jueves, diciembre 30, 2010

Y en Santiago tantas cosas...

Fue el año que llegaron las gaviotas al pueblo. Nadie sabía qué hacían esos pájaros de alas afiladas sobrevolando el pueblo en bandadas hacia el sur, mientras la primera luz del día se filtraba por las ventanas, y que regresaban al anochecer haciendo el camino contrario. Jano, el boticario, las identificó como gaviotas marinas, porque había hecho la mili en Sidi Ifni y era de los pocos en el pueblo que había visto el mar. Doña Blasa enseguida las consideró como una señal del fin de los tiempos, lo que obligó a don Joaquín, el cura párroco, a desmentir tan fasto acontecimiento desde el pulpito de la iglesia.

Fue ese verano cuando, en una tarde más calurosa de lo habitual para las fechas, y mientras todo el pueblo dormía la siesta con las persianas bajadas y huyendo del azote del sol, llegó a la plaza del pueblo un viejo autobús Chevrolet, traqueteando por la carretera desde Valgarrovillas. Algunos de los vecinos luego contaron que se bajaron del mismo varias mujeres, algunas con rabo o con grandes pechos, dependiendo de quién contase la historia. La realidad es que sólo bajó una persona, una mujer de mediana estatura, vestida con una falda tableada de amplio vuelo y una camisa de seda blanca, con el pelo recogido en un moño y tocada con una gran pamela para protegerse del sol. Con la ayuda del conductor y varios de los pasajeros bajó un gran número de maletas y varios arcones, que fueron transportados desde la plaza al interior de una de las casas medio derruidas que estaban entonces en la calle Camino.

Ahora ya no existen, devoradas por el afán constructor que asoló el país hace algunos años, donde cualquier terreno o edificio de alguna edad era pasto inmediato de grúas y andamios, para acabar como hostal, pabellón o edificio de apartamentos. Pero en aquel entonces en la calle Camino había media docena de casas construidas a mediados del siglo pasado y que, aunque aún sólidas y en buen estado, habían visto mejores tiempos: ventanas sin cristales, techos derruidos, basurero de las casas aledañas, criaderos de malas hierbas y matojos, hogar de roedores y lechuzas, en fin, típicas casas abandonadas como hay en muchos pueblos de nuestra España interior.

Después de entrar el último de los baúles, el viejo Chevrolet carraspeó y partió siguiendo la carretera, perdiéndose en la distancia y en la memoria. Cuando los vecinos despertaron de la tórrida siesta, nada quedaba en el pueblo que hiciese sospechar que tenía un habitante más.

Todo eso cambió a la mañana siguiente, cuando, entre una nube de polvo y palabras malsonantes, llegó a la plaza un camión Ford AA con una cuadrilla de hombres subidos a él, que empezaron a gritar y maldecir al calor en voz alta en cuando se bajaron del vehículo. De la carlinga salió un hombre ya mayor, tocado con una boina de franela negra, a pesar del intenso calor. Él fue quien saludó a la mujer que salió a recibirles a la puerta de la casa, mientras el resto de la cuadrilla descargaba aperos y herramientas. Tras una breve charla con la mujer, el hombre comenzó a gritar ordenes y asignar trabajos, y al poco tiempo la calle Camino hervía de actividad: mientras un grupo comenzaba la limpieza de basuras y escombros, otro se encargaba de la preparación de materiales, mientras otro realizaba las primeras labores de estimación del trabajo, bajo la supervisión del hombre de la boina, que consultaba de vez en cuando con la mujer. Ella se había puesto un pantalón de tela negra y una camisa de manga corta roja, junto con un pañuelo blanco al cuello y un sombrero de paja para el calor, que ya comenzaba a hacer mella sobre las piedras de la calle.

