jueves, diciembre 20, 2012

Diciembre

Querido lector,

En esto tiempos en los que las malas noticias, apocalipticas en ocasiones, nos acechan por todas partes, no está de más atesorar toda la esperanza e ilusióin que encontremos, hacer acopio de buenos sentimientos y pasar el máximo tiempo posible con la gente que realmente te quiere.

De todo corazón, espero que estas fiestas, y todo el año que viene, te colmen de todas esas cosas.

Hasta el año que viene


martes, diciembre 18, 2012

Quando sono sola


Actuó sin pensar. Caminaba de camino a su casa, dejando que sus sentidos absorbieran la información del entorno que luego su cerebro se encargaría de procesar durante el intranquilo sueño, cuando la vio unos metros por delante. La conocía. Era una de las mujeres que vivían en la casa que estaba a unos metros de la suya, alguna vez se habían cruzado por la calle y él había devuelto el educado saludo que ella había regalado. En ese momento iba cargada con la compra, regresando sin duda del mercadillo dominical, con la fruta, verdura y demás vituallas.

Al llegar a su altura se ofreció a ayudarla con las bolsas. Ella se sorprendió, era evidente que no le había oído acercarse, pero al reconocer su cara, tras unos segundos de incertidumbre, se relajó y le agradeció el gesto con una sonrisa. Él no había esperado a su confirmación formal y ya se había agachado para tomar de sus manos las bolsas que parecían más pesadas, dejando que ella suspirase aliviada. Con su carga en las manos echaron a andar hacia la casa, mientras un incómodo silencio se establecía entre ellos.

El hombre no era de los que hablaban. Durante años había tenido que hacerlo, comunicarse con gente que no le interesaba en absoluto, mentir para poder medrar en ese mundo cruel que es la vida para aquellos que no saben (o no pueden) verla de otra forma. Gracias a un golpe de suerte había podido comprar la casa en la que ahora vivía, se había alejado de todo lo que conocía y había querido empezar de cero en ese pequeño pueblo del interior.

Ella era una mujer menuda, con el pelo corto recogido con prendedores oscuros, apenas una nota de color en su vestimenta. Las pocas veces que se habían cruzado con anterioridad ella le había saludado cortésmente, al pasar rápidamente a su lado. Él se había fijado en que siempre caminaba deprisa, como si llegará tarde a todas partes. Era una mujer joven, aunque el tiempo ya había comenzado a cincelar su rostro, ocultando las señales de la pena y el dolor.

Caminaron durante un rato, hasta llegar a la puerta de ella. No habían intercambiado ni una sola palabra. En el umbral le pasó las bolsas y ella le volvió a dar las gracias, con una sonrisa que le sorprendió por lo sincera. Farfullando un “de nada”, se retiró unos pasos y volvió a su camino hacia el hogar, con el corazón un poco más liviano y menos sombras en su alma.

jueves, diciembre 13, 2012

Siempre buscando a Dios entre la niebla

Julio Bastida Recuerdo en el carnet de identidad, tío Julio para todo el pueblo. Con cuarenta y cinco años reconocidos y algunos más bastardos, su silueta era familiar a todos los habitantes de Algena: un hombre alto, desgarbado, con una chaqueta tres cuartos de cuero en invierno, y con camisas de lino o algodón en verano, su sempiterno cigarrillo sin encender en la mano.

Contaba el tío Julio que nunca había sido fumador, excepto por aquellos pitillos de picadura que había liado cuando tenía quince o dieciséis años, en la terraza del baile, para impresionar a alguna de las forasteras que llegaban a la discoteca los fines de semana. Desde entonces se había acostumbrado a llevar un cigarrillo siempre en la mano, decía que como amuleto, que acababa tirando a una papelera sin haberlo prendido.

Julio vivía en una de las casas del centro del pueblo, heredada de sus padres. Hijo único, era propietario de unas pocas tierras en el valle, de cuyos arriendos podía vivir holgadamente sin trabajar. Su rutina diaria comprendía levantarse al alba, pasear por los alrededores del pueblo hasta que se cansaba, tomar el primer café en el bar de Carlos y regresar a su casa. Volvía a salir a media tarde, jugando a las cartas con otros parroquianos hasta la hora de la cena. A veces cenaba solo en el bar del Casino, donde permanecía leyendo la prensa hasta altas horas, o discutiendo de política o mujeres con alguno de los socios.

