martes, junio 28, 2011

Prisionero de tus labios

Ella era una nuchacha bonita, de andares elegantes y manos finas, con el pelo siempre recogido en un moño, vestida de negro casi siempre. Él un mozo alto y espigado, con la camisa nueva de los domingos bajo la usada chaqueta de pana, apenas un hombre entre tantos otros quintos del año. Se habían visto otras veces: en misa, en la procesión del Amor Hermoso, en la plaza durante los bailes de Carnaval, en la romería a la ermita de San Andrés, pero nunca habían estado solos más de unos minutos. Habían hablado, reído y callado con otros primos y primas, con otros parientes de su edad en ese pequeño pueblo gallego en el que habían nacido, frente al mar y el monte, durante toda su infancia y adolescencia.

Nadie supo cómo había ocurrido, pero en unas pocas semanas Antonia y Manuel eran novios. Ahora paseaban juntos por el camino a la ermita, mientras las madres iban detrás hablando de sus cosas; se les podía ver sentados muy juntos en la iglesia, ella en uno de los últimos bancos de las mujeres, él de pie en las primeras filas de los hombres. En alguna ocasión las viejas beatas les habían pillado mirándose durante el santo sacramento…

Por eso sorprendió tanto en el pueblo lo que pasó. Las habladurías se dispararon, todos tenían una teoría, pero ninguna de las dos familias habló, nadie comentó nada. De la noche a la mañana la pareja de novios desapareció del pueblo y no volvió a ser vista. Unos decían que se habían fugado a La Coruña porque el padre de ella se oponía a la boda; otros que les habían visto en uno de los vapores que partían hacia Argentina, ella ya con un embarazo notable… A los pocos meses murió la madre de Antonia, que no se había quitado el luto en los últimos quince años, y poco más tarde el padre de la muchacha. Sus hermanos no volvieron a mencionar su nombre nunca más, y sus hijos y nietos nunca supieron de ella.

La familia de Manuel tampoco dijo nunca nada sobre el suceso. El padre había muerto en la guerra, años atrás, y la madre vivía en un pequeño caseríoo a las afueras del pueblo, con poco contacto con el resto del pueblo, y los demás familiares no comentaron la partida de los dos jóvenes con nadie durante mucho tiempo. Más tarde, ya cuando las estaciones habían pasado sobre el pueblo varias veces, llegó un pequeño paquete al caserío, con una fotografía de un niño regordete y sonriente, con su vestido de domingo, subido encima de un caballo de madera a la puerta de una iglesia. No tenía remite, no tenía ninguna carta; solo había un nombre escrito con letra infantil en el reverso de la fotografía. Al invierno siguiente murió la madre de Manuel, y sus hijos la enterraron con la fotografía entre las manos, junto con un viejo rosario de nogal que le había regalado su marido al casarse.

domingo, junio 26, 2011

Dije cosas sin sentido...

“Lo siento, no se puede operar.”
Las palabras cayeron sobre Marcos como un ladrillazo. Sentado en la consulta del oncólogo, con el abrigo en el asiento de al lado, había escuchado su sentencia de muerte con serena tranquilidad. Ya lo esperaba; las semanas anteriores habían estado llenas de duras pruebas y dolor, y la esperanza había ido desapareciendo con cada parte del cuerpo que le extraían.
El doctor aún le dio algunas falsas ilusiones, pero Marcos ya no le escuchaba. Se levantó cansinamente, y tras un protocolario “Gracias” al médico se dirigió a la salida. En la sala de espera permanecían dos o tres personas. En todas ellas vio el miedo reflejado cuando le vieron salir: “¿me tocará a mi también?” era la pregunta no hecha en sus caras.

Encendió un cigarrillo en el ascenso (qué más daba ahora) y aspiró el humo del tabaco con delectación, incluso agradeciendo el acceso de tos que le sobrevino casi al momento. En la calle hacia frio, se subió las solapas del abrigo y se dirigió hacia la boca de metro más cercana. Estaba llegando a la misma, cuando un impulso repentino le hizo seguir adelante, caminando por la Gran Vía en dirección a Alcalá sin un propósito definido, solo seguir caminando mientras su cuerpo pudiera.