martes, diciembre 28, 2010

No me cansaría de ser tu batalla diaria

Me llamo María. En realidad no es mi verdadero nombre, pero comprenderán que no quiera que se sepa. Tengo 39 años, y estoy casada hace hace más de 20 años. Mi vida sentimental siguió los mismos patrones que las de otras muchas chicas de mi edad: me educaron en un colegio de monjas, y a pesar de todos sus desvelos, me eche novio en cuanto terminé el colegio, uno de esos chicos malos que había en el barrio. Con él perdí la virginidad y mucha de la inocencia que me habían dejado las hermanas Ursulinas. Luego conocí al que es ahora mi marido, empezamos saliendo en pandilla con otros amigos del barrio, luego tuvimos algunas citas a solas, al cine, a algún concierto, y al poco tiempo ya nos estábamos morreando en su coche o en el parque. Nuestra relación tuvo sus altibajos, lo dejamos un par de veces, pero al final nos dimos cuenta de que nos encontrábamos más a gusto el uno con el otro que separados y decidimos hacernos novios formales. Seguimos saliendo mientras él iba a la Universidad, y al acabar los estudios entró como pasante en un bufete de abogados que debía algunos favores a su padre, mientras yo trabajaba en un banco como administrativa. Poco tiempo más tarde nos casamos y nos convertimos en una pareja de lo que llamábamos pequeñoburgueses en nuestra época universitaria.

Mi relación con Juan (tampoco es su nombre real) es buena, nos conocemos muy bien y sabemos cómo soportar nuestras pequeñas manías. Por desgracia no podemos tener hijos. Juan es un buen hombre, reservado para sus cosas pero muy divertido y alegre cuando se lo propone.

Todo comenzó una tarde de verano, cuando ya se acababan las vacaciones, y yo apuraba los días de playa, con el fin de obtener un bronceado más intenso, que provocara la envidia de mis compañeras de oficina. No es por echarme piropos pero aún tengo un buen tipo: unos pechos firmes, no muy grandes, un vientre casi plano, una cara agradable con una (me han dicho) bonita sonrisa. Vamos, que en bikini aun soy capaz de levantar algunas miradas, y otras cosas más…

Ese día estábamos en la playa, cerca del hotel en el que nos alojábamos, y Juan había decidido ya abandonarme por una cerveza bien fría en el chiringuito, mientras yo terminaba de hacerme por un lado y me daba la vuelta para el siguiente. Normalmente leo, escucho música o dormito en esos lances, pero aquel día me dio por mirar hacia la playa. Y entonces le vi. Surgiendo de las aguas, como un Venus Afrodito, apareció el mejor cuerpo que había visto hasta entonces: un muchacho alto, de pecho ancho y brazos torneados en el gimnasio, unos grandes pectorales y (según pude comprobar más tarde) duros como piedras, igual que sus abdominales, con unas piernas fuertes y largas. Me sorprendí a mi misma deseando que se diera la vuelta para poder admirar el resto de su anatomía, que un escotado tanga dejaba más que adivinar.

Debió ser la fuerza de mi pensamiento, porque el caso es que giro su cabeza hacia mí y sonrió, dejando ver unos dientes blanquísimos en una mandíbula de acero. En ese momento la temperatura en la arena a mi alrededor debía estar cerca del punto de cocción porque yo sentía mi cara completamente ardiendo, pero no podía dejar de admirar su hermoso cuerpo, ni apartar la mirada del cacho carne que le salía por…

¡¡María, ¿está ya la comida?!! No sé qué coño haces escribiendo tanto, parece que estés haciendo caligrafía. Anda, ponme la mesa que tengo que irme a ver el partido con los amigos al bar de Luis.

María dejo el lápiz sobre el cuaderno, y comprobándose los rulos, fue a poner la mesa a su marido. Mientras le servía las patatas, bajo el murmullo de la tele, pensaba en la continuación de su relato y trataba de que no se asomara la sonrisa en su cara.

lunes, diciembre 27, 2010

Prólogo

Me gusta viajar en tren, sobre todo saliendo muy temprano. La sensación de ver amanecer sentado cómodamente mientras siento el traqueteo del viaje la he asociado siempre a un tiempo de ocio, de vacaciones. Hoy estoy recorriendo el país para encontrarme con mi familia, en mi hogar natal. El mundo aún no se ha despertado, y el exterior se va aclarando conforme pasan las horas. Es un día gris, lleno de agua, y el reflejo de interior del vagón en el cristal tarda en desaparecer.

