miércoles, marzo 18, 2015

Cierre

“La idea de este blog es ser un repositorio de ideas, comentarios, chascarrillos y demás neuras que se le ocurren a un español perdido en Chile; no sé qué es lo que va a salir.”


Aquel 31 de octubre del 2005 un ilusionado Huelquén comenzaba una actividad de comunicación con el mundo gracias a las nuevas tecnologías. Efectivamente, no sabía qué iba a salir de todo eso, no estaba acostumbrado a hablar con extraños...


Casi diez años después, más de trescientas entradas publicadas (algunas más en el tintero por vergüenza o por miedo), muchas horas delante de la página vacía, muchas lágrimas vertidas en un teclado que ya va perdiendo las letras por el uso, algunas risas, mucho cariño y una gran gran cantidad de amor, toca cerrar ciclo e iniciar uno nuevo. La vida es cambio constante, poco a poco nos conocemos mejor, vamos ‘afilando’ nuestros sueños, nuestras metas y siento que ha llegado el momento de pasar página.


¿Lo mejor de todo? Tú. Tú que lees esto, que me has acompañado durante gran parte de este tiempo, esas más de nueve mil visitas desde España, México, Estados Unidos, Chile, India... los cientos de comentarios, el inmenso cariño e impagable amor que has puesto de tu lado. No esperaba nada de esto cuando empecé, nada. Y ahora, al despedirme de ti, no encuentro las palabras...

Tal vez lo mejor sea recurrir a una frase que escuché cuando era muy joven y que siempre me ha parecido una gran forma de despedirse de alguien a quién se quiere mucho.

"Adiós, que te vaya bonito"

miércoles, marzo 11, 2015

Silencio, brisa y cordura...

Hoy me he sentado delante de mi viejo portátil, con un vaso de whisky al lado, ese whisky que compré el verano pasado en Andorra, y he comenzado a escribir sin pensar. Las teclas se movían muy despacio al principio, como si le doliera al teclado en vez de a mi alma, hasta que las palabras han comenzado a fluir más y más deprisa, al mismo tiempo que el vaso se iba vaciando con regularidad.

Hemos (yo y la pantalla) hablado de muchas cosas: de aquel verano inconfesable en Ibiza, de las noches de angustia pasadas en el hospital, de los miedos que ni siquiera he contado a mí mismo, de esas horas en las que me vence la tristeza, de ayer, hoy y mañana. Bueno, en realidad he hablado yo. La pantalla del ordenador se ha limitado a poner negro sobre blanco las ideas que han ido surgiendo de mi cabeza, a veces torpemente, a veces aceleradas y muy claras. Han sido unas horas en las que he ido desgranando todas las emociones que se acumularon en estos días, mientras la tarde se convertía en noche y la música de piano llenaba esta habitación en la que me encuentro.

Son estos momentos los que me permiten seguir siendo cómo soy, aparentar que la vida no me afecta, que todo está bajo control. En ocasiones incluso me han echado en cara que carezco de esas mismas emociones que relato en esas líneas. No es fácil ser alguien como yo. No digo que sea distinto a otras muchas personas, a fin de cuentas cada ser humano es un mundo y he visto muchos mundos diferentes en mi vida. Escribir es para mí como la confesión para el católico devoto, un acto de liberación de mis pecados que me permite continuar con la vida normal, sin miedo a un infierno cada vez más cercano, una forma de ponerme en paz con un dios en el que deje de creer hace tantos años...

Los cubos de hielo ya han desaparecido en el vaso, apenas queda licor en ellos y la noche que veo por mi ventana solo se ve punteada por diminutos leds, destellos de las luces en las casas del valle o faros de coches bajando por la carretera. El sol se ha puesto tras las montañas y ya casi no las distingo, apenas perfiladas contra un horizonte cada vez más oscuro. Vuelvo a mirar las palabras que me observan desde la pantalla del portátil, hay un poco de mi sangre en ellas y bastante de mis lagrimas, esas lágrimas que últimamente parecen querer salir con más facilidad que antaño. Me hago viejo, sensible y sensiblero…
Un último trago, y con él el último trozo de hielo que quedaba entra en mi boca. Lo saboreo durante un minuto mientras releo parte de lo escrito. Inconexo, fútil, ardiente, dolorido, desesperanzado… Tomo el ratón con mi mano y lo llevo hacia la esquina superior derecha de la pantalla, hacia esa X que me ha estado llamando en los últimos minutos.

