lunes, junio 30, 2014

La magía de la memoria

La casa estaba fría y oscura. Nadie había vuelto a ir desde el funeral, y el polvo comenzaba a acumularse sobre los estantes y los viejos trabajos de madera del abuelo. Yo no había podido ir a su funeral por razones de trabajo y ahora me acercaba a su casa con la intención de despedirme de él, a mi manera.

Mi tía me había dejado la llave, una de esas grandes llaves de hierro de las viejas casonas. “Puedes estar todo el tiempo que quieras”, me había dicho y yo planeaba tomarle la palabra. Aún no se había procedido al reparto de las cosas que había dentro de la casa, mis tías y tíos estaban esperando a que todos los hijos se reunieran en las próximas fiestas del pueblo, no había prisa. Mi abuelo ya había dejado todos sus asuntos en orden hace muchos años, cuando murió mi abuela, y todos los hermanos sabían qué pertenecía a cada uno.

Yo era el nieto primero, y, en consideración a mis largos viajes y extraños hábitos de trabajo, me habían dejado elegir entre las muchas cosas de mi abuelo. No había querido nada. Me parecía una costumbre tan bárbara esa de repartir las pertenencias del muerto que, educada y firmemente, les había agradecido y rechazado el ofrecimiento. “Ya tengo muchos recuerdos con él”, les había dicho.

Todo eso resonaba en mi memoria mientras subía por las escaleras de madera de roble hasta el primer piso, mis pasos crujiendo sobre las antiguas vigas, provocando ecos sobre las vacías habitaciones. Mis recuerdos me llevaron por toda la casa, mis dedos dejaron marcas sobre el polvo de aquellos sitios que recordaba tan bien: el arcón donde se guardaba el pan recién hecho en el horno aún tenía ese olor tan familiar, a harina y a leña vieja, a humo y tahona; la habitación en la que pasaba los veranos, con su cama de hierro forjado y el colchón de lana, tan blandito y cálido; la despensa, con sus enormes tinajas hundidas en la tierra, donde aún se veía el brillo del aceite de la última cosecha; el balcón, donde mi abuela pasaba las tardes de invierno viendo a la gente pasar por la calle mientras sus huesos se calentaban con el sol poniente…

El despacho de mi abuelo siempre fue un lugar mágico en mi infancia. Tantos libros, tantos colores, como aquel inmenso atlas que tenía todos los países dibujados para que mi imaginación los poblara de seres y batallas, tirado sobre el suelo y moviendo tropas con un dedo. Ahora estaba tranquilo y oscuro. Me senté en su sillón, detrás de la gran mesa de caoba que fue su lugar de trabajo durante tantos años, sintiendo su presencia en las formas y huecos que tenía. Sobre la mesa seguían sus cosas: una lupa, un cajoncito con folios en blanco para escribir, la vieja escribanía de plata que le regalaron a mi abuelo al jubilarse, ahora un poco gris por falta de cuidados, un antiguo secante para sus firmas con pluma y tinta, un marco de madera vacío…

Viendo ese marco mi mente regresó a aquella tarde en que, después de estar enredando un buen rato por la habitación, mi mirada infantil se fijó en aquellas cuatro tablas de madera. Ya había visto en otros sitios que la gente mayor tenía esos extraños cuadrados encima de las mesas o de las repisas, pero todos los que había visto hasta ahora tenían una fotografía o un dibujo dentro del cuadrado (incluso había algunos con mi imagen en casa). Pero el que estaba en la mesa del abuelo no tenía nada, como pudo comprobar mi manita al pasar por el espacio vacío.

“Abuelo, ¿por qué no tienes nada aquí?” le pregunté. Él me miró sonriendo, se quitó las gafas y me levantó del suelo para ponerme en sus rodillas. “Ah, pero el caso es que sí tiene, este es un marco mágico, ¿sabes? Si me fijo bien, puedo ver a tu abuela como la vi la primera vez que nos conocimos, con aquel vestido rojo tan bonito. O puedo ver a mis padres el día de nuestra boda, tan orgullosos y emocionados que casi parecían ellos los novios. Otras veces veo a tu madre, pequeña y frágil, corriendo por esta misma habitación como lo haces tú, o sentada con tu abuela en aquel rincón cosiendo. Puedo ver a tu tío Modesto antes de irse a hacer el servicio, tan marcial con aquel uniforme. Y cuando no estás aquí, te puedo ver en ese marco tan pequeño y desvalido como me pareciste al entrar en mi casa por primera vez.”

Yo miraba y miraba, y lo único que podía ver era la puerta del despacho a través del marco de madera. “Abuelo, no me engañes. No es mágico, no se ve nada.” Él volvía a sonreír, me bajaba al suelo y, tomándome de la mano, me llevaba con mi madre a tomar la merienda.

Ahora miró ese viejo y deslustrado recuadro y sé que mi abuelo tenía razón. Le veo a él, con su traje negro de sus últimos años, paseando con su bastón y la boina que nunca se quitaba. Puedo contemplar su expresión cuando regresé del extranjero por vez primera, sus lágrimas de orgullo y satisfacción. No solo eso. Veo a mis padres esperándome a la salida del colegio, a mi hermana correr delante de mí en los prados del norte, a Rebeca sonriéndome una mañana al despertar en nuestra cama…



El tren traquetea llevándome de vuelta a la ciudad. Sentado al lado de la ventana veo pasar los campos y dehesas de mi juventud. En mi maleta, envuelto entre periódicos para protegerlo, el marco mágico de mi abuelo, y con él, mi niñez y mi vida entera…

jueves, junio 26, 2014

A veces es azúcar...