Su mente estaba divagando, pensando en lo que el doctor le había dicho y en sus implicaciones. Era un hombre solo, no tenía familia cercana que le llorase o incluso una amiga o amante que le echase de menos. Por no tener, ni siquiera tomaba el desayuno en el mismo bar siempre. Nadie le recordaría, nadie pensaría en él el día de mañana…

Torció en la red de San Luis, bajando por la calle Montera. Las prostitutas le llamaban desde los soportales, pero Marcos no las oía. Recordaba otros momentos en esa misma calle, con sus compañeros de pensión mientras estudiaba, burlándose de las meretrices, o alquilando los servicios de alguna, cuando el dinero les llegaba para tales lujos. ¡Qué inocente era entonces! Encerrado en su cuarto estudiando día y noche para las oposiciones, intentando cumplir el último deseo de su madre moribunda, mientras los días pasaban y las estaciones discurrían por Madrid.

Siguió por la calle Mayor, cruzándose con muchos grupos de turistas, que iban a la plaza mayor o a alguno de los bares y tablaos de la zona. A Marcos le hubiera gustado viajar con Ana. La conoció en la notaría, a poco de incorporarse; era una hermosa joven de pelo rubio y ojos azules, de mirar alegre y risa rápida, con la que congenió enseguida. Tenían planes de casarse, de irse a vivir a Barcelona, de abrir un despacho de abogados y hacer una vida juntos. Una mañana no apareció por la oficina, ni respondió a las llamadas que hizo a su casa. Nunca supo qué había sido de ella, aunque tras denunciar su desaparición a la policía le llegó poco después una notificación indicando que había sido una “desaparición voluntaria”; nadie en comisaria supo darle razón o explicación de esa nota, pero el caso se archivó.

Frente a la Plaza de la Villa paró un momento a pedir fuego a un transeúnte. Ese cigarrillo ya no le quemó tanto como el primero, ayudándole a seguir el camino. La tarde ya se iba cerrando sobre Madrid, y las primeras luces se encendían ya cuando llegó a la calle Bailen. A su derecha se veían las farolas de la plaza de Oriente, y los grupos de turistas rezagados que iban subiendo a los autobuses o haciendo las últimas fotos al Palacio. Marcos giró hacia la izquierda, yendo por la acera del Gobierno Militar.

Los últimos años los había pasado como un hombre corriente, trabajando, saliendo de vez en cuando con los amigos, acudiendo a las profesionales para solventar sus deseos ocasionales, pagando sus impuestos… Hasta que comenzaron los dolores. Pronto los médicos le empezaron a hacer pruebas y más pruebas, incapaces de encontrar la razón de sus pérdidas de memoria, de su sed inacabable, de sus cambios de humor. Finalmente, un médico privado le soltó la bomba: cáncer, con metástasis en el cerebro y pulmones…

Desde entonces había recorrido clínicas y consultas, buscando una cura para su mal, mientras este se extendía y se apoderaba de su cuerpo. Cruzando sobre la calle Segovia le asaltó un recuerdo de su juventud: una vieja canción tocada por un hombrecillo en un viejo piano, que escuchó en una de las tabernas que se encontraban debajo de él.

Marcos se acercó al parapeto del Viaducto. Tenía lágrimas en los ojos. En su mente veía de nuevo a ese hombre, tocando con rabia y dulzura las teclas del piano, tocando una canción olvidada, una canción que tarareaba mientras caía al vacío…

sábado, junio 25, 2011

Sobre aguas turbulentas

El puente fue construido por los romanos en tiempos de Augusto, consiguiendo así el control efectivo sobre el vado que desde tiempo inmemorial existía en ese lugar, punto clave entre las rutas del norte y sur. A su alrededor creció la ciudad, primero como un conjunto de villas y calles siguiendo la ordenada cuadrícula romana, y de forma desordenada tras la caída del imperio, siempre bajo la cobertura de las viejas murallas hasta bien entrado el siglo XVI, en que fueron engullidas por el desarrollo urbano.