La primera vez que habló conmigo me sorprendió su lucidez y socarronería, la agudeza de su pensamiento y la ironía que mostraba. Yo ya llevaba varias semanas apareciendo por el bar de Carlos para tomar café a primera hora, y habíamos coincidido en algunas ocasiones. El tío Julio siempre saludaba educadamente, conociera o no a la otra persona. En una ocasión, viendo que leía (de nuevo) Ulises, hizo un acertado comentario sobre la vida del dublinés, y ahí entablamos una conversación, en la que salió a relucir su vasta cultura.

Desde ese momento hablamos a menudo, y de vez en cuando me introducía en las discusiones que tenían lugar entre los clientes habituales, con las que llegué a conocer a los actores de los principales dramas de la localidad, así como ponerme al día de los libretos.

A Julio no se le conocía mujer, novia o enamorada, ni tampoco constaban visitas a la portuguesa. Dos o tres veces al año acudía a la capital de la provincia, de donde volvía con algunos libros y ropa, así como mandados para amigos del pueblo. Una vez, cuando ya tenía suficiente confianza como para entrar en temas personales, y aprovechando una mañana fría y neblinosa que invitaba a permanecer en la tasca, una vez le pregunté por el asunto y me respondió, mirando sin ver el cigarrillo que llevaba en la mano.

“No creas que no me interesan las mujeres. En mis tiempos mozos tuve algunos amoríos, tarascadas en la era que no conducían a nada. Pero con los años y las grietas en el corazón me di cuenta de que la medida del amor no es tanto el cariño que se ve, sino el que realmente te dan. Por eso yo quiero una mujer que me acaricie cuando duermo, aunque me discuta todo cuando estoy despierto. Y esa mujer, amigo mío, no es fácil de encontrar”.

miércoles, diciembre 05, 2012

La distancia en tus ojos

Hoy he recuperado mis recuerdos. No ha sido difícil, lo podría haber hecho antes si realmente lo hubiera deseado. Ahora ya los tengo conmigo, vuelven a ser parte de mí, están a mi disposición si así lo deseo. He pasado algunas horas revisando las imágenes, los sonidos y olores que venían con el paquete, mientras detrás de la ventana el invierno paseaba por las calles de mi ciudad.

Entre ellos he encontrado el primer poema de amor que escribí con quince años. Estaba en un folio lleno de garabatos y dibujos, una hoja que emborroné en las clases de filosofía, en los recreos y ratos muertos, sentado en el poyete de conserjería, mirando como ella paseaba con su amiga, compartiendo secretos que no eran míos.

También he vuelto a escuchar la lección de francés, la voz de la profesora sonaba de nuevo cristalina y apasionada en mis oídos. Las canciones de Moustaki, las redacciones, los sonidos extraños y a la vez tan cercanos…

Después he pasado unos minutos viendo la vía del tren y la vieja estación. El paso de los trenes ha ido acompañado como entonces por los ladridos de los perros y el traqueteo de la puerta. Nos he vuelto a ver con las piernas colgando sobre los raíles, hablando de escapar, irnos muy lejos, desaparecer de ese mundo que no nos entendía, estar juntos para siempre…

El olor de los churros en aquella churrería de feria me dio hambre, como hizo la primera vez que pude usar dinero ganado por mí, el orgullo unido al sabor del chocolate caliente. El hambre hizo que regresara a la realidad y comenzará a guardar los recuerdos en su paquete. Tantos había sacado que el atadijo, antes comprimido y con los recuerdos limpios y netos, ahora no podía guardarlos todos, tuve que apretar. En uno de esos apretones se salió una imagen: una niña de ojos negros esta delante de mí, bailando algo que ha ensayado en el espejo de sus padres. Recojo la sensación, la memoria, con cuidado, para no romperla, y despacio, muy despacio, la acerco a mi pecho para que entre en mi corazón.

sábado, diciembre 01, 2012

Entre as nuvens vem surgindo...

