que vimos me hacen pensar en ti de nuevo, te vuelvo a ver sonreír ante el nombre en el poster del teatro, vuelvo a recordar tus silencios, tu mirada sobre mí cuando crees que no te veo, tu sorpresa al verme, el calor de tu abrazo…
En otro mundo caminamos por la playa, unidas las cinturas, sin hablar, yo sintiendo la fuerza de tu cariño mientras el viento me susurra al oído, mientras intento absorber el momento, intentando averiguar en qué piensas, qué sientes después de estos años juntos: tal vez recuerdas aquella primera vez en casa de nuestra amiga común, hace tanto tiempo, o quizás cuando nos volvimos a encontrar en los pasillos de la escuela, tu sonrisa y tus ojos llamándome entre los timbres y los libros.
Llego a mi destino, cansado y añorando tu ser. La gente que pasa a mi lado no es consciente de lo que me pasa, no pueden ver el vacío de mi corazón ni la fuerza que me falta. Aquellos que tal vez me miren hoy solo verán a un hombre, entre otros muchos, con una mochila al hombro, caminando con la multitud, la mirada perdida y una sonrisa en los labios. Tal vez aquellos que se fijen un poco más puedan ver el libro que llevo entre las manos, y esos pocos que tengan interés en la portada en blanco y negro, quizás vean como sobresalen los pétalos de una rosa entre sus páginas y, reflejados en mis ojos, la imagen de los tuyos…
Que no se pierdan los sueños..
Durante un par de años de mi vida me dediqué
al estudio para opositar a lo que entonces la administración llamaba técnicos
en señales marítimas, y el resto del mundo llamaba fareros, como mi amigo el viejo farero. Me atraía naturalmente
un puesto fijo en la administración, en unas oposiciones que eran relativamente
fáciles, pero sobre todo la posibilidad de vivir en un faro, la soledad y el
mar. Fueron buenos tiempos, tiempos inocentes, en los que la mayoría de mis
ilusiones estaban intactas, y aún no había conocido y ansiado otras
sensaciones, otras emociones…
Sin embargo, en la
tranquilidad de la noche, cuando mi mente vaga en busca de un refugio en el que
descansar, muchas veces vuelvo a ese viejo faro situado en una costa ignota,
aislado del mundo, con solo las gaviotas y la espuma del mar como visitantes, y
abro la puerta de madera pintada de verde, subo las escaleras del fuste de la
torre y me asomo desde el torreón, apoyando las manos en la barandilla metálica
y observo el infinito, ese lugar tan esquivo…
Que no se pierdan los faros...
A pesar de mis esfuerzos no conseguí el codiciado
puesto de funcionario, y tal vez fue lo mejor. Desde entonces he viajado, he
conocido otras gentes, me he enamorado, me han roto el corazón varias veces, lo
he recompuesto otras tantas, he aprendido formas y percepciones del mundo
diferentes a las mías, he creado universos…
Que no se pierdan los faros...
domingo, septiembre 02, 2012
Nuestros ojos se enamoran
Recio y Luxía se conocían desde pequeños. Habían ido juntos a la guardería
del barrio, y de ahí habían pasado al colegio de los Dominicos para continuar
con su escolarización. A Recio le
llamaban así en el barrio por su complexión; era un muchacho de anchas espaldas,
gran cabeza y brazos más largos de lo normal. En los partidos de fútbol entre
clases siempre era de los primeros en ser “pedidos” en la fila, y sus patadones
eran muy apreciados por los capitanes… Luxía era una niña desgarbada,
delgaducha y con coletas, que siempre vestía con un uniforme dos tallas más
grandes que ella, y que solía ocupar los últimos pupitres de la clase.
Recio y Luxía eran vecinos. Los dos vivían en
uno de los muchos edificios de apartamentos que había en el extrarradio, y tomaban
un autobús escolar para dirigirse al colegio. Solían salir al mismo tiempo de
casa y encontrarse en el portal; si uno de ellos llegaba antes, el otro
esperaba sentado en los primeros escalones, repasando la lección o asegurándose
de llevar todos los útiles. Si el retraso era mucho, llamaban por el
telefonillo, apurando al compañero. Corrían juntos hasta llegar a la esquina en
que los recogía el viejo bus.
A la vuelta solían coincidir con otros
compañeros. Cada uno iba con el grupo de amigos de turno, cargando carteras,
respuestas de exámenes, peripecias de recreo, secretos… Al llegar a su parada
se bajaban uno detrás del otro y caminaban en silencio hasta su edificio. A
veces comentaban algún suceso gracioso que hubiera ocurrido, o intercambiaban
opiniones sobre la vida escolar. De ese modo, llegaban a sus casas, donde
retomaban la vida familiar de cada uno.
