domingo, marzo 30, 2014

Rutinas

Estudió cuidadosamente su rostro bajo la luz mortecina de aquel cuarto de baño tan conocido. Los ojos, antaño vivaces y grandes, se habían achicado y perdido brillo, como lámparas que no se han frotado durante eones. En su frente aparecían grandes surcos (“son de decisión” diría ella) que sólo se hacían invisibles ahora mediante grandes movimientos musculares. Poco quedaba ya de aquel pelo negro cuervo que tan orgulloso lucía en su mocedad; grandes zonas grises cubrían su cabeza, con la plata luchando y ganando frente a la noche. En aquellas pocas áreas en las que aún había cierto predominio oscuro se podían adivinar las bajas entre las filas pilosas, producto de la edad y el cansancio de su cuerpo.

Tomo la brocha de su lugar en el armario del baño y la puso a remojar en un tazón de porcelana que tenía para esos menesteres. Mientras el pelo de la brocha se empapaba en agua revolvió el armario para encontrar su barra de jabón y la funda de cuero rojo en la que guardaba su navaja de afeitar, un arma española de punta redonda, con un hermoso mango de ébano natural y grabados de oro en el lomo y la espiga. Al abrirla le volvieron los recuerdos de aquel primer día en el que su padre, su abuelo y su tío le hicieron el regalo de sus primeros útiles de afeitado. La navaja era obsequio de su abuelo, y la primera vez la abrió con admiración y respeto por su afilado filo; su padre le había entregado la brocha que ahora estrujaba en el lavabo, una pieza inglesa de pelo de tejón negro y madera noble, mientras que su tío, como siempre, sólo le dio consejos…

Afeitarse se había convertido con los años en el único momento del día que tenía para él solo, y mientras frotaba la brocha húmeda contra el jabón para formar una pequeña capa de espuma en el utensilio repasaba mentalmente las tareas previstas para el día: las relacionadas con el trabajo mientras se enjabonaba la mejilla derecha, las relacionadas con la familia al enjabonar la mejilla izquierda, las que eran cosas suyas al humedecer la barba de su cuello…

Estirando el asentador colgado de un clavo en la pared comenzó a suavizar el filo de la navaja, deslizándola suavemente con el lomo hacia delante dejando atrás el lado cortante, como siempre había hecho. Recordaba las explicaciones de su padre sobre el método correcto de mantener una navaja barbera, y las había seguido al pie de la letra todos estos años. Sus hijos aún le miraban con admiración, al verle pasar la hoja de acero por su cara y consiguiendo un afeitado aun más apurado que el que ellos obtenían con las modernas maquinillas. Le gustaba afeitarse a la manera clásica, a la manera en que había visto a su padre y a su abuelo, y estos a los suyos.

Aquellos ojos cansados que viera al mirarse en el espejo le seguían observando mientras la barba del día iba siendo rasurada con precisión. Sin embargo, aquella mañana no podía evitar observar otros detalles que le habían pasado desapercibidos: pequeñas manchas de color que ya no podían ser producto del sol, una flacidez evidente en la piel del cuello, una dermis un poco menos firme que lo habitual… Los años se iban amontonando en su casillero, cada vez más y más, y eso su cuerpo lo estaba notando. Y él también.


“¿Quién eres tú, viejo, y qué has hecho de mi juventud?” preguntó mirándose fijamente en el espejo.

jueves, marzo 27, 2014

Grillos y mariposas

Tictactactactactictactac…

El ruido de las teclas le llevó hasta la habitación. Le había despertado de su siesta un continuo soniquete que venía de aquel cuarto. Lo conocía bien. Era el sonido de la vieja Remington, incluso escuchaba ese característico “tchak” que hacía la “ele” minúscula al chocar contra el papel. Sin embargo, era una voz que no había escuchado en bastante tiempo, desde el accidente…

Se asomó por la puerta. Allí, sentado frente al escritorio, golpeando rítmicamente las techas de la máquina de escribir, Max parecía en otro mundo. El humo del cigarrillo que había encendido, y que probablemente ya había olvidado, se elevaba desde el cenicero, mientras los dedos del hombre se movían sin descanso, saltando de una letra a la otra, formando palabras, frases, párrafos, una historia…

No quiso acercarse. Desde su lugar podía ver como la inspiración hacía que el hombre escribiera línea tras línea. Conocía su forma de hacerlo, sacando casi toda la historia de un tirón desde su prodigiosa imaginación, para releerla y corregirla después lenta y laboriosamente. Parecía que las musas habían vuelto a acordarse de él. Ni un momento dejó de teclear, no había dudas ni vacilaciones en su forma de hacerlo, todo surgía con fluidez de sus manos, de su cabeza... Notó como una sonrisa se empezaba a formar en su rostro, era alegría, por fin las horas de angustia, malos sueños, discusiones y dolor hubieran terminado. Ya estaba impaciente por leer la historia que surgía en ese momento…

viernes, marzo 21, 2014

El libro de la vida no tiene tapas

"En el libro de la vida cada página es como una gran hoja, llena de sentimientos y proyectos. En el inicio del libro relucen con ese verde brillante y jugoso que tienen los árboles en primavera después de una lluvia torrencial, y entonces leemos rápido, avanzando muy deprisa en la trama. Pero conforme vamos pasando las cuartillas el color va cambiando gradualmente. A la mitad del volumen los folios aún mantienen el color verdemar, pero este se ha convertido en el tono pleno de las frondas en verano, ligeramente oscurecido por el polvo de los años; luego van perdiendo poco a poco ese matiz hasta encontrarnos con hermosos amarillos y rojos otoñales, con todas las variaciones posibles, que nos hacen leer con más detenimiento, deleitándonos en cada sensación como si fuera la primera vez. Finalmente, al irnos acercando al desenlace, las hojas van perdiendo todos los colores y quedan de un marrón anodino, frágil, que hace que pasemos cada página con mucho cuidado para no romperlas…"