martes, enero 31, 2012

Camino a la era (II)

Los puestos ya apenas se notan junto al camino, unas pulidas y semiocultas en el barro lajas de pizarra, y muy pocas de las mujeres del pueblo vienen aquí ya; las lavadoras han acabado con ese rito semanal de camaradería entre vecinas. Desde aquí el sendero se angosta y se vuelve apenas una cinta de tierra pisoteada entre jaras y alcornoques, olvidado ya para casi todos excepto para los cabreros de esta tierra. Lo recorro despacio, intentando adaptarme al ritmo de los árboles y las rocas, esperando no espantar con mi presencia las múltiples criaturas que las pueblan: veo saltar a la comadreja intentando atrapar a un pequeño jilguero descuidado, observo como los grandes lagartos toman el sol en los charcos de luz que dejan las frondosas encinas, recorro con la mirada la larga hilera de hormigas, afanosas en el calor de la tarde…

Poco a poco, con pasos cortos y lentos, voy subiendo por la ladera del valle. En el ascenso voy perdiendo a los robles y alcornoques, quejigos y carrascas, a favor de brezos y jaras. Estas tierras estuvieron antaño cubiertas de encinares y robledales, pero fueron diezmadas en los años de la postguerra, cuando el picón era la garantía de un plato en la mesa, y ahora los arbustos son amos y señores.

Dominan los colores del brezo, blanco, rosa, azul, junto con el verde intenso y pegajoso de las jaras, salpicadas aquí y allí por el blanco pintado de sus flores. Abejas, abejorros, mariposas, escarabajos y otros insectos se afanan en extraer el néctar para sus propios propósitos, y yo camino entre ellos intentando encontrar ya la cima. El calor ha hecho mella, y estoy deseando llegar a la cuerda de la montaña, ansioso por la fresca brisa que siempre la recorre.

Ya han pasado las horas de más calor de la tarde. Estoy viendo desde mi altura el pueblo y los campos y huertas de alrededor. Los castañares verdean en la falda de los collados, y allí abajo relumbra la tira de plata del río. Gris y escondida se ve la carretera que lleva hasta el paso, pardo el camino que asciende por el lado contrario hacia la solana.

A pocos metros de la cima se empieza a sentir una fresca brisa, que seca el sudor de mi cuerpo y aleja a los molestos moscardones. Estoy ya entre dos valles, a un lado el valle de mi pueblo, el de Viejas al otro. El camino aquí se junta con una carretera más reciente, hecha hace algunos años para que los habitantes de Viejas pudieran tener un acceso más cómodo y una salida mejor a sus productos: castañas, judías, verduras, leche, queso… Pero hoy no es el camino que elijo. Prefiero seguir por una senda apenas visible ya entre los arbustos, y que me lleva un poco más allá, siguiendo el borde de los collados, hacia el Norte.

Apenas unos minutos después llego a mi destino. Por aquí pasaban no hace tantos años las bestias cargadas con el trigo recién cosechado, los trillos esperando ser alimentados, la parva aventada en los días de trabajo. La vieja era apenas es reconocible ahora, ahogada entre hierbas y arbustos. Solo los bordes de piedra delatan lo que en su tiempo fue uno de los corazones de esta tierra, sus radios simétricos mudos testigos del afán de nuestros padres.

Permanezco a su lado durante un largo rato, mientras fumo uno de los pocos cigarrillos que me permito. El sol se pone frente a mí, y comienzan a aparecer las estrellas. A lo lejos se oye el sonido casi fantasmal de un búho llamando a su compañera, y me doy cuenta de que ha llegado el momento de regresar. La luna surgiendo por la serranía me ilumina el camino, hilos de plata me señalan los lugares de esta tierra que me vio nacer, y de la que tanto tiempo estuve separado.

sábado, enero 28, 2012

Ritos de pasaje (II)