Así, entre libros que cambiaban todos los años,
bollos en la tienda de la señora Carmen, chuches en el kiosco de Paco y muchos
coscorrones, Recio y Luxía llegaron a
la adolescencia, unos completos desconocidos el uno para el otro. De repente,
una mañana, mientras la esperaba en el portal, Recio se descubrió mirando a
Luxía de una forma distinta, embobado ante su falda tableada, que se levantaba
con el viento, con el movimiento de su pelo, con su sonrisa, con la profundidad de sus ojos negros…
Ese día Recio se convirtió en Alfredo, y su vida ya nunca más volvió a ser la misma.
lunes, agosto 27, 2012
Deseos de tinta
Hoy, caminando en el parque con mi hijo, he
encontrado una pareja que me resultaba conocida. Ella era una mujer alta,
delgada, con el pelo castaño recogido en una cola de caballo, y un vestido
fresco y ligero de color crema, que cuidaba de un niño mientras jugaba con un
kit de montaje de motos. Él, moreno, fuerte y con ya cierta tendencia a la
calvicie, vigilaba amorosamente a una niña rubia de dos años, que caminaba
despreocupada, robando piezas a su compañero de juegos mientras sus padres
hablaban entre sí.
Ambos me recordaron a los protagonistas de una
historia que escribí hace tiempo, en la que dos amigos de la infancia se
encontraban de nuevo en un parque público, ya adultos y con niños... Y de
repente me he preguntado cómo sería encontrarme con los personajes de mis
relatos. Aquellos que me conocen saben que la mayoría de mis narraciones tienen
una base real, y que muchos de mis protagonistas están creados sobre mis
recuerdos de personas reales, que han influido en mi vida de una u otra forma,
o sobre los sentimientos que esas personas despertaron en mí.
Unos pocos, sin embargo, son fruto de mi
imaginación, entes que aparecieron un día en mis páginas y que se quedaron en
ellas, haciéndose un hueco dentro de mi mundo.
Sería muy bonito encontrarme con Héctor y
Lumía, preguntarles cómo les va la vida, si el amor que sentían el uno por el
otro se mantiene a pesar de la rutina y el paso del tiempo; posiblemente Héctor
me contestaría que eso es fácil cuando el amor es intenso y se renueva cada
día…
Con algunos personajes me gustaría poder
charlar delante de una copa de vino, conocer de ellos antes de que irrumpieran
en mis pensamientos: la vida de aquel vagabundo, qué le ocurrió a Marcos
durante la mayor parte de su vida, hablar con Daniel y Tomás, que pudieran
visitar aquella isla, saber si aquel fantasma querría ayudarme con mi pobre
prosa, compartir técnicas de escritura con María, sentarme con Viktor en lo
alto del faro y mirar a la lejanía con una taza de café caliente…
Sin embargo, si tuviera que elegir a uno de
ellos para que se hiciera realidad de nuevo, seguramente elegiría a aquella
muchacha que me esperaba con una toalla a la orilla del mar, mientras el niño
que hay en mí disfrutaba con las olas…
miércoles, agosto 15, 2012
En busca del tiempo perdido
Mi amigo el viejo farero dice que el primer
recuerdo que tiene del mar es su olor, ese combinado de salitre y algas que se
le pegó al alma la primera vez que lo vio. Yo, que por enfermedad he estado
mucho tiempo privado de ese sentido, estoy recobrando ahora mis recuerdos
asociados al olfato, o consiguiendo nuevos…
Muchos de ellos serán comunes con vosotros, lectores, como el olor del pan recién hecho saliendo de la puerta de una
tahona, un recuerdo que estará siempre asociado a mi tierra, a mi pueblo y a
sus tradiciones. El aroma a café recién molido, hirviendo en el puchero junto a
la chimenea, en casa de mis abuelos, o el del chocolate caliente en una churrería de barrio… El frescor de la hierba recién cortada, en
una mañana veraniega de aire limpio y claro, me lleva de nuevo a aquellos
meses como jardinero municipal, levantándome antes de la salida del sol para
regar y mantener las praderas de césped de mi localidad. O el olor a lejía y
limpio que tenían los pasillos del colegio a primera hora, o en nuestras casas,
cuando las madres se empleaban a fondo con la Conejo (¿os acordáis?)