Me acuesto y la noche alarga sus horas. Los minutos se hacen eternos mientras mi cama se hace más grande cada vez, aumentando mi soledad. Cierro los ojos e imagino mundos en los que podría ser feliz, a sabiendas de que se trata de un placebo que utilizo para que mi mente desvaríe y no se centre en tu pensamiento. Por eras paseo por esos mundos, me obligo a recorrer infinitos, a que mi cerebro se canse para poder descansar, en vano.

Durante esas pocas horas he recorrido cada noche miles de planetas, volado a través de los espacios sin sonido y navegado por los mares más tormentosos, he vivido en casas bajo las olas y he sentido el aire al atravesar nubes con mi cuerpo desnudo, he viajado a miles de lugares de mi memoria y a otros tantos que nunca he conocido y en los que sin embargo me encuentro como en mi casa…


Despierto en la mañana al sentir la presión de la luz sobre mis ojos. Mi gato me espera, sabe que he de darle de comer, que empieza la rutina de un nuevo día, que tu imagen vuelve a ocupar mi cabeza y mi ser. Siento las sabanas vacías, el lugar en el que deberías estar tú, mi ancla, mi libertad, mi prisión, mi cielo azul…

martes, junio 24, 2014

Fin de curso

Leía el otro día un artículo en el periódico sobre Salou, al parecer convertida en la ciudad preferida por los alumnos de 4º de ESO para celebrar el fin de selectividad, y vinieron a mi mente las imágenes de mi propio viaje, ya hace tantos años. Entonces Salou ya tenía su fama, era un centro de verano en la Costa Brava, con muchos hoteles, apartamentos, algunas discotecas, muchos bares enfocados a la clientela británica, supermercados…

Eramos un grupo de lo que entonces se llamaba COU. No habíamos terminado la selectividad, ni íbamos solos como los chicos de ahora; con nosotros vinieron la profe de física y el de inglés, el preferido de las chicas del instituto. Era el viaje de fin de curso, por el que habíamos estado trabajando todo el año, vendiendo bocadillos, haciendo fiestas en el gimnasio… Un largo viaje en tren desde Madrid para llegar y disfrutar de unos pocos días de sol, playa, amigos, discotecas...

Muchos recuerdos de ese viaje. La marcha nocturna a Tarragona, a la discoteca; la tarde en mi habitación tocando la guitarra, los desayunos comunales en la habitación de las chicas, sentados en la playa con el parka puesto, el mar elevando mi cuerpo, las voces en el rompeolas, las quejas de los vecinos por el ruido…

El profesor de inglés enfermó, no recuerdo si fue real o simplemente para darnos algún tipo de lección. Estábamos todos preocupados, no sabíamos qué hacer. Asomados a la puerta de su habitación, recuerdo haber oído a Mar decir “Y si se muere, ¿nos devuelven el dinero?”.

De ese viaje siempr me viene a la memoria otra anécdota. Ocurrió en el único apartamento mixto que había, en la que estaba uno de los guapos del grupo, Alberto, luego cantante en un grupo famoso en el que lleva muchos más años de los que parece. Alberto iba con su guitarra, a primera hora de la mañana (debía ser mediodía, por tanto) pasando delante de uno de los dormitorios de las chicas cuando se escuchó una voz desde dentro, “Alberto, pasa y tocanos algo”. La calenturienta y rápida mente de chavales adolescentes, con las hormonas en ebullición, hizo el resto.

Qué rápidos han pasado estos años. Ya Pedro no se pone el sujetador de una compañera con unas naranjas para celebrar su cumpleaños, ni Ana muestra su bikini por los pasillos del hotel. No sabe igual el desayuno, ni el mar es tan cristalino como lo es en mis recuerdos, aunque las risas siguen sonando con la misma fuerza de entonces.


sábado, junio 21, 2014

En aquel tiempo perdido

He tomado la costumbre de salir al balcón por las noches, antes de acostarme y cerrar el día. Con una copa de vino o un cigarrillo abro las ventanas y me asomo por la baranda, sintiendo como me envuelve la noche. Es tarde, me he acostumbrado a hacer largas las anochecidas ya que mi sueño es ligero y sobresaltado. No hay luces, mi terraza se asoma sobre una parte del pueblo que no tiene farolas a la vista, solo algunas bombillas se estremecen en invierno, y algunas ventanas se perfilan en la oscuridad del verano. Apenas unos conos amarillos destacan contra el fondo de las casas apagadas…

Es mi momento, los instantes en los que dejo que me cerebro descanse, que sea dominado por los sentidos sin elaborar sensaciones ni crear pensamientos conscientes. Observo las estrellas perfilarse contra las montañas, oscuro azabache contra un mar de perlas; la luna pasea entre ellas, haciendo que palidezcan y desaparezcan ante su brillo. Un búho ulula a lo lejos, llamando a su pareja a volver al nido mientras escucho el sonido del viento en los pinares de la umbría. Una polilla despistada se acerca a la brasa fugaz de mi cigarrillo, para desaparecer después, confundida y en busca de otras luces más poderosas.

El vino y el tabaco saben mejor en esos instantes, pareciera que todos mis sentidos se agudizan y que fuera capaz de reconocer el mundo con ellos: bayas de otoño y madera en mi copa, sol y tierra en mi mano, el frescor del vidrio contra la suavidad del papel de fumar, el peso menguante del vaso contra el calor del pequeño sol que me consume…

Son apenas unos minutos, tal vez ni siquiera eso, un instante que me refresca, que me calma y tranquiliza, dejando que los fantasmas y preocupaciones se aposenten en mi mente, quietos y sesteando para cuando el nuevo sol me despierte de mi sueño, para volver a empezar ese ciclo eterno de vida y muerte, de arena y nieve, de niebla y lluvia, en que se han convertido mis días.