jueves, diciembre 20, 2012

Diciembre

Querido lector,

En esto tiempos en los que las malas noticias, apocalipticas en ocasiones, nos acechan por todas partes, no está de más atesorar toda la esperanza e ilusióin que encontremos, hacer acopio de buenos sentimientos y pasar el máximo tiempo posible con la gente que realmente te quiere.

De todo corazón, espero que estas fiestas, y todo el año que viene, te colmen de todas esas cosas.

Hasta el año que viene


martes, diciembre 18, 2012

Quando sono sola


Actuó sin pensar. Caminaba de camino a su casa, dejando que sus sentidos absorbieran la información del entorno que luego su cerebro se encargaría de procesar durante el intranquilo sueño, cuando la vio unos metros por delante. La conocía. Era una de las mujeres que vivían en la casa que estaba a unos metros de la suya, alguna vez se habían cruzado por la calle y él había devuelto el educado saludo que ella había regalado. En ese momento iba cargada con la compra, regresando sin duda del mercadillo dominical, con la fruta, verdura y demás vituallas.

Al llegar a su altura se ofreció a ayudarla con las bolsas. Ella se sorprendió, era evidente que no le había oído acercarse, pero al reconocer su cara, tras unos segundos de incertidumbre, se relajó y le agradeció el gesto con una sonrisa. Él no había esperado a su confirmación formal y ya se había agachado para tomar de sus manos las bolsas que parecían más pesadas, dejando que ella suspirase aliviada. Con su carga en las manos echaron a andar hacia la casa, mientras un incómodo silencio se establecía entre ellos.

El hombre no era de los que hablaban. Durante años había tenido que hacerlo, comunicarse con gente que no le interesaba en absoluto, mentir para poder medrar en ese mundo cruel que es la vida para aquellos que no saben (o no pueden) verla de otra forma. Gracias a un golpe de suerte había podido comprar la casa en la que ahora vivía, se había alejado de todo lo que conocía y había querido empezar de cero en ese pequeño pueblo del interior.

Ella era una mujer menuda, con el pelo corto recogido con prendedores oscuros, apenas una nota de color en su vestimenta. Las pocas veces que se habían cruzado con anterioridad ella le había saludado cortésmente, al pasar rápidamente a su lado. Él se había fijado en que siempre caminaba deprisa, como si llegará tarde a todas partes. Era una mujer joven, aunque el tiempo ya había comenzado a cincelar su rostro, ocultando las señales de la pena y el dolor.

Caminaron durante un rato, hasta llegar a la puerta de ella. No habían intercambiado ni una sola palabra. En el umbral le pasó las bolsas y ella le volvió a dar las gracias, con una sonrisa que le sorprendió por lo sincera. Farfullando un “de nada”, se retiró unos pasos y volvió a su camino hacia el hogar, con el corazón un poco más liviano y menos sombras en su alma.

jueves, diciembre 13, 2012

Siempre buscando a Dios entre la niebla

Julio Bastida Recuerdo en el carnet de identidad, tío Julio para todo el pueblo. Con cuarenta y cinco años reconocidos y algunos más bastardos, su silueta era familiar a todos los habitantes de Algena: un hombre alto, desgarbado, con una chaqueta tres cuartos de cuero en invierno, y con camisas de lino o algodón en verano, su sempiterno cigarrillo sin encender en la mano.

Contaba el tío Julio que nunca había sido fumador, excepto por aquellos pitillos de picadura que había liado cuando tenía quince o dieciséis años, en la terraza del baile, para impresionar a alguna de las forasteras que llegaban a la discoteca los fines de semana. Desde entonces se había acostumbrado a llevar un cigarrillo siempre en la mano, decía que como amuleto, que acababa tirando a una papelera sin haberlo prendido.

