miércoles, septiembre 28, 2011

Corazón vacío

"Nunca podré perdonarte..."

Estaban sentados en el salón, en la vieja mesa de comedor, cara a cara. Los platos del desayuno se amontonaban frente a ellos: pan, mermelada, mantequilla, jamón dulce, pan de Pascua…Él se llevó la taza de café a los labios, evitando así mirarla a los ojos. Aunque parecía sereno, el ligero temblor de sus manos mostraba el efecto que sus palabras habían tenido en él.

Había sido una noche de pesadilla para ambos. Su llegada inesperada, tras varios días de ausencia por trabajo, había puesto sobre la mesa preguntas que ninguno de los dos quería plantearse. Cuando entró en la casa, cansado del largo viaje, no hubiera nunca esperado encontrarla en brazos de otro hombre, de su mejor amigo… Al shock inicial le siguió el dolor y la rabia, y esa rabia le había impulsado durante las siguientes horas, gritando, peleando, suplicando...

Ella no le esperaba. Hacía ya varios meses que tenía un amante, alguien que había convertido su anodina vida en algo excitante y nuevo, una persona con la que se complementaba físicamente y de la que recibía mucho de lo que necesitaba. Sin embargo, aún quería a su marido, a un nivel que en muchos matrimonios sólo se alcanza tras años de penurias y sueños compartidos. Simplemente, necesitaba otras cosas, y así lo sentía, así trató de explicárselo, interponiéndose entre los dos hombres, logrando que su amante saliera de la casa, abrazando y tratando de consolar a un marido que sufría tanto como ella.

Las lágrimas y el dolor sustituyeron a la furia cuando se calmó, cuando el otro hubo desaparecido de su vista y sólo quedaba ella. Ella, la mujer con la que se casó y de la que se había distanciado en los últimos años. Las recriminaciones, las preguntas, los porqués volaron esa noche en la casa, mientras recorría la sala de un extremo a otro, mientras ella lo miraba sentada, apenas vestida, con las lágrimas ya secas.

jueves, septiembre 22, 2011

No hay nada que fingir

Habíamos quedado en el Café Oriente, y yo llegué con suficiente antelación como para poder elegir mesa, así que pude verla caminar hacia el lugar desde lejos. Se había puesto un vestido verde manzana, con tirantes, dejando los hombros al descubierto y aprovechando la magnífica tarde que mayo nos estaba regalando; sabía lo mucho que me gustaba esa parte de su anatomía, en las noches que pasábamos juntos solía abrazarla mientras se dormía, besando con ternura su espalda y la delicada curva que bajaba desde la nuca a los brazos.

La observo cruzar la plaza, con ese aire decidido que tanto me gustó la primera vez que la vi, en aquella vieja estación de metro; acababa de llegar a la ciudad y se había provisto de un plano de las líneas que consultaba de vez en cuando. Yo la seguí con la mirada, ya entonces desprendía una luz que la hacía destacar sobre el resto de la multitud, todos apelotonados esperando que llegara el tren para ir a nuestros destinos. Recuerdo haberme preguntado quién sería el afortunado que ocupase su corazón, mientras yo mismo me hundía en el gris de la muchedumbre, como cada mañana.

La veo acercarse a la puerta del café y distingo en su muñeca la pulsera que compramos en el bazar de Asuán, cuando ya llevábamos algunos meses juntos. La había vuelto a ver en el metro en varias ocasiones y un día me armé de valor suficiente para acercarme a ella y entablar una conversación banal, que apenas duró un par de estaciones. Desde entonces la buscaba cada mañana, nuestras palabras fueron pasando de formales a abiertamente amistosas, y al cabo de varias semanas quedamos para tomar un café después del trabajo. No olvidaré ese momento en que, bajo una inesperada lluvia y atascados por un semáforo que se resistía a cambiar, la tomé de la mano para cruzar intempestivamente el paso de cebra y refugiarnos de nuevo en el metro; ella se sorprendió, rió, sus ojos se iluminaron, y no soltó mi mano desde entonces…

No me levanto cuando entra en el local. Quiero aguantar unos segundos más, seguir observando su figura y su belleza desde el anonimato, como sé que hacen la mayoría de los hombres que están en la cafetería. Me busca con la mirada, indecisa, hasta que me ve y de nuevo vuelve la sonrisa a su cara. Esa misma sonrisa que me despertó una madrugada, en un viejo hostal parisino, en el que tuvimos que tomar habitaciones separadas para evitar habladurías. Allí estaba, a mi lado, tocándome con suavidad y sin embargo despertándome de mi suelo profundo: “ven, te espero”, dijo antes de darme un beso y volver a su habitación.