Al cabo de un rato, pierdo la mirada en los paisajes de mi tierra: grandes dehesas, con alguna casa solariega escondida entre montes de encinas y alcornoques, vallados con una red de alambradas y carteles de Prohibido cazar. Agua en todas sus manifestaciones: charcos, lagunas, regatos, ríos, pantanos, nubes. El paisaje verde armoniza con mi estado de ánimo, alegre pero cansado. Me siento bien, con nuevos proyectos para el año que comienza, nuevas ideas, nuevos sentimientos...

En cada parada examino cuidadosamente a los pasajeros, personas mayores que van a visitar a los hijos o nietos, jóvenes que marchan de regreso a la universidad o vuelven a casa por vacaciones, militares en tránsito entre dos destinos, jovencitas en viaje de estudios. Todos tienen una característica común, el viaje, somos compañeros durante un tiempo de nuestras vidas y luego nos perderemos de vista

La metáfora resulta clara cuando lo pienso: el viaje en tren es un trasunto de la vida. Partimos de la estación de Nacimiento, atravesamos diversas paradas durante nuestra niñez y adolescencia; en cada estación suben y bajan personas que nos acompañan durante un trecho, algunas por más tiempo, otras solo durante un breve momento. Nuestro tren, como la vida, va recorriendo sus vías y nosotros nos acercamos poco a poco a Término, cómo lo hagamos depende muchas veces de nosotros mismos. Algunos pasajeros, pocos, nos acompañarán hasta que nos bajemos en nuestro destino, a otros los habremos perdido mucho antes. Somos nosotros los que elegimos, los que nos presentamos, hablamos, conversamos, nos reímos, convencemos a cada pasajero de que se quede con nosotros un rato más, les hacemos perder su apeadero y seguirnos en el viaje.

Yo soy afortunado. Conmigo viajan varias personas, todas ellas excepcionales y únicas, algunas han ido en el mismo tren, pero en distinto furgón durante gran parte del camino, otras se acaban de incorporar al viaje; unas pocas se han sentado a mi lado durante algunas estaciones, a esas siempre las recordaré. Pero el tren no para, y en las próximas estaciones puede que encuentre a alguien que se siente conmigo el resto del viaje, ¿quieres ser tú?

martes, diciembre 21, 2010

Futuro presente II

Querido hijo,

Espero que al recibo de la presente te encuentres bien de salud, tu madre y yo nos encontramos bien, gracias a Dios.

Te escribo para contarte que hace frío, desde que te fuiste no ha habido calor en el hogar, y tu madre ha estado llorando casi todo el tiempo. A mí la congoja también me agarra el corazón y los ojos se me llenan de lágrimas, aunque los hombres no lloramos.

Te escribo para pedirte que nos perdones, nunca quisimos tu mal, todo lo hicimos siempre pensando en lo mejor para ti. Nunca pensamos en que nuestra vida juntos se acabase, ni quisimos que tú sufrieras por ello.

Te escribo para pedirte perdón, por los años en los que falté, por no haber estado cuando me llamabas, ni haber podido arroparte en las frías noches de invierno. Pero había que llevar pan a la casa, y tuve que marchar lejos para poder hacerlo. Los años que pasé lejos de ti fueron tristes y sin alegría, nunca me perdonaré haber perdido tu infancia.

Te escribo para que perdones a tu madre. Siempre te tuvo en su corazón y en su cabeza, y si trabajó como una esclava fue para poder darte lo mejor, una buena escuela, buenas ropas, comida. Siempre que pudo estuvo a tu lado, siempre que pudo jugó contigo, te ayudó con los deberes, hizo de padre y madre a un tiempo.

En fin hijo, ahora que eres un hombre y que pronto serás padre, perdona a tus padres por todo lo que te han faltado, aprende de nuestros errores y repite nuestros aciertos, que también los tuvimos.

Y si te acuerdas, riega de vez en cuando el árbol que plantaste sobre nuestras cenizas para que crezca fuerte y pueda sostener a nuestros nietos cuando jueguen con nosotros.

