viernes, abril 18, 2014

Hefesto

El mundo no se había acabado pero le habían dado un buen golpe. Eso era lo que pensaba Daniel mientras miraba el incendio desde su porche. El fuego se extendía por casi toda la línea del horizonte, lenguas rojas contra el fondo de la noche, devorando miles de hectáreas de matorral, casas, cultivos, vidas humanas…

Se había iniciado tres días atrás. Los noticieros habían dicho que los bomberos encontraron tres brotes diferentes a varios kilómetros entre sí. El fuerte viento y la sequía habían hecho el resto; ahora era una catástrofe de proporciones bíblicas, cientos de personas habían sido evacuadas, las comunicaciones entre la capital y la costa se habían interrumpido, varias urbanizaciones y pueblos habían quedado reducidos a cenizas, las pérdidas se estimaban en miles de millones…

Volvió a entrar. La luz de las llamas no le dejaba ver las estrellas con tranquilidad. Su casa se encontraba a sotavento, por lo que no había peligro y por eso no le habían obligado a marcharse todavía. Todo podía cambiar con un cambio en la dirección del viento. Unas horas y toda su vida, sus recuerdos, su pasado, quedaría reducido a brasas y escoria. Contemplo el salón con otra mirada. ¿Qué salvaría si pudiera? ¿Las fotos de los abuelos? ¿Los títulos de propiedad? ¿Los cuadros? ¿El oso de peluche de Sonia? El recuerdo de la niña le hizo sonreír. Seguramente ahora estaría en el porche, apoyada contra la barandilla, su rubia melena suelta y enmarañada, descalza, mirando al desastre como miraba la chimenea en el invierno. Y luego preguntaría: “El fuego es un ser vivo, ¿verdad?”

Se acercó a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Las cañerías que llevaban el agua desde el depósito en la montaña a su casa estaban ahora bajo el calor del incendio y, aunque enterradas y a salvo, el agua que traían estaba templada, así que tenía que tener siempre unas botellas en la nevera para poder beber agua fresca. Pensó en servirse un whisky. Era viernes por la noche, y normalmente lo hacía antes de irse a la cama, pero esa noche no le apetecía.

Se sentó en el sillón, mirando a la ventana, y a través de ella a la furia del fuego que se desataba en el horizonte. A pesar de la lejanía, casi podía oír el estallido de los pinos al calentarse y explotar la savia que corría por su interior, podía ver arder las diminutas hojas con pavesas que flotaban en el aire caliente, podía sentir el vapor que provocaba el agua que lanzaban los aviones traídos desde el norte, saborear el sudor de voluntarios y bomberos, batallando contra un enemigo al que no podían vencer. El olor a madera quemada y azufre le llenaba el olfato y, aunque sabía que no podía ser (el viento soplaba en dirección contraria), le parecía escuchar gritos y órdenes, el fragor de los árboles ardiendo, explosiones de calderas en las casas, el estruendo de las ventanas que se quebraban por el calor, el borboteo de las telas asfálticas de los tejados al fundirse…

En su mente veía lagos de petróleo eternamente en llamas, el cielo siempre cubierto por el humo que producían los pozos ardiendo. Si miraba a lo lejos las capas de aire en movimiento hacían que los objetos distantes danzasen para él. Hacía calor. El suelo quemaba tanto que lo podía sentir a través de sus pies descalzos… espera, ¿descalzos? No podía ser, el calor debería quemarle, veía como pequeñas llamaradas saltaban a su alrededor, pequeños golpes de metano que ardían en contacto con el aire. Y sin embargo, él caminaba sin sentir nada, como si fuera su hogar. Su mano acariciaba las llamas que lamían los grandes troncos, y ellas se enroscaban melosas en sus brazos, buscando su contacto, ser uno con él. En su sueño febril atravesaba casas haciendo que ardieran a su contacto, podía lanzar llamas desde sus dedos, atrapando entre ellas a bomberos perdidos, se regodeaba con sus gritos…

Abrió los ojos asustado. Estaba sudado y sediento. Las imágenes del sueño aún parpadeaban en su cabeza, aunque perdían luminosidad y nitidez por segundos. Se levantó y en la cocina se echó un poco de agua por la cara y nuca, refrescando su mente. El incendio seguía devorando el horizonte, tal vez un poco más feroz que antes, no podía asegurarlo. A la luz lejana de sus llamas, Daniel pudo ver cómo un círculo perfecto de ceniza rodeaba el sillón en el que había estado soñando con fuego unos segundos atrás, cenizas que olían a hojas, troncos, plásticos, huesos…

domingo, abril 13, 2014

En el valle de los recuerdos

La tarde se desvanece mientras el sol se va ocultando entre las brumas de la montaña. A esta hora del día me gusta sentarme en la terraza, observando cómo las sombras van tomando posesión del valle, ver como lentamente los colores luchan contra la oscuridad y desaparecen con las horas. Una de las razones por las que elegí pasar mis últimos años en estas tierras es la policromía del paisaje, cómo el ocre del desierto da paso al azul del río y a los distintos marrones y verdes de las montañas que protegen el horizonte.

Mientras veo acercarse la noche recuerdo otros atardeceres, otras vigilias. Ya soy un anciano, mi vida llega a su fin, lo he sabido desde hace años y no tengo miedo. He recorrido el mundo y conocido gentes que para otros son leyendas, he sentido el abrazo de los dioses y el aliento de la muerte en varias ocasiones. He matado, casi siempre para no ser muerto por otras manos, y no me arrepiento.

Un leve ruido en la alcoba. Ella duerme, su cuerpo desnudo sobre la cama a pesar del frescor del atardecer. La observo respirar calmada, sus sueños tranquilos, o eso quiero creer. Ya hace dos años que está en mi casa, que calienta mis pobres huesos por las noches, unos huesos que ya no pueden generar calor por sí mismos… Desde mi asiento casi puedo sentir su perfume, una mezcla de jazmín y arena, de agua y hierba fresca, algo indefinido que llegó a embriagarme alguna vez. Ya no. Mi mente puede que todavía piense en los placeres de la vida, pero mi cuerpo sólo pide descanso…

Un último rayo de sol aparece entre las nubes, la despedida del astro hasta el día siguiente. La luz juguetea con su piel, crea sombras e ilumina rincones ocultos. Mi cerebro convierte esas imágenes en recuerdos, en otra piel, otras sombras, un cabello dorado al viento, una risa contagiosa, unas manos suaves y frías…

Cuando enjuago las lágrimas de mis ojos el sol ya se ha ido, y la habitación se encuentra de nuevo en penumbra. El cuerpo de Atelis parece brillar encima de la cama, y la luz que emerge de sus ojos me dice que me observa, que conoce de mi pena y mis dolores y que ha sido enviada para mitigarlos. Su sonrisa me llama, haciendo que mis debilitadas piernas se acerquen al lecho, donde ella me abraza y reconforta hasta que el sueño me acoge en su seno…

Se me ha conocido por muchos nombres, pero ella me llamaba Perseo y esta es nuestra historia.