El puente original había resistido más de dos mil años, como principal y en ocasiones única vía de paso entre las ciudades y llanuras del sur y las tierras ricas en oro y otros minerales de las montañas del norte. Gracias a él la ciudad había prosperado a través de guerras, hambrunas, pestes y revoluciones, pero no había podido aguantar el paso del tiempo y los grandes camiones actuales, por lo que hace unos años se construyó un puente más moderno y resistente a unos metros al norte, por el que en la actualidad circulan trenes y coches.

El viejo puente ha quedado para uso peatonal, uniendo la parte antigua e histórica de la ciudad con los nuevos barrios surgidos a finales del siglo XX. Es una construcción de aspecto macizo, funcional, con doce arcos de medio punto que habían sido restaurados y reconstruidos en parte después de las guerras napoleónicas. Construidos con sillares de piedra de la cercana Sierra de las Culebras, los pilares centrales tienen amplios tajamares que les protegen de las crecidas primaverales, mientras los pilares de los extremos son grandes construcciones cuadradas de bloques simétricos y bien cementados. La calzada estaba enlosada y ligeramente inclinada, protegida por parapetos a los que se les había añadido unas pequeñas torres en la Edad Media, para el cobro del peaje de paso, y que en la actualidad constituían uno de los miradores más frecuentados de la ciudad.

Yo suelo pasear por él casi todos los días, de paso a mi puesto de trabajo en la Universidad desde mi hogar en la pensión en la que me alojo. Siempre con prisas, pensando en los exámenes, en las próximas oposiciones o, simplemente, luchando contra el tiempo inclemente de esta ciudad, nunca me había fijado en él hasta esta clara mañana de verano. Hoy he salido a caminar, aprovechando un día de luz y temperaturas frescas, poco habitual en estas fechas, en las que el receso de la actividad estudiantil me permite relajarme más de lo normal.

Camino por la calle principal de la parte nueva, a pocos metros de mi pensión, en dirección al puente. Durante mi paseo veo gran número de parejas jóvenes con hijos pequeños, a los que llevan en brazos o en coches infantiles; son parejas orgullosas, llenas de vida y amor, con unos niños hermosos y sanos, aprovechando la mañana de asueto para respirar y tomar el aire y el sol.

La entrada al puente estaba antaño protegida por dos torres a ambos lados, de las que en la actualidad apenas quedan unos sillares desgastados, que dan paso a las ruinas de las defensas inferiores. Por la calzada ya circulan grupos de personas, algunos deportistas en su fase final de la rutina diaria y varios grupos con niños corriendo de un lado a otro, asomándose a los parapetos, tirando piedras al rio o a los árboles que se alzan en esta parte de la orilla poco profunda. Los gritos de advertencia de las madres se confunden con los de excitación de la chavalería, que tira palos para observar como los arrastra la corriente por el otro lado.

Mientras sigo caminando veo a un halcón sobrevolar el puente, perseguido por un grupo de vencejos, seguramente protegiendo a su prole, en sus nidos bajo los arcos semicirculares, hechos con el barro de las orillas. Voy llegando a las torres de peaje, a los miradores, a esta hora ocupados por parejas: parejas de adolescentes, parejas de jóvenes sentados en los bancos de piedra puestos por el ayuntamiento, besándose, hablando o simplemente contemplando el paso del río mientras disfrutan de la compañía el uno del otro. El puente siempre fue un lugar de enamorados…

Las familias madrugadoras, las que salieron temprano con sus hijos a pasear, vuelven ahora a sus hogares, con los niños durmiendo la siesta en sus coches, o en los brazos de los abnegados padres. Me cruzo con ellos mientras me dirijo a la parte final del puente, la más restaurada, lo que se demuestra en el color más claro de los sillares, en sus ángulos más rectos, menos erosionados por el tiempo. Hombres y mujeres en edad madura aparecen ahora ante mi vista, deambulando de la mano o uno al lado del otro, conversando, en ocasiones discutiendo, ajenos a la luz de la mañana reflejada en el río y a todo lo que les rodea. Me cruzo con algún caminante solitario como yo, nuestras miradas se suelen entrelazar por un instante antes de seguir nuestros respectivos pasos, que en este momento me guían hasta la torre de entrada a la ciudad.

