miércoles, marzo 28, 2012

El sueño de Hefestos (II)


La estancia estaba en uno de los niveles más superficiales, justo encima de uno de los establos, cerca de la gran cámara común, y tardamos poco en llegar a ella. Era un recinto cuadrado, con paredes pulidas por el paso del tiempo y los visitantes; en uno de sus laterales corría una pequeña acequia, alimentada por el caudal que surgía de la boca de la máscara. El dios aparecía en una de sus representaciones clásicas, de anchos pómulos, grandes ojos y cabello ensortijado, con una expresión que podía ser triste o divertida, dependiendo de las sombras proyectadas por las antorchas que iluminaban la habitación. A escasa distancia de su boca, ancha y muy desgastada por el agua, se encontraba un burdo agujero, que podría pasar por un error del escultor si no fuera por el tamaño, de unos quince centímetros de ancho, y lo pulido de sus bordes, demostración de los miles de incautos que habían probado suerte.

Pandora se acercó a la máscara y la observó durante unos instantes, como si tratara de adivinar los pensamientos del dios, mientras yo tomaba un sorbo del agua del manantial; era sabrosa, limpia de minerales y fresca.

“¿Por qué no pruebas, Perseo?” preguntó, mirándome con esa expresión que tenía para incitarme a cometer locuras.

“Vamos, Pandora, no creerás en esas tonterías para viajeros”, respondí.

“¿Tonterías? ¿Cómo lo sabes, si no has probado?”

La respuesta no me sorprendió tanto como la voz que la dijo. Manhú apenas había hablado en los últimos días, una vez que salimos de Kadath, pero siempre que lo hacía tenía la virtud de decir las palabras justas en el momento adecuado.

No sé por qué me decidí a hacerlo. Cuando más adelante pensé en ello, no recordaba haber tenido un pensamiento consciente para acercar mi mano y meterla por el agujero, solo la sensación de haber sido conducido, de que era lo que tenía que hacer en ese momento.

Apenas introduje mi mano por el orificio, este pareció cambiar su textura, de fría y pulida roca a un suave y cálido recipiente, conforme iba metiendo mi mano, luego mi antebrazo y finalmente, todo el brazo hasta el hombro, intentando llegar al fondo de la cavidad. Estaba a punto de retirarme, satisfecho con haber cumplido lo que se esperaba de mí, cuando algo me agarró los dedos. En ese instante, toda la montaña cayó sobre mi brazo, atrapándolo, manteniéndolo en su interior. No sentía dolor, de hecho, no sentía nada…

Según me contaron después, tras haber introducido todo el brazo en el agujero, me quedé quieto por unos segundos, mientras Pandora me preguntaba. Yo no escuchaba su voz. Mi mente se encontraba en otro lugar, viendo cómo grandes nubes de tormenta descendían sobre un terreno boscoso, como los rayos desgarraban el cielo y los truenos eran tan potentes que sentía su retumbar en la tierra que pisaba. Pandora estaba a mi lado, hermosa como una valkiria, su cabello dorado luchando contra el viento de la tempestad, erguida y desafiante. A su lado, un gran oso negro rugía a los elementos, el cabello erizado por la electricidad, sus dientes blancos brillando a la luz de los relámpagos…

La escena cambió de repente, y me encontré dentro de una cabaña de pastores. Un pequeño fuego iluminaba toda la escena. Había una persona dentro de la cabaña, una niña a juzgar por su rostro, grácil y sereno, que cosía un trozo de cuero con un hilo de diamante, mientras a su lado se movía una forma oscura y peluda.

“Necesitarás esto, cuando ella te lo pida” me dijo, mientras me alargaba un pequeño estuche de cuero y madera. Mi mano, arrugada y llena de manchas de la edad, apenas podía sostener el peso de la cajita, y ella me ayudó con sus delicadas manos blancas…

Desperté tirado en el suelo de la estancia, mientras el dios se reía de mí, y Manhú me daba un poco de agua. Pandora estaba a mi lado, observándome, intentando averiguar qué era lo que me había pasado, mirando en mi interior cómo solo ella sabía… Creí detectar un brillo de burla en sus ojos.

domingo, marzo 25, 2012

El sueño de Hefestos (I)


Los problemas comenzaron antes de salir del túnel. Una ventisca de nieve y granizo había estallado al otro lado de las montañas, haciendo que los viajeros que llegaban por la carretera desde Kadath no pudieran salir de la montaña sin poner en peligro sus vidas. Después de unos momentos de discusión, decidimos permanecer en la posada que marcaba el final del túnel, o la entrada del mismo…

La Primera Luz era en realidad un conjunto de grutas y cavernas excavadas directamente en el granito de la montaña, y que había ido creciendo a lo largo de los siglos por la laboriosidad de sus dueños, una familia de enanos de los que se decía que habían trabajado en la construcción del subterráneo, junto con los mismisimos dioses. La hospedería ocupaba los primeros niveles habitados, con el gran salón común como estancia de comunicación entre cocinas, habitaciones para huéspedes, establos… Los niveles inferiores se dedicaban a depósitos y uso de los muchos empleados del negocio… Se rumoreaba que por debajo de ellos, en el corazón de la montaña, había inmensas salas destinadas a los dioses de paso…

