miércoles, octubre 31, 2012

Primavera

Eusebio se secó el sudor con un viejo pañuelo que llevaba atado a la manga, mientras conducía a las bestias por el terreno. Llevaba rastrillando desde antes de la salida del sol, tenía que terminar de preparar el terreno para la siembra a tiempo, hoy era un día muy especial. Una sonrisa le iluminaba la cara cuando pensaba en María y en su próxima boda, y se ensanchaba aún más cuando lo hacía en la noche de bodas que le seguiría.

Manejaba a las vacas con los ramales, dirigiéndolas para romper la primera capa de tierra, reseca por los tempranos soles primaverales, esponjando y dejando el terreno preparado para la siembra. De pie sobre el rastrillo, añadiendo su peso al de los tablones de madera, para que las púas metálicas pudieran romper el cortezón más eficazmente, Eusebio recordaba cómo había cortejado a María, cómo habían ido juntos a los bailes y romerías del año pasado, y cómo se había finalmente atrevido a hablar a su padre de sus intenciones. Entre las dos familias había habido una larga negociación hasta que la dote fue acordada y pagada.

Al día siguiente se casarían y María iría a vivir a la casa que había estado construyendo todo el invierno. Sería el hogar en el que criarían a sus hijos, formando una familia como habían hecho sus padres, y los padres de sus padres, antes que ellos.

domingo, octubre 28, 2012

¿Un aniversario que celebrar?

Acabo de leer la noticia. Hoy hace treinta años del triunfo del Partido Socialista Obrero Español, con Felipe González a la cabeza, en 1982. Un 48% de los votos, más de diez millones de votos de los de entonces, como diría algún amigo mío. ¿Y qué hacía yo por esas fechas?

En octubre de ese año yo había comenzado mis estudios en la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad Complutense. Un chaval de apenas dieciocho años, que casi no había salido de Parla en su vida, se desplazaba todos los días en aquellos míticos autobuses a la estación de trenes y luego en los vagones de RENFE con “asientos de cuero”, para tomar el metro en Atocha, con cientos de otros habitantes del extrarradio, hacer transbordo en Sol y bajarse en la estación de Moncloa y seguir caminando hasta su facultad. Toda una aventura.

Recuerdo entrar en clase, un 26 de octubre, en aquellas aulas de techos astronómicos (corría la historia de que nuestra facultad, la “caja de cerillas” fue inicialmente un proyecto para un país monzónico, por eso los techos de más de diez metros de las aulas de la planta baja), y recibir al profesor de Química General, un jovenzuelo de barba rala y calvicie ya más que incipiente, decirnos, como si fuéramos seres humanos en vez de alumnos que deberían callar y escuchar, “¿Habéis visto la que hay montada ahí fuera? Viene Miguel Ríos a tocar”.

“Ahí fuera” era el solar que entonces existía entre las facultades de Farmacia y Biológicas, y que actualmente es el Real Jardín Botánico Alfonso XIII. En aquella explanada se había montado el escenario para el mitin fin de campaña del PSOE, con la actuación, entre otros, de Miguel Ríos y Felipe González. Creo que ya ninguno de los dos hace giras, pero aquel profesor de Química abandonó las clases y la Universidad a los pocos días, entrando en el equipo de desarrollo de la LOGSE. Desde entonces ha escalado posiciones, ha sido ministro y ahora creo que tiene un buen trabajo, aunque, como todos en estos tiempos, está en la cuerda floja y puede que le despidan, seguramente con una indemnización acorde a los años de servicio.

Próxima estación

El joven se apoyaba en una de las columnas de la entrada a la estación, pasadas las taquillas. Llevaba ya unos minutos esperando, mirando ansiosamente hacia la salida del metro, observando a todos los viajeros que salían o entraban por ella. Habían quedado en ese lugar, para conocerse al fin, después de varios meses de cartas y llamadas de teléfono.

Su relación comenzó por casualidad, un comentario sobre una entrada en un blog de literatura le había llamado la atención y decidió comentar a su vez. La autora de la primera nota le respondió, y así empezó un intercambio de ideas y opiniones que poco a poco fue derivando a un terreno más personal. A las pocas semanas se intercambiaban fotos y teléfonos, desde ahí fue todo en caída libre: mensajes, regalos, flores, conversaciones largas y muy íntimas que desembocaron en el primer “te quiero”.