A Manolito le gustaba mucho andar en bici. En las tardes de verano, cuando la fuerza del sol ya había menguado algo, y se podía salir sin temer una insolación, bajaba al garaje y tomaba su máquina, una Orbea que le habían regalado sus abuelos cuando cumplió doce años, de cuadro azul y blanco, con sillín de cuero negro, y se montaba en ella saliendo del edificio en dirección a los campos.

Bajaba por las calles del pueblo pedaleando seguro sobre su montura, buscando las calles menos concurridas. Conocía bien su ruta. Bajaba por la calle San Roque hasta llegar al cruce con la calle Real, y de ahí seguía hasta la avenida, desde dónde se alcanzaba el final del pueblo, el cementerio y los campos que rodeaban la localidad.

Había descubierto los caminos rurales algunos años atrás, pistas de tierra compactada por el paso de tractores y camiones, que se convertían en barrizales después de las tormentas, y que conectaban las poblaciones de la zona entre sí, formando una red de comunicación desde mucho antes de que se construyera la carretera general. Por esos caminos solitarios le gustaba ir con su bicicleta, observando los campos de cultivo y los eriales, las pocas huertas que se instalaban al abrigo de corrientes casi escondidas y las casetas de labranza que se esparcían por los labradíos. En ocasiones su deambular le llevaba hasta alguna de las villas cercanas, y para acelerar su regreso tomaba la carretera, volviendo a su casa entre coches y autobuses.

Recorriendo esos caminos pasaba las horas, con una botella de agua que a veces rellenaba en la fuente del camposanto antes de enfilar hacia la senda que recorrería ese día, la mayoría de las ocasiones eligiendo al azar, tomando una opción distinta en cada encrucijada, con la camiseta enrollada en el sillín cuando el calor le agobiaba.

Le gustaba observar a las perdices, jugar a descubrir los lechos de las liebres, intentar llegar a ellas en silencio para poder sorprenderlas. Disfrutaba con el vuelo de los milanos, con las paradas de los cernícalos, con el sonido de las lechuzas en las casetas. En ocasiones se llevaba unos viejos prismáticos militares de su padre para poder observar los grandes campos de labranza, viendo como las grandes avutardas realizaban sus rituales, o a los polluelos de milano en medio de los sembrados.

Pocas veces encontraba a alguien en su caminar. Las labores del campo ya estaban avanzadas, y solo muy entrada ya la estación, cuando únicamente podía salir durante los fines de semana que pasaba en casa, de vuelta del internado, cuando el otoño ya se acercaba, se cruzaban en su camino grupos de temporeros en ruta al lugar de trabajo, recogiendo cebollas, participando en la cosecha, preparando la vendimia…
Las horas se hacían cortas para Manolito montado en su bicicleta. El sol le tostaba la piel y el ejercicio fortalecía sus piernas, mientras sus ojos absorbían la belleza de la tierra castellana de sus ancestros.

Pero un día Manolito dejó la bici en el garaje de su padre, y poco después Manuel se marchaba a la universidad. Muchos años más tarde, don Manuel abrió el garaje de su padre, recientemente fallecido, y entre un montón de cajas con ropas gastadas y pasadas de moda encontró una bicicleta polvorienta, con las ruedas deshinchadas por el tiempo. En aquel momento volvieron a sus ojos el color de los campos de trigo, el silbar del viento contra los radios de la rueda, el salto veloz de la liebre…

Unos días más tarde, Pablito recibió un regalo sorpresa de su tío. Una bicicleta Orbea, azul y blanca, reluciente, limpia, a la que le habían acoplado unas ruedecillas para que aprendiera a recorrer mundo con ella.

miércoles, noviembre 28, 2012

El país de las lágrimas

El hombre llegaba por las mañanas y se instalaba en el mismo lugar, en un rincón de la taberna, cerca de la chimenea. El camarero le servía una copa de anís apenas le veía y, poco rato después, le ponía un café con leche en una taza grande. Pasaba la mañana y poco antes del mediodía el hombre se levantaba, dejaba dos pesetas encima de la losa de mármol y se marchaba por la puerta hasta el día siguiente. Siempre la misma rutina.