La gran explanada frente al Palacio de Gobierno era un lugar bastante frío y poco acogedor. La altura, combinada con el viento helado que llega desde los picos nevados, hacen que los visitantes y peticionarios no estén mucho tiempo en ella. Por eso, el Consejo de la ciudad no se ha gastado mucho en adornarla. Apenas unos muros de mármol, para evitar caídas no deseadas, y un suelo desigual, que impide los resbalones debidos al hielo. Los funcionarios y otros trabajadores del Palacio llegan a él a través de caminos internos, cubiertos y vedados a los extranjeros. Se dice que a los antiguos gobernantes les divertía dejar en la explanada a aquellos a los que no querían recibir: o morían congelados o se retiraban sin ser recibidos…

Una vez entramos en el edificio todo cambió. Frente a la austeridad de la explanada encontramos lujo y ostentación, donde el exterior era frío y ventoso, el interior del Palacio era cálido y en ocasiones sofocante. Un sistema de canales de agua caliente circulaba bajo el suelo de pizarra, calentando las piedras y el ambiente. La sala de espera era una gran estancia abovedada, con dos hileras de columnas a los lados que soportaban un nivel superior, solo accesible a los iniciados; un ingenioso sistema de espejos hacía que la luz que entraba a través de pequeñas claraboyas en el techo se multiplique y aumente, dejando muy pocos espacios en sombra en la sala, y haciéndola acogedora como un mercado al aire libre.

Cuando llegamos, la habitación estaba llena de personajes diversos: comerciantes en busca de nuevos negocios, o deseando aumentar los existentes; monjes de túnicas azafrán que querían consultar la inmensa biblioteca de la ciudad; guardias recorriendo todo el recinto, ojo avizor ante comportamientos extraños; administrativos y correos, siempre con prisa y sin atender peticiones de información; un par de mujeres elegantemente vestidas, esposas o hijas de notables de la ciudad a juzgar por su comportamiento altivo… Muchos de ellos paseaban bajo los arcos laterales, comentando las noticias locales, o simplemente intentando averiguar algo que les fuera de provecho.

Nuestra entrada no suscito mayor interés, excepto el de algunos hombres que miraron admirativamente a Pandora por unos instantes, antes de volver a sus propios asuntos. Una vez hubimos declarado nuestros nombres, rango e intenciones al ujier de la entrada, nos dispusimos a pasar un rato de espera. Pandora tomó asiento en uno de los bancos, y casi inmediatamente comenzó a hablar con uno de los monjes, en una conversación animada y amable. Yo preferí caminar por la sala, buscando viejos conocidos o simplemente admirando su construcción.

Una de las pocas zonas sombrías tenía una puerta frente a la que montaban guardia dos lanceros en traje ceremonial. Mi experiencia me avisó que, aunque vestidos muy guapos con trajes de cuero y lana de colores, aquellos hombres no eran un simple adorno, sino perfectas máquinas de matar. Aquella puerta era una de las que daba acceso a una de las salas más protegidas de toda la ciudad, la Cámara de los Oráculos, donde jóvenes doncellas, seleccionadas desde la infancia en todo el continente por sus dotes especiales, vivían y atendían las peticiones de información del Consejo. Se decía que la prosperidad de la ciudad se debía a sus predicciones, que habían logrado que Kadath hubiera sobrevivido a guerras, maldiciones, terremotos y la ira de los dioses. El secreto, se contaba en susurros en las posadas del puerto, era un vapor procedente de pétalos blancos de la hierba cintoria, recogidos y procesados en determinada fecha.

Junto a la puerta se hallaba un hombre alto, con una capa gris que le cubría por completo, el pelo, negro pero con abundantes hebras de plata, largo y sujeto en una coleta por un anillo de cobre. Estaba apoyado en una de las columnas, observando el infinito, como si el murmullo de voces y el agobiante aire encerrado de la sala no fueran con él. Me llamó la atención inmediatamente, destacaba como una amapola en medio de un campo de trigo. Emanaba paz y tranquilidad, parecía estar aislado del resto del mundo, como si realmente no viviera en él sino que estuviera de paso. Entre tanto personaje de ciudad y petimetre, era como un soplo de aire del bosque primigenio, el aullido del lobo que llega en la noche…

Me acerqué a él para entablar conversación.