Tu padre que te quiere.

viernes, diciembre 17, 2010

Peace on Earth

La Navidad también llega al sur, momento de hacer balance. Un año difícil en el que han pasado cosas malas y cosas buenas, rupturas y encuentros, besos y bofetadas, inicios y finales. Un año de muchos principios, que me llenan de esperanzas para el que viene; un año de descubrimientos, un año de gratitud. A los que estáis al otro lado,

Felices Fiestas y Próspero Año Nuevo!
Season Greetings and Happy New Year!
Prettige kerstdagen en een Gelukkig Nieuwjaar!

즐거운 성탄절 보내시고 새해 많이 받으세요
Joyeux Noël et bonne année

 أجمل التهاني بمناسبة الميلاد و حلول السنة الجديدة
 Sretan Božić!

lunes, diciembre 13, 2010

Edén

Los veo casi cada día, al volver al trabajo despues de almorzar, sentados en una de las esculturas del museo, o en las escaleras, ajenos a mi mundo y creando el suyo propio. He de confesar que muchas veces ralentizo el paso cuando los diviso, envidioso de su felicidad y de su juventud. Ellos permanecen ajenos a mis miradas, y a mis sonrisas complices, ella sentada sobre él, mientras le acaricia la cara con arrobo; él, con la mirada abandonada en sus ojos, sus manos en su talle, que en ocasiones se pierden dentro de su camisa, o acariciando suavemente la piel de su costado.

En los breves momentos en que nuestras vidas se cruzan cada día, nunca les he oido hablar, están en esa fase del amor en que los susurros retumban en el cielo, y los silencios tienen más significado que cualquier discurso. A veces me preguntó qué podrán decirse, y recuerdo mis propios inicios, con profundas conversaciones sobre nada y largas lecturas de los ojos de mi pareja.

En ocasiones ella visté el uniforme del colegio, mientras él sigue con vaqueros raidos y camisa. Me divierto imaginando la salida de ella de las clases, los susurros y comentarios de las amigas, su alegría sin disimulos cuando se encuentra con él, el beso tierno y corto para que no les molesten las compañeras, caminar de la mano hasta el museo y encontrar un lugar donde poder abrir un universo privado, donde solo ellos pueden entrar.

Luego las preocupaciones y problemas cotidianos me hacen olvidar a esa pareja juvenil hasta que los vuelvo a ver al día siguiente, siempre en la misma zona asoleada del museo, siempre en la misma postura, recordandome que la esperanza no muere, que pasado y futuro se confunden en el presente.

sábado, diciembre 11, 2010

Dejando al corazón volar

Los años pasaron por Algerna lentos y tranquilos, mientras Lumia crecía y se convertía en mujer. Internada durante el año escolar en un centro para señoritas de la capital de la provincia, acostumbraba a pasar los veranos en casa de sus abuelos, haciendo la vida apacible y serena que hacían las niñas de su edad: conversaciones con las amigas a la salida de misa de doce, siestas durante las horas centrales del día, bien durmiendo en su cama en el piso noble de la casa, o bien cosiendo y hablando con la abuela en la fresca terraza del piso superior. Durante las tardes, como todas las muchachas de Algerna, paseaba arriba y abajo por la carretera, los primeros años con alguna tía o prima mayor, que hacía de carabina para evitar que los muchachos pudieran intentar algo indecente.

Aquel era el primer año en el que el grupo de amigas paseaban solas, haciendo la carretera mientras cuchicheaban y hablaban de sus cosas: de los vestidos que tenían o habían visto, de los temas candentes del pueblo, de los próximos bailes, de la romería y, por supuesto, de los chicos que las seguían a varios pasos, o las esperaban a las afueras del pueblo, lejos de las miradas indiscretas de padres y tutores.

Lumia se había convertido en una bonita joven, con un hermoso pelo castaño y un rostro agradable, donde destacaban unos ojos negros y una sonrisa que iluminaba su cara. No era la más hermosa del pueblo, pero no se encontraba fea cuando se miraba al espejo, y eso era todo lo que necesitaba. Las huellas del accidente y de la muerte de sus padres ya estaban profundamente enterradas, y solo de vez en cuando una expresión de tristeza se asomaba a sus ojos, cuando algo le recordaba a sus padres.

