lunes, enero 31, 2011

Carta de amor

Querida amiga,

No han pasado ni unas horas desde tu partida, y ya te extraño. Me siento en nuestro rincón en la cafetería de la facultad, y veo todo como vacio, faltas tú para completar mi mundo. Ayer tarde, después de dejarte en la estación de autobuses, me fui a pasear por el parque al lado de tu casa; cada piedra y cada árbol me recordaban a ti, y de esa manera, con tu presencia fantasma, pude acallar mi corazón y mis lágrimas.

Te echaré mucho de menos. Sé que volverás pronto, que en unos días estarás de vuelta a clase, a tu asiento a mi lado, a nuestras conversaciones sin sentido con los pies colgando del muro, a nuestra rutina de amor, pero no puedo evitar sentir un agujero en mi corazón, doloroso y presente.

La pandilla te manda recuerdos. Viktor dice que te acuerdes de las anchoas, que no te perdonará que te olvides como la otra vez. Clara te manda muchos besos, igual que el resto. Todos te echan de menos y están ansiosos porque regreses con nosotros.

Vuelve pronto. No quiero que llegue la primavera y me encuentre sin ti, los cerezos tendrán que esperar a tu regreso para florecer, no sería lo mismo pasear por el jardín sin tomarte de la mano. No quiero ver atardecer en el cerro sin abrazarte ni sentir el olor de tu pelo. La vida ya es muy dura en este exilio para encima soportarla sin ti.

Piensa en mí.

Te quiere,

Tu corazón

Siete vidas

Vístete

Pero… la muchacha, tapada su desnudez con una sábana, inicio un movimiento lánguido hacia él, melosa.

¡Que te vistas y te largues!

El ladrido la cogió por sorpresa, pero se repuso rápidamente. Agarrando la sábana con fiereza, se levantó de un salto, recogió su ropa y entró en el cuarto de baño, dando un portazo al cerrar la puerta

Augusto se había sentado en la cama, desnudo, y emepezó a liar un cigarrillo. Al segundo intento fallido estrujo con furia papel y tabaco, lanzándolo contra un enemigo imaginario. En ese momento salió la muchacha del baño, ya vestida, con los ojos enrojecidos de llanto, y cruzó la habitación hacia la puerta. Al pasar a su lado le lanzó una palabra, sin detenerse a mirar las consecuencias: “maricón”

Augusto seguìa con la cabeza entre las manos cuando escuchó el portazo de salida. Seguramente llamarían los del hotel, preguntando si todo iba bien, y el respondería que sí, que todo iba bien, se le daba bien mentir. Había mentido aquella noche, para conocer a esa chica, la había mentido con el fin de impresionarla, la había mentido durante la conversación, durante el paseo desde el bar en que se conocieron, la mintió en el ascensor, mientras sus bocas y sus manos recorrían sus cuerpos ansiosos…

Le despertó el sonido del teléfono retumbando en su cabeza. Las siete y cuarto, señor. Dio las gracias automáticamente, con las sienes palpitando se tumbo de nuevo. Tentado estuvo de volver a cerrar los ojos y seguir en la seguridad de la cama, pero el sueño que había tenido seguía dentro de su mente. Se levantó, y abrió la ducha para que corriera el agua caliente. Mientras aparecía, se miró al espejo, intentando adivinar qué enfermedad era la que le atormentaba. Del cajón izquierdo sacó un tubo de pastillas y se tomo dos, entrando en la ducha, tibia y acogedora.

Llevaba tres días en ese hotel. Siempre que venía a la ciudad se hospedaba en ese hotel, no era excesivamente barato ni estaba muy bien situado, pero tenía un excelente servicio de desayuno, la única comida que Augusto se tomaba en serio. Cuando llegó al salón comedor no había nadie aún, lo que le alegró; no le gustaban las multitudes, prefería la soledad. Cogió un plato y comenzó su rutina de desayuno. Primero, una ración de huevos revueltos con salchichas y bacón, junto con un gran vaso de zumo, de pomelo en esta ocasión; unos panecillos integrales acompañaban a los huevos, y cogió una porción de mantequilla para el pan. Después, se dirigió a la mesa de dulces, y tomó varios bollos y panecillos, procurando evitar los de chocolate (le provocaban granos); finalmente, un tercer plato acogió una generosa ración de fruta fresca y jugosa, sandia, melón, pera, kiwi…, terminando todo con una gran taza de café negro.

Se sentó en la mesa que había escogido, en un rincón, y comenzó la lectura del periódico del día, una cortesía del hotel que agradecía siempre, mientras masticaba tranquilamente. Al poco rato comenzaron a llegar otros huéspedes, y cuando Augusto terminó, el salón ya estaba casi lleno de parejas jóvenes, con hijos o sin ellos, ancianos en viaje de placer o viandantes de comercio.

Salió a la calle. Ese día no tenía ninguna cita, y había decidido dedicarlo a descansar de la larga semana precedente. Encendió un cigarrillo y comenzó a bajar la avenida, en dirección al centro, mientras veía como las tiendas a ambos lados de la calle comenzaban su jornada. Hacía años que la avenida era peatonal, pero a esas horas tempranas alguna furgoneta aún estaba haciendo el reparto final.

Miraba sin ver, ensimismado en sus pensamientos, dejando que el humo del cigarrillo se llevara su dolor de cabeza, cuando una sonrisa le hizo bajar a la tierra de golpe. Una muchacha, una adolescente con su uniforme colegial, estaba esperando en el semáforo frente a él. Su falda, demasiado corta para ser legal, el color de su pelo, la suavidad adivinada de sus muslos, esa forma de llevar los libros protegiendo un pecho a todas luces ya suficiente, le llamaron la atención, y le hicieron recordar lo ocurrido la noche anterior.

Se sentó en un banco, mientras veía como la muchacha cruzaba la calle y se reunía con otras amigas, que le esperaban frente a la puerta del colegio, no mucho más allá. Desde su posición podía ver los revuelos de faldas, escuchar las risas, ponderar formas y posibilidades, mientras terminaba su segundo cigarrillo.

Bonitas, eh

Las palabras le sacaron de sus pensamientos. Las había pronunciado un barrendero, mientras sostenía su cuerpo sobre el palo de su cepillo, y miraba en dirección a la entrada del colegio.

Yo también paro un rato a esta hora, para verlas entrar, siempre que el tiempo lo permite

Si, son bonitas. ¿Qué colegio es ese?

El Corazón de María, uno de los mejores de la ciudad

Augusto se quedó pensativo, mientras veía a las últimas niñas entrar por la puerta, corriendo para llegar a tiempo al recuento.

viernes, enero 28, 2011

En tu risa y en tu boca

Le gustaban las historias de amor. Había crecido escuchando las radionovelas en un viejo aparato de válvulas que sus abuelos conservaban en la casa de campo. Durante el año escolar, se entretenía en tejer historias de princesas y príncipes azules con las amigas en el patio del colegio, mientas las monjas vigilaban recelosas, atentas a cualquier atisbo de pecado ajeno.

Con los años, ese gusto por el romance la había hecho empedernida lectora de novela rosa (Danielle Steel, Victoria Holt, Johanna Lindsey…), siempre llevaba un libro en su bolso, de manera que pudiera leer en las paradas de metro, del autobús, en los viajes en tren, cuando llegaba a su pequeño apartamento alquilado, antes de acostarse… Su mente flotaba atraída por esas historias, haciendo que su mundo fuese soportable, que no le importase el vacío que sentía en su alma.

Un día, el viejo tren que la llevaba al suburbio en el que vivía se paró en mitad del camino. El verano había llegado, y los olores de decenas de días de trabajo llenaban el vagón. Ella, mientras, navegaba en los brazos de un apuesto bucanero, mientras su pelo se refrescaba con la brisa del mar…

La avería era grave, y el tren permaneció mucho tiempo varado en mitad de ninguna parte, mientras los pasajeros trataban de pasar el tiempo lo mejor posible. En un momento, a ella se le terminó el libro, había llegado a la última página, la historia acabó; con ella se fueron la pasión y el olvido, le llegaron los olores y ruidos de decenas de viajeros atrapados en un vagón de tren caliente, conversaciones entre amigas de cinco minutos, las voces de un hombre despotricando contra la compañía ferroviaria, las risas de un grupo de colegialas hablando por teléfono.

Sentado frente a ella había un hombre, con un libro en la mano, recién terminado también. Se miraron un momento, y ese momento fue suficiente para que sus ojos se buscaran sin su consentimiento, miradas furtivas que acababan con uno de ellos bajando la cabeza, avergonzado. Sin embargo, al cabo de unos minutos, el hombre ya no apartaba la mirada, sino que la observaba descaradamente, mientras ella hacía esfuerzos para buscar otro lugar donde sus ojos no se encontrases. En un cruce fortuito, el hombre la sonrió, y ella, instintivamente, sin pensar, le devolvió la sonrisa, y parece que ese destello fue lo que hizo que el tren se moviera, entre los gritos de júbilo de los viajeros.