Está radiante cuando se sienta. No puedo apartar la vista de sus ojos, que me hipnotizan desde el primer momento, mientras siento que se me pone la típica expresión idiota de hombre enamorado. Sus manos, cálidas y suaves, toman las mías a través de la mesa, antes siquiera de que haya podido decir nada. “Estoy tan contenta de que hayas podido venir” la escucho decir, y en su voz recuerdo noches de pasión, lágrimas de dolor y pena, un inmenso amor, que se también se derraman por la mía al responder…

“¡Antonio, Antonio! ¡Que te has quedado tonto! Anda, deja de mirar al infinito y paga la cuenta, que los niños quieren ir a la piscina”

Antonio parpadea, como volviendo a la realidad, y con un gesto llama al camarero mientras su mujer ya se ha levantado y camina con los dos niños hacia la salida de la heladería. No ve la lágrima que sale de su ojo derecho, ni el suspiro del hombre, cansado y derrotado, cuando la enjuaga con el dorso de la mano…

miércoles, septiembre 14, 2011

Háblame de tus abrazos

Encontré el lugar que buscaba poco antes del anochecer. Las noches son frescas en esta época del año, así que debía darme prisa en montar el refugio y la tienda. Por experiencias anteriores sabía que tendría estar al menos un par de días oculto antes de que el bosque se acomodara a mi presencia, y resultara invisible para animales y ojos no entrenados.

Terminé de montar la tienda con las últimas luces y la cubrí con ramas frescas de pino, que la impregnarían de su resina y ayudarían a camuflar el olor del plástico y la tela tratada. Con las manos heladas, abrí un sobre de sopa y lo eché en el cacillo que estaba ya hirviendo en el pequeño infiernillo de gas, que sería mi única cocina durante las próximas semanas.

No me importaba días oculto y encerrado. Soy cazador profesional y esto son gajes del oficio. Tenía suficiente comida envasada y cerca de mi posición había un riachuelo de aguas claras, había tenido la precaución de echar una botella de vino, por si acaso quería tomar una copa. Durante el día permanecía en el interior de mi escondite, observando a través de los agujeros que había dejado en la cubierta de ramas, mientras a mi alrededor los animales se acostumbraban a la nueva distribución de troncos y hojas que había dispuesto.

Por las noches abría un poco la tienda, dejando que el aire recalentado saliera y se ventilara, mientras yo observaba el cielo nocturno. Las luces del norte iluminaban las noches sin luna, dándome un espectáculo que para sí quisieran muchos de mis congéneres, allá en las ciudades del sur. Esta era la parte más hermosa de mi trabajo, las noches claras llenas de estrellas, descansar con un vaso de vino en la mano, mientras a mi alrededor la vida del bosque continuaba sin notar mi presencia.

Pasaban los días y mi presa no aparecía. Yo había escogido el lugar sabiendo que en la zona se habían visto ejemplares recientemente y, conociendo sus costumbres, sabía que tarde o temprano aparecerían por allí: los helechos cubrían gran parte del suelo, había árboles centenarios en esa parte del bosque, con sus ramas creando un gran dosel verde que hacía que la luz del sol tardase en penetrar hasta las zonas inferiores. A unos metros había una pequeña hondonada, de donde surgía un regato de aguas claras, con su líquido borboteando desde las profundidades para aparecer entre un pequeño lecho de arenas y hojas. Debían venir.

Una tarde, cuando ya la oscuridad estaba cubriendo esa parte de la zona, y cuando ya comenzaba a desesperar de encontrar a mi presa, escuché un chasquido cerca de la fuente. Con cuidado, y procurando que mis ropas no hiciesen ruido, me incorporé hasta poder observar por uno de los agujeros camuflados entre las ramas. ¡Allí estaba! un magnifico ejemplar estaba paseando cerca del arroyo, quedando su silueta a contraluz con los últimos rayos del sol.

Alcancé mi arma con un rápido movimiento y me la acomodé en el hombro, intentando que mi agitada respiración no alertase al animal. Con la mira nocturna enfoqué hacia su espalda, para no desperdiciar el tiro sedante que lo convertiría en mi pieza, y esperé hasta que estuvo en la posición precisa. ¡PAM!