Ese verano conoció a Franco, un muchacho italiano, moreno, de ojos negros y piel bronceada por el sol, que estaba pasando el verano en el campamento juvenil que los hermanos teresianos tenían junto al río, en la Tejeda. No debían haberse conocido, puesto que los chicos no subían al pueblo y los curas controlaban las visitas en el campamento, pero el día de su llegada el autobús de los chicos se rompió al entrar en el pueblo, y los campistas tuvieron que recorrer los últimos kilómetros a pie, y coincidieron con las muchachas durante su paseo vespertino.

Notas y mensajes cruzaron el camino entre el campamento y Algerna, gracias a Gertrudis, cuya madre trabajaba en la cocina del campamento, y a los pocos días un grupo de chicos se escabullía por el monte para llegar a un punto predeterminado en la carretera, donde apareció un grupo de muchachas al poco tiempo. Esos encuentros furtivos se repitieron todo el verano, aunque el grupo se fue desmembrando hasta que cada pareja tuvo su propio ritmo y lugar.

Franco y Lumia gustaban de un grupo de rocas de granito, en un prado mirando al valle entre dos bosquecillos de pinos, con un hueco que les protegía de miradas indiscretas; las rocas estaban calientes por el sol de la tarde, y ese calor les dio la excusa perfecta para iniciar el juego. Besos, torpes caricias y promesas de amor eterno se sucedieron en ese escondrijo, hasta que el mes de septiembre llegó, con su olor a vino, higos y manzanas, y el final del campamento.

La tarde anterior se despidieron con lágrimas y besos, regalándose objetos que demostraban su amor eterno: Franco le regaló una pequeña copa tallada en madera, en la que había estado trabajando todo el verano, y Lumia un pañuelo con sus iniciales bordadas por ella misma, que Franco usó para enjugar sus lágrimas cuando se despidieron hasta el año próximo, aunque ellos no sabían que no volverían a verse.

Unos meses más tarde, mientras los dos adolescentes endulzaban el olvido con el fuego y la pasión de la juventud, un grupo de operarios llegó a Algerna. Durante varias semanas estuvieron arreglando la vieja casona, reparando agujeros en el techo, paredes podridas, ventanas torcidas, instalando una nueva fontanería más moderna…

Se fueron como habían llegado, en silencio, y con la explosión de flores en los cerezos de la majada llegó el hombre y se instaló en su casa.

jueves, diciembre 09, 2010

Bendita tu mirada

Me gustan las tardes claras, después de una mañana de lluvia y vientos intensos. El azul del cielo nunca es tan vívido como cuando la tormenta ha aclarado los cielos de la ciudad, ni la brisa es tan agradable como cuando lleva los aromas de las hojas y ramas verdes en descomposición, lavadas por el temporal y aplastadas por los pasos de la gente.

En esas tardes me gusta salir a pasear, con el viento en la cara, con el corazón alegre, bebiendo de la vida que se despliega a mí alrededor. El agua de charcos, ríos y lagunas me calma, me proporciona paz; en esos momentos me vienen a la memoria otras aguas, otros mares en los que pasé parte de mi vida: el limpio añil del Nilo, saliendo fresco y ligero de la presa Nasser, la transparencia de las aguas ibicencas, la inmensidad del Pacífico desde los acantilados al sur de Ranu Kau, donde los sueños podían volar.

martes, diciembre 07, 2010

Todos los muertos están bajo tierra

Todas las casas antiguas tienen su respiración, y la mía no era una excepción. Corrientes de aire, que entraban y salían por recovecos en muros y techos, crujidos nocturnos, cuando las viejas maderas se enfriaban y se preparaban para pasar la noche, espejos que reflejaban los rayos de sol de formas extrañas engañando a mis ojos, todo el repertorio de ruidos y luces se podía encontrar en mi casa.

La compré hace unos años, cuando ya no podía soportar más en la gran ciudad y necesitaba un lugar tranquilo y alejado. La había visto en un catálogo de una inmobiliaria especializada en casas de campo, y me había gustado su ubicación, y sobre todo su precio, muy por debajo de lo que se suele pagar por estas casas. Efecto de la crisis, pensé. Sin embargo, me costó muy poco decidirme cuando la pude recorrer por primera vez a solas, mientras el corredor terminaba unos asuntos con los guardeses.