Pronto llegó a su estación. No la sorprendió que el hombre se bajase en el mismo apeadero, “un viaje movido, verdad” inició él la conversación, y como por arte de magia, siguieron las palabras entre ellos, un modo de comunicación en el que ninguno se sentía cómodo, pero que fluyo naturalmente durante los minutos que siguieron. El la acompañó durante un buen trecho, hasta que se despidieron en una esquina, “hasta mañana, entonces” se escuchó decir.

El resto de su camino a casa fue hecho a diez centímetros del suelo, pensando en su voz, en su pelo, en la manera tan delicada de abrirle paso en la estación, en cómo se relajaba su mirada cuando se posaba en sus ojos… Al llegar a casa, dejó el libro sobre la biblioteca, y por automatismo, tomó el siguiente libro que había ya seleccionado la noche anterior, dirigiéndose hacia el comedor para tomar la cena ligera. Todo como era costumbre.

Sin embargo, esa noche, al pasar por el espejo de cuerpo entero que estaba en la entradita, y en el que todas las mañanas se miraba para comprobar, básicamente, que no le faltaba nada, esa noche, sin embargo, se paró y se miró detenidamente. Una mujer aún joven le devolvió la mirada, el pelo recogido y un poco sucio, tez clara, ojos negros intensos, y una nariz que alguna vez había sido demasiado grande para una niña. Se miraron a los ojos durante un momento, y en su mirada, ella creyó encontrar de nuevo la imagen de él, fuerte y amable, y comenzó a pensar en sus manos, en el tono de su voz, en las gotas de sudor que aparecieron en su frente al salir al bochorno de la tarde… El libro, abandonado, ya para siempre, quedó en la repisa de la entrada, mientras ella se abandonaba a su propia historia de amor.

domingo, enero 23, 2011

El hombre de los ojos de cristal

Se habían vuelto a encontrar por casualidad, en la librería de viejo del pasaje San Ginés; él, como siempre, atraído como una polilla por todo aquello que tuviera papel y letras, ella, bueno, nunca supo qué hacía allí. Habían pasado quince años desde su último encuentro, y le costó reconocerla. Al principio, no le dio mayor importancia a la figura femenina que ojeaba libros usados en francés, a unos pasos de él. No fue hasta que la oyó preguntar el precio de un viejo volumen de poesía que se fijo en ella, su voz había despertado un recuerdo imperioso en su cabeza.

Ella había cambiado; los años no habían sido benévolos, pero aún conservaba esa nariz grande, la sonrisa amplia, más patas de gallo, pero los ojos igual de alegres. Siguiendo un instinto se acercó con rapidez, y tomando el libro que ella estaba empezando a dejar sobre el tablón, dijo:

Permítame que se lo regale.

Ella le miro sorprendida, asustada ante su aparición. Él la sonreía con su mejor sonrisa, intentando que ella recordara su cara, sus gestos. Dudaba. Los años tampoco habían sido buenos con él, su pelo había perdido color, sus ojos brillo, su cuerpo había cambiado la musculatura por la grasa… Sin embargo, al cabo de pocos segundos, pudo ver en sus ojos el reconocimiento, primero, y la alegría después, premiándole con ese brillo que tantas veces había visto antes.

Se besaron como dos desconocidos. Ella agradeció el gesto, él ofreció tomar un café cerca, si no tenía prisa ni ninguna otra cosa que hacer, ella aceptó coqueta. Fueron a uno de los pocos cafés que conservaban su antiguo mobiliario, resistiéndose a cambiar por la moda del cuero y el metacrilato, y se sentaron frente a frente. Hablaron durante horas, tímidos al principio, habían perdido toda la intimidad, pero conforme fueron deshojando las hojas de sus libros de vida, contándose las peripecias de esos años ausentes, volvieron a recobrar parte de la complicidad de antaño.

¿Por qué te fuiste?, le preguntó él, después de varios cafés, ya cenando en un pequeño restaurante cerca de la Plaza de la Opera. Era la pregunta que le había estado rondando todos esos años

Era una gran oportunidad, dijo ella, significaba volver a mi país, con un trabajo estable, en lo que yo quería. Había estado demasiado tiempo negándome a mí misma.

¿Y por qué no supe de ti?

Ella le miró. Podía ver la angustia que ese hombre había sentido, el dolor de la separación sin sentido, bajo su pregunta. Pero también veía a un hombre fuerte, seguro de sí mismo, que había superado esa y otras etapas.

No eras nada para mí, le respondió, mirándole fijamente a los ojos. Antes de tomar esa decisión, ya no éramos más que amigos que a veces se acuestan juntos, no te sentía cerca de mí. Cuando me marché, rompí con todo lo que había sido mi etapa en Madrid: mi marido, mis cosas, mis amigas, tú. No tenía necesidad de vosotros.

El sonrió con tristeza. Había llegado a esa misma conclusión al tiempo de su marcha, al saber que no se había puesto en contacto con ninguno de sus conocidos, aunque ese conocimiento no le había ahorrado dolor ni pesar por la pérdida. Pero ya había superado ese y otros amores, y el muchacho que ella había conocido ya no existía.

Siguieron hablando largo rato, de sus vidas, de sus hechos, de las familias y conocidos. Se pusieron al día de cada uno durante la cena, y siguieron conversando frente a una copa en un bar, cerca de su casa, acerca de sus sueños y pesares. Así ella supo que él se había casado y separado dos veces, que había viajado por medio mundo y ahora se había refugiado en el centro de Madrid. Ella le contó cómo había trabajado muchos años como traductora en Bruselas, hasta que encontró un trabajo en su Toulouse natal, que le había llevado a Madrid por unos días. No había vuelto a casarse.

Las horas pasaron. Ella preguntó ¿me invitas a la última en tu casa?, él aceptó la insinuación. Ambos sabían que en ello no había más que la continuación lógica de una tarde de amistad entre dos personas adultas que se atraen, nada más. Sin embargo, hicieron el amor apasionadamente, como si quisieran recobrar los años perdidos, volver a ese piso de Antonio López, a esas noches de verano, a la juventud extraviada.

Por la mañana, él la llevo el desayuno a la cama, e hicieron el amor una vez más, sosegada y amorosamente, como una despedida. Al acompañarla al aeropuerto, tras haber recogido sus cosas en el hotel, él sabía que no la volvería a ver; pero esta vez ella no dejaba ningún hueco en su corazón, ni heridas que hubiera que sanar. Cuando se despidieron, ella le besó tiernamente en la mejilla sin afeitar, al mismo tiempo que le susurraba Â bientôt, mon ami.

Esperó hasta que cruzó la puerta de aduanas, despidiéndose con la mano, y regresó a Madrid. Aún no había encontrado el libro que estaba buscando, pero había cerrado un capítulo abierto en su vida.

viernes, enero 21, 2011

Urracas en las palmeras

Como a él le gustaba contar, empezó tomando una copa de anís a escondidas el día de su primera comunión, y terminó, varios años después, sin trabajo, abandonado por la familia, malviviendo en un refugio de cartones en el Paseo Fluvial. El Charly se levantaba al salir el sol, eso en las ocasiones en que conseguía dormir, por la tiritera del mono (el del anís, decía cuando estaba de buen humor), hacia sus necesidades bajos los arcos del Puente Viejo, y comenzaba su peregrinación diaria: misa del alba en el Cristo del Buen Dolor, donde alguna de las beatas madrugadoras le dejaba algo de calderilla, con suerte, para seguir con la misa de ocho en Nuestra Señora de la Soledad, zona rica, de derechas de toda la vida, donde a lo mejor conseguía para tomar un café y comprarse una barra de pan; pasaba luego por el Pryca, donde limosneaba hasta que los seguratas le echaban, y finalizaba la mañana en cola del comedor de las Hermanas Auxiliadoras, donde tomaba, si la cola no era muy grande y era su día bueno, la única comida caliente de la jornada.

En esas andaba cuando el coche patrulla se acercó. Dos policías de paisano se bajaron y, entre forcejeos y gritos, le obligaron a subir al auto, saliendo después en dirección a la autopista. Una hora más tarde, estaba en la estación de servicio, tomando un menú de consomé o ensalada, filete con patatas o pollo con zanahorias, flan o helado de postre, café y servicio 7,50 euros, con el subinspector Gallo.