El tiro había sido certero, como casi siempre. La bestia se quedó de pie un segundo, como sorprendida por el ruido del disparo, y al instante después yacía en el suelo del bosque. Esperé unos momentos, sin bajar el arma, atento a cualquier otro movimiento que pudiera surgir en el bosque, mientras se acallaban los gritos de los pájaros asustados por el ruido.

Cuando estuve convencido de que no habría sorpresas, bajé el rifle y salí de la tienda, acercándome al cuerpo inerte que estaba a unos metros. era un espécimen de primera, estaba seguro de que me darían mucho dinero en la ciudad: estaba tumbada sobre un costado, pero se veía que era pequeña, no tendría más de 140 cm de largo, con unas largas y torneadas piernas, y una inmensa cabellera pelirroja que le cubría parte del cuerpo desnudo. Al girarla para comprobar su estado no pude menos que maravillarme de su belleza, de la blancura de su piel, la perfección de sus rasgos, sus ojos verdes…

Pensé que era una pena que esta nereida fuera a parar a algún zoo privado, pero qué diablos, era mi trabajo.

viernes, septiembre 09, 2011

Acariciar el pelo y el alma

Sara destacaba entre la multitud. Su melena pelirroja junto con su estatura, mayor de la media de las chicas de su edad, hacían que la gente se parase a admirarla, alabando sus lindos ojos verde pizarra, la delicadeza de sus rasgos, el tono de su piel o sus largos y finos dedos. Siempre había sido así; desde que tenía uso de razón había recibido elogios y privilegios por su belleza física, y con los años dejó de asombrarse por ello y a aceptarlos como una consecuencia directa del hecho de su presencia.

Tal vez por ello le resultaba extraño Seamus. Seamus era un muchacho normal, ni muy alto ni muy bajo, ni muy guapo ni muy feo, ni muy listo ni muy tonto. Nada destacaba en su apariencia física o en su conversación. Podía perderse entre la multitud sin problemas, estar a tu lado y no notar su presencia. Solo cuando estaba junto a Sara se transformaba: sus ojos avellana se encendían, parecía más alto, más alegre, los pocos que le conocían detectaban alegría en las notas de su voz…

Los dos jóvenes se conocieron de una manera casual, en uno de los mercados dominicales a los que a Sara le gustaba ir, siempre en busca de algo original y barato para adornarse o para su habitación; muchas veces conseguía autenticas gangas sólo con una caída de sus largas pestañas o una sonrisa mostrando sus perfectos y blancos dientes. Chocaron, y enseguida el chico se disculpó: Perdona, no te había visto ¿No la había visto? ¿Qué no la había visto? ¿Pero quién se creía ese chico qué era, no verla a ella, la chica más hermosa del pueblo? ¿Y dónde se había metido?

Sara perdió de vista a Seamus casi al momento de chocar, pero durante todo el día, y el siguiente, estuvo enfadada, no sabía por qué. Ni siquiera los cariños de sus padres o de sus amigas, que le decían lo bien que le quedaba esa falda estilo hippie que había comprado, la consolaban.

Volvió a verlo unos días después, cuando una de sus compañeras de clase la llamó durante uno de los descansos. Estaba con un chico que le resultaba vagamente familiar, y cuando se lo presentaron él dijo:

- Ya nos conocemos, chocamos el otro en el mercadillo.

- ¡Tú! ¿Fuiste tú el desconsiderado que me golpeó?

- Solo fue un accidente, y no te golpeé, chocamos y me disculpé. Bueno, adiós, me voy a clase.

Sara no podía creerlo. Seamus ni le había mirado, ni le había dicho lo bonita que era, ni qué guapa iba ese día, ni… Vio desaparecer al muchacho entrando en una de las aulas, y no dejaba de pensar en que era la primera vez que alguien no se fijaba en ella.

Durante las siguientes semanas los dos coincidieron en varias ocasiones, en los pasillos del colegio, en las calles del pueblo, en la salida de la iglesia… Seamus siempre se comportaba cortésmente y la saludaba, de una forma que ella sabía significaba que se alegraba de verla, pero nunca le hizo un comentario acerca de su apariencia, a pesar de que Sara se esforzaba especialmente en estar bonita cuando pensaba que se verían.