Esta conserva casi toda la estructura original, embellecida en la restauración del siglo XIX con una hermosa puerta y una amplia avenida arbolada hasta las primeras calles de la parte histórica. Es esta una zona en la que los jubilados gustan de pasar las mañanas, al frescor de los arboles, sentados en los bancos de hierro forjado y conversando con sus iguales, o simplemente dejando pasar el tiempo. Muchas veces he visto a algún anciano sentado en un banco solitario, apoyado en su bastón y con la mirada perdida en sus recuerdos, mientras cruzaba la avenida en dirección a la ciudad, a perderme en sus calles. El puente siempre ha sido un lugar para la memoria…

viernes, junio 24, 2011

Tarde ventosa y suave

Cuando Onofre marchó a hacer el servicio, y después a Barcelona, a buscar fortuna, el mundo de Manuel se había reducido a su mujer y la finca. Apenas recibían visitas, aparte de las monterías que organizaba el marqués, o cuando la marquesa venía a pasar unos días de descanso, con su amante. A Las Pozas solo llegaba el panadero cada cuatro días y, ocasionalmente, la pareja de la Guardia Civil que patrullaba por la zona, buscando furtivos. 

Los años habían pasado para Manuel y Antonia como un río tranquilo y sereno. Hablaban de las cosas del campo, de las manías y ordenes de los señores, de la economía doméstica… Algunas noches él se despertaba de madrugada y la escuchaba sollozar, hablar en sueños, y sabía que la niña se había presentado de nuevo a su querida madre, y que al día siguiente tendría que salir al campo toda la jornada, regresando en la noche para la cena.

Tras la partida de don Genaro llegó Onofre, con las provisiones y medicinas compradas en Alcázar, y escuchó el mismo diagnóstico del galeno. Onofre era un hombre alto, fornido, con un pelo rubio claro que ya empezaba a escasear, y unos ojos azules serenos y dulces, que contrastaban con los de su padre, pequeños y negros, encerrados en las arrugas del tiempo. Había llegado de Barcelona la tarde anterior, avisado por su padre, con su mujer, Carmen, para asistir durante la enfermedad de la madre. El encuentro entre ambos, después de casi 5 años sin verse, había sido poco protocolario: mientras Carmen se instalaba en la habitación pequeña, y comenzaba a cuidar a la enferma, los dos hombres salieron al exterior petaca y papel en mano, liando un cigarro mientras el más anciano preguntaba por el viaje. Onofre esperaba, sentado en el banco bajo la higuera. Al poco, la voz de Manuel se quebró, una mano arrugada y seca agarró su boina y con ella se cubrió el rostro, mientras sus hombros se movían con los sollozos largo tiempo contenidos. El hijo, con los ojos húmedos y la congoja en el alma, abrazó a su viejo progenitor, y lo cubrió como queriéndole proteger del dolor que llegaba.  

El tiempo bajo la higuera parecía haberse detenido para los dos hombres, unidos en el dolor por primera vez en años. Así permanecieron unos momentos, hasta que Manuel se serenó y se removió, separándose un poco del hijo. Se secó las lágrimas con el dorso de la vieja chaqueta de pana, y se volvió a poner la boina, mientras miraba al suelo.

Al poco llegó Carmen, los brazos arropados en una toquilla para protegerse del fresco de la anochecida. Era una mujer alta, de piel morena y piernas bien torneadas, con una frente ancha y clara, y unos ojos castaños rodeados ya por algunas arrugas. Se acercó a los dos hombres despacio, no queriendo romper el momento de intimidad entre padre e hijo, y finalmente se sentó al lado de Onofre. Esta dormida, parece que respira mejor, dijo con voz queda, mientras agarraba la mano de su marido, que la respondió con una leve sonrisa. Será mejor que entréis, empieza a refrescar.

martes, junio 21, 2011

Verás que hay mar...