Al subinspector Gallo le caía bien el Charly, aunque no se lo reconocería ni a su madre. Era un yonki desahuciado que vendería a su hermana como comida de gatos por una dosis, sí, pero no le vendería mierda a un chaval de 12 años; era un hijoputa pero era la clase de hijoputa que le gustaban al subinspector. Eran poli y confidente desde hacía varios años, cosa más que sabida en los barrios bajos, aunque aún seguían haciendo el paripé de la resistencia al arresto, por la ‘reputación’ del Charly. Ambos sabían que esa podía ser la única comida del Charly en varios días, pero tenían un acuerdo tácito: el Charly no devoraba como una bestia y el subinspector le dejaba repetir menú.

Como siempre esperaron al café para hablar de sus negocios, mientras la camarera atendía sus labores detrás de la barra del autoservicio.

Mucho frío, jefe, dijo Charly, mientras se hurgaba los dientes con unas uñas negras, provocando un eructo que hizo vibrar los cristales del bar.

No me jodas Charly, ¿qué sabes?

, no he oído nada

El subinspector le miró por encima de las gafas. Lo que pasase en los barrios bajos de la ciudad, en las Ínsulas o en Villa Patria, acababa siempre, por arte de magía, llegando a los oídos del Charly. Hacía dos días había aparecido un cuerpo decapitado frente a la Delegación de Gobierno, y los periódicos estaban sacando toda la carnaza contra la policía. Esa mañana el subinspector había estado aguantando el chaparrón durante 20 minutos, mientras el comisario le gritaba de todo menos bonito. No estaba de humor para tonterías

Ya me estás contando qué mierda sabes

Bueno, dijo Charly, viendo que no estaba el horno para bollos, aunque le hubieran venido bien, se dice por ahí que hay gente nueva en la ciudad, extranjeros, que han venído con dinero y ganas de armarla

¿Quiénes son?

No sé, no he escuchado nada más, parece que rusos o rumanos

¿Qué quieren y qué tienen que ver con el fiambre? No habían conseguido identificar al muerto, y eso era lo que más cabreaba al comisario

El bisho es su tarjeta de visita, han venido para quedarse.

Vía de servicio

En algún momento de mi azarosa vida, cometí el ‘error’ de apuntarme a varios de esos sitios webs que te prometen encontrar el amor de tu vida con apenas un par de clics. Los primeros días recibía comunicaciones casi diarias de parte de los administradores con fotos ‘reales’ de mujeres que se acomodaban a mis preferencias; cuando pinchaba en las fotos de las que me parecía que realmente podrían ser algo más que un dibujo, era entonces cuando te comunicaban el truco. Para poder acceder a datos reales, que te permitieran al menos conocer si la foto era de una persona real o trucada (hay mucho lagart@ por internet), tenías que haber pasado por caja previamente.

Claro, ese es el modo en que estos sitios consiguen sobrevivir, pero yo no estaba tan desesperado (algunos de mis amigos dirían ‘tacaño’) y aún no veía claro que pagar por contactos fuera a solucionar mi problema; aunque ahora que esta información va a desaparecer de los periódicos, igual me lo tengo que replantear.

El caso es que, como muchas de las cosas que he hecho en mi vida, no me descolgué de esos sitios de alterne virtual, y cada dos o tres días sigo recibiendo un correo con fotos de ‘mujeres que pueden ser de tu gusto’, correos que inmediatamente iban a la carpeta de correo basura y eran eliminados casi sin mirar.

Sin embargo, hoy he recibido un correo que me ha hecho reflexionar un poco; en este caso, las mujeres que se ajustan a mis gustos son jovencitas, ligeras de ropa, con nombres sugerentes, en posturas que dejan poco lugar a la imaginación. Vamos, que mi primera reacción ha sido cerrar con rapidez el correo y mirar a mi alrededor con culpabilidad, como si estuviera ‘repasando’ una revista porno entre los informes de productividad en el trabajo y entrara mi jefa al despacho.

Lo que me ha llamado la atención es el salto que ha dado esta página de citas, desde enviar fotos más o menos reales, con poses que podrían pasar por modosas y normales, a enviar imágenes que directamente parecen sacadas de alguna revista para pedófilos y similares. Y me pregunto si el truco de aumentar el grado de apetencia del producto funcionara como en otros sitios: rebajas sobre rebajas, comidas ultra light, dos o tres por uno…

En fin, voy a ver si me han mandado otro correo, por si la tendencia aumenta :)

miércoles, enero 19, 2011

Paths to desire

Permaneció unos minutos mirando hacia el camino, como si esperase que el grupo volviera. El beso de Lumia le había provocado una especie de parálisis, su cerebro no acertaba a comunicarse con su cuerpo. Al cabo de un rato, prosiguió su camino con la cabeza llena de preguntas, de deseos, de esperanzas y miedos.

Consiguió llegar a su casa casi por instinto, ajeno a todo y todos durante el resto del trayecto. Una vez en su casa, Héctor se sentó en uno de los sillones de la biblioteca, intentando analizar lo sucedido. Aún podía sentir el suave contacto de sus labios, la presión contra su boca, recordaba como en un sueño haber notado que la joven cerró los ojos al besarle. Si cerraba los suyos, todavía creía oler el sutil perfume de su pelo.

La mañana pasó, y la tarde se consumió mientras permanecía sentado en la biblioteca, rememorando el instante, junto con todo lo que había pasado con esa joven: los sollozos en la noche en que se conocieron, sus sueños intranquilos durante la convalecencia, las noticias que le había dado Germán, su compañero de estudios, acerca de las razones del asesinato de sus padres, su autoimpuesto exilio… En esos meses, su pensamiento había ido más de una vez hacia la joven, aunque trató de ahogarlo en casi todos los licores conocidos.

Era noche cerrada cuando por fin se levantó, su cuerpo dolorido quejándose amargamente, y se dirigió a su habitación. Se desnudó fatigosamente, aún con los ojos llenos de ese instante que se empezaba a borrar por el uso, y se contempló en el espejo de cuerpo entero que cubría una de las paredes. Sus ojos, cansados y enrojecidos, le devolvieron la imagen de un hombre ya mayor, cercano a la derrota y con la mayor parte de sus sueños rotos. “No te hagas ilusiones, viejo”, le dijo, “dolerá menos.”

A las puertas

Dime, ¿por qué lo haces?

No lo sé, contesto el muchacho, es algo que me sale del alma.

El viejo escuchaba al niño con interés, intentando descubrir si mentía o decía la verdad. Había sido profesor durante muchos años, primero en escuelas parroquiales, y luego, cuando su fe decreció hasta desaparecer por completo, en escuelas de pueblo, donde sus conocimientos de latín y ciencias le situaban muy por encima de la media de maestros.

Estaban en una de las salas de la vieja escuela, ahora vacía de niños. El sol entraba por las ventanas e iluminaba los pupitres y sillas huérfanas, haciendo que el polvo de generaciones de tizas bailase en sus rayos. El viejo estaba sentado en la mesa del maestro, situada sobre una tarima poco elevada, mientras el niño se encontraba a su lado, de pie. La palmeta, sobre la mesa, indicaba a las claras el motivo de la reunión, y las miradas furtivas del chiquillo lo confirmaban.

Te lo preguntaré de nuevo, y más vale que la respuesta me convenza, dijo de pronto, con voz sonora el anciano, tomando el mango de la palmeta para hacer más real su amenaza.

El chiquillo le miró fijamente y luego a la tablilla, sopesando con cuidado una respuesta de la que podía depender su bienestar físico. Se mordía los labios, indeciso.

No sé, dijo finalmente, bajando la cabeza.

El golpe estalló en toda la sala, haciendo vibrar los cristales de las ventanas del extremo opuesto; las motas de polvo se movieron frenéticamente con las ondas que produjo. El impacto hizo que el muchacho metiera la cabeza entre los hombros, como si quisiera protegerla del inminente choque, cerrando con fuerza los ojos y apretando los dientes tan fuerte como podía.

Tan asustado estaba, que tardó unos segundos en darse cuenta que había sido la mesa la que había sufrido toda la fuerza del maestro, levantando décadas de polvo que ahora caían como una suave nevisca sobre ellos. Perplejo, abrió los ojos con mucho cuidado, mientras se relajaba poco a poco, la sorpresa aún le hacía retumbar el corazón.

El viejo estaba inmóvil, la mano que había golpeado la mesa marcada con un contorno de polvo, un ligero temblor en su cara. Márchate, dijo, ¡ahora!, gritó, desplomándose sobre la silla.

El muchacho salió corriendo, sin esperar a que el maestro cambiara de opinión, aliviado por haber escapado al castigo, deseoso de reunirse con sus compañeros y vanagloriarse de la hazaña.

El anciano permaneció varios minutos sentado, sin moverse. Finalmente, tanteó hasta encontrar el bastón que había dejado a un lado de la mesa, y se fue caminando, con una mano palpando el aire. Había acabado otro día de escuela.