La primera vez que observó este comportamiento le llamó la atención el absoluto silencio que mantenía el parroquiano: no pedía consumición, ni la cuenta, no comentaba ninguno de los sucesos que el resto de clientes discutía, en ocasiones acaloradamente. Sencillamente se encontraba sentado en su mesa, mirando al infinito, sorbiendo pequeños tragos de anís y café frío.

Él tampoco era un cliente modelo. Le gustaba el bar del portugués porque quedaba cerca de casa, tenía unas bonitas vistas del valle desde el balcón, y el vino no era tan aguado como en otras tabernas. Desde el primer día en que llegó a su puerta, buscando un lugar donde encontrar esa escasa cantidad de calor humano que parecía necesitar, se encontró con un pequeño universo de seres humanos, con historias que fue poco a poco aprendiendo y valorando. Carlos, el dueño, misterioso detrás de su delantal y extraño acento; Pilar, su mujer, que aparecía muy de vez en cuando, iluminando el salón con su presencia; el sacristán, siempre de negro, siempre vociferando; el tío Julio…

A las pocas visitas, en las que pedía un vaso de vino y se sentaba a observar el valle mientras sorbía lentamente su sangre, el portugués se le acercó y se sentó a su lado. Era un hombre ya entrado en la cuarentena; decía la leyenda que había sido pistolero en Lisboa antes de cruzar la frontera y enamorarse, que durante la guerra había servido en el ejército francés, y que a resultas de un ataque de gas estuvo a punto de morir en Lieja. Sus ojos claros cubiertos por unas espesas cejas, brillaban con inteligencia y, en ocasiones, astucia.

“¿Usted es el madrileño que ha comprado la casa antigua, verdad?” le preguntó mientras le servía el vaso de vino que había pedido.

“Sí, ese debo ser yo” respondió, tomando el cristal y dando el primer sorbo. De inmediato se dio cuenta de que aquél no era el vino que había estado tomando sino uno de calidad muy superior: podía distinguir en su paladar el sabor dulzón de la uva fermentada, un poco de canela, manzana, moras frescas, rocío de un día de otoño, un atisbo de… Una mirada a la expresión socarrona del portugués le hizo entender que era el regalo de bienvenida, que había sido admitido en un club que contaba con muy pocos miembros.

No intercambiaron más palabras durante semanas. A veces, el dueño de la taberna se acercaba a su mesa y le servía una copa de ese vino fresco, frutal y al mismo tiempo lleno de aromas de primavera. Él lo aceptaba con un gesto de agradecimiento y después seguía ensimismado en sus pensamientos, que Carlos respetaba.

Mientras, el hombre del anís y el café seguía yendo todas las mañanas, tomando su licor con tiempo, y dejando dos pesetas sobre la mesa antes de irse…

domingo, noviembre 25, 2012

Pacto

Hoy me vas a permitir, querido amig@, que copie a otro. El texto que vas a leer no es mío, es de la poetisa colombiana María Clara González, de su libro publicado en 1996, Pasajeros del viento.


He de confesar que normalmente no leo poesía, mi estado de ánimo no suele acompañar para saborearla como merece, pero este corto poema me fascinó inmediatamente, el sentimiento que transmite es algo con lo que comulgo plenamente. Espero que te guste tanto como a mí.


Pacto

Por si acaso llovizna por tu calle
y quieres secar tu cuerpo
entre mis brazos

Por si el silencio te acomete
y recuerdas el lenguaje extraño
que aprendiste a mi lado

Por si regresas
a humedecer de lunas los recuerdos

Por si el trópico te reclama impaciente
entre sus verdes

O por si acaso es de noche en tu morada
dejaré la puerta abierta

martes, noviembre 20, 2012

La calle del silencio


“A veces los sueños no nos dejan ver la realidad.”

Las palabras le sorprendieron con la mente en blanco, mientras miraba abstraído los colores cambiantes del mar, haciendo que estuviera a punto de dejar caer su termo de café ya frío. Al darse la vuelta se encontró cara a cara con un hombre de pelo blanco y barba descuidada, de edad indefinida, que le observaba con una sonrisa amable, acogedora..

