domingo, febrero 27, 2011

Et du cœur à tes lèvres, je deviens un casse-tête

Héctor se calentaba las piernas al sol de marzo, sentado en una butaca frente a la ventana de la biblioteca, recibiendo los rayos de la tarde. El día era cálido, casi primaveral, pero en el interior de la casa aún hacía frío, y la luz y el calor se agradecían. Hacía rato que estaba sentado, se había servido un vaso de vino y lo bebía de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo su mirada vagaba por la calle, mirando sin ver, su mente perdida en los recuerdos e imágenes del pasado.
Habían pasado varias semanas desde aquel encuentro con Lumia, y no había podido dejar de pensar en la muchacha. En ese período había intentado seguir con su rutina habitual de paseos y lecturas, pero su mente siempre regresaba al camino del cementerio, a aquel beso fugaz e inesperado, al leve contacto de sus jóvenes labios, al sabor a manzanas rojas que había creído detectar en ellos, al perfume de jazmín que envolvió su nariz…

No se hacía ilusiones. Sabía que la diferencia de edad era considerable, e insalvable para la sociedad de la época. Pero tampoco podía quitarse de la cabeza la imagen de su pelo ondulando al correr hacia sus amigas, o el brillo en sus ojos mientras hablaban. Una noche, se descubrió soñando con su cuerpo juvenil, y despertó con el corazón acelerado, empapado en sudor, y se sintió culpable, pero extrañamente en paz.

No podía hablar de ello con nadie. Sus pocos conocidos en Algena no eran más que amistades sociales, con ninguno tenía la suficiente confianza como para poder hablar de sus sentimientos, y sus amigos íntimos estaban lejos, o desaparecidos. Pensó en hablar con el abuelo de Lumia, pero inmediatamente descartó la idea, pensando, con razón, que el anciano se escandalizaría de su propuesta: un hombre mayor, ya en el otoño de su vida, pretendiendo a una niña aún menor de edad por unos meses.

Intentaba racionalizar sus sentimientos, haciendo uso de las técnicas y métodos que le habían enseñado en sus años de universidad. Lo conseguía, en ocasiones. Su cabeza explicaba y minimizaba sus afectos como el resultado de la falta de cariño que había sufrido en los últimos años, como el afán de ser correspondido y poder entregar toda la ternura de la que se sabía capaz. Era evidente que el beso de Lumia, inocente y simple muestra de delicadeza, había despertado en él unos sentimientos que ya creía dormidos, pero que no eran sino el reflejo de un cariño paternal que él había malinterpretado.

Sin embargo, cuando, después de todo este raciocinio, se sentía más tranquilo, su corazón tomaba la palabra y desbarataba toda su estructura lógica. “Me haces correr cuando piensas en ella” decía, y con eso, Héctor quedaba de nuevo sumido en un mar de dudas, de culpabilidades, de remordimientos, con el que convivía mientras hacía planes para el verano, cuando ella volviera, cuando volvieran a verse.

sábado, febrero 26, 2011

Nocturna

El motor del refrigerador, que zumba y ruge, provocando cambios en la luz del salón; los ladridos de los perros, algunos cercanos, otros lejanos, en respuesta a la presencia de rivales o extraños en la parcela; ella tecleando en el notebook, ensimismada en su correspondencia, intentando ser útil a aquél que ama; el viento, que silba en la noche, creando melodías al cruzar las ramas de los álamos, haciendo que las ventanas tiemblen de emoción; la tos de mi hijo, que me hace preocuparme, ponerme alerta, atento a cualquier sonido que indique que sueña, que sufre, mi corazón; el susurro de la televisión en la habitación contigua, telenovelas y noticias de un país que no es el mío, voces que no puedo entender; el plop que hacen las gotas que caen en el lavadero, rítmico y constante; el crujir de las tablas de la casa, enfriándose tras un día caluroso, volviendo a su tamaño normal; los autos en la carretera, puntos de luz en la oscuridad, que traen sonidos roncos que se van transformando conforme se alejan, bocinas repentinas; el sonido de las ruedas sobre el asfalto, nítido y claro a través de la noche serena; el murmullo del agua cayendo sobre la tierra, empapándola de vida traída desde las alturas de la cordillera; el rumor del canal, allá abajo, llevando un agua gris y sucia hacia su destino; el runrún de mi corazón, sereno y tranquilo, mientras escribo en mi libreta, esperando que puedas leer mis pensamientos.

miércoles, febrero 23, 2011

Que cierren mis heridas...