C'est l'amour qui retient dans ses chaînes

Le había parecido ver una chispa de alegría en los ojos del hombre al alzar sus ojos, pero había durado apenas un instante. Las convenciones sociales habían vuelto a dominar la escena enseguida, haciendo que intercambiaran vanas frases cordiales, antes de que el hombre se despidiera con amabilidad. Ella había quedado mirando un segundo su marcha, antes de volver hacia el grupo de sus amigas (que seguro estaban cuchicheando sobre su descarada actitud). Sentía que algo había quedado pendiente, algo no estaba bien.

Nunca supo qué le hizo decidirse, en qué estaba pensando en ese momento, qué instinto o sentimiento le hicieron comportarse cómo lo hizo. Más tarde, en el internado, mientras recordaba lo sucedido como en una nube, tuvo que admitirse a sí misma que fue esa sensación de vacío, de falta de plenitud en el momento, lo que la llevó a darse la vuelta, echar a correr hacia el hombre, y al llegar a su altura, levantarse ligeramente sobre sus pies para dejar un rápido beso en los labios del sorprendido hombre, dejándolo desconcertado mientras la veía regresar corriendo de nuevo, las mejillas arreboladas no sabía si por la carrera o por los sentimientos, hacia el grupo de muchachas con el que desapareció de la vista.

martes, enero 18, 2011

Aire moreno de cañaveral

El movimiento de la joven le sobresaltó. El contacto de su guante con la tela de su abrigo fue como un latigazo en su espina dorsal. Miró primero a su mano, puesta sobre su brazo con naturalidad, y luego a la muchacha. Lo que vio en su rostro le hizo relajarse por completo. Un mechón de su cabello sobresalía de su sombrero y le caía sobre la frente, haciendo que su mirada se fijara en sus grandes ojos castaños, que le observaban con una intensidad que le asustó inicialmente. Intentó articular algunas palabras de cortesía, al mismo tiempo que procuraba deshacerse de la mano de la joven, su primera intención proseguir el camino. Pero de nuevo ella le desarmó por completo, el sonido de su voz hizo que su corazón intentara estallar en su pecho, al mismo tiempo que sus ojos no podían despegarse de los suyos, inmensos, como un negro pozo del que no hubiera salida.

Más tarde, intentando rememorar la escena, no pudo recordar las palabras exactas que habían intercambiado: unas frases de cortesía, preguntas por sus familiares, los estudios, su salud… Supo así que estaba en Algena por unos días, que regresaba al internado al día siguiente, a terminar su último año de estudios, su futuro aún no estaba decidido, claro que daría sus recuerdos al abuelo, muy amable por su parte.

Amanecer del aurora

Lumia levantó la vista al oír su voz, y lo reconoció enseguida. No habían cambiado los años su rostro sereno de ojos calmos, ni habían agregado más arrugas, tal vez algún pliegue nuevo aparecía ahora en su frente. Más canas sí, pero no había perdido cabello, le pareció intuir cuando se levantó el sombrero para saludar al grupo de sus amigas, que le habían dejado atrás en un momento de ensimismamiento.

Su corazón se aceleró. Por alguna razón, su mente llevaba varios días centrada en lo que había pasado aquella noche, recordando cada detalle de los días siguientes, de su convalecencia, de las horas de conversación mientras se recuperaba, de los paseos por el campo, de los silencios. Después de que el hombre desapareciera (“es mejor así” le había dicho su abuelo, al preguntarle por las razones de su ausencia) Lumia había llorado con tristeza por la pérdida del amigo fiel, de la empatía de sus sentimientos, pero al cabo de poco tiempo, su joven naturaleza le había ayudado a olvidarlo, y a clasificarlo dentro de las memorias de infancia, como sus muñecas e inocentes juegos. Recuerdos que a veces regresan con más fuerza que los hechos recientes.

Su presencia allí la hizo despertar de su ensoñación, y con un atrevimiento que luego no supo explicar de dónde había sacado, se acercó a él y le tomó del brazo, impidiendo que siguiera su camino.

domingo, enero 16, 2011

Lluvia tranquila

El encuentro le cogió completamente por sorpresa. Esa mañana había salido temprano de su casa, aprovechando el aumento de las horas de luz solar para pasear por los alrededores del pueblo, como era su costumbre. Ese día sus vagabundeos por montes y quebradas le hicieron regresar por la antigua carretera de Valdiviejas, ahora apenas un camino terroso que sólo utilizaban algunos vecinos para acercarse a las parcelas y terrenos de la falda oeste de la Sierra de las Cabrillas, pero que antiguamente era la vía preferente de comunicación del pueblo con las localidades vecinas, hasta que se construyó la carretera de Valgarrovillas, que evitaba rodeos y reducía el tiempo de viaje.

Siguiendo este camino se encontraba el antiguo cementerio de Algena, rodeado de una tapia blanca y oculto de la senda tras una pequeña colina. Una decisión repentina le hizo entrar en el camposanto, abriendo la verja negra que lo guardaba y que solo se cerraba por las noches. Caminó un buen rato por sus veredas, sin un rumbo definido, hasta que se encontró de pronto frente a la tumba de sus padres. Comprendió entonces el motivo de sus pasos, la añoranza que le había asaltado durante esa mañana, en la que todos los rincones le traían recuerdos de su infancia. Miró la tumba de su madre y recordó su rostro bondadoso, su peinado siempre a la moda, la volvió a ver sentada tejiendo o cosiendo en el salón, mientras observaba la calle y sus viandantes. Los recuerdos de su padre no fueron tan apacibles, pero el tiempo había hecho que el hombre viera a su progenitor de una manera distinta, sin la hostilidad de la juventud.

El paso de los años y el olvido habían hecho crecer rabanillos y otras malas hierbas en los alrededores de la tumba, y el hombre se ocupó de la limpieza de ambos sepulcros, más por prolongar el tiempo en compañía de sus padres que por penitencia. Cuando acabó su tarea era ya media mañana, y el sol tibio de finales de invierno estaba calentando los fríos huesos que reposaban en el camposanto.

Fue al salir del cementerio cuando la vio, paseando junto a otras muchachas por el viejo camino. Normalmente el grupo de jóvenes no le hubiera llamado la atención, y con seguridad habría evitado cruzarse con ellas desapareciendo a un lado de la vereda. Pero tal vez fueros los sentimientos que le inundaban en ese momento, o tal vez el que la joven se hubiera rezagado y fuese sola, lo que hizo que se fijara en esa muchacha, vestida con un negro abrigo que tapaba cualquier forma. La reconoció al cabo de unos segundos, aunque su rostro había cambiado bastante desde la última vez que la vio. Era ahora más lleno, más pleno de vida y juventud, aunque los ojos habían cambiado poco; seguían teniendo un aire de tristeza que aparecía por momentos, como si la joven intentara ocultarlo.

El grupo ya le había visto, y las muchachas le observaban con recelo. Comprendió al instante que, con lo que se contaba de él en el pueblo, y en aquellas circunstancias, ninguna de ellas querría acercarse a él, por lo que se llevo la mano al sombrero, y saludó cortésmente a aquellas niñas, pasando a su lado lo más deprisa que pudo.

Más fácil que ayer

Nuestra casa estaba situada en la periferia del pueblo, en una calle en que en el momento de su construcción había muy pocas casas: durante muchos años estuvo frente a nuestra puerta, al otro lado de la calle, un chiquero, en el que aprovechábamos para tirar las basuras, alimentando a sus inquilinos, y del que en verano sufríamos sus moscas y olores. Con los años, otras casas se construyeron a su lado, enfrente y por arriba, eliminando de esta manera muchas de las características que la hacían especialmente única, y que aún perviven en mi memoria.

Por razones de construcción, en la casa habitaban 3 familias, ambos tíos nuestros, por lo que en verano nos juntábamos muchos primos en el mismo lugar, lo que hacía que las excursiones familiares a la piscina o a cualquier otro sitio una autentica campaña militar, con provisiones, toallas, mantas, etc. Nosotros habitábamos el piso medio, que era el que daba a la calle principal; desde nuestra puerta podíamos ver los riscos de esa parte del valle, y el sobrevolar de los buitres que recorrían la serranía en busca de carroñas.

Recuerdo las tardes de calor veraniego, cuando después de regar profusamente el pavimento para refrescarlo, se instalaba una mesa con cuatro sillas y se organizaban largas partidas de cartas, que en ocasiones se prolongaban hasta la noche, bajo la luz de la farola que el ayuntamiento había tenido a bien instalar en nuestro edificio. Eran reñidas competiciones, en las que parejas de primos o hermanos se enfrentaban entre sí; en muchas ocasiones incluso nuestros padres entraban en la lid, como si estuvieran en la taberna de Castro, y las voces y juramentos se escuchaban en toda la calle.