“¿Desea guardar los cambios efectuados en el documento?”

"No."

jueves, marzo 05, 2015

De nieve, huracán y abismos...

Se había levantado una brisa fresca, un ligero poniente que hacía que las salpicaduras del oleaje llegarán hasta la sala de control, remojando un poco el cristal de la tronera. Ignorante de esas gotas sobre el sílice de la ventana, un hombre miraba hacia el infinito, acodado ligeramente en la barandilla del balcón, sujetando su vieja taza de porcelana con un humeante café negro, mientras allá, en la lejanía, decenas de embarcaciones dependían de la luz de su lámpara para poder orientarse y regresar a salvo.

La jornada se esperaba tranquila. No había aviso de temporal ni se había anunciado nada que impidiera a los pescadores realizar su labor diaria. Sin embargo el hombre se sentía inquieto, no sabía por qué. Ni siquiera el fuerte sabor del café, preparado como siempre a última hora de la tarde para ayudarle a soportar la vigilia de cada noche, hizo desaparecer su desasosiego. Desde su privilegiada atalaya, el farero podía vislumbrar las luces de los barcos faenando en las proximidades de la costa. Se preparaba para una guardia más, no muy diferente de otras muchas que ya había hecho en ese puesto. Tomando un sorbo de caliente negrura entró en la torre y bajó hasta el cuarto de servicio, donde se acercó a la mesa que tenía dispuesta para la noche, justo debajo de la linterna giratoria. En ella se encontraban algunos utensilios necesarios para hacer su trabajo y pasar las horas: una vieja radio con la que se comunicaba con los barcos y otros faros; el diario de anotaciones, ya abierto por la página indicada para escribir cualquier incidencia que ocurriera; un ajedrez con una partida a medias, en la que las negras llevaban ventaja de un peón y un alfil; una cafetera llena, dispuesta en un hornillo eléctrico que mantendría el brebaje como a él le gustaba (“el café debe ser como un beso, dulce y ardiente” le gustaba citar)…

En una silla cercana se acomodaba su gato, un ejemplar atigrado, de rayas marrones casi negras en la semipenumbra bajo la linterna, que le observaba realizar su rutina cotidiana. Cuando el farero terminó de hacer sus comprobaciones, el animal se levantó y, desperezándose, se dirigió hacia la mesa en la que se acostó sobre un viejo diario de anotaciones, que parecía dispuesto para su comodidad.

“Una noche más, Mefistófeles, una noche más…” dijo el hombre, mientras observaba como el felino se limpiaba meticulosamente las patas con la lengua y finalmente se instalaba en su posición, guardando las manos bajo los brazos, en esa postura tan típica de los gatos al descansar. Sus ojos, de una rara tonalidad, a veces parecían verdes y en otros momentos grises como la pizarra de los montes natales del farero, dependiendo de cómo se reflejara en ellos la luz.

Dejando su taza de café a un lado, el farero comenzó por anotar los datos iniciales del día en su cuaderno: la fecha, la hora en que se encendió el faro, el estado de la mar, la previsión meteorológica, las pequeñas incidencias técnicas de un mecanismo con más de cuarenta años de servicio… Su letra era clara, funcional, su estilo parco en palabras y ceñido a los hechos.

Conforme iba rellenando su informe diario notaba como los párpados le comenzaban a pesar, así que tomó otro sorbo de café y siguió completando el diario. El sueño, sin embargo, pugnaba por ganarle y la escritura se le iba haciendo más y más complicada, de trazos sinuosos e irregulares. De su mano salían palabras cada vez más indescifrables, hasta que solo líneas curvas e inescrutables llenaron las páginas del viejo cuaderno.