Julio vivía en una de las casas del centro del pueblo, heredada de sus padres. Hijo único, era propietario de unas pocas tierras en el valle, de cuyos arriendos podía vivir holgadamente sin trabajar. Su rutina diaria comprendía levantarse al alba, pasear por los alrededores del pueblo hasta que se cansaba, tomar el primer café en el bar de Carlos y regresar a su casa. Volvía a salir a media tarde, jugando a las cartas con otros parroquianos hasta la hora de la cena. A veces cenaba solo en el bar del Casino, donde permanecía leyendo la prensa hasta altas horas, o discutiendo de política o mujeres con alguno de los socios.

La primera vez que habló conmigo me sorprendió su lucidez y socarronería, la agudeza de su pensamiento y la ironía que mostraba. Yo ya llevaba varias semanas apareciendo por el bar de Carlos para tomar café a primera hora, y habíamos coincidido en algunas ocasiones. El tío Julio siempre saludaba educadamente, conociera o no a la otra persona. En una ocasión, viendo que leía (de nuevo) Ulises, hizo un acertado comentario sobre la vida del dublinés, y ahí entablamos una conversación, en la que salió a relucir su vasta cultura.

Desde ese momento hablamos a menudo, y de vez en cuando me introducía en las discusiones que tenían lugar entre los clientes habituales, con las que llegué a conocer a los actores de los principales dramas de la localidad, así como ponerme al día de los libretos.

A Julio no se le conocía mujer, novia o enamorada, ni tampoco constaban visitas a la portuguesa. Dos o tres veces al año acudía a la capital de la provincia, de donde volvía con algunos libros y ropa, así como mandados para amigos del pueblo. Una vez, cuando ya tenía suficiente confianza como para entrar en temas personales, y aprovechando una mañana fría y neblinosa que invitaba a permanecer en la tasca, una vez le pregunté por el asunto y me respondió, mirando sin ver el cigarrillo que llevaba en la mano.

“No creas que no me interesan las mujeres. En mis tiempos mozos tuve algunos amoríos, tarascadas en la era que no conducían a nada. Pero con los años y las grietas en el corazón me di cuenta de que la medida del amor no es tanto el cariño que se ve, sino el que realmente te dan. Por eso yo quiero una mujer que me acaricie cuando duermo, aunque me discuta todo cuando estoy despierto. Y esa mujer, amigo mío, no es fácil de encontrar”.

miércoles, diciembre 05, 2012

La distancia en tus ojos

Hoy he recuperado mis recuerdos. No ha sido difícil, lo podría haber hecho antes si realmente lo hubiera deseado. Ahora ya los tengo conmigo, vuelven a ser parte de mí, están a mi disposición si así lo deseo. He pasado algunas horas revisando las imágenes, los sonidos y olores que venían con el paquete, mientras detrás de la ventana el invierno paseaba por las calles de mi ciudad.

Entre ellos he encontrado el primer poema de amor que escribí con quince años. Estaba en un folio lleno de garabatos y dibujos, una hoja que emborroné en las clases de filosofía, en los recreos y ratos muertos, sentado en el poyete de conserjería, mirando como ella paseaba con su amiga, compartiendo secretos que no eran míos.

También he vuelto a escuchar la lección de francés, la voz de la profesora sonaba de nuevo cristalina y apasionada en mis oídos. Las canciones de Moustaki, las redacciones, los sonidos extraños y a la vez tan cercanos…

Después he pasado unos minutos viendo la vía del tren y la vieja estación. El paso de los trenes ha ido acompañado como entonces por los ladridos de los perros y el traqueteo de la puerta. Nos he vuelto a ver con las piernas colgando sobre los raíles, hablando de escapar, irnos muy lejos, desaparecer de ese mundo que no nos entendía, estar juntos para siempre…

El olor de los churros en aquella churrería de feria me dio hambre, como hizo la primera vez que pude usar dinero ganado por mí, el orgullo unido al sabor del chocolate caliente. El hambre hizo que regresara a la realidad y comenzará a guardar los recuerdos en su paquete. Tantos había sacado que el atadijo, antes comprimido y con los recuerdos limpios y netos, ahora no podía guardarlos todos, tuve que apretar. En uno de esos apretones se salió una imagen: una niña de ojos negros esta delante de mí, bailando algo que ha ensayado en el espejo de sus padres. Recojo la sensación, la memoria, con cuidado, para no romperla, y despacio, muy despacio, la acerco a mi pecho para que entre en mi corazón.

sábado, diciembre 01, 2012

Entre as nuvens vem surgindo...