Otras sensaciones son más personales, aunque
no soy el único que las conoce. Como el tufo dulzón de la descomposición y la
muerte, que mi mente relaciona con la presencia de buitres y otras
carroñeras, cabalgando sobre el aire caliente de la Sierra de Toledo, en una
excursión durante mis años universitarios. O el aroma de su pelo, cuando se
apoyaba en mi pecho y yo besaba su cabeza, intentando retener un momento que sabía
fugaz. El perfume, su perfume combinado con el aroma de su cuerpo mientras intentamos dormir
abrazados…
Y hay, finalmente, aquellas fragancias que parece que sólo yo puedo detectar, como el olor a verano, seco y cálido, con regusto a
polvo y cloro de piscina. O la persistencia de la vergüenza, la soledad y la frustración,
esencias que ahora llenan mi casa, y a las que no consigo acostumbrarme…
sábado, agosto 11, 2012
Malvivir de recuerdos
Hoy me han atacado. Regresaba a casa, después
de un día agitado en el trabajo, caminando en zigzag, buscando una sombra que
me aliviase de este infernal calor de verano. Estaba tranquilo, pensando en mis
cosas. Bueno, no pensaba en nada que no fuera llegar y darme una buena ducha
fría. De pronto, al cruzar la esquina del Museo, dos figuras se abalanzaron
sobre mí. No pude resistirme, no pude luchar. Entre las dos me sujetaron y se
abrieron paso a través de mi ropa y mi carne, hasta agarrar mi corazón y estrujarlo.
La angustia me comprimía el pecho. No había nadie cerca, un alma amiga que me
ayudara, nadie. Las gafas de sol evitaban que se vieran las lágrimas que
surgían de mis ojos, a pesar de que hacía todo lo posible por impedirlo.
La presión sobre mi corazón no disminuía, tuve
que sentarme en un banco para poder desahogar mi pena, para poder
tranquilizarme, pensar…
Al cabo de un rato pasó. Volvía a respirar,
pero con dolor. Mi corazón estaba libre, pero tenía secuelas. Sentado en medio
de un parque, a la sombra de un castaño de Indias, me daba miedo levantarme y
seguir mi camino. Se habían ido. Ya no estaban cerca pero podían regresar. La
melancolía y la tristeza estaban al acecho, detrás de una canción, de una
escena en una película, de la visión de una flor o una ventana… Yo sabía que
volverían. Siempre lo hacen…
miércoles, agosto 08, 2012
Este es el lugar al que suelo regresar...
Sobre la ladera poniente del valle de Abrego
se alza un pequeño conjunto de rocas, granito que el tiempo no ha conseguido
desgastar ni los hombres destruir. Se encuentra rodeado de un bosquete de
robles, quejigos y arbustos: jaras, tomillos, brezos, retamas y miles de
pequeñas hierbas, que proporcionan un aroma especial a la zona, mientras que el
zumbido de abejas y otros insectos llena el aire en las tardes de primavera y
verano.
Del centro del roquedo surge un manantial fresco
y claro. Los pastores de la zona lo conocen bien, y lo han ido agrandando hasta
conseguir una fuente agradable, creando un pocillo claro y escondido, desde el
que un regatillo baja hasta el río, al fondo del valle. Alguien le puso un
embocadero de granito tallado, tal vez uno de los desaguaderos de la cercana
ermita de Santa Luxía, en ruinas y abandonada desde la desamortización. En
tiempos la fuente disponía de una vasija de barro cocido que los cabreros
usaban para beber, pero la modernidad ha llegado también a estos lugares y
ahora hay un vaso de acero inoxidable, medio oculto en un hueco entre helechos,
siempre dispuesto para los caminantes que llegan a este recóndito lugar.
A pocos pasos de la fuente se encuentra un
pequeño claro, creado por la caída de un enorme pedrusco desde los canchos que
vigilan el valle, allá arriba, tal vez en una fuerte tormenta hace ya muchos
siglos. El tocón mineral se ha ido desgastando con los años, y cuando en una de
mis correrías infantiles lo encontré la naturaleza había creado en él un
sillar, un lugar dónde poder sentarse al calor del sol de la tarde, sombreado
por las ramas de un inmenso alcornoque cercano. Allí pasé tardes de mi niñez y
mi juventud, sentado viendo pasar las nubes, disfrutando la fresca brisa que
surgía del susurrante manantial, o escuchando el sonido de las aves y otros
animales de la zona.
sábado, agosto 04, 2012
Gota de sangre
Para llegar al pueblo hay que seguir una
carretera estrecha y serpenteante, arrancada hace décadas a la falda de los
montes, apenas una lámina de alquitrán sobre tierra apisonada. Por esa vía
regresamos todos los años los retornados, aquellos que por distintas
circunstancias vivimos lejos del pueblo y sus gentes, de nuestras raíces. Por
ella me gustaba caminar en mi adolescencia, saboreando la sombra de los
alcornoques o admirando las vistas del valle.
El camino parte desde la comarcal atravesando
dos grandes canchos, horadando desde el principio el alma de la tierra. Por
eso, en venganza, la tierra lucha por recuperar ese terreno con zarzas y
matorrales, rocas a veces caídas desde lo alto,
socavones producidos desde el interior, intentando que la carretera
vuelva a su ser agreste y natural, siempre sin conseguirlo.