La nuestra era una de las últimas farolas antes de salir del pueblo, y en las noches de fines de semana las parejas acostumbraban a sentarse en nuestras escaleras, bajo su luz, para conversar de madrugada, después del baile. La ventana de mi habitación daba directamente a esas escaleras, y recuerdo haberme despertado varias veces con el sonido de susurros y voces quedas, que a veces se prolongaban hasta bien entrada la madrugada. En los no escasos momentos en que el fluido eléctrico fallaba, muchos de esos sonidos se volvían ininteligibles para mi corta edad y experiencia.

Desde nuestra terraza se tenía una vista privilegiada de los tejados del pueblo, que se extendían a ambos lados de la carretera, subiendo contra las empinadas laderas de la parte de solana del valle, y muchas tardes las he pasado en esa terraza observando los relámpagos de la tormenta contra las montañas, o las cortinas de lluvia moverse grises sobre el valle, incluso los atardeceres cuando el sol se escondía tras el risco.

En muchas ocasiones, cuando ya el sol hacía rato que se había escondido y el calor había remitido, y con la intención de dar un paseo antes de acostarnos, nuestros padres nos llevaban a una caminata por las afueras del pueblo, especialmente en noches sin luna, para que pudiéramos admirar el cielo nocturno y sus maravillas. Para chicos de ciudad como nosotros, observar estrellas y constelaciones, invisibles en muchas de nuestras calles de ciudad, era todo un espectáculo, así como el caminar en la oscuridad, e ir adivinando formas y siluetas que aparecían en el camino; a veces, esas formas se convertían en una pareja que intentaba disimular sus negocios ante la presencia de adultos.

viernes, enero 14, 2011

Suave brisa de arboleda

A sus dieciséis años, Lumia era una muchacha de rara belleza. Tenía una nariz respingona y fina, enmarcada en un campo de pecas, que no lograban competir con sus grandes ojos castaños, siempre dispuestos a mostrar chispas de alegría, y una bonita sonrisa de dientes blancos que iluminaba su cara cuando aparecía, bastante frecuentemente. Sí, era cierto que no podía rivalizar con otras niñas del internado, como Clara Valduesa, con su larga melena rubia y aristocráticos ojos azules, el centro de atención en todas las actividades escolares, o con Rosa Campos, de la que se decía que tenía los pechos más grandes de todo el internado. Pero Lumia se encontraba a gusto con su cuerpo, y no participaba de los juegos de las otras niñas, pensados para cazar un marido rico o realizar un matrimonio de prestigio.

El internado del Sagrado Corazón había sido un convento en la segunda mitad del siglo XIX, y había ido decayendo hasta que la orden decidió habilitarlo como internado para señoritas después de la Guerra. En él se educaban las hijas de la nobleza regional, así como los retoños de los nuevos ricos creados por el estraperlo y el racionamiento. Las antiguas celdas de las monjas se habían habilitado y unido para crear salas de clase, de estudio, de costura, despachos para las hermanas, etc., pero los antiguos desvanes estaban prácticamente intactos: una gran habitación que recorría cada edificio de punta a punta, donde las lavanderas ponían la ropa a secar en los días de lluvia, y que también servía de almacén de trastos y palomar ocasional.

A Lumia le gustaba la buhardilla de su edificio, le gustaba pasar las horas muertas asomada al ventanuco que daba a la plaza de Armas, viendo pasar a la gente mientras el sol le calentaba el rostro. Le gustaba imaginar las vidas que llevarían los viandantes: aquel soldado de uniforme venía de las colonias, seguramente al encuentro de la novia que esperaba su regreso con ansiedad; aquel caballero que miraba el reloj estaba esperando un importante paquete de Madrid, con el que salvaría la honra de su amada; aquella pareja que paseaba por la plaza, seguidos a corta distancia por la madre de la muchacha, se amaban con locura, y esa misma noche se fugarían hacía Paris para vivir su amor sin tapujos.

Aquella tarde lluviosa las lecciones de francés no le interesaban lo más mínimo, y en cuanto pudo se escabullo hacia los trasteros subiendo las viejas escaleras de madera. Había que ser muy sigilosa, ya que los tablones estaban tan viejos que crujían al menor peso, y las monjas tenían muy buen oído. Una vez llegó al último piso se escabulló a través de una de las puertas y se dirigió a su lugar favorito, una habitación separada por dos tabiques del resto del desván, en la que las monjas guardaban repuestos de ropa de cama, y que tenía una ventana que daba a uno de los laterales de la plaza. La lluvia había dejado paso a una fina llovizna que caía sobre la ciudad, y algunos de los más osados ya no llevaban paraguas. Asomada a la ventana, Lumia podía ver casi toda la plaza, aunque tenía que tener cuidado si no quería que las gotas que caían desde el viejo vierteaguas de cinc, y que iban a morir a un pequeño charco entre las tejas de debajo del ventanuco, le mojasen el pelo negro, corto como le gustaba llevarlo.

Sin paseantes a los que observar, Lumia se contentó con mirar cómo iban creciendo y cayendo lentamente las gotas al charquito, y cómo rebotaban hasta formar una diminuta forma de campana, con su sonido característico al caer de nuevo. Era su último año en el internado, y en pocas semanas estaría de vuelta en Algena, con sus abuelo, con los estudios terminados y poco más que hace que esperar a que apareciera el hombre de sus sueños. Sin saber por qué, recordó una noche hacía ya varios años, en la que sus terrores la llevaron al bosque, y como una mano fuerte y delicada al mismo tiempo la sacó del olvido y la trajo de regreso. Sonrió, y el sol apareciendo entre las nubes iluminó su rostro como si estuviera esperando su sonrisa para salir a despedir la tarde.

miércoles, enero 12, 2011

Buscando huellas de tu piel en mi piel

La habitación no era grande, pero estaba limpia. Apenas cuatro paredes con una cama, un velador, un par de sillas donde colgar la ropa, y un pequeño cuarto de baño adosado a un lateral. En el exterior de la única ventana la niebla cubría la ciudad, apagando el ruido de pasos y envolviendo a las farolas en un halo que no conseguía atravesar las hebras de vapor.

En la habitación, sobre la cama, un hombre pensaba tumbado sobre la cama, la mano cruzada bajo la cabeza y un pico de la sabana tapando su hombría, mientras escuchaba el sonido de la ducha correr. Gotas de sudor todavía perlaban su frente y su amplio pecho, mostrando señales del reciente coito.

Desde que había regresado a Algena, el hombre solía visitar una o dos veces al mes Casa Cocot, siempre a altas horas de la noche, aunque nunca había pretendido pasar desapercibido. La dueña, doña Águeda, le solía recibir en el salón principal, y, tras las primeras visitas, le obsequiaba con su conversación y una copa de brandy, regalo que muchos de los clientes habituales desdeñaban, presas del deseo frenético y culpable.

El hombre siempre conversaba con ella unos minutos, mientras una de las chicas se quedaba libre o se aseaba, y enseguida encontraron lugares comunes sobre los que intercambiar recuerdos y sensaciones: las noches de Paris, los baños en la playa de la Concha, las convulsiones y esperanzas de la II República… Estas conversaciones normalmente terminaban con la llegada de Clara o Irene, raramente Emilia, que acompañaban al hombre al piso superior, tras despedirse de doña Águeda educadamente.

A las chicas les gustaba el hombre. De hablar pausado y tranquilo, nunca las violentaba ni las trataba como objetos, como hacían muchos de sus clientes, acostumbrados o deseosos de poder dominar a una hembra, aunque tuvieran que pagar por ello. El hombre siempre era cortés con ellas, amable, y les pagaba generosamente, con un gesto que no resultaba ofensivo ni condescendiente. Tras el primer combate dominado por el deseo urgente, le gustaba permanecer en la cama largo tiempo, acompañado por ellas; era entonces cuando les hablaba de lugares lejanos, de tiempos pasados y evocaciones ya olvidadas, mientras ellas se acurrucaban junto a su cuerpo desnudo. Con el tiempo, ellas también compartieron parte de sus recuerdos con el hombre que las hacía sentir personas.

La ducha acababa de terminar su ronroneo y Emilia apareció por la puerta del cuarto de baño, sus formas juveniles contrastaban con la tristeza de sus ojos verdes mientras atravesaba desnuda la pequeña habitación y se recostaba junto al hombre, su delicada mano acariciando el velludo pecho aún húmedo. El hombre comenzó a hablar, y Emilia comenzó a soñar con sus palabras: visiones de un futuro mejor, más justo, de un porvenir donde el pasado no importase y solo se valorase a cada uno por su presente.