A Manolito le gustaba mucho andar en bici. En las tardes de verano, cuando la fuerza del sol ya había menguado algo, y se podía salir sin temer una insolación, bajaba al garaje y tomaba su máquina, una Orbea que le habían regalado sus abuelos cuando cumplió doce años, de cuadro azul y blanco, con sillín de cuero negro, y se montaba en ella saliendo del edificio en dirección a los campos.

Bajaba por las calles del pueblo pedaleando seguro sobre su montura, buscando las calles menos concurridas. Conocía bien su ruta. Bajaba por la calle San Roque hasta llegar al cruce con la calle Real, y de ahí seguía hasta la avenida, desde dónde se alcanzaba el final del pueblo, el cementerio y los campos que rodeaban la localidad.

Había descubierto los caminos rurales algunos años atrás, pistas de tierra compactada por el paso de tractores y camiones, que se convertían en barrizales después de las tormentas, y que conectaban las poblaciones de la zona entre sí, formando una red de comunicación desde mucho antes de que se construyera la carretera general. Por esos caminos solitarios le gustaba ir con su bicicleta, observando los campos de cultivo y los eriales, las pocas huertas que se instalaban al abrigo de corrientes casi escondidas y las casetas de labranza que se esparcían por los labradíos. En ocasiones su deambular le llevaba hasta alguna de las villas cercanas, y para acelerar su regreso tomaba la carretera, volviendo a su casa entre coches y autobuses.

Recorriendo esos caminos pasaba las horas, con una botella de agua que a veces rellenaba en la fuente del camposanto antes de enfilar hacia la senda que recorrería ese día, la mayoría de las ocasiones eligiendo al azar, tomando una opción distinta en cada encrucijada, con la camiseta enrollada en el sillín cuando el calor le agobiaba.

Le gustaba observar a las perdices, jugar a descubrir los lechos de las liebres, intentar llegar a ellas en silencio para poder sorprenderlas. Disfrutaba con el vuelo de los milanos, con las paradas de los cernícalos, con el sonido de las lechuzas en las casetas. En ocasiones se llevaba unos viejos prismáticos militares de su padre para poder observar los grandes campos de labranza, viendo como las grandes avutardas realizaban sus rituales, o a los polluelos de milano en medio de los sembrados.

Pocas veces encontraba a alguien en su caminar. Las labores del campo ya estaban avanzadas, y solo muy entrada ya la estación, cuando únicamente podía salir durante los fines de semana que pasaba en casa, de vuelta del internado, cuando el otoño ya se acercaba, se cruzaban en su camino grupos de temporeros en ruta al lugar de trabajo, recogiendo cebollas, participando en la cosecha, preparando la vendimia…
Las horas se hacían cortas para Manolito montado en su bicicleta. El sol le tostaba la piel y el ejercicio fortalecía sus piernas, mientras sus ojos absorbían la belleza de la tierra castellana de sus ancestros.

Pero un día Manolito dejó la bici en el garaje de su padre, y poco después Manuel se marchaba a la universidad. Muchos años más tarde, don Manuel abrió el garaje de su padre, recientemente fallecido, y entre un montón de cajas con ropas gastadas y pasadas de moda encontró una bicicleta polvorienta, con las ruedas deshinchadas por el tiempo. En aquel momento volvieron a sus ojos el color de los campos de trigo, el silbar del viento contra los radios de la rueda, el salto veloz de la liebre…

Unos días más tarde, Pablito recibió un regalo sorpresa de su tío. Una bicicleta Orbea, azul y blanca, reluciente, limpia, a la que le habían acoplado unas ruedecillas para que aprendiera a recorrer mundo con ella.