Poco antes de llegar a su destino la carretera
describe una curva pronunciada, tras la cual se muestra el pueblo por primera
vez al viajero, con sus casas encumbradas en la ladera, blancas y pardas,
nuevas y viejas… Asomado a esa curva hay un pequeño grupo de alcornoques, una
de las pocas zonas de la carretera que tiene espacio a los lados de la misma.
Bajo la penumbra de los árboles hay un tronco caído, colocado para que las
parejas que caminan hasta aquí tengan un lugar cómodo en el que susurrarse los
secretos. Unos metros más allá, alejándose del pueblo, mana entre helechos un
limpio y claro manantial, en el que muchas tardes apagué la sed y borré el
sudor de mi frente.
Apenas a unos pasos de la fuente hay un trozo
de terreno soleado y sin arbustos, flanqueado por un lado por la valla de
piedra que marca la propiedad de las zonas altas, y por otro por la marca gris
y caliente de la carretera. En esos pocos palmos de tierra, alimentados por el
hilo de agua que baja desde el manantial, es frecuente ver flores de corta vida
pero de vivos colores.
En mis recuerdos destaca una tarde de verano,
con el sol a mis espaldas, mientras caminaba por el arcén absorto en mis
pensamientos de adolescente retraído y solitario. Mientras mi mente
vagabundeaba por quién sabe dónde, mis ojos repararon en un destello de color
sobre el terreno. Me acerqué, y pude ver un pequeño ramillete de flores de un
color rojizo casi rosa, y un olor suave y característico.
La imagen es clara en mi memoria. He visto a
esa diminuta flor muchas otras veces, tanto en mis paseos como en fotografías,
incluso la recolecté en su día para mi herbario estudiantil. Me enteré entonces
que lo que mis mayores llamaban hiel de la tierra, por su sabor amargo, era una
planta medicinal de uso antiguo, que se empleaba para curar la inapetencia, los
parásitos intestinales o la diarrea, y que en la actualidad es un componente de
muchos medicamentos, bebidas y colorantes…
Sin embargo, para mí siempre tendrá un
significado especial. Gracias a ese ramillete de flores rosadas que apareció
ese día en mi visión fui consciente por primera vez del color del mundo. Gracias
a la sensación que su vivo colorido tuvo en mi mente juvenil, pude después descubrir
y apreciar verdes, añiles, amarillos, naranjas… Los pétalos de delicados tonos
rojizos me hicieron cruzar la puerta a un nuevo mundo de sensaciones, me abrieron
los ojos al colorido de la vida.
miércoles, agosto 01, 2012
Rumor de alas y piel
Me gusta salir a caminar temprano en los meses de verano. No soy
especialmente madrugador pero me gusta el frescor de esas primeras horas,
cuando el sol aún no ha evaporado la frialdad de la noche, cuando aún se puede
sentir la brisa bajando la temperatura de tu piel.
En esos paseos por mi ciudad suelo pasar bajo un arco de ladrillo
viejo, una de las puertas que se abrían en la muralla, que daban paso a
peregrinos, mercaderes, aldeanos y señores hacia la parte vieja y noble de la
villa. Ahora, de la muralla no quedan más que restos escondidos entre torres de
apartamentos, y la puerta se ha convertido en lugar de cruce entre un parque
con máquinas de ejercicios y una calle estrecha y angosta que lleva hasta una
de las plazas.
Hoy, caminando ensimismado en mis recuerdos, dejando que mis sentidos
se encarguen de guiar mis pasos, he llegado a la entrada de ese arco y unos
aleteos y chillidos han llamado mi atención. Revoloteando en lo alto de las
bóvedas, con ese movimiento tan característico que tienen estos animales, había
un pequeño murciélago. Su presencia me extrañó. No era la hora tan temprana
como para que fuera normal, y el pobre animal estaba claramente desorientado.
Volando de un extremo a otro del túnel, temeroso de cruzar a la claridad de una
de sus salidas, el murciélago daba vueltas y revueltas bajo mi mirada. Ha
intentado sin éxito encontrar un asidero, un descanso en las encaladas paredes del
arco, pero no lo ha conseguido. Tal vez porque su cuerpo negro destacaba
demasiado sobre la cal.
Finalmente, después de varios minutos de indecisión, ha salido volando por
uno de los extremos del túnel y ha buscado refugio en la sombra de unos árboles
cercanos, quizás escondiéndose hasta la llegada de la noche.
Y yo he seguido mi camino, preguntándome si no era yo como ese murciélago,
incapaz de optar por una de las dos salidas de mi vida, revoloteando entre ambas
hasta que el cansancio o la suerte me incline por una de ellas…
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