sábado, enero 21, 2012

Camino a la era (I)

Me he tumbado sobre la gran plataforma de piedra y he sentido el calor del día salir por sus vetas, mientras a mi alrededor los brezos y jaras destilan su olor, y los insectos zumban alegres. El sol ya ha comenzado su descenso por los cielos, y veo a los grandes alados surcar los vientos, en pos del aire caliente que necesitan para su supervivencia. El día ha sido cálido, y los dioses del aire piadosos con los buitres, que se elevan desde sus perchas hacia el firmamento, creando círculos cada vez más amplios hasta perderse de vista tras el horizonte o los roquedos.

Mientras siento como mi dolorido cuerpo se recobra me concentró en los sentidos con los ojos cerrados. Escucho el zumbido de abejas y otros insectos, que aprovechan las últimas horas de la tarde para continuar con su afanoso trabajo; la chicharra se pierde en la lejanía, posiblemente en alguna rama de los chaparros bajo el roquedal. Puedo saborear la sal de mi sudor, que rezuma de mi cara mientras el sol tuesta mi piel. La brisa me lleva los olores de los arbustos cercanos, cambiando de tonalidad con cada giro: jaras, brezos, genistas, la savia de los rebollos rezumando junto al camino, el fresco aroma de los lirios que crecen junto al regato, escondidos del sol…

El calor de la piedra, que ha almacenado durante el día para devolverlo en la noche, me conforta y calma mis cansados músculos, apenas conscientes de la rugosidad del granito que están bajo mis ropas. Mis dedos se desplazan inconscientemente por los caminos pétreos que los siglos han marcado, y entretanto, mi mente vaga por otros senderos, recordando la senda recorrida hasta acá. Vuelvo a subir por la vieja calle, buscando el final del pueblo y la ruta a los antiguos lavaderos; la hora de la siesta hace que me encuentre a poca gente, pero todos me saludan afectuosamente. Saben de mi gusto por estas caminatas vespertinas, por recibir los últimos rayos del sol en la cima de los canchares, por volver al pueblo con la luz de las estrellas. Y, aunque piensan que a este pobre hijo de la ciudad le falta algún que otro tornillo, son amables y no preguntan la razón de estas excursiones…

Continuo por el camino de herradura hasta llegar a las antiguas zonas de lavado, con sus piedras de lavar junto al arroyo, y recuerdo las historias que mi abuela contaba de sus días de aseo, con las mujeres hablando y colaborando mientras la ropa lavada se tendía sobre retamas y piedras, los niños jugando en el regato en los días de verano, los trabajos de los más pequeños ayudando con el jabón o oreando las blancas sábanas de tela.

Fuego y piedra

Salto sobre el pretil y empiezo a caer entre las nubes, el aire caliente que sube desde la caldera del volcán me chamusca el pelo antes de que el campo protector se conecte. Comienzo el planeo sobre el mar de lava, atento a las corrientes, escudriñando las grandes burbujas de vapor que pueden hacerme perder el vuelo. Me siento vivo. Puedo notar el calor a través del traje. Busco con la mirada la plataforma sobre la que debería aterrizar. No la veo. Sigo descendiendo, pero ahora sin control debido al cálido nordeste que sopla en las cumbres, y que me arrastra hacía el cráter, donde ruge el majestuoso magma, aliándose con mis ardientes y llorosos ojos. No la veo. He sobrepasado mi límite de seguridad, el fuego y la inconsciencia me acechan, pienso en su rostro como despedida antes de sentir la fría piedra bajo mis pies. He llegado.

martes, enero 17, 2012

Príncipe negro

Era un hijodeputa. Educado, elegante, con una gran conversación, mundo, inteligente, pero un hijodeputa. Raven se había enamorado locamente de él a pesar de que el tipo no la hacía ni caso, y en ocasiones la había humillado delante de todas sus amigas. No le importaba. A veces había conseguido una mirada, una caricia, algo que su corazón etiquetaba como cariño verdadero, cuando en realidad no eran sino las migajas que quedaban de una pasión animal. Con eso se conformaba, y cuando sus amigas le preguntaban qué veía en aquel canalla, ella se limitaba a sonreír y levantar los hombros.