Habían decidido encontrarse personalmente aprovechando un viaje de él a la ciudad de ella, y durante las semanas previas habían fantaseado con lo que podría ocurrir: besos y abrazos, caricias por fin sentidas y dadas con toda la pasión que ambos almacenaban, una estancia más prolongada por parte de él…

Ella se retrasaba. Ya llevaba varios minutos esperando, apoyado en su columna, y observando con esperanza a los viajeros que salían por los torniquetes, deseando ver su cara entre los rostros anónimos que llenaban la estación a esa hora de la tarde. Le llevaba un regalo, un precioso colgante que había encontrado en una feria artesanal en su ciudad natal. Sabía que le gustaría el detalle, tanto como a él le había gustado comprarlo pensando en ella.

Los minutos pasaron, y se convirtieron en horas. Poco a poco la ilusión inicial se convirtió en frustración y desengaño. Intentó llamar a su teléfono, sin respuesta. Finalmente, después de esperar más tiempo del que su cabeza le aconsejaba, con el corazón dolido y confuso, se dio la vuelta y salió de la estación, cabizbajo, melancólico, preocupado, pensando unas veces que algo le había pasado, otras que nunca debió haber ido a ese encuentro, otras…

En la barandilla del nivel superior de la estación una joven se enjugaba las lágrimas en silencio. Había estado las últimas horas en ese lugar, en una posición desde la que podía ver las columnas, cerca de la taquilla, pero desde la que era difícil que la descubrieran mirando. Lo había visto llegar, ilusionado, y mirar el reloj cientos de veces. Había notado sus nervios al llegar, y cómo la desilusión se había ido acumulando sobre su alma, conforme pasaba el tiempo y ella no aparecía.

No pudo bajar. No quiso descubrir que no era tan alto como parecía en las fotos, ni que sus ojos no tenían el mismo brillo, No quiso que él viera las canas que salpicaban su pelo y su alma, No quiso poner su amor a prueba, temió que quedase dañado y perderlo. No quiso sufrir como había sufrido otras veces.

Mientras, por la megafonía de la estación se anunciaba la llegada y la salida de trenes a distintos puntos del país. La muchacha se secó las lágrimas como buenamente pudo, y haciendo girar las ruedas de su silla se dirigió a la salida, hacia la noche, una vez más…

domingo, octubre 14, 2012

Ceniza de recuerdos

En el erial que era el jardín trasero había amontonado los últimos rastrojos y ramas muertas, hojas y viejos trapos, cerca de los cuales había puesto una gastada mesa, con una botella de vino y un vaso. El sol comenzaba a ocultarse por el tejado de la casa, iniciando su descenso. Se sirvió una copa y tomó un sorbo, mientras veía cómo las sombras iban creciendo en el terreno.

La mudanza había llegado unos días antes, un gran camión lleno de cajas pulcramente etiquetadas y numeradas. Había contratado una agencia para hacer todo el trabajo, no quería tener que elegir y prefería que alguien ajeno lo empaquetase todo. Mientras los operarios iban sacando muebles, ropa y objetos, rodeándolos con papel y cartón mientras los almacenaban en cajas que luego numeraban, él había permanecido en la terraza, observando a las gentes que cruzaban por la calle, contestando con monosílabos a las preguntas que el capataz le hacía de vez en cuando, ajeno por completo a su significado, hasta que, finalmente, puso una firma donde le dijeron y paseó por lo que había sido su hogar durante varios años, desnudo y sin recuerdos...

Aquello fue meses atrás. Ahora había ido amontonando las cajas en las distintas habitaciones y, poco a poco, con el correr de los días había ido abriendo y desembalando las más grandes: utensilios y vajilla que ahora dormían en los armarios de la cocina, electrodomésticos que ronroneaban por toda la casa, algunas sábanas y ropa de cama, muebles que llenaban los espacios vacios....

Después de tomar otro sorbo de vino, se acercó a una de las cajas que había puesto cerca de la mesa y la abrió con un viejo cuchillo de cocina. De su interior salieron grandes carpetas llenas de papeles: viejos albaranes y facturas, papeles manuscritos con una letra infantil y desvaída por los años, fotocopias grises por el tiempo… Según iba sacando los documentos los observaba un momento y luego los arrojaba a las llamas.