De estilo castellano popular, con recias vigas de roble y suelos de barro cocido, la planta noble estaba dominada por una escalera de madera, que cubría una despensa bajo sus peldaños. Este detalle, que me recordó a la casa de mis abuelos, junto con el buen estado de conservación y el bajo precio, me hicieron decidirme en la primera visita.

En la primera planta, dando al oeste sobre un hermoso prado y un bosquecillo de tejos, había una pequeña habitación con una ventana que inmediatamente se convirtió en mi despacho y sala de lectura. Con una antigua mesa de trabajo rescatada de un chatarrero y restaurada por mi, la habitación se convirtió en mi lugar preferido, trabajando sobre mis libros y dejando descansar ocasionalmente la vista sobre el verde prado.

Sin embargo, tenía una peculiaridad: su puerta se abría y cerraba sola. Las primeras veces no le di ninguna importancia, acostumbrado como estaba ya a la respiración de la casa, y achacando el fenómeno a corrientes de aire o a que la había cerrado mal. Una noche de verano todo cambió. El cielo presagiaba tormenta, y yo había subido a mi despacho con un buen montón de folios mecanografiados y un vaso de whisky; mi intención era repasar gran parte de lo escrito en el último mes, y, consciente de las rachas de aire huracanado que precedían a la tormenta, cerré concienzudamente la puerta de la habitación, para evitar sobresaltos. Recuerdo claramente haberlo hecho.

Pasaron varias horas, y yo estaba enfrascado en un pasaje dificil cuándo escuché claramente el clik de la puerta al abrirse. Algo había tirado del pestillo y la había abierto. Mi primer pensamiento fue de fastidio, por no haber cerrado bien la puerta. Me levanté y fui a cerrarla. Pero a dos pasos de ella, la puerta se cerró. Suavemente, como si alguien se hubiera equivocado y no quisiera molestar. Me paré en seco. Aún estaba en esa posición, intentando asimilar lo ocurrido, cuando vi claramente como bajaba el pestillo y la puerta se abría de nuevo lentamente. Un escalofrío recorrió mi espalda, los pelos de mis brazos se erizaron como tocados por una corriente eléctrica, y una inquietante sensación de hormigueo se instaló en mi nuca.

Sabía positivamente que estaba solo en la casa. La penumbra que rodeaba el dintel no era lo suficientemente intensa como para que alguien se estuviera escondiendo en ella, y sin embargo, yo notaba una presencia, una mirada desde más allá de la puerta. El sonido del viento en los huecos de la casa producía silbidos y susurros, como si alguien intentara comunicarse conmigo. Con cierto temor, tengo que reconocerlo, gire la manilla y cerré de nuevo la puerta.

domingo, diciembre 05, 2010

Bel canto

La escena se repitió durante gran parte de su niñez. Su padre, de regreso de una de sus muchas reuniones de trabajo, había llegado a la casa de forma repentina, inesperadamente. Su madre estaba estudiando el diálogo de su próximo papel, mientras Lumia permanecía en su cuarto, envuelta en su mundo de fantasía: una princesa de cuento, rodeada de sus caballeros y pajes, de amor y cariño, hermosa y feliz.

No recordaba cuándo se percató de las voces y los gritos. Las peleas entre sus padres eran tan corrientes e hirientes, que Lumia procuraba no darse cuenta de las mismas: sus padres, cuando ella no estaba presente, no se refrenaban en absoluto, y muchas veces las palabras de desprecio eran seguidas por el ruido de los destrozos, y, en ocasiones, de los golpes.

La niña no lograba entender qué pasaba de malo en su familia. Un padre exitoso y una madre bella y famosa, que eran la envidia de sus amigas del colegio, pero que por alguna razón no se soportaban en la intimidad. Con el correr de los años, y las muchas discusiones, había logrado entender que sus padres estaban juntos solo por conveniencia, solo por evitar rumores de la sociedad, que los veía como una pareja feliz mientras en la realidad cada uno hacia su vida por separado.

Años más tarde, cuando tuvo edad y fuerza suficiente para hurgar en la vida de sus padres, descubrió los muchos amoríos de ambos: secretarías, bailarinas, compañeros de reparto, directores… Todos una forma de buscar el amor y cariño que no encontraban el uno en el otro, mientras su hija iba creciendo demasiado lentamente para ellos.