Había estado viviendo con él, sirviendo a todos sus caprichos y deseos, incluso los más depravados, casi tres años cuando descubrió las cartas. Estaban guardadas en uno de los cajones de su escritorio, sin ocultar, casi como si él supiera que ella nunca entraría en su sancta sanctorum, que siempre le dejaría un espacio para él, comprensiva y enamorada.

Las cartas estaban fechadas desde hacía dos años algunas, y todas ellas seguían el mismo patrón: una mujer se declaraba a su hombre, en algunas ocasiones después de un largo galanteo, y él les escribía correspondiendo su amor. Había todas las variantes: desde el deseo más desenfrenado, con crudas y obscenas descripciones, hasta el amor más platónico, con frases tiernas que parecían surgidas directamente del alma de su amante.

Las leyó todas, algunas varias veces, hasta que la cruda realidad le llegó como un mazazo. Hubiera podido soportar un desliz, un flirteo con alguna de las muchas mujeres que él conocía. En su candidez pensaba que su hombre a veces podía tener necesidades que ella no fuera capaz de satisfacer, y estaba dispuesta a perdonar. Pero la enormidad del engaño era demasiado, incluso para una persona ciega de amor como ella.

Esa noche, cuando él regresó de su ronda tras el trabajo no la encontró en casa. Tardó unos minutos en darse cuenta de que ella no estaba; era extraño, siempre lo recibía con los brazos abiertos, deseosa de su presencia tras la ausencia. Recorrió la casa y no la encontró. No se preocupó, para él era casi un mueble más de la casa, y la cena estaba dispuesta, como siempre, incluso le había abierto una botella de vino. Cenó tranquilamente, viendo la televisión y se acostó temprano, satisfecho de su vida.

Despertó con un tremendo dolor de cabeza, aún de noche, y enseguida notó que no estaba en su casa. Sus sentidos internos le decían que estaba colgado, fuertemente atado, en el exterior; hacía frío y, aunque lo intentó, no pudo mover ni un músculo. Poco a poco la claridad de la mañana fue en aumento y pudo reconocer el lugar en el que estaba. Se encontraba colgado de una de las ramas de un viejo roble, en el jardín de una propiedad rural que usaba habitualmente para los encuentros furtivos con sus amantes. Volvió a intentar liberarse, ya con la cabeza más despejada, pero se dio cuenta de que estaba atado fuertemente.

Moviendo la cabeza hacia abajo pudo distinguir varias figuras, confusas al principio, pero luego inequívocamente claras: eran las mujeres que había engañado en los últimos años: Stephanie, Marie, la pequeña Cindy, incluso la secretaria que había seducido en el trabajo… y junto a ellas Raven, la mujer con la que convivía.

"¡Qué hacéis, locas, soltadme!" dijo con una voz pastosa que incluso a él sorprendió.

"No," dijo Raven, adelantando un paso hacia él. "Te has servido de nosotras para hacer tu vida más fácil, usando nuestros cuerpos y nuestras almas a tu antojo, sin tener en cuenta lo que nosotras sentíamos. Ahora es momento que hagas tu vida solo."

"Pero qué dices, puedo explicarlo todo…"

"Seguramente. Por eso te hemos traído aquí, a este lugar que tan bien conocemos todas, donde podrás explicar todo lo que quieras. Nadie podrá oírte. Nadie vendrá en tu ayuda. No podrás embaucar a nadie más."

Y dándose la vuelta, algunas del brazo de otras, sin lágrimas, decididas, el grupo de mujeres desapareció en la bruma de la mañana, dejando al hombre gritando obscenidades y bamboleándose en su capullo de cuerdas.

sábado, enero 14, 2012

El huevo de la serpiente

Las viejas historias dicen que el mundo surgió de un huevo de serpiente.