Encontró sitio en la barra, cerca del piano ahora vacío. Se sentó en un viejo taburete, de donde le colgaban los pies húmedos por la lluvia incesante de los últimos días; ya no sentía la saturación, sus ropas estaban empapadas en sudor y agua con los restos de la ciudad. Había tenido la intención de pasar por casa para cambiarse, pero había sucedido aquello, y se había tenido que refugiar de nuevo en el Inverness, un viejo pub a dos manzanas de su puesto de trabajo.

Pidió una copa de absenta. En algún lugar había leído que era un veneno, y le pareció lo más apropiado. Tuvo suerte. El barman era un viejo corso que llevaba años en el país y conocía el rito de la bebida, incluso le pareció ver un brillo de complejidad en sus ojillos redondos. Regresó un momento después con un vaso de extraña forma, como si hubieran puesto un vaso de agua sobre una pequeña bola de cristal, y una cuchara alargada y con orificios en la base. De una botella de cristal sirvió un líquido de color verde, hasta llenar la pequeña cavidad circular del vaso; entonces, mientras observaba el color verde esmeralda del licor, el barman colocó un terrón de azúcar en la cuchara, sostenida en la parte superior del vaso, y comenzó a verter agua fría en el mismo, de forma lenta, consiguiendo que el terrón se disolviese y la bebida tomase un color lechoso.

El louche se toma de un trago, dijo el viejo barman, adivinando su torpeza.

Con un poco de vergüenza por su ignorancia, tomó el vaso y lo bebió de golpe. El shock de alcohol casi ahoga el sabor dulce y anisado de la bebida, que se transformó en amargor una vez hubo traspasado su garganta. Herido en su orgullo, pidió una segunda copa, que el camarero preparó de la misma forma, mientras arqueaba las cejas en gesto divertido. La segunda copa aumentó el calor que sentía, y con el vaso vacío en la mano se apoyó en la barra, mientras sentía como el alcohol hacia efecto en sus miembros y en su memoria.

Recordó la discusión con Molly, los gritos, los reproches, las palabras hirientes. Su corazón volvió a encogerse cuando ella le confesó su relación con otro hombre, y volvió a romperse cuando imaginó de nuevo el lacerante significado de sus gestos y expresiones. Una lágrima se acumulaba en su ojo derecho, mientras rememoraba los primeros días, meses, de felicidad; la veía de nuevo, desnuda, sonriente, vestida solamente con una camisa suya, tumbada en la cama que minutos antes les había visto darse placer el uno al otro. Sintió de nuevo el tacto de su piel, la fragancia que emanaba de sus poros, su eterna sonrisa cuando entrelazaban las manos, cuerpos desnudos en el amanecer del verano. Poco a poco su corazón se serenó, sus ojos se enturbiaron, la mano dejó caer la copa… en sus recuerdos, Molly le besaba apasionadamente, sus labios se abrieron para corresponder a la caricia, mientras sus manos recorrían su cuerpo adorado, pulsando y haciéndolo vibrar como sólo él sabía. Su felicidad era total con ella, con su cuerpo acostado a su lado, su cabeza metida en el hueco de su hombro, sus manos entrelazadas, susurrando secretos que solo ellos conocían, mirando en la profundidad de sus ojos y sintiéndose libre…



Las luces de los coches patrulla iluminaban la callejuela en la que se abría la puerta del Inverness, la cinta policial indicaba que los borrachines del barrio debían buscar una nueva posada para esa noche, no habría calor para ellos en el Inverness. El subinspector Galló llegó poco después, calado hasta los huesos a pesar de haber aparcado su coche a apenas unos metros.

¿Qué tenemos, Peláez? preguntó al número de la Policía Local que le esperaba a la puerta del garito.

Un fiambre, varón, treinta y pocos años, sin documentación ni conocidos entre los clientes. El camarero dice que pensó que estaba durmiendo la mona, y no se acercó a él hasta bien entrada la noche, cuando necesitaba la mesa en la que estaba recostado. Ahí notó que se había ido sin pagar…

La broma no le gusto a Gallo. Hombre supersticioso, consideraba que la muerte era una puerta a otra dimensión mejor; el que nadie hubiese regresado era su mejor baza en las discusiones de filosofía de bar.

¿Algo particular? ¿Alguna cosa que nos ayude?

Tenía una copa rara en la mesa, el barman dice que solo se usan con clientes especiales, para servir un licor franchute de esos caros.

Habían llegado a la parte final de la barra, los chicos del forense estaban tomando todas las fotos necesarias. Gallo observó al muerto, y no pudo retener el comentario, envidioso: Parece que se fue feliz...

Una expresión relajada, pacífica, aparecía en la cara del hombre, dándole un aire de reposo que explicaba la tardanza del barman en advertir su muerte. Parecía que recordaba algo muy hermoso…