Al cabo de un rato, el hombre calló, girándose para mirarla a los ojos, al mismo tiempo que su mano se deslizaba por su costado. Sonrió, como si la viera por primera vez, y ella pudo ver en sus ojos el nacimiento de un deseo sereno y pleno, sin urgencias, y sonrió a su vez, bajando los ojos con una timidez desacostumbrada en ella. Las manos del hombre acariciaban su vientre, al mismo tiempo que sus labios recorrían su cuello, haciendo que Emilia sintiera su cálido aliento. El hombre no tenía prisa, y con suavidad empleó sus dedos, sus manos, sus labios, su lengua, sobre el cuerpo de la joven, hasta que Emilia comenzó a suspirar, primero, y luego a jadear con cada nuevo embate del hombre, arqueando su cuerpo en respuesta a sus hábiles dedos.

En el exterior la niebla escondía la ciudad, apagando los sonidos y reduciendo la luz de las farolas.

domingo, enero 09, 2011

Octubre

¿Dónde estás? ¿Qué fue de ti? Estos últimos años he estado intentando localizarte, saber de tí, ver tus fotos, volver a oír tu voz. Espero que aquello que empezaste cuando terminó lo nuestro te fuera bien, que te casases y tuvieras hijos. Yo no logré superarlo, y durante años intenté encontrarte, primero a través de tus amigos, tus conocidos, tus familiares. Luego, en otras mujeres, en otras vidas. Nunca lo conseguí.

Recuerdo la suavidad de tus mejillas, el tacto de tu piel en mi piel, la sonoridad de tu voz, tus recuerdos de los días de Madrid y Lima, las historias que me contabas de tu familia y sus problemas, tus ganas de superar todo y al mismo tiempo tus ansías de ser querida, de ser aceptada.

Nos encontramos en un momento equivocado. Tú viste en mí al hombre que te podía apartar de la línea del pasado, a aquel que podría hacerte feliz, desafiando todo lo que tu destino te deparaba. Querías que yo fuera tu galante caballero, el esposo dedicado y fiel que te inculcaron las monjas de tu infancia. No pudiste comprender, o lo hiciste muy tarde, que no era sino un niño buscando ser querido, que mi soledad era demasiado grande para ti, no quise ver que las historias de cuento son eso, cuentos.

Desapareciste por la puerta de atrás, sin que me diera tiempo a despedirme, dejándome con la congoja y con la humillación. Con los años aprendí a comprender y a perdonar, pero la herida que me hiciste sigue sangrando de vez en cuando, en días de lluvia, en noches de verano, cuando camino solo por el parque a altas horas de la madrugada, buscando qué sé yo. A veces, en esos momentos, creo oler tu perfume, que me trae el viento traicionero, y una vez creí sentir el tacto de tu pelo, fino y sedoso, como los hilos del recuerdo.

sábado, enero 08, 2011

Maitines

El viento sopla contra mi cara mientras me envuelvo más fuertemente con la capa, intentando conservar un poco de calor contra el ataque de las nubes. La noche es fría, desapacible, el cierzo sopla con fuerza, levantando aullidos y lamentos en las ramas y roquedos. A lo lejos veo las luces del pueblo, encaramado en su otero; pocas casas se ven iluminadas, y apenas algunas de las escasas farolas se ven por encima de la muralla. Una luz está subiendo por el camino, un punto blanco que aparece y desaparece contra la noche; será el médico, regresando de una emergencia en las aparcerías próximas.
Aspiro la humedad de la tierra mientras observo a las nubes correr por el cielo, enmarcadas por la luz de una luna que aparece y desaparece, como si jugara al escondite conmigo. Cuando alcanzo la cima del cerro aparecen algunas estrellas por el norte, presagio de una noche clara y fría.

Nadie me espera. Suelo venir aquí cuando necesito aclarar mis ideas, la soledad de la meseta castellana me ayuda a liberar mis pensamientos, normalmente enredados con tantas cosas que no puedo entender. A pesar de la temperatura y de la oscuridad, mi alma reconoce la belleza del momento: las lluvias de la tarde han limpiado la atmosfera del polvo levantado por la tormenta, y puedo ver la forma del pueblo silueteada por la luna, la iglesia de la Soledad dominante con su alto campanario, las torres de la muralla vigilantes sobre el camino por el que llega el viajero.

Desde aquí puedo ver mi casa y la ventana donde ella duerme, la imagino soñando con el hijo que crece en su vientre. ¿Me extrañará? ¿Sentirá mi ausencia? Recuerdo nuestra última conversación, el alcohol dominándome de nuevo, mis gritos, mis recriminaciones, las lágrimas que corrían por su cara, lágrimas de despecho y de odio, los reproches de los vecinos a la mañana siguiente, sus miradas críticas, el silencio de mis compañeros en la faena. Todo el pueblo sabía de nuestras desavenencias, de nuestras peleas, de mis borracheras. En alguna ocasión había llegado a casa y me había encontrado a don Froilán hablando con ella, negra sotana como negro cuervo, llenando su corazón y su cabeza con pensamientos en mi contra.

La noche avanza y mis ideas se aclaran, como esperaba. La luna ya luce grande, pronto será tiempo de siembra. Los campos necesitarán brazos que los abran, que los inseminen, que los preparen para dar sus frutos al hombre. Tal vez pueda encontrar trabajo en Medina, o unirme a los pastores que regresan a las dehesas, allí podría iniciar una nueva vida, lejos de habladurías y pasado.



Martín se levantó, recogió su hatillo con sus pocas pertenencias, una muda de ropa, algo de pan y queso duro para el camino, y se dirigió al Camino Real, alejándose del pueblo que le vio nacer y al que nunca más regresó.

jueves, enero 06, 2011

Cuando buscas en mí

Tras despedir a la cuadrilla, Águeda se dio la vuelta y contempló la casa. Habían trabajado bien, muy duro durante las últimas semanas, pero había valido la pena el esfuerzo. Podía ver ahora un edificio completamente remozado, de tres pisos, con balcones y ventanas nuevas, iluminado alegremente por bombillas y lámparas, la pintura de la fachada aún fresca.

A la mañana siguiente, bien temprano, llegó de nuevo el viejo autobús Chevrolet, carraspeando por la carretera de Valgarrovillas, y de él se bajaron varias mujeres jóvenes, ataviadas con vestidos vaporosos y frescos, demasiado frescos según la expresión del sacristán, el único testigo de su madrugadora llegada. Águeda las recibió a la puerta de la casa con efusivos abrazos y besos, habían pasado por mucho juntas antes de este momento.

Clara, una muchacha morena, de piel aceitunada, con unos ojos negros que habían enloquecido a muchos hombres, y con un ligero acento que los años no habían hecho desaparecer, fue la primera que se bajó del autobús, saliendo al encuentro de Águeda. Había llegado de Italia, adolescente y huida de su casa, acompañando a un novio que vino a España a luchar como brigadista pero desgraciadamente el muchacho había muerto en Brunete, por lo que estuvo vagando por los frentes de batalla durante el resto de la guerra. Cuando Águeda la encontró, en un burdel de Madrid, la habían rapado y violado tantas veces que la pobre chica apenas era humana. Águeda se la llevó fuera de Madrid, y la cuidó hasta que recuperó las fuerzas y el alma, y desde entonces las dos mujeres eran como hermanas.

Tras Clara se bajó Irene, moviendo su larga y oscura melena que contrastaba con una piel blanca y perfecta. Hija de aristócratas, estudiaba en un colegio de monjas de Madrid, pasando el verano en la capital cuando estalló la revolución, y una masa de obreros entró a tropel en el convento, arrasando con todo lo valioso, incluida su inocencia. Sola en la ciudad durante el largo asedio, se había enamorado de un teniente de Abastos, con el que había huido hacia Francia, para encontrarse con un campo de concentración. Allí había perdido la pista del teniente, y con el comienzo de la guerra con los alemanes, había tomado la opción de regresar a España. Su apellido la liberó de la cárcel, pero sus acciones y pasado le habían enajenado la pertenencia a su antigua clase social. Águeda la encontró en la cola del comedor de las Hijas de la Caridad, aterida y mugrienta, y se la llevó con ella, ya hacía algunos años.

Finalmente salió Emilia del autobús, una muchacha delgada y esbelta, con una cabellera negra que relucía al sol que ya aparecía por encima de algunos tejados. Emilia era la hija menor de un tornero sevillano, cuyos hermanos y padres desaparecieron en la vorágine de los primeros meses de la guerra, pasando entonces ella a la custodia de la única hermana de su madre, Águeda. Con ella había pasado los últimos años, de la infancia a la adolescencia, hasta convertirse en una hermosa joven, de rostro agradable y hermosos ojos negros, que dejaban salir en ocasiones rastros de los sufrimientos y dolores que había visto y sufrido.

Las cuatro mujeres se abrazaron y besaron, contentas de estar de nuevo juntas, alegres por la nueva vida que les esperaba, ilusionadas y en paz como hacía muchos años que no lo conseguían estarlo. Tras varios minutos de besos y carantoñas, Águeda las condujo al interior de la casa, donde tomaron un reparador chocolate.