En el alba de los tiempos el joven dios Anh-Gupta paseaba por los confines del universo cuando se encontró con la serpiente Khandi, la devoradora de estrellas; se cuenta que esta criatura existía antes del nacimiento del primero de los dioses, y que seguirá reptando por el infinito cuando la última de las criaturas vivas sucumba. Anh-Gupta era curioso y temerario, como todos los niños, aunque incluso en su niñez su poder era inmenso. Se decía que una vez paró el curso del Tiempo, sólo para conseguir ventaja en una carrera con un cometa.

Cuando Gupta vio al gran reptil sintió ganas de cogerlo y estirarlo. La serpiente tenía la piel cubierta de perlas, esmeraldas y rubíes, y brillaba con mil colores a la luz eterna. Sonriendo, y pensando en conocer el secreto de su inmortalidad y su belleza mientras admiraba sus infinitas tonalidades, siguió al gran reptil a través de las estrellas. Después de recorrer gran parte del firmamento, procurando ocultarse a los ojos y al olfato de la sierpe, llegaron a una inmensa cueva, negra como la noche más oscura, en la que Khandi entró y se perdió de vista.

Atrevido y juguetón, el joven dios se adentró en la profunda sima, palpando con sus dedos infantiles las paredes de la caverna para encontrar el camino, hasta que una luz difusa le llegó desde el interior. Tras unos pasos llegó a una gran sala, en la que Khandi dormía, protegiendo con su cuerpo un huevo, sobre el que se enroscaba dejando apenas un pequeño trozo de su cubierta al descubierto.

Gupta vio el huevo y enseguida lo deseó con fuerza. La cáscara estaba cubierta de delicados arabescos, que cambiaban de forma continuamente, mediante una magia que el niño no alcanzaba a entender. Podía vislumbrar mares, formas de animales y plantas, incluso sentir sonidos y olores que procedían de ese objeto maravilloso.

El dios deseó con intensidad el huevo. Sin pensar en las consecuencias, salió del lugar dónde se escondía, recorrió con paso firme la escasa distancia que le separaba del reptil y su preciado tesoro, y extendió sus manitas hacia él, hasta alcanzar rozar su cubierta, justo en la parte que no estaba protegida por la serpiente.

Khandi tenía el sueño inquieto. La devoradora había consumido gran cantidad de estrellas esa noche y tenía el estómago lleno de hirvientes centellas, por lo que su digestión no era muy tranquila. Inquieta, la serpiente sufrió un espasmo muscular en el mismo momento en que Gupta llegaba a su lado, y se desenroscó un poco más, dejando gran parte del huevo desprotegida para que el joven dios pudiera agarrarlo.

Sin embargo, las manos de Gupta eran todavía débiles e inexpertas, y aunque consiguió tocar la cáscara con sus dedos, no tenía fuerza para sacarlo del abrazo de Khandi. Perplejo, tomó a la serpiente por su parte central y tiró con fuerza de ella, logrando que se despegara completamente del maravilloso juguete que deseaba, dejándolo a su merced.

Por desgracia, en ese mismo instante se despertó la gran devoradora, y con un movimiento reflejo de su larga cola golpeó al huevo, haciendo que se saliera de su soporte de piedra negra y cayera al suelo con estrepito. La cubierta, en la que se podían ver miles de formas cambiantes, se resquebrajó y rompió, y su contenido se desparramó por todo el suelo de la gran sala.

La yema, redonda y amarilla, se incendió al contacto con el aire, y comenzó a despedir una gran cantidad de calor y luz, iluminando toda la caverna y creciendo hasta convertirse en el Sol, que nos alumbra el día y calienta nuestro rostro en invierno. El gran ardor que despedía hizo que la clara se solidificara al instante, quedando grandes trozos de la cáscara multicolor pegados en ella. Uno de ellos, el más grande, con el fuego solar se fundió y tomó forma de esfera; las imágenes que estaban en esa parte de la cubierta del huevo divino se convirtieron en las tierras, animales y plantas que conocemos.

¿Y qué pasó con el joven dios Gupta y Khandi? Después de un momento de desconcierto, el dios se puso furioso por haberse quedado sin aquel maravilloso juguete, y con un poderoso movimiento de su mano lanzó a la serpiente hasta el techo de la caverna, donde quedó incrustada. Si te fijas, puedes verla por las noches, como un reguero de luces que recorre todo el firmamento.