“Me llamo Saúl” le dijo, tendiendo una mano que demostró dar apretones firmes y reconfortantes. “Le he estado viendo desde mi ventana, allí arriba.”

“Allí arriba” era la cima del promontorio en el que se encontraban. Una casa pequeña, blanca, se asomaba por encima del verde de los tejos y brezos. Si se hubiera fijado un poco más, habría visto un fino sendero, medio escondido entre los arbustos, que llevaba desde la casa al mirador, el camino que Saúl había recorrido esa tarde para estar junto a él.

“Una magnifica vista, ¿no es cierto?” siguió el anciano. “Vengo a menudo aquí, a observar las olas y las gaviotas…”

Como si le hubiera escuchado, esperando su entrada, una gran gaviota les sobrevoló, aprovechando el viento que subía por el acantilado para remontar el vuelo y adentrarse en tierra firme, en busca quién sabe de qué.

“Cuando yo era pequeño esto no era más que una plataforma de tierra, nada que ver con este mirador que nos ha construido la diputación, con esos bancos de madera y el parapeto de piedra. Aquí veníamos las noches de tormenta para ver en la distancia los barcos de nuestros padres, y a rezar por su vuelta sanos y salvos. ¿Y a usted? ¿Qué le trae a este rincón de la costa?”

Al hacer la pregunta se había girado y sus ojos claros se clavaron en el visitante. Este, un poco desconcertado por la presencia del viejo, no encontró las palabras adecuadas para responder a su pregunta. Por toda respuesta, se acodó de nuevo en el parapeto, mirando al mar, esperando encontrar…

“No está ahí”

“¿Qué, cómo ha dicho?” preguntó el viajero.

“Muchos vienen aquí buscando algo, usted no es el primero. Llevo viviendo muchos años por aquí, y los he visto de todos los tipos: turistas que vienen en busca de la foto para enmarcar y presumir tras las vacaciones, y que pasan sin dejar más que basura y ruido, parejas más interesadas en su mundo compartido que en el exterior, gentes que llegan buscando algo que perdieron, como usted.”

“¿Cómo sabe que he perdido algo?”

“Tiene muchas de las señales. Dolor, tristeza, ganas de evadirse de sus sentimientos… También lo sé porque lleva aquí apenas treinta minutos y ya le he visto llorar dos veces.”

La franqueza de la respuesta sorprendió al hombre. Era cierto. La angustia que le había empujado a salir de la ciudad, a alejarse del lugar en el que habitaba ella, era demasiado para poder mantenerla a raya. Ya había llorado esa noche, cuando se quedó solo en el motel de carretera que encontró, había estado llorando mientras dormía, y las lágrimas habían vuelto de nuevo apenas unos momentos antes…

“No está ahí, nunca lo ha estado”

viernes, noviembre 16, 2012

Noticiero de la tarde

Hoy en día abrir el periódico o escuchar las noticias en televisión es arriesgarse a sufrir una depresión muy seria. A través de ellos conocemos, y gracias a los medios en muchos casos nos regodeamos, casos de suicidio por desesperación, maltratos, vidas tiradas a la calle por una interpretación dura de la ley, el capitalismo en su forma más salvaje. No hay esperanza. No se ve el final del túnel.

Los medios también intentan compensarnos con concursos, peleas o romances entre famosos... Las secciones de deportes y variedades de los diarios aumentan de tamaño, y los programas deportivos han incrementado su oferta como nunca antes, igual que las llamadas revistas del corazón.

Sin embargo, no se publican sucesos esperanzadores, aquello que antes se llamaba “el lado humano” de la noticia se considera ahora por el modo primitivo, esto es, el más sanguinario, el más carnívoro. Ocurre una desgracia y enseguida nos ocupamos al 100% de informar, poner fotos y vídeos de la tragedia, de acompañar a los familiares en su dolor… Claro, con clases. No da para tanto 150 muertos en un descarrilamiento de tren en Bangladesh (producido por el hacinamiento y el mal estado de los trenes comprados a un país europeo) que el nacimiento del bisnieto de la nuera de la hija de uno de nuestros más ilustres payasos (dicho sea con todo el respeto al gremio del cual me siento parte).