Una tarde de principios de verano, caminando por el parque cercano a su casa, Sara vio a Seamus sentado en un banco. No sabía cómo, pero se había convertido en la única persona que podía distinguirle entre la multitud, diferenciándole enseguida del resto de la gente. El chico estaba sentado con la cabeza hacia atrás, disfrutando de los rayos de sol, con los brazos extendidos sobre el respaldo de madera, los ojos cerrados… Ella se sentó a su lado, intentando hacer el menor ruido posible: por una vez en su vida quería pasar desapercibida. Espiaba el perfil del muchacho, su respiración, cómo jugaba la luz con su pelo negro, el palpitar de su corazón en su cuello…

- Hola Sara, dijo él, asustándola de tan ensimismada que estaba.

- ¿Como sabes que soy yo?, preguntó, agradeciendo que el chico no hubiera abierto los ojos y descubierto su sonrojo.

- Tienes un perfume especial, lo sentí en cuanto te sentaste a mi lado.

- Seamus, ¿crees que soy guapa? se sorprendió preguntando, e inmediatamente deseó no haberlo hecho.

El joven abrió los ojos, mirando directamente hacia el verde claro de los suyos. Eres la mujer más hermosa que conozco, dijo con un tono tranquilo, pero que no dejaba lugar a dudas sobre sus sentimientos.

- Entonces, por qué nunca me dices nada como los otros, por qué no me piropeas como el resto de los chicos.

- Porque no soy como los demás, ellos sólo ven tu exterior y yo quiero conocer a la persona que está más allá de esa apariencia, lo he querido siempre.

Sara sentía que su rostro estaba al rojo, percibiendo como toda la sangre de su cuerpo se agolpaba en su cara mientras escuchaba esas palabras. Desvió la mirada para evitar que Seamus se diera cuenta, mientras intentaba pensar algo para responder a ese chico, sin éxito.

Seamus se volvió hacia ella, tranquilo, moviendo una pierna encima de la otra para estar más cómodo y cercano a ella, y con un movimiento confiado y sereno la tomó de la mano.

- ¿Quieres pasear?, aún tenemos un buen rato de luz

- Sí, quiero.

Sara no podía creer que esas palabras se hubieran escapado de sus labios, pero se levantó y, aún de la mano de Seamus, comenzó a caminar por la vereda, camino a un futuro que por primera vez le era desconocido, pero prometedor.


martes, septiembre 06, 2011

Vestir el aire que respiro

Todos los años, cuando llegaba el mes de septiembre, el abuelo encargaba una carga de leña al viejo leñero de la carretera. Para los nietos era la señal de que se acababa el verano, de que pronto vendrían nuestros padres a buscarnos para regresar a la ciudad, a la escuela y a la rutina diaria.

Sin embargo, la llegada de la carreta de la leña siempre era un espectáculo para los más pequeños, y, consciente de ello, el abuelo hacía la compra de combustible para el invierno mucho antes de lo habitual, haciendo que sus nietos disfrutaran de una última diversión antes de su partida. 

Todo empezaba cuando veíamos como el gran caballo de carga se acercaba subiendo por la calle Alta hacia la casa, con el tintineo de sus campanillas, sus lazos de colores, y el leñero y su ayudante subidos en el carro. Todos nos asomábamos al balcón de la primera planta, desde el que observábamos al abuelo hablar con el comerciante, inspeccionando el cargamento y dando finalmente su visto bueno. Entonces comenzaba el trajín. El carro subía por el pavimento hasta llegar a la esquina con la calle del Cura, en un nivel superior. 

La casa del abuelo estaba situada en una zona del pueblo en pendiente, y eso le daba acceso a tres vías distintas. La calle Alta nacía en la carretera, varias decenas de metros por debajo del nivel de la casona, y subía hasta el lavadero comunal que se encontraba a unos metros por encima de nosotros, pasando por delante de nuestra entrada principal. Todas las mañanas escuchábamos a las mujeres subir con sus cestos de ropas hasta el pilón, y por las tardes su animada y cantarina charla podía oírse desde la casa. En los veranos la abuela nos dejaba acompañarla, quitarnos los zapatos y meternos en una de las pilas, donde el agua helada que llegaba directamente de un manantial en la montaña nos refrescaba los pies. En los días de mucho calor, a los más pequeños nos desnudaba completamente y nos dejaba jugar en la última de las piletas, donde el agua no estaba tan fría, y allí pasábamos el rato hasta que la abuela terminaba de lavar.