Mientras Manuel observaba a su mujer sentía cómo iban aflorando los recuerdos de casi cincuenta años de convivencia: el primer baile que tuvieron juntos, la escapada de casa de su padre, cuando descubrieron que estaba embarazada de él, el nacimiento de Onofre y, años más tarde, el de Joaquinita, la muerte de la niña… Los años pasados en la casa de Las Pozas, atendiendo el cortijo mientras el marqués estaba en Madrid, pasaron por su mente como una galería de estampas antiguas, como las que había visto en casa de sus padres, allá en Tomelloso.
 
Antonia descansaba plácidamente, acostada en la cama de matrimonio, con el camisón puesto y un pañuelo húmedo en la frente, para aquietar la fiebre, mientras don Genaro, el médico, la tomaba el pulso mirando su viejo reloj de bolsillo. Al acabar echó una mirada a Manuel, indicándole que le siguiera fuera de la habitación, mientras su nuera Carmen acomodaba a la enferma.

"No mejora Manuel", dijo mientras guardaba sus instrumentos en el gastado maletín de cuero, "y a su edad ya es muy difícil que se restablezca por completo".

La Antonia había caído enferma, con sudores fríos y temblores, una tarde de verano cuando volvían de la era en el carro, y les pilló por sorpresa una tormenta de granizo, dejándolos completamente calados antes de llegar a refugio. Había estado con malestares y tos durante varios días, siempre negándose a llamar al doctor, siempre encargándose de las tareas de la casa. Una noche, cuándo Manuel regresó del campo al atardecer, después de vigilar los venados para la montería de la siguiente semana, la encontró tumbada en el suelo de la cocina, con el cuerpo ardiendo y bañada en sudor.

Durante muchos años Las Pozas había sido parte de la pedanía de Arroyoculebro, un pequeño poblado a medio camino entre Tomelloso y Alcázar, en el que apenas había cuatro casas para los aparceros del marqués. La casa señorial, a la que se llegaba por un camino que salía de la carretera principal, era una edificación grande y robusta, reformada varias veces con el correr de los siglos, y tenía adosada una pequeña estancia, apenas una cocina y dos habitaciones, en la que vivían los guardeses. En ese lugar pasaron Antonia y Manuel los últimos 20 años, al servicio del marqués, y a esa casa llegó don Genaro esa tarde, montado en su viejo Ford.

lunes, junio 13, 2011

Deseo el aire que te rodea

“¿Y esa cicatriz?”, preguntó, mientras pasaba sus dedos sobre una herida antigua, en su espalda, para seguir después su contorno con los labios.

“¿Esa? Me la hizo un oso”, respondió él, tumbado de espaldas sobre la cama.

“¿Un oso?”, dijo, y con la sorpresa separó los labios de su piel.
“Sí, me estaba tirando a su compañera y no le gustó mucho.”

Mientras escuchaba estaba admirando la herida, imaginando la lucha entre su amado y el plantígrado cuando por el rabillo del ojo le vio, burlón y con esa sonrisa que siempre ponía cuando le tomaba el pelo.

“¡Pero serás… tonto!” dijo, mientras le empujaba con fuerza, haciendo que rodara por la cama, al mismo tiempo que se daba la vuelta, dándole la espalda y cruzando los brazos.

“Ven aquí”, dijo él, aún riendo, acercándose decidido, acariciando sus brazos al mismo tiempo que le besaba dulcemente la nuca. Sabía que no podía resistirse a esa caricia, y efectivamente, a los pocos minutos estaban besándose de nuevo, haciendo una danza con sus cuerpos que ya duraba varios días.

A la mañana siguiente salieron hacia el muelle. Dentro del paquete vacacional que habían contratado tenían un paseo por barco por algunas de las miles de islas que bordeaban la costa, una de las más afamadas del Adriático, con paradas en algunos de los lugares más hermosos de la zona. Mientras él le ayudaba a acomodarse en el viejo catamarán, Danny pensaba en lo maravillosas que estaban resultando estas vacaciones. Las habían planeado durante meses, luchando para hacer coincidir sus periodos de descanso y al mismo tiempo encontrar una oferta que les gustase a los dos. Habían coincidido casi al instante, cuando la ejecutiva de la agencia de viajes les había mostrado el folleto: sol, playa, cultura y varios días en un hotel de ensueño, todo por un precio bastante acomodado. No lo dudaron y se inscribieron enseguida.