Al mismo tiempo, su vista se iba haciendo menos aguda, y los continuos tragos de café no ayudaban en nada. Sacudiendo la cabeza, decidió que necesitaba un poco de aire fresco, y sus pasos le encaminaron de nuevo hacia la baranda del balcón, donde esperaba que el aire marino le ayudara a despejarse. El gato, sin moverse aún de su lugar en la mesa, observaba los torpes movimientos del humano, con una mirada que parecía definir miles de preguntas sin respuesta.

La sal y humedad que el viento portaba hicieron que recuperara algo de su agudeza mental, parecía incluso que podía respirar mejor allí, recibiendo la espuma del mar y escuchando el sonido de las olas romper contra la base del acantilado en el que se encontraba el faro. A lo lejos, las linternas de los pescadores iluminaban la noche como cuentas de un collar rodando por un suelo negro. Sorprendido, el hombre pensó en la tranquilidad que esa misma oscuridad le podría dar, una ausencia de sonido y luz que invitaban al descanso más eterno…

De pronto, se descubrió abriendo la boca espasmódicamente, como necesitado no ya de respirar sino de alimentarse de aire, mientras su cuerpo sufría ligeras convulsiones que iban a más. Al poco, apenas lograba sujetarse con sus puños a los oxidados hierros de la barandilla. En todo momento seguía sintiendo esa llamada de la oscuridad, de esa zona tranquila en la que podría soñar eternamente, entre algas y corales…

No sintió la caída, como tampoco sintió el golpe con la mar ni se dio cuenta de la transformación. En su mente solo podía ser consciente de la dicha de volver al origen, de regresar al mundo al que pertenecía, mientras una pequeña nube de escamas doradas salía de su cuerpo mientras se movía cada vez más velozmente hacia el mar abierto. En lo alto de la barandilla un gato atigrado, de intensos ojos verdes, movía la cola con tranquilidad y con su mirada felina observaba como el tritón desaparecía entre las olas. Sabía que volvería al amanecer, saliendo de entre las aguas con su forma humana de nuevo, para pasar el día como un simple farero en aquel remoto puesto, como lo había estado haciendo los últimos cuarenta años. Y él le esperaría en la puerta de la casa, mirándole con sus ojos enigmáticos, y le acompañaría en sus quehaceres, como había estado haciendo los últimos quinientos años…

domingo, marzo 01, 2015

De sol, espiga y deseo...

Se había levantado una brisa fresca, un ligero poniente que hacía que las salpicaduras del oleaje llegarán hasta la sala de control, remojando un poco el cristal de la tronera. Ignorante de esas gotas sobre el sílice de la ventana, un hombre miraba hacia el infinito, acodado ligeramente en la barandilla del balcón, sujetando su vieja taza de porcelana con un humeante café negro, mientras allá, en la lejanía, decenas de embarcaciones dependían de la luz de su lámpara para poder orientarse y regresar a salvo.

La jornada se esperaba tranquila. No había aviso de temporal ni se había anunciado nada que impidiera a los pescadores realizar su labor diaria. Sin embargo el hombre se sentía inquieto, no sabía por qué. Ni siquiera el fuerte sabor del café, preparado como siempre a última hora de la tarde para ayudarle a soportar la vigilia de cada noche, hizo desaparecer su desasosiego. Desde su privilegiada atalaya, el farero podía vislumbrar las luces de los barcos faenando en las proximidades de la costa. Se preparaba para una guardia más, no muy diferente de otras muchas que ya había hecho en ese puesto. Tomando un sorbo de caliente negrura entró en la torre y bajó hasta el cuarto de servicio, donde se acercó a la mesa que tenía dispuesta para la noche, justo debajo de la linterna giratoria. En ella se encontraban algunos utensilios necesarios para hacer su trabajo y pasar las horas: una vieja radio con la que se comunicaba con los barcos y otros faros; el diario de anotaciones, ya abierto por la página indicada para escribir cualquier incidencia que ocurriera; un ajedrez con una partida a medias, en la que las negras llevaban ventaja de un peón y un alfil; una cafetera llena, dispuesta en un hornillo eléctrico que mantendría el brebaje como a él le gustaba (“el café debe ser como un beso, dulce y ardiente” le gustaba citar)…

En una silla cercana se acomodaba su gato, un ejemplar atigrado, de rayas marrones casi negras en la semipenumbra bajo la linterna, que le observaba realizar su rutina cotidiana. Cuando el farero terminó de hacer sus comprobaciones, el animal se levantó y, desperezándose, se dirigió hacia la mesa en la que se acostó sobre un viejo diario de anotaciones, que parecía dispuesto para su comodidad.