Una de las camareras, una pizpireta enana con coletas pelirrojas y una rolliza cadera, nos habló de una de las atracciones de la posada, la boca de Hefestos. Se trataba de una máscara del dios labrada directamente sobre la roca, por cuya boca manaba  uno de los muchos manantiales que surtía del líquido elemento al establecimiento. En uno de sus carrillos había un agujero, poco más grande que un puño, y se decía que aquel capaz de alcanzar su fondo era recompensado por el dios con visiones de su futuro…

En realidad, era uno más de los trucos que los dueños del lugar tenían para atraer y entretener a sus huéspedes, el agujero en cuestión tenía varios metros de profundidad, y servía como aliviadero de presión para el manantial. A pesar de todo, a Pandora le pareció una historia interesantísima, y, para regocijo de la camarera y varios de los parroquianos, insistió para que fuéramos a esa habitación, a tentar a la divinidad.

viernes, marzo 09, 2012

Dulce ayer

Hoy he vuelto a aquella playa y me he sentado de nuevo en aquella roca bajo los pinos, en la que permanecía en otros tiempos. El mar seguía siendo tan azul como entonces, el sonido del viento tan evocador como lo recordaba, pero las sensaciones no son las mismas. Intento volver a ver su silueta a lo lejos, pero ya no siento voces en el aire, no oigo a las sirenas llamándome, el olor del salitre y las algas no llegan a mis sentidos...

Caminando por la arena mis pies han dejado las mismas huellas que antaño, con algunas arrugas de más tal vez, pero no he sentido cómo el tiempo se escapaba entre mis dedos. He recorrido la playa una y otra vez, pensando, recordando, viendo las gaviotas subir y bajar por las olas del viento, mientras la marea retrocedía y dejaba al descubierto las orillas que en otro tiempo me vieron correr, pasear junto a ella, volver a ser un niño... Ya no son sino cristal molido, restos de naufragios y tormentas, inicios y finales.

El sol se esconde tras las nubes, dejando un cielo plomo a juego con mi ánimo. Llegan a mi memoria las imágenes de aquel día en el que el sol se presentó casi de improviso, y una visita a un lugar perdido se convirtió en el momento perfecto, con el mar luchando por arrancarme de ella, mientras su piel se calentaba al abrigo de las rocas. Ese sensación permanece en mi alma, el recuerdo calentando mis memorias, aún no estando la persona que lo hizo único.

La noche ha llegado y con ella las estrellas, anunciando sin saberlo el nuevo día. "Si lloras porque no puedes ver el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas" decía el poeta, y los poetas siempre tienen razón. Mi sol se ha puesto, iluminando y dando vida a otros mundos, y tengo que conformarme con el reflejo de su luz que me llega de otras estrellas...


Y sin embargo, todavía quiero ser el mar que besa sus pies y los granos de arena que acarician su cuerpo...

martes, marzo 06, 2012

Bosque de hierro (II)

Alleyne fue de las que pudo volver al pueblo, con su alma destrozada, a los brazos de su padre. Tenía la mirada perdida, las ropas tintas en sangre y la mente en otro lugar. Su padre la lavó, la cuidó hasta que su cuerpo se repuso y la ayudó a regresar, a encontrar de nuevo el río y el bosque, a aguantar el contacto de otro ser humano… Poco a poco, la muchacha recobró parte de aquella belleza de antaño, aunque sus ojos siempre reflejaban una tristeza y un dolor profundo.

Otro año pasó, y después otro, y luego otro más, y otro, y así los aldeanos se prepararon para celebrar un nuevo solsticio. El recuerdo del ataque se había diluido en el corazón de los jóvenes y opacado en el de los viejos. Alleyne era ahora una mujer adulta, versada en las artes de la naturaleza, respetada por los suyos. La noche más larga del año se presentaba cálida y fragante, las hogueras ardían altas ese año, y las risas se escuchaban por todo el prado.

De repente, el fragor del acero y el sonido de los caballos llenaron el valle. Los soldados salían de la oscuridad, dando gritos y blandiendo las pesadas espadas, mientras los habitantes del valle intentaban huir sin éxito. Acorralados, empujados por los fieros caballos de guerra, separados los hombres de las mujeres por las lanzas, los gritos y lamentos sustituyeron a las risas y cantos.

Alleyne se encontró de pronto frente a un soldado, un viejo de dentadura negra que sonreía ante la presa que le había tocado en suerte. Intentó huir, pero el hombre le cortaba todos los intentos con su lanza, hasta que logró acorralarla contra el tronco de uno de los pocos árboles que crecía en el prado, un fresno centenario del que se decía que tenía poderes mágicos.