No lo habían lamentado. Desde el primer momento todo había sido perfecto. Les habían asignado una habitación enorme, con un saloncito y gran baño, además de uno de los cuartos más grandes que recordaba haber visto: una gran cama con sabanas blancas y suaves, un pequeño vestidor y una zona de trabajo, con una mesa y un par de sillones, en los que habían tirado las maletas mientras probaban la cama, que fue de su entera satisfacción.

Durante los días siguientes habían pasado varias horas en la playa privada del hotel, una pequeña caleta con una arena finísima y blanca, en la que había muy poca gente. Era temporada baja, y apenas alguna que otra pareja como ellos y un par de familias con niños permanecían en el hotel. Varias veces habían tenido la playa para ellos solos, y había aprovechado para que su magnífico cuerpo se asoleara mientras él nadaba o se tumbaba a su lado.

Eran sus primeras vacaciones juntos, y no habían pasado el suficiente tiempo como pareja para que su deseo de estar uno junto al otro se hubiera diluido o desvanecido. Aprovechaban casi cualquier oportunidad para besarse, para acariciarse, bien fuera paseando por el casco antiguo del pueblo vecino, en el mar, a cubierto de  miradas indiscretas tras unas rocas, en los pasillos y ascensores del hotel…

La tripulación del pequeño catamarán soltó amarras, con ellos como los únicos pasajeros. El capitán del barco, haciendo una pequeña concesión, les permitió ir sobre la red que unía los dos cascos de la embarcación. El viaje fue casi como si volaran sobre el agua, a poca distancia de ellos, y sin nada más que una fuerte y ligera malla plástica. Visitaron antiguos monasterios, viejas ruinas que el sol y el abandono estaban destruyendo, cuevas de aguas transparentes y turquesas, formaciones geológicas de nombres evocadores como la Cabeza de la Medusa, o la Cueva de Teseo... Y en todo momento no se soltaron de la mano excepto para subir y bajar del barco, o tomarse fotos el uno al otro.

Volvieron al puerto ya con el sol sacando los colores al cielo, cansados, alegres y con un montón de recuerdos en la tarjeta de memoria de su cámara fotográfica. Tras despedirse del amable capitán y su tripulación, se dirigieron al hotel, abrazados por la cintura, mientras las luces del pueblo se iban encendiendo. La brisa marina les traía olores de frituras y voces distantes, un rumor que apenas entraba en la burbuja que se habían fabricado, un mundo propio que se habían ido construyendo a lo largo de meses de relación y convivencia, y en el que ambos se mostraban sin tapujos, sin defensas, el uno al otro.

“Te quiero, Daniel”

“Te quiero, Tomás”

jueves, junio 09, 2011

Se non ti cerco non vuol dire che mi hai perso...

Se habían separado pocos minutos atrás. Él todavía sentía el aroma de su pelo mientras bajaba las escaleras del metro, buscando un tren que le llevaría lejos de ella, como todos los días. La había visto entrar en su casa desde la acera de enfrente, aunque se habían despedido en la esquina para que su madre no les viera, abrazados estrechamente y con sus bocas fundidas en un único momento...
 
Cada noche era el mismo ritual: caminaban de la mano por el bulevar hasta llegar a la esquina de la calle de ella, y bajo una farola que titilaba por falta de mantenimiento se decían adiós, con besos largos, suaves y repetidos, mientras él le acariciaba su largo y fuerte pelo, su adorado y deseado cuerpo. Ella le abrazaba y acariciaba por debajo de la ropa, sintiendo su piel y el vello que cubría su pecho. Luego ella se recomponía ropa y peinado como buenamente podía, y con un último beso se alejaba hacia el portal de su casa cruzando la calle, mientras, él seguía por la vereda hacia el metro, a veces persiguiendo su aroma contra el viento, girando la vista para ver cómo ella llegaba al portal y con un último gesto de la mano entraba en su oscuridad.