Había abierto Casa Cocot.

lunes, enero 03, 2011

A picture worth a thousand lies

La tarde fría y lluviosa me llevó de nuevo a la taberna, donde al menos tendría el calor que mi habitación de la pensión no me daba. Hacía varios días que estaba en Madrid, terminando la preparación de unas oposiciones, y la taberna se había convertido en mi lugar de estudio favorito. Me sentaba en una mesa de mármol, cerca de la ventana a la calle del Príncipe, con suficiente luz para estudiar durante el día, y bajo una de las lámparas de queroseno que iluminaba el café durante las horas nocturnas. No había mucha clientela, y el camarero ya conocía mis gustos; mi taza de café se enfriaba a mi lado, mientras yo iba pasando los folios e intentaba concentrarme en mi futuro, hasta que los ojos ya no me aguantaban más y me retiraba a la fría habitación que había arrendado en una pensión cercana.

La clientela habitual del bar era escasa y variopinta, no había mucha gente en aquella barriada que pudiera pagar los 50 céntimos que costaba el café en aquellos días, ni mucho menos las cuatro pesetas del menú, que yo podía pagarme gracias a las regalías que mi tío el diacono compartía conmigo y mi madre, lo que nos permitía tener un pasar más que aceptable, y a mi poder pagar la pensión y la comida sin muchas estrecheces, aunque sin lujos.

Aquella tarde me asombró la cantidad de gente que había en el lugar, tanta que tuve que esperar un rato hasta que se desocupó mi mesa habitual, tiempo que empleé en revisar las caras de los habituales. Estaba don Jacinto, un catedrático de instituto jubilado con el que alguna vez había tenido una agradable conversación acerca de los clásicos griegos; enjuto y siempre envuelto en su abrigo de lana negra, solía pasar horas con la mirada perdida, buceando en sus recuerdos. La señora Julia esta vez estaba acompañada de una vecina, siempre mirando de hurtadillas con sus ojillos de urraca, seguramente hablando mal del resto de vecinos, siempre echando cizaña. Don Antonio también estaba allí, con su achicoria aguada y su vaso de agua, esperando siempre a algún incauto que le comprara la fórmula de la gasolina sintética.

Pero lo que más me llamó la atención, entre el humo y el bullicio, fue la aparición de un piano de cola en el pequeño entarimado, en uno de los laterales de la taberna. Me sorprendió la presencia del instrumento, un viejo aparato que había visto mejores días y mejores audiencias según pude examinarlo en la distancia. Ya iba a preguntar a Carlos cuando un hombrecillo se levantó y se acercó al piano, levantando la tapa del mismo y acomodando la silla; con movimientos cansados se quitó el abrigo y el sombrero, que dejó a un lado de la caja, se sentó y comenzó a tocar.

No soy un hombre versado en música, mi formación ha sido siempre humanística, y las únicas canciones que puedo identificar son las de las zarzuelas que me cantaba mi tía de pequeño. Pero la música que aquel hombre lograba sacar del piano me hizo levantar la vista de los diálogos de Platón y escuchar con atención aquellos acordes; no sé por qué, pero aquella melodía me hizo recordar mi infancia en los pastos norteños, la hierba siempre verde que crecía en el tejado de nuestra casa, a mi tío Tolo mientras segaba el heno en el prado, y cerré los ojos para disfrutar del olor a hierba recién cortada. Al cabo de un rato, después de la sorpresa inicial, todos los clientes estaban escuchando aquella maravillosa música y por sus expresiones se podía ver que tenía en ellos un efecto similar. Desde mi posición podía ver cómo los hombros y la cabeza del hombre seguían el ritmo de la música, como se elevaban y bajaban según quisiera acentuar una u otra emoción a la canción. Olvidados ya los diálogos, me di cuenta de que no existía partitura alguna, que el pianista intentaba expresar sus sentimientos con cada golpe de macillo, arrancando de los batientes notas que nunca creí posibles.

Al terminar, tocando las teclas suave y lentamente hasta que los acordes se hicieron inaudibles, el hombre se levantó, se puso el abrigo y el sombrero y salió a la calle. Al pasar por mi lado pude verle la cara: un rostro nada especial, la nariz muy grande tal vez. Pero pude ver claramente, a la luz de la lámpara de queroseno de mi mesa, ya encendida, que tenía los ojos cubiertos de lágrimas.

El pianista volvió varias veces por la taberna, siguiendo siempre el mismo ritual. Dejaba el abrigo y el sombrero sobre la caja y empezaba a tocar, nunca la misma canción, y nunca el mismo efecto sobre mí, o los demás parroquianos: sus notas me hicieron revivir la muerte de mi padre, postrado en la cama por una rara enfermedad, y el dolor que sentí al no poder acompañarle en su lecho de muerte, mientras el padre Aquilino me hablaba de la importancia de los estudios en el seminario; en otra ocasión, una música rápida y furiosa me hizo rememorar mi salida del seminario, mi furia, mi odio, la rabia que sentí al creerme olvidado de Dios y abandonado por los hombres. Una vez sus acordes me recordaron a mi primer amor, y volví a invocar aquellos paseos por el parque de la Seo, tomados de la mano, mientras la primavera calentaba el aire, el olor de su pelo, el sonido de su risa… En varias ocasiones compartía las lágrimas que el pianista mostraba al terminar su pequeño concierto, y en una oportunidad cruzamos nuestras miradas nebulosas y me sonrió comprensivo.

Al cabo de un tiempo los exámenes me alejaron de la taberna, y durante unas semanas no pude acercarme al lugar, enfrascado como estaba entre tribunales y repaso de temarios con un antiguo decano, amigo de mi padre. Después de unos días de merecido descanso junto a mi madre en el norte, regresé a Madrid a conocer las calificaciones finales, y por casualidad me alojé en la misma pensión que había usado para la preparación. Caminando una ventosa mañana cerca del Viaducto, pasé junto a la taberna en la que tantas tardes me había cobijado, y entré, más que nada para protegerme del viento y calentarme el estómago con un café. El piano había desaparecido, aunque los habituales seguían allí: Carlos, el camarero, don Jacinto, don Antonio, la señora Julia y su comadre… Cuando pregunté a Carlos por el pianista meneó la cabeza. “Ya no viene por aquí, y la dueña ha empeñado el piano colín en el Monte de Piedad” “¿Y por qué dejó de venir? ¿Alguien se quejó?” “No, al contrario. Cuando tocaba era cuando más llena estaba la taberna” “¿Entonces?” pregunté. Carlos me miró, y en sus ojos pude ver más de treinta años sirviendo vinos y cafés, echando a borrachos alborotadores, luchando con los acreedores día a día… “No sé, tal vez ya lavó sus recuerdos”

sábado, enero 01, 2011

Carbon y ramas secas

Lo difícil que es encontrar a la persona que se ajusta a ti. Nos enseñan en las escuelas, en la televisión, en nuestros cuentos y refranes, que toda persona tiene a alguien con quien puede congeniar y llegar a formar una familia, una de esas que dura toda la vida, hasta que la muerte los separe, etc.

Mentira.

La verdad es que con siete mil millones de seres humanos aplastando este planeta tienes más posibilidades de estar solo más tiempo que estar con una pareja, tienes más posibilidades de quedarte para vestir/desvestir santos que de casarte, tal y como lo veían nuestros padres. Si hasta ya se habla de una generación de solteros, de casas para singles, del poder adquisitivo de las familias monoparentales, se hacen productos de belleza y financieros exclusivamente para soltero/as (y no necesariamente homosexuales)…

Y sin embargo, la sociedad sigue empeñada en que las mieles de la felicidad solo están reservadas a los que están emparejados, a los sexualmente reproductivos, a los que renuevan la base generacional. Igual que hace unos años el énfasis se hacía en la diferencia de los roles sexuales, la mujer la pata quebrada y….

La felicidad no tiene que venir de la persona que está a tu lado, tiene que surgir de tu propio interior, tiene que brotar y llamar a otras personas, si sienten esa llamada. El concepto de familia tiene que depender menos de los lazos sanguíneos y más de los que realmente importan; puede ser más hermano tuyo el vecino que está ahí cuando lo necesitas que uno que no has visto en 30 años ni lo ha intentado. Y si esa familia es muy reducida, no tiene por qué ser malo.