La mujer estaba presa del pánico, el hombre se acercaba a ella, intentando hablarle en voz baja, esperando tranquilizarla. De repente, con un rápido movimiento, le agarró del brazo y la atrajo hacia él. Un segundo movimiento la derribó en el suelo, a pesar de su resistencia podía sentir todo el peso del hombre sobre ella, los intentos para quitarle la ropa, desgarrarla…

Todo paró de pronto. Alleyne estaba en el suelo, como muchas otras mujeres, mientras los hombres corrían a su lado. Sorprendida se levantó, intentando arreglar un poco sus maltrechas ropas, y miró a su alrededor. En lo que antes fuera un prado de hierba verde ahora había decenas de árboles, viejos y retorcidos, junto a los que pacían los grandes caballos de batalla. A su lado, un tronco mustio y torcido se alzaba a pocos metros del fresno ancestral. Junto a él, como junto a muchos de los otros árboles, las ropas y espada del soldado que intentó violarla.

La abuela siempre estaba cerca de la chimenea. Recuerdo oírla contar que los siseos y quejidos de los troncos al quemarse eran debidos a los espíritus de la madera, que se quemaban por sus pecados. Alguna vez, cuando me contaba esto, creí ver un atisbo de sonrisa en su arrugado rostro…

viernes, marzo 02, 2012

Bosque de hierro (I)

La abuela siempre permanecía cerca de la chimenea. Mis recuerdos más tempranos de su presencia se asocian siempre a un oscuro lagar, donde la chimenea estaba encendida en todas las estaciones, y ella, siempre de negro riguroso, observaba las llamas apoyada en su bastón…

Había sido un buen verano. Las cosechas prometían un invierno poco riguroso, y los largos días estivales se aprovechaban para que las familias se encontrasen de nuevo, antes de que la nieve y la ventisca obligara a cada grupo a permanecer encerrado en sus casas por semanas. Ese año Alleyne cumplía trece primaveras, y podía jugar con sus primas mayores, cuchichear con ellas sobre los muchachos del pueblo, lanzar miradas provocadoras y tal vez soñar con el abrazo de uno de ellos. Su pelo rojo como el amanecer sobre la montaña contrastaba con la palidez de su piel, mientras que sus ojos emulaban el color del bosque en el que se crió.

Alleyne se sabía hermosa y le gustaba. Para la fiesta del solsticio le pidió a su madre que le hiciera un vestido de lino blanco, bordado con hilo rojo en los extremos, y ella se encargó de adornarlo con cuentas de colores y un cinturón de cuero trabajado que le regaló su padre, orgulloso de su belleza. Pensaba estrenarlo en la noche más larga del año, corriendo con sus primas y bailando alrededor de las hogueras que se encendían para celebrar el fin del verano.

Nadie los esperaba. Los hombres del castillo rara vez bajaban al valle. Sabían que su mundo de hierro y fuego no era compatible con los bosques y ríos, que no podían mezclarse con las gentes de los poblados. Ellos, los hombres de hierro, venían de lugares distantes, del lejano norte, inclemente con los niños, o de extrañas tierras, atraídos por el olor del dinero del señor feudal, mercenarios errantes en busca de sangre y dolor.

Solían permanecer en las almenas y torreones de la fortaleza, vigilantes desde su alta atalaya, y no descendían a las casas a este lado del río, ni visitaban las granjas en la falda de las montañas. Recibían el tributo en forma de víveres y leña, que les eran entregados por un grupo de hombres cada cierto tiempo; algunas mujeres descarriadas vivían con ellos entre los muros de piedra, aliviando sus pasiones a cambio de comida y techo…

Esa noche bajaron todos los soldados, negros con sus petos de cuero y malla, montados en sus grandes caballos de batalla, sus yelmos brillando a la luz de la luna. El capitán iba el primero, montado en un gran corcel zaino, su capa roja caída sobre los cuartos traseros del animal, sus ojos buscando entre los campesinos que se habían congregado en el prado.

Nadie supo el por qué. En un momento los habitantes del valle estaban rodeados de hierro y músculo, y fuertes y sudorosas manos los empujaban hacia el centro del prado, separando a las mujeres de los hombres y los niños, insensibles a los gritos y a la resistencia de los hombres. Los golpes aparecieron al poco. Hombres y jóvenes dejaron de resistirse cuando las espadas hicieron su aparición, y los más fogosos, tal vez los más sabios, cayeron ante ellas.

Las mujeres no tuvieron tanta suerte. Separadas de padres, maridos, hijos, fueron conducidas como ganado durante la noche, obligadas a subir las escarpadas rocas que conducían al castillo, y allí violadas y golpeadas, muchas de ellas hasta la muerte al intentar resistirse. Al alba, rotos los vestidos, secos los ojos y las heridas, fueron expulsadas de la ciudadela, regresando cómo pudieron al pueblo; algunas, de dolor y vergüenza, prefirieron permanecer en el castillo, como esclavas, antes que afrontar a sus seres queridos. Ninguna sobrevivió a ese invierno.