No me malinterpretes, querido lector. Estoy a favor de la información, soy un convencido de que cuanto mayor sea el acceso a la misma, mejor nos irá a todos. Estoy seguro de que ahí fuera hay fantásticos periodistas, gente dispuesta a darte todos los datos de la noticia para que podamos formarnos una opinión clara e informada. Pero me pregunto para qué quiero una opinión sobre que los amores de Justo Maderalago y Luna Pérez, o por qué es necesario dar tanta importancia a las opiniones de Mariano sobre Arturo, aunque uno sea el presidente de la comunidad de vecinos. Cansa. Aburre. Desmotiva.

Por eso yo, que era de lectura diaria de periódico, en papel y de cabo a rabo, y de revistas varias, ahora sólo veo por encima las ediciones digitales (gracias a XXXX* por eso, que nos permite conocer varias visiones sin apenas coste) de algunos de los periódicos más importantes, leyendo sólo aquellos artículos que me interesan. No veo noticias ni la edición de este año de Gran Primo.

Y no soy mejor por ello, ni más intelectual ni nada parecido. Ya lo paso suficientemente mal en mi vida diaria como para necesitar que me quiten la poca ilusión en el ser humano que me queda. Es así de simple.


* Sutituir por el nombre que más nos convenza

miércoles, noviembre 14, 2012

Y se llama soledad

Hoy la he vuelto a ver. Me estaba esperando, sentí su presencia en cuanto abrí la puerta de casa. Estaba sentada en el sillón, mirando cómodamente las luces del televisor. Apenas se volvió a mirarme cuando sintió el ruido de las llaves rebotando en la mesita de entrada. En su rostro pude ver esa sonrisa, esa sonrisa que yo sabía que significaba “te lo dije”.

Me fui a la habitación, cansado, a cambiarme de ropa. En esos momentos no quería hablar con ella, darle la satisfacción de la victoria ni que me viera derrotado. Una vez vestido con ropa de andar por casa, holgada pero abrigada para estos fríos de invierno, regresé al salón, donde ella ya se encontraba preparando la cena, canturreando, contenta...

No nos dijimos nada cuando me puse a su lado, empezando a calentar los restos de la comida. No era necesario. Ella tenía toda la información, sabía que había roto con Inés, mejor, que ella me había echado de su vida, que no quería saber nada más de mí, lo sabía muy bien. Conocía también cómo me sentía. No necesitaba que yo le contara la historia ni sus raíces, a ella sólo le importaba que yo estaba allí, con ella y nadie más.

Tampoco hablamos durante la cena, en la que yo traté de comer intentando no pensar, usando la televisión como una excusa. Ni siquiera cuando las lágrimas salieron de mis ojos, en silencio, dijo una sola palabra. Su sonrisa no cambió ni se movió un ápice cuando por fin me derrumbé, gesto de gata satisfecha que juega con el ratón que no se va a comer, pero tampoco va a dejar escapar.

A pesar de todo, yo sabía que me acostumbraría a su silencio, a sus pasos quedos, a su presencia constante. Siempre había sido así. y ella era consciente de eso.No nos hacía falta hablar para que supiera qué pensaba, el porqué de esa sonrisa constante en su rostro: “has vuelto, eres mío, para siempre, no volverás a irte, no te dejaré nunca”...

Como antes, como muchas noches antes, me acompañó al dormitorio pero no cruzó la puerta. Desde el dintel observó cómo me desnudaba. preparándome para el intento de dormir otra noche más, sabiendo que no lo conseguiré, que es en vano. Apenas unos segundos antes de que apague la luz la veo hacer un gesto, un “hasta mañana” repetido y ansioso. Por primera vez me sorprendo respondiendo “buenas noches, soledad”

viernes, noviembre 09, 2012

Polvo de estrellas


La imagen se ha desteñido con los años, el recuerdo se ha difuminado, y los pixeles de la memoria se han agrandado, disminuyendo el detalle y los colores, pero manteniendo los sentimientos y sensaciones.
Había nevado. Mucho. En aquellos años las nevadas no eran tan excepcionales como para que los telediarios abrieran con ellas, ni había tantos coches como para que los copos de nieve provocaran un desastre circulatorio. La calle presentaba no ya un manto blanco, sino una soberana manta nívea que cubría aceras, calzada y descampados con varios centímetros de ese polvo invernal que tanto nos gusta.