En el nivel más bajo estaba la calle Santa Cruz, prácticamente una bocacalle de apenas unos metros de longitud en la que se abrían tres o cuatro casas, y a la que daban las puertas de nuestros establos, situados en el piso inferior. Ese callejón, que nosotros llamábamos la “calle pequeña”, ofrecía un lugar perfecto para jugar en las tardes de agosto, con la sombra de las casas cubriendo todo su recorrido, y protegidos de cualquier peligro por su estrechez y falta de salida. Solíamos divertirnos con la pelota o practicando el tejo, junto con los hijos de los vecinos, mientras la abuela nos miraba desde el balcón del primer piso, cosiendo o hablando con alguna de las vecinas.

Finalmente, por la parte alta de la casa pasaba la calle del Cura, llamada así porque a unos pocos cientos de metros estaba la iglesia y en el lateral que daba a esta travesía se abría la residencia del párroco. Por esta vía se accedía al piso superior de la casa, que tenía en ese nivel una pequeña entrada de madera y adobe que solamente se usaba en esta época del año. Esta puerta era el paso al amplio desván de la casa, la forma más cómoda de llevar alimentos y enseres a esta pieza.

La carreta de la leña subía dificultosamente los últimos metros de la calle y luego giraba para entrar por la del Cura, quedando así preparada para dejar los troncos y sacos de astillas en nuestro ático. Los nietos subíamos corriendo al desván, haciendo ansiosos la fila para poder escalar por la estrecha escalera de madera que lo comunicaba con la cocina del primer piso, única forma de acceder desde el interior de la casa. Allí, iluminados por los agujeros que dejaban entrar la luz a través del techo, veíamos como el leñero, el abuelo y su ayudante bajaban los troncos de encina, alcornoque, castaño y roble, y los iban dejando en la parte más cercana del desván, junto con los sacos de virutas y maderos pequeños que la abuela usaría durante el año para encender la vieja cocina de hierro.

Los rayos de luz de la tarde dejaban estelas de puntitos luminosos en el polvo del desván, que se movían como ondas marinas cuando uno de los adultos los atravesaba. Nosotros seguíamos esos movimientos mientras aspirábamos todos los aromas que se concentraban en ese lugar mágico, al que pocas veces podíamos subir: el humo de incontables inviernos, pegado a las paredes y pilares; los olores de la matanza del año pasado, colgando de ganchos de hierro; el orégano recién cosechado por San Lorenzo, que tomaríamos durante todo el año como infusión para protegernos de los catarros; el aroma de los botes de café, pimienta, pimentón, canela y otras mil especias que la abuela conservaba allí; el óxido de perolas y ollas de hierro; el perfume del sol y del aire que llenó nuestra infancia…

sábado, septiembre 03, 2011

Las palabras del tacto

Se querían como sólo puede quererse cuando no se conoce otro amor. Pasaban las horas del recreo juntos, tomados de la mano y sentados en uno de los bancos de la explanada que servía de patio al colegio, o bien en una de las esquinas del solar en el que otros chicos de su edad jugaban al balón o a la pidola.

Habían llegado con toda su clase, en una excursión cultural, a las ruinas del monasterio, y naturalmente viajaron juntos en el autobús. Él, un chico alto, delgado, con unas manos demasiado grandes para su cuerpo; ella, morena, con bonitos ojos color avellana que brillaban cuando le veía acercarse.

No se soltaron de la mano durante toda la excursión, siguiendo al grupo y escuchando distraídamente las explicaciones de su maestro. Cuando bajaron al nivel inferior, para ver los restos de las caballerizas y edificios de los sirvientes, ya estaban separados del resto, aislados en su mundo especial de caricias y almas compartidas.

Al llegar a la estrecha entrada a las bodegas, se miraron a los ojos un instante, todo lo que necesitaban para comprenderse, y empezaron a caminar hacia el interior con el resto del grupo, iluminados por la linterna del profesor, que iba marcando haces de claridad conforme se adentraban en el pasadizo. Este, ahora apenas una oquedad baja y pedregosa que se internaba en la montaña, conducía a las antiguas bodegas de la abadía. La oscuridad, el contraste con lo soleada mañana que disfrutaba el exterior, hacía que se volviera tenebroso a los pocos pasos.