En el metro él seguía pensando y repasando lo ocurrido durante la tarde: el tiempo pasado en el banco del parque, bajo aquél árbol que les habían dicho que era del amor y que habían hecho suyo con la navaja de él. Volvía a saborear el cacao de su protector labial, la crema suavizante de sus manos, recordaba el aroma de su perfume cuando besaba el lóbulo de sus orejas, sentía de nuevo sus manos en su cuello, sus dedos dibujando corazones en su pecho, el sonido de su voz susurrando secretos compartidos en sus oídos…


El movimiento de la gente le despertaba de sus ensoñaciones cuando llegaba a la estación final. Se bajaba de forma automática, con su mente aún en el cuerpo de ella, con sus ojos perdidos y desenfocados, una sonrisa en su rostro iluminado. Otros rostros grises le acompañaban en la escalera mecánica mientras regresaba a la superficie, el sol apuntando por encima de los tejados del pueblo en el que vivía...


Caminaba despacio, medio mortal y medio dios, con el corazón agigantado por los recuerdos, por el amor que sentía… Las manos en los bolsillos y la mirada en el suelo, viendo no el asfalto de la calle sino los ojos de ella, su sonrisa, sus manos delicadas y fuertes, el contorno de su cuerpo a contraluz en la habitación del hotel…


Llegaba a su casa, al final de una avenida arbolada mientras los pájaros despertaban, y abría despacio con sus llaves, dejaba la cartera en el mueble de la entrada y subía a la habitación. Su esposa, aún dormida, recibía el beso de buenos días que le daba en la mejilla antes de entrar en el baño, y le abrazaba cuando entraba en la cama, cansado y culpable...


Buenos días, qué tal el trabajo, preguntaba ella, somnolienta, todos los días.


Bien, como siempre, mentía él, todos los días...

lunes, junio 06, 2011

En este mismo instante

En este mismo instante me encuentro delante del profesor que me dará clases a partir de mañana en una pequeña escuela primaria, el inicio de un recorrido que acabará años más tarde. En este mismo instante salgo de regreso a mi realidad cotidiana entre truenos y relámpagos, con la cabeza llena de planes e ideas, con el futuro incierto de todo comienzo. En este mismo instante mi hijo me agarra el dedo por vez primera con su manita infantil, haciendo que todo lo pasado haya valido la pena, y que mi corazón se ensanche. En este mismo instante mi madre muere sin que haya podido decirle cuánto la quiero, mientras me encuentro lejos de su lado.

En este mismo instante mi nombre sale de sus labios mientras su cuerpo se contrae por los espasmos del placer, y ese sonido se convierte en todo mi universo por un segundo. En este mismo instante me encuentro sentado en el rompeolas, escuchando las voces que el viento me trae e intentando encontrar un sentido a sus mensajes, sabiendo que no existe. En este mismo instante el sol se pone tras las colinas, mientras en la terraza de mi casa mi perro duerme a mis pies, confiado y contento por mi presencia. En este mismo instante estoy sobrevolando las cumbres nevadas de los Andes, de camino a una aventura que no sé cómo acabará pero que estoy ansioso por empezar. En este mismo instante estoy apoyado en el parapeto de Cabo da Roca, sintiendo el viento golpear mi cara, mover mis ropas, y pienso en lanzarme al vacío para poder volar.

En este mismo instante ella me dice que nunca ha pensado en mí más que como un amigo, y mi joven corazón sufre su primera rotura, el primer desengaño. En este mismo instante entro con mi maleta por la puerta de la que será mi primera casa, empezando un camino que nunca será desandado. En este mismo instante estoy sentado en la ventana, con los pies apoyados sobre la verja de la terraza, mientras veo como cae la lluvia sobre el valle y los rayos dibujan finos trazos sobre las rocas de los cerros. En este mismo instante estoy apoyado en un rincón del aeropuerto, esperando la salida de mi vuelo, mientras escribo mis pensamientos en una libreta negra. En este mismo instante la vida, mi vida…