Aquella noche fue distinta. Su padre había llegado bastante más bebido que de costumbre, y su madre estaba furiosa porque el guión se le estaba atragantando. Así que la tormenta de reproches e insultos estalló casi instantáneamente, subiendo de tono y fuerza, logrando sacara Lumia de sus ensoñaciones. La muchacha escuchó por un momento, mientras las hirientes palabras le llegaban desde el salón en el piso inferior. Una rabia que no había sentido nunca antes se apoderó de ella, mientras intentaba acallar los gritos con la almohada; las lágrimas surcaban su rostro mientras pedía que se callaran, primero en susurros y luego con toda la potencia de su garganta.

El silencio la asustó más que la discusión, su casa nunca estaba tan callada. ¿Mama? ¿Papa? La falta de respuesta hizo su miedo mayor. Salió de la habitación y bajo hacia el salón. Una bombilla parpadeante daba un poco de luz desde una lámpara caída. La habitación estaba en desorden, con sillas y cuadros por el suelo, vasos rotos y fotografías destrozadas. ¿Mama? ¿Papa? volvió a repetir, ahora ya asustada.

Tropezó con los cuerpos, y cayó sobre su madre, Tenía una expresión como de sorpresa, mirando hacia el techo, y una mancha de… Se levantó aterrorizada, la palma roja con la sangre de sus padres, que yacían a sus pies. Iba a salir gritando cuando unas fuertes manos la agarraron y la taparon la boca, impidiéndola respirar. Forcejeando histéricamente con su opresor, no escuchó sirenas lejanas mientras perdía el conocimiento.
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La policía había llegado apenas unos minutos después de que los vecinos les alertaran, cansados ya de las broncas y discusiones, y eso salvó a Lumia. El inspector, amigo de juventud del hombre, y que le había ayudado a rellenar los vacíos de la historia, le contó también de las conexiones mafiosas del padre de Lumia, de sus deudas de juego, y del móvil del crimen; una advertencia para otros deudores. “La muchacha no era más que un extra, por eso la dejaron vivir” le dijo, mientras le daba la mano al despedirse.

miércoles, diciembre 01, 2010

Espirítu de las navidades pasadas

Recuerdo las largas noches sobre mi escritorio, escribiendo y volviendo a escribir notas que nunca mostré a nadie. Recuerdo mis primeras poesías de adolescente, un chico retraído que buscaba cómo atraer a sus compañeras, pero que no podía soportarse a sí mismo. Recuerdo las primeras heridas en mi corazón, cuando los primeros brotes de amor se secaron por unas palabras mal dichas. Recuerdo los años de ausencia, perdido en mi mundo, cuando alguna ventana se abría al exterior pero yo inmediatamente la cerraba, temeroso de que el aire del exterior quebrantará mi atmósfera.

Recuerdo mi primer viaje, el autobús, los compañeros, la primera noche en el hotel, todos sentados en la cama de la habitación de las chicas, las risas; los chistes en el camino al santuario, el paisaje de una ciudad quemada y misteriosa. Recuerdo los champiñones fritos en el restaurante, con mi compañera de viaje, el sabor del mundo exterior, el frío nocturno y la alegría de viajar, de caminar, de estar fuera de mí.

Recuerdo el azul profundo del río, la maravilla del agua en el desierto, las ruinas que hablaban de milenios, la belleza de los atardeceres y el mágico instante de un café junto al río de la historia. Recuerdo la soledad, el ruido del motor del barco en mi habitación, las flores que brotaban en mi balcón, qué placer el té frío al mediodía.

Recuerdo la cerveza, la grappa después de una buena comida, el hablar con gentes de otros países, otras culturas, la camaradería, el dolor de la pérdida, no menor por esperada.

Recuerdo la nieve sobre las cumbres de los Andes, el inmenso océano bajo mis pies, el viento que quería elevarme sobre la cima del volcán, la niña que corría alocada ladera abajo, la expresión sorprendida de un bebé al salir del vientre de su madre, las primeras risas, las caricias, la fuerza de su mano en mi dedo…