La hoguera iba creciendo conforme el hombre la alimentaba. Devoraba tanto fotocopias en blanco y negro como libros, papeles sueltos o agrupados en carpetas, en cuadernos, en álbumes ajados por el huso. Una segunda caja llena de libros se convirtió en un festín para el fuego, haciendo que el hombre retirase un poco la mesa del calor que emanaba, para después servirse otra copa de vino. Al poco tiempo, la tarea se hacía metódica: las cajas eran abiertas con precisión casi médica, su contenido extraído, las más de las veces sin ni siquiera echarle un vistazo, y lanzado a las llamas, que mantenían una intensidad moderada. Restos ardientes se elevaban en el aire caliente de la tarde, en los que alguien atento podría vislumbrar un número o un logotipo...

La botella ya estaba media cuando llegó a la última caja, la más grande. Tal vez fuese el vino ingerido, el calor producido por la hoguera, o una caja defectuosa, pero cuando el cuchillo abrió el sello, la caja se rompió y todo su contenido se esparció sobre la mesa, cayendo por los lados de la misma hasta el suelo. Grandes fotografías de una mujer joven sonriente, con un niño rubio en brazos; una pareja caminando de la mano, sonriendo al fotógrafo; un joven recibiendo un diploma; un niño feliz ante un juguete... El hombre se agachó y tomó una de las imágenes, en la que una joven aparecía sentada en una playa solitaria, su rostro casi velado por el sol, mirando al objetivo. Con la mano acarició ese rostro cubierto por una pamela y unas gafas negras, mientras una lágrima se asomaba para ver a la mujer.

El hombre envejeció de repente, parecía muy cansado, el retrato aún en la mano y observando largo rato las llamas. Finalmente, recogió todos los papeles que habían caído de la caja y los arrojó al fuego, junto con los restos de cartón de la caja. Con la última copa de vino en la mano, miraba como la hoguera se iba consumiendo, removiendo las restos con un palo para asegurarse de que todo ardiera bien, que no quedaran más que cenizas.

El sol ya se había ocultado cuando finalmente las últimas brasas se apagaron. El hombre se había sentado en la mesa, con la botella ya vacía en el suelo y la copa con un poco de vino en la mano. Parecía soñar.
A la mañana siguiente, bien temprano, apareció de nuevo en el jardín, con una carretilla llena de tierra vegetal y un rastrillo. Con la herramienta dispersó por todo el terreno los residuos de la hoguera, teniendo buen cuidado de que todo hubiera ardido completamente. Una vez esparcidos los restos de la quema, comenzó a cubrir el jardín con la tierra vegetal. Sabía que las cenizas serían un excelente fertilizante, y que ayudarían a crecer las flores que pensaba plantar, por fin sus recuerdos tendrían algo de color…

lunes, octubre 08, 2012

El lugar de dónde nunca querré irme...

Sintió frío. Mientras lo esperaba habían caído las primeras sombras sobre la terraza y, aunque la tarde de verano seguía siendo cálida, la temperatura había bajado lo suficiente como para que lo notara. Se levantó en busca de algo de abrigo, y regresó con un bonito chal de seda, bordado a mano, que había traído de uno de sus viajes por Asia. Sabía que le gustaría, y podrían comentar sus recuerdos de las arenas de Petra mientras tomaban el aperitivo. Recordando los colores del desierto sintió unas manos sobre ella, afectuosas, que le acariciaban la base de la nuca, y al volver la cabeza vio sus profundos ojos negros mientras recibía la ternura de sus labios en su boca.

Sonrió. Sabía que a él le gustaba sorprenderla, aunque era consciente de que a ella le molestaba. Era un pequeño juego al que habían jugado en muchas de sus citas a lo largo de los años: uno de los dos llegaba antes de la hora prevista, normalmente ella, y se colocaba de manera que podía ver cómo aparecía el otro, observando en esos minutos en los que uno no espera ser visto, en los que se relajan nuestros escudos y nos mostramos como somos, antes de, tal vez, ponernos la máscara que corresponda a la ocasión.