Tras un corto trecho, la explicación sobre la constancia de la temperatura interior de la montaña, y cómo los monjes la usaban para mantener sus alimentos en buen estado durante más tiempo, terminó, y los escolares salieron al exterior, agradeciendo el calor de la mañana tras su paso por la cueva.

Ellos, sin embargo, se quedaron y avanzaron un poco más, agarrados de la mano y con el mechero de él alumbrando unos escasos centímetros a su alrededor. No importaban la soledad, el frio o la negrura que les rodeaba. Ella se había agarrado del brazo de él, caminaban pegados, corazón con corazón, alma con alma, hasta que el muchacho no aguantó más el calor del encendedor, y la oscuridad les cubrió de nuevo. Habían cruzado un recodo, por lo que ya no podían ver la entrada del túnel, y solo podían distinguir el tacto de sus manos.

Se abrazaron en la seguridad de la cueva. Ella sentía su caricia sobre su cuello, sus dedos rozando su nuca, mientras su otra mano presionaba su espalda, en un lento movimiento que la hacía suspirar. Había cruzado sus brazos alrededor del cuello de su amor, acercándolo hacia ella, casi hasta sentir su mirada en esa oscuridad. Apoyó la cabeza en su cuello, mientras comenzaban a moverse rítmicamente, sus cuerpos coordinados, sus mentes escuchando una música que sólo el corazón dictaba.

Pasaron horas, días, meses, una eternidad en ese lugar sin tiempo, hasta que la voz de su profesor y la luz de su linterna les devolvió a este mundo. Sonriendo, él acarició su mejilla, rozó sus labios con los suyos bebiendo antes una lágrima furtiva en sus ojos y rompió el abrazo, tomándola de la cintura y comenzando el regreso a la realidad.

jueves, septiembre 01, 2011

En el corazón de mis noches sin fin

La nieve había comenzado a caer durante la noche, y cuando Maribel se levantó ya cubría los tejados del pueblo con una capa blanca y uniforme, sobre la que se podían ver las pequeñas huellas de los gatos, y el humo de las chimeneas como cortos hilos blancos en la lejanía. El pueblo aparecía velado por la niebla, gris y húmeda, que llenaba todo el valle, impidiendo distinguir detalles más allá del roble que crecía en la esquina.

La noche había sido fría y Maribel se había despertado acurrucada bajo las mantas y el cobertor de lana que le había prestado su madre (el viejo “pollo” que su abuela había usado durante tantos años). A pesar de que no le apetecía levantarse, se obligó a salir del calor del lecho y dirigirse hacia la palangana que había en uno de los rincones de la habitación.

Cuando era pequeña le había encantado ese viejo sistema, una palangana de cerámica con una jarra de agua, dispuestos sobre un mueble de madera con un pequeño espejo oval, con una toalla y un pequeño hueco para el jabón. Durante muchos veranos de su infancia su primer deseo al llegar a la vieja casona, donde pasaría las semanas en compañía de primos y demás familiares, era "lavarse como la abuela". Con la modernidad, la casa tuvo agua corriente, y pusieron un cuarto de baño en la planta baja. Pero la abuela le había permitido conservar el antiguo mueble en su habitación, y todas las mañanas se lavaba la cara con el agua fresca que conservaba el gastado jarrón de latón.

El agua estaba muy fría esa mañana, y Maribel se lavó con rapidez, buscando a tientas la toalla en el colgador mientras sentía el picor del jabón en sus ojos. Cuando consiguió quitarse el escozor y el frio que había dejado el agua sobre su rostro, volvió a observar a la extraña que le devolvía la mirada.

Hoy no conocía a la persona del espejo. Tenía los ojos hinchados, el pelo enredado, una expresión de dolor antiguo en la cara… No reconocía su expresión, ni sus ojos, habitualmente claros y hoy enrojecidos por el llanto. Había despertado con una congoja en el corazón, que sólo podía atribuir a los sucesos del día anterior y a la discusión con Daniel. Había esperado que la cama de su niñez obrara el milagro, calmando su angustia, pero la noche había sido fría y se había descubierto buscando el calor de su amante en medio de la noche. Al darse cuenta de que Dani no había vuelto, su tristeza la sobrepasó y rompió en un llanto desconsolado hasta quedarse dormida, agotada y sola.