“Una noche más, Mefistófeles, una noche más…” dijo el hombre, mientras observaba como el felino se limpiaba meticulosamente las patas con la lengua y finalmente se instalaba en su posición, guardando las manos bajo los brazos, en esa postura tan típica de los gatos al descansar. Sus ojos, de una rara tonalidad, a veces parecían verdes y en otros momentos grises como la pizarra de los montes natales del farero, dependiendo de cómo se reflejara en ellos la luz.

Dejando su taza de café a un lado, el farero comenzó por anotar los datos iniciales del día en su cuaderno: la fecha, la hora en que se encendió el faro, el estado de la mar, la previsión meteorológica, las pequeñas incidencias técnicas de un mecanismo con más de cuarenta años de servicio… Su letra era clara, funcional, su estilo parco en palabras y ceñido a los hechos.

Conforme iba rellenando su informe diario notaba como los párpados le comenzaban a pesar, así que tomó otro sorbo de café y siguió completando el diario. El sueño, sin embargo, pugnaba por ganarle y la escritura se le iba haciendo más y más complicada, de trazos sinuosos e irregulares. De su mano salían palabras cada vez más indescifrables, hasta que solo líneas curvas e inescrutables llenaron las páginas del viejo cuaderno.

Al mismo tiempo, su vista se iba haciendo menos aguda, y los continuos tragos de café no ayudaban en nada. Sacudiendo la cabeza, decidió que necesitaba un poco de aire fresco, y sus pasos le encaminaron de nuevo hacia la baranda del balcón, donde esperaba que el aire marino le ayudara a despejarse. El gato, sin moverse aún de su lugar en la mesa, observaba los torpes movimientos del humano, con una mirada que parecía definir miles de preguntas sin respuesta.

La sal y humedad que el viento portaba hicieron que recuperara algo de su agudeza mental, parecía incluso que podía respirar mejor allí, recibiendo la espuma del mar y escuchando el sonido de las olas romper contra la base del acantilado en el que se encontraba el faro. A lo lejos, las linternas de los pescadores iluminaban la noche como cuentas de un collar rodando por un suelo negro. Sorprendido, el hombre pensó en la tranquilidad que esa misma oscuridad le podría dar, una ausencia de sonido y luz que invitaban al descanso más eterno…

De pronto, se descubrió abriendo la boca espasmódicamente, como necesitado no ya de respirar sino de alimentarse de aire, mientras su cuerpo sufría ligeras convulsiones que iban a más. Al poco, apenas lograba sujetarse con sus puños a los oxidados hierros de la barandilla. En todo momento seguía sintiendo esa llamada de la oscuridad, de esa zona tranquila en la que podría soñar eternamente, entre algas y corales…


No sintió la caída, como tampoco sintió el golpe con la mar ni se dio cuenta de la transformación. En su mente solo podía ser consciente de la dicha de volver al origen, de regresar al mundo al que pertenecía, mientras una pequeña nube de escamas doradas salía de su cuerpo mientras se movía cada vez más velozmente hacia el mar abierto. En lo alto de la barandilla un gato atigrado, de intensos ojos verdes, movía la cola con tranquilidad y con su mirada felina observaba como el tritón desaparecía entre las olas. Sabía que volvería al amanecer, saliendo de entre las aguas con su forma humana de nuevo, para pasar el día como un simple farero en aquel remoto puesto, como lo había estado haciendo los últimos cuarenta años. Y él le esperaría en la puerta de la casa, mirándole con sus ojos enigmáticos, y le acompañaría en sus quehaceres, como había estado haciendo los últimos quinientos años…