Después de tirar al gran reptil, Anh-Gupta se sintió triste por no haber conseguido aquel objeto que tanto le gustaba, y lloró. Lloró de pena, y una de sus lágrimas cayó en el trozo de cáscara del huevo que se convertiría en el mundo, creando los mares, océanos y ríos que vemos actualmente.

Tras un rato, el joven dios se fijó en ese pequeño mundo que estaba a sus pies, enclavado en el tejido del universo y atado para siempre a una gran bola de fuego, y descubrió la vida en él: pájaros, peces, multitud de plantas, formas de vida que se movían, crecían y se reproducían, cubriendo todo el orbe. Incluso atisbó unas diminutas criaturas, que caminaban a dos patas en vez de cuatro, que construían ciudades e imperios, diseminándose por todo el mundo. Y se dice que el niño dios ya no se aburrió nunca más.

Muchas aventuras le ocurrieron al joven dios tras esto, pero eso es otra historia.

viernes, enero 06, 2012

El cuento de la nave tiburón

A mi hijo.


Había una vez una nave espacial que tenía una forma muy peculiar. Era alargada, como un pan, y tenía unas expansiones que le salían del centro, a los lados, y de la parte superior; su parte final se alargaba hasta quedar muy finita, y estaba unida a dos paneles horizontales. Delante tenía dibujada una enorme boca llena de cientos de dientes. Era una nave tiburón, una de las muchas que los tiburones espaciales tienen por el cosmos. Dentro había una tripulación de tiburones espaciales, grandes tiburones de todas las especies vestidos con trajes espaciales que les permitían vivir y moverse por la nave.

Los tiburones no eran felices. Habían nacido para nadar y bucear en grandes espacios de agua y en el interior de la nave se encontraban encerrados. Les gustaba pero querían un sitio donde pudieran bañarse y jugar a sus anchas. Por eso, un día el capitán de la nave decidió buscar un planeta que les permitiera hacerlo, con mucha agua para que pudieran quitarse los trajes y disfrutar con lo que más les gustaba: nadar muy veloces.

Y la nave espacial surcó las galaxias buscando ese planeta, volando por el cielo con los tiburones dentro. Y después de mucho tiempo encontraron un planeta, un planeta rojo. El capitán dijo “vamos a ver ese planeta, puede que tenga el agua que queremos para jugar”. La astronave descendió y aterrizó en el planeta, y una patrulla de tiburones bajó a través de unas puertas para visitar ese mundo rojo que habían descubierto.

Se encontraron con que el planeta rojo era todo desierto. Inmensas extensiones de arena, viento y rocas, con muy pocos árboles o animales. Y por supuesto, casi sin agua. “Este planeta no es bueno”, dijeron los tiburones de la patrulla al capitán, “no tiene agua para jugar”.

El capitán y toda la tripulación se pusieron muy tristes, porque realmente querían un lugar para divertirse nadando y chapoteando, y se habían hecho ilusiones con ese mundo. Pero el capitán dijo entonces “busquemos otro planeta, tal vez encontremos el agua que queremos”.

Y la nave espacial se elevó de la superficie roja y volvió a cruzar los cielos volando. Después de mucho tiempo, los observadores de la nave descubrieron otro planeta, y pensaron que sería el ideal: era un globo de un lindo color verde, y pensaron: donde hay verde hay plantas y donde hay plantas hay agua. Avisaron al capitán y la nave descendió suavemente sobre el planeta verde, levantando un montón de hojas y ramas con el viento.