Yo reivindico desde aquí el modelo Scrooge-light: una persona dedicada a sus negocios/aficiones, que no necesita del resto del mundo más para que relaciones colaterales (supermercado, bar, sexo ocasional), un cochino feliz en su inmundicia, que no precisa de nada más que de aquello que le hace sentirse vivo, y que no hace ningún daño al mundo con su existencia. Son seres que prefieren vivir en soledad o rodeados solo de aquellas personas que les proporcionan positivismo, sin olvidar nunca que no estamos solos en este mundo, y que nuestra meta debe ser siempre dejar un mundo mejor que el que nos encontramos: ermitaños, profesores vocacionales, aquellos que eligen servir como forma de vida (misioneros, voluntarios, religiosos de buena fe…), solitarios sociales…

Quede claro que abomino de los Scrooge-hard, seres egoístas y traicioneros, dispuestos a aprovecharse del prójimo, sin un ápice de compasión y cuya definición de felicidad lleva aparejada la desgracia de otros, bien por acción o por omisión. Son estos personajes que viven su soledad con orgullo desmedido, usando a otras personas para calmar sus apetitos, sin pensar en las necesidades de esas personas, y que en muchas ocasiones tienen un barniz de respetabilidad que se resquebraja bajo el más mínimo escrutinio: presidentes de república, políticos de todas las raleas, empresarios avariciosos, banqueros codiciosos y cortoplacistas, líderes religiosos (que se olvidan que la fe es el mayor de los dones, y que no debe ser dilapidado), chulos y camellos de todo tipo…

Si has encontrado a tu media naranja, recuerda que no debes exprimirla, sino plantar tus semillas junto a las suyas, y luchar para que los frutos sean de ambos, no de uno solo.

The heart ask pleasure first

Poco o nada había cambiado en los escasos años en que estuvo ausente, Algena seguía siendo el mismo pueblo que había dejado, un lugar sin afán de cambios y cuyos habitantes no deseaban modificar su pacífica y aburrida vida. El efecto que este segundo regreso tuvo sobre el hombre fue menor que aquel de años atrás, en esta ocasión ya sabía qué podía esperar. La antigua casona permanecía inmutable en su lugar, apartada de las vías principales del pueblo, cerrada a cal y canto durante su ausencia; los pocos vecinos que se encontró seguían mirándoles con resquemor y extrañeza, los niños le rehuían de nuevo, pero algo había cambiado en su interior, y él lo sabía.
Los primeros días después de su retorno los ocupó en recuperar parte del antiguo esplendor de la casona: contrató a una cuadrilla de albañiles para reparar los desperfectos que el tiempo había causado en los muros ancestrales, así como un grupo de carpinteros para recomponer los estragos que el clima y la falta de moradores habían causado en ventanas y techos. Este repentino cambio, y las abundantes idas y venidas de hombres y material, no pasó desapercibido para las siempre curiosas miradas de beatas y correveidiles, y en poco tiempo se propagaron diversos rumores por Algena: algunos hablaban de que un nuevo inquilino se había hecho cargo de la casa a la muerte del anterior propietario, otros que un inglés de aspecto educado se iba a instalar con toda su familia en el pueblo, algunos más que un rico banquero de la capital se iba a alojar en ella para pasar la temporada de verano en el fresco clima de la sierra…

Al hombre no le llegó ninguno de esos rumores. Solo estaba concentrado en su nueva y gratificante tarea, crear un lugar habitable donde antes solo se había preocupado de vegetar. Por ello, la luz entró de nuevo a raudales en los grandes salones y piezas, ahuyentando fantasmas y espectros de vidas pasadas, que no entendía qué maleficio permitía tal claridad en sus antiguos dominios en ausencia del astro rey. Nuevos muebles llegaron en camiones desde rincones lejanos, viejos muebles se quemaron en una gigantesca hoguera, cual noche de San Juan liberadora, pira que horrorizó y espantó a muchos de los vecinos, temerosos del poder del fuego purificadora.

Y cuando todo estaba a punto de acabar, a pocas horas de que los trabajos de recuperación finalizaran, el hombre fue a recibir una carreta especial a la entrada de la casona, dando instrucciones a los peones para que transportaran los arcones y baúles hacia los pisos nobles. Grandes y pesadas cajas se llevaron así a la sala principal, otros tantos se depositaron en una de las habitaciones reformadas, mientras el hombre, mangas en los codos, señalaba ubicaciones, daba instrucciones, ayudaba en los pasos difíciles…

Finalizaron los trabajos de acondicionamiento y los obreros abandonaron el lugar, mientras el dueño paseaba por las remozadas estancias, observando y sopesando el cambio, preguntándose si realmente estaba haciendo lo correcto. A la mañana siguiente comenzó la parte más delicada, que realizó solo. Al cabo de las horas los nuevos armarios comenzaron a llenarse de ropa, que iba surgiendo de los arcones con metódica velocidad, mientras el hombre clasificaba camisas, pantalones, ropa de cama, de baño, de invierno, verano, entretiempo…

Más tarde, en una de las habitaciones creadas en la remodelación, el hombre comenzó a sacar delicadamente sus más preciados tesoros, y los amigos de su pasado, presente y futuro fueron desempacados y colocados amorosamente en las nuevas estanterías de la biblioteca de la casa: Robert Jordan, Elendil, Sinuhé, Trotty, Martín Marco, Lorca, Titania, los vecinos de Pueblanueva del Conde… todos salieron de sus cajas e instalaron sus amarillentos reales en las baldas, siguiendo un orden que solo el hombre conocía y administraba.

Cuando todo terminó, el hombre se dio una última vuelta por la renovada casa, aspirando aromas y esencias, descubriendo nuevos rincones y sutiles cambios de luz, abriendo y cerrando estancias, armarios y ventanas. Finalmente, cuando todo estuvo a su gusto, salió al exterior, al jardín ahora replantado y lleno de perfumes de renacimiento, y miró a la casona durante un buen rato, como si la viera por primera veza. Se secó con el dorso de la mano una lágrima, producto sin duda del frío atardecer, que le enturbiaba la mirada, y, con paso vacilante al principio, volvió a entrar, cerrando la puerta tras de sí. Si el quicio de la misma pudiera hablar, nos chivaría las palabras que iba repitiendo como un mantra mientras llegaba a su dintel y lo traspasaba: bienvenido a casa, bienvenido a casa, bienvenido a casa.

Mujer de clara piel y oscuros sentimientos

Toda esta actividad no pasó desapercibida para el resto del pueblo, que veía como la cuadrilla de obreros llegaba todas las mañanas a temprana hora, trabajaba de sol a sol, con ligeros descansos para el almuerzo y el sagrado solysombra en el bar de la plaza, y regresaba al viejo Ford AA al atardecer hasta el día siguiente. Muchas cábalas se hicieron sobre las obras y la identidad de la mujer que parecía dirigirlas, hasta que finalmente Abilio, el secretario del Ayuntamiento, tuvo a bien proporcionar noticias frescas en el bar del Casino: la mujer se llamaba Águeda, y había comprado varias casas de la calle Camino a sus antiguos propietarios, solicitando después permiso de obras para abrir un negocio de hostelería.

A partir de ahí casi todos los vecinos se hicieron su propia composición de futuro: los comerciantes se frotaban las manos pensando en los viajeros que llegarían y el dinero fresco que entraría en sus comercios; las jóvenes en edad casadera se ilusionaban con los ricos y varoniles viajeros que se alojarían en el hotel y que, obviamente, quedarían prendados de su belleza; el maestro de la escuela primaria ya preparaba su disertación sobre la noble historia de la villa, mientras el alcalde echaba cuentas sobre los ingresos extras que los turistas iban a reportar a las arcas municipales, y la gran proyección que le traería al pueblo, viéndose ya gobernador provincial y quién sabe si diputado…

Mientas tanto, las obras proseguían a buen ritmo, haciendo que la calle cambiase su aspecto al mismo tiempo que la primera casa se iba restaurando: se repararon los techos y se cambiaron los canalones de latón por unos más modernos y amplios; se reformó toda la fontanería, instalando nuevos y modernos aparatos, como duchas; se completó la instalación de luz eléctrica, tanto en el interior como en el exterior; se arreglaron las viejas ventanas de madera, poniendo cristales nuevos donde faltaban y cambiando las contraventanas rotas por unas nuevas de un lindo color verde manzana; se remendaron los balcones, haciéndolos más seguros y se les pusieron rejas nuevas; se pintaron la fachada y las habitaciones interiores; se colocó una nueva puerta de roble, desechando la antigua de dos batientes, ya muy carcomida…

Pronto comenzaron a llegar regularmente camiones cargados de enseres al pueblo, normalmente a última hora de la tarde, siendo descargados durante la noche, y partiendo a primera hora de la mañana. Los trabajos interiores fueron terminándose con el tiempo, y llegó el momento en que la cuadrilla de albañiles se despidió de la dueña de la casa, con un apretón de manos del viejo capataz. Lo último que hicieron antes de marchar fue colocar un gran cartel a la entrada, con letras doradas sobre fondo rojo, tras lo cual el Ford AA los llevó fuera del pueblo y de esta historia.