En la esquina había una mujer y un niño. Esa esquina esta frente a mi casa, bueno, la casa de mis padres, pertenece a uno de los pocos edificios que había allí cuando nos mudamos, hace más de cuarenta años. La mujer era mi madre, y yo el niño, envuelto en un abrigo de lana negro, o tal vez gris. Estábamos uno junto al otro, de espaldas al edificio en el que se encontraba nuestro hogar. Nos veo desde la terraza de mi casa, aunque yo sea ese niño pequeño, de no más de cinco años, moreno y de cara regordeta. Me recuerdo serio.

Un hombre mayor está enfrente de nosotros. El maestro. Todavía no había desaparecido la figura venerable del maestro de escuela, que tan bien supo retratar el fallecido Fernando Fernán Gómez en La lengua de las mariposas. En muchos de los pueblos de España la educación primaria, al menos en las primeras etapas, estaba a cargo de estos hombres y mujeres, y muchos de nosotros iniciamos nuestra formación con ellos. Aquella escuela estaba en los bajos de uno de los edificios de la calle cercana, y tenía el nombre que otras muchas llevan y llevaron: San José de Calasanz. Recuerdo la clase y los pupitres, todos los niños en una misma sala, sin importar edades ni condiciones: el hijo del maestro, los niños pequeños…

El hombre está hablando con mi madre. Las palabras o sonidos ya se perdieron, los gestos apenas se reconocen, ni siquiera el rostro de mi madre permanece. Ahora la escena ha cambiado, y la cámara de mi mente está junto a nosotros, en un plano general corto conmigo al frente. Miro al hombre mayor, creo que debería estar cerca de los sesenta años, una persona muy vieja para mi cortos estándares, con una barba blanca que le daba más años quizás de los que tenía.

Me sonríe. Me ofrece un caramelo, mientras mi madre me dice que tengo que ir con él, que vaya a la escuela.

Aquí acaba la imagen. Es uno de mis primeros recuerdos, recuerdos que no son reales, sucesos que pudieron bien ser momentos de un sueño o ideas que me formé en conversaciones. A esa edad, podemos vivir los sueños con tanta intensidad que se convierten en nuestra vida real. Desgraciadamente, perdemos esa virtud con los años.

martes, noviembre 06, 2012

Flores de invierno


Todas las mañanas Braulio escuchaba las noticias en su vieja radio portátil, esperando hasta oír la previsión del tiempo. Si el día se presentaba gris o con pronóstico de lluvia, se quedaba en casa, leyendo o hablando con sus familiares. Pero si el meteorólogo indicaba buen tiempo, o al menos que no iba a llover, Braulio se vestía y salía de su hogar en dirección al parque de las Azaleas, a pasar el día.

Allí se dirigía siempre al mismo lugar: un banco de madera desgastada y nudosa, situado en una zona apartada del parque, donde se sentaba y estiraba las piernas. Estaba alejado de las rutas principales de corredores y madres con hijos, por lo que no le molestaba casi nadie durante largas horas. El tímido sol de invierno le calentaba durante la mañana, y en los veranos le daba sombra un anciano sauce cercano. Arbustos de brezos y lavanda le proporcionaban agradables olores, y los parterres del otro lado del seto se encargaban de dar variedad a su paisaje.

Era un lugar tranquilo y confortable. Allí pasaba mucho tiempo, sentado, con la cara al sol o leyendo. A veces, sin saber por qué (un recuerdo, un olor, quizás el sueño de una mala noche, la memoria de una imagen…), el corazón de Braulio se estrujaba y dolía. Una sensación de ahogo le colmaba, subiendo por su garganta hasta sus ojos, que comenzaban a picar y luego a destilar lágrimas.