Una patrulla de tiburones bajó de nuevo de la nave, envueltos en sus trajes espaciales, para aventurarse en ese mundo verde y descubrir sus secretos. Y se encontraron que todo el planeta estaba cubierto de plantas: grandes árboles cuyas ramas techaban tremendas extensiones de terreno, praderas inmensas que parecían mares de hierba, montañas cubiertas de arbustos y helechos… En ese planeta los tiburones encontraron agua: lagos, ríos, arroyos, riachuelos cruzaban todos los continentes, pero no había una gran cantidad de agua junta. “Aquí hay agua, pero no podemos jugar porque no hay mucha”, dijeron los de la patrulla al capitán. Los tripulantes de la nave se pusieron tristes de nuevo, porque no habían encontrado el lugar que querían, y la nave tiburón despegó de nuevo, volando hacia el cielo.

Los tiburones espaciales estaban muy desanimados. Ya habían pasado mucho tiempo buscando el lugar para jugar, que tuviera mucha agua para poder nadar, chapotear y jugar todos juntos. La nave estaba triste.

Después de mucho tiempo encontraron otro planeta, esta vez de un bonito color azul. El capitán dijo “bajemos a ver qué tiene este planeta”, y la nave descendió, y descendió y descendió y descendió, pero no encontró ningún lugar sobre el que posarse. El mundo azul estaba completamente cubierto de agua: grandes mares que envolvían todas las tierras. Cuando los tiburones vieron eso, se alegraron mucho, y quitándose los trajes espaciales se zambulleron en los océanos azules de ese planeta, y fueron muy felices nadando, jugando y chapoteando en sus aguas.

Y colorín colorado…

miércoles, enero 04, 2012

Ritos de pasaje (I)

Después de algunos días de descanso, completamente repuestos del cansancio del viaje, y con nuestro vestuario adecuadamente adaptado a la moda imperante, nos dirigimos a la Gran Escalinata, con intención de llegar a los niveles superiores de la ciudad. 

La zona urbana de Kadath está dividida en una parte baja, cercana al muelle y las laderas de la montaña, formada por un conglomerado de casas, posadas y fábricas, y una parte alta, sobre los inmensos contrafuertes que caracterizan a la ciudad desde lejos, en la que se encuentran los edificios administrativos y las casas de la gente rica. En medio, kilómetros y kilómetros de cuevas e inmensas habitaciones que se internan en la montaña, protegidas por los varios metros de grosor pétreo de pilares y murallas, con apenas algunas ventanas al exterior, y que forman realmente el corazón de la ciudad: graneros, almacenes, centrales de energía, hospitales, depósitos de agua y combustible, armerías… 

Cruzando todo ello, uniendo la parte alta y la baja, hay varias hileras de escalones, tramos de escaleras que pueden llegar a medir cientos de metros, algunos con una pendiente mortal, otros casi planos. La mayor de todas es la Gran Escalinata, miles de peldaños que suben ininterrumpidamente desde los muelles hasta la plaza central en la zona, sede de los edificios administrativos del Consejo. Posadas, vendedores, aguadores, comerciantes, profetas varios, en cada parada o tramo llano de la escalinata se agolpaba la gente, descansando de la subida o simplemente mirando el espectáculo. Allí nos dirigimos ese día con el fin de realizar los trámites que nos permitirían obtener el salvoconducto para continuar viaje.

Pandora se había puesto especialmente elegante para la ocasión. Sobre un vestido de lino blanco, entallado mediante el gran cinturón con el que la conocí, se había puesto una capa de terciopelo purpura, ribeteada con pieles de armiño blanco. Una sencilla diadema dorada se confundía con su pelo, recogido en un moño por unos prendedores de marfil y plata. Su apostura y forma de caminar levantaban las miradas y comentarios conforme íbamos subiendo los escalones. Yo me conformé con una sencilla chaqueta de cuero sobre una camisa roja con botones de hueso de unicornio, con mi pantalón de viaje limpio y planchado y unas lustrosas botas de piel de camello.

En algunos tramos especialmente empinados hay grupos de porteadores que permitían que los ancianos o los muy perezosos subieran cómodamente sentados en unas sillas de mimbre llevadas por un par de musculosos jóvenes. Con el fin de llegar lo más descansados posible, alquilamos una de estas sillas dobles para ascender los últimos tramos, llegando al final de la escalinata poco antes del mediodía. Habíamos subido un espacio de unos seiscientos metros en caída vertical en poco más de tres horas.