Él venía de la calle, y a pesar de que había estado fuera toda la tarde no parecía tener calor. Al acercarse a besarla detectó el sutil aroma de su colonia, que ella sabía que solo se ponía cuando estaban juntos. Se sentó al frente, sin soltarla de las manos, y mirándola a los ojos le preguntó por los hechos del día: visitas, clases, el paseo con las amigas… Ella le contó pausadamente las noticias que pedía, mientras se miraba en esos ojos que no dejaban de observarla, de acariciarla con la mirada, de decirle que la quería, que la había echado de menos, que estaba deseando sentarse junto a ella…

Estuvieron hablando en la terraza del hotel mientras el sol caía sobre los tejados de Madrid, una bola roja intentando incendiar el Campo del Moro, y se retiraron al interior cuando el fresco ya se sentía en el cielo nocturno, en el que las estrellas titilaban ya hacía rato. Caminaban despacio, ella sosteniendo el chal con una mano, mientras la otra la llevaba unida a él, mirando al suelo y sonriendo con esa media sonrisa que tienen los enamorados; él, la mano en el bolsillo del pantalón, la otra acariciando esos dedos que minutos antes besaba, mientras hablaba de sus sueños, de sus proyectos, de la vida en común que proyectaba junto a ella…

Llegaron a la habitación aún tomados de la mano. En ese momento ella levantó su rostro y miró en el interior de los ojos de él, intentando ver más allá de lo que sus tonos oscuros y las incipientes patas de gallo podían decir. No siempre había sido como ambos hubieran querido. El orgullo, palabras dichas sin pensar, miedos que no se habían confesado aún… Todo eso había provocado que pelearan en más de una ocasión, los dos defendiéndose de ataques imaginarios. Esos momentos quedaban ahora atrás, pero a veces el viejo resquemor resurgía como ondas en un lago profundo.

Esa noche no. Lo que ella veía en las pupilas del hombre era amor y pasión, lo que sus labios decían mientras rozaban su cuello concordaba con sus propios pensamientos, esas manos recorriendo su espalda iban acompasadas con su deseo, con sus ganas de sentirle y abrazarle, con la necesidad de envolverse en esos brazos y olvidar, llegar a ese punto en el que no sabían si eran dos personas o un solo corazón, a ese lugar de dónde nunca querrían volver… 

jueves, octubre 04, 2012

De la guerra...

Con un golpe del vaso en la mesa, el maestro terminó su parrafada ante la carcajada general de los que le rodeaban, sólo un poco menos borrachos que él. Ocupaban uno de los rincones de la tasca, donde llevaban bebiendo y fumando ya varias horas, mientras Carlos les servía vino y cerveza sin descanso.

Carlos, el portugués, había llegado al pueblo huyendo de los guardias de Salazar, y había abierto un pequeño bar en una calle lateral, cerca de la carretera. Llegó poco antes de que se abriera el camino hasta Pozonegro, y con él las comunicaciones con los valles del interior y su riqueza minera. Gracias a esta arteria de macadam llegaron a la villa hombres rudos del norte, de Asturias y León, mineros experimentados que abrieron y ensancharon minas que ya eran antiguas cuando los primeros caballeros castellanos llegaron a la zona. Gracias a la sed de estos hombres, y a la buena fama que tenía entre ellos, el portugués pudo prosperar y hacer fortuna, ampliando su negocio y poniendo una fonda con hospedería y comidas.

Durante la guerra la posada sirvió alternativamente de cuartel general de las milicias populares y del ejército nacional, y a ambos bandos sirvió el dueño en ese período. Cuando la contienda se decantó claramente por los sublevados, el portugués hizo gala de su ascendencia y sus contactos al otro lado de la frontera para salvaguardar su negocio y su vida, aprovechando la sintonía entre los salazaristas y el nuevo gobierno. Cuando la guerra terminó era habitual encontrar en la barra de la fonda a la pareja de la Guardia Civil tomando un vino entre ronda y ronda; el sargento de la guarnición local acostumbraba a pasar todas las tardes, para ‘echar la partida’ con el resto de las fuerzas vivas del pueblo: el alcalde, el señor cura y el boticario.

Todo sucedió como en otros muchos pueblos de nuestra geografía en esos tiempos convulsos…

Lo que nadie supo fue que, mientras el sargento tomaba vino jugando a las cartas, en los sótanos de la fonda se ocultaban guerrilleros de paso hacia o desde el vecino país; que en las noches de luna nueva Carlos y otros salían al monte, llevando provisiones y noticias a los que allí se ocultaban; que parte del dinero que el portugués sacaba por vender provisiones al cuartelillo llegaba a la resistencia en forma de pertrechos y asistencia. Con la ayuda del boticario, Carlos salvó de la muerte a decenas de maquis, hasta que las condiciones finalmente convencieron a los que mandaban en el exilio que la resistencia interior era inútil, y los últimos combatientes pasaron por el sótano de la fonda camino de Francia o Argentina…