No era un hombre sensible, pero a lo largo de sus muchos años había acumulado una gran cantidad de angustia y pena, sentimientos que se habían sedimentado en su alma dejando un poso negro y duro, una costra que era muy difícil de arrancar… Esos momentos en que lloraba en silencio, sintiendo la calidez de sus lágrimas recorrer sus mejillas, le ayudaban a romper y sacar parte de ese dolor.

Durante esos segundos le asaltaban imágenes de su vida, recordaba a parientes que no podía alcanzar, a amigos con los que no podía hablar, a amores que no pudo corresponder… Si alguna persona pasase por esa zona del parque en esos instantes, quizás un transeúnte despistado, caminando sin rumbo, podría escuchar las palabras que Braulio decía entre sollozos: “perdóname”, “lo siento”, “te perdono”…

Llegaba al fin la tarde y el banco quedaba enredado en las sombras de los pinos cercanos, altos vigilantes de la vida de Braulio. El hombre se levantaba, recogía sus cosas (un libro, tal vez una bufanda) y golpeando su gastado y blanco bastón de ciego caminaba hacia la salida del parque, un poco más ligero que ayer, un poco más pesado que mañana…

sábado, noviembre 03, 2012

Sala de espera

Debido a una de mis múltiples (y según los médicos imaginarias) dolencias, he tenido que pasar la tarde sentado en la sala de espera de urgencias. Normalmente no me importa esperar; no soy un hombre impaciente ni suelo tener prisa para casi nada, y la mayoría de las veces procuro disponer de lectura suficiente para ir matando los ratos en que lo necesito. Pero hoy apenas he podido leer un par de párrafos antes de sentirme atraído como una polilla por la conversación de un grupo de jóvenes que estaban cerca de mí.

Eran cuatro chicas, ninguna de ellas mayor de veinte años, que comentaban alegres y vivaces sus embarazos y las circunstancias de los mismos. Nada de esto era fuera de lo normal; el embarazo adolescente sigue siendo un problema en zonas rurales, como el lugar donde vivo, a pesar de las campañas del gobierno y organizaciones sin ánimo de lucro. Parece ser que es más fácil que nuestros hijos e hijas se aprendan la letra del hit del momento en Bulgaria que hacerles ver la importancia del preservativo en unas buenas relaciones sexuales. Si los padres no lo hacen…

Una de ellas, delgada, con el pelo moreno recogido en un moño, y un clavo sobresaliendo del labio superior, estaba muy preocupada porque su hijo estaba a cargo de la madre y ya eran altas horas de la noche. Con el correr de la conversación me enteré (yo y toda la sala) que su marido estaba en la cárcel, que ya había tenido las visitas “intima, familiar y de convivencia”, que no estaba preocupada por él, porque su suegro había estado muchos años en la cárcel y tenía muchos amigos, pero que le extrañaba que no la hubiera llamado las dos veces que solía hacer en los días de llamada, a pesar de lo que ella se esforzaba en conseguirle el dinero que necesitaba allí dentro…

Otra de ellas, rellenita, con una incipiente barriga, posiblemente con menos de dieciséis años, tenía otras preocupaciones: había denunciado al presunto padre del bebé para poder cobrar una ayuda familiar de cuatrocientos euros durante tres años, ayuda que además le proporcionaría ventajas para obtener “los papeles”, y ahora se encontraba con que no podía verle o le retiraban la ayuda.

Toda esta conversación entre ellas se mantuvo en un tono de absoluta naturalidad, como si estuvieran comparando notas o se contasen las últimas vacaciones. He de confesar que me resultó muy chocante encontrarme de bruces con esta realidad: personas que viven la cárcel como un hito más de la vida cotidiana, que son capaces de negar una relación con tal de obtener una ayuda para el sustento diario… 

Vivimos en tiempos difíciles, todos los días se encargan de recordarnos que éstos serán cada vez peores, las noticias son todas pesimistas y ya ni siquiera las páginas deportivas de los diarios nos dan alguna alegría. Y sin embargo, la vida sigue, los niños nacen, son educados (más o menos bien) y continúan un ciclo que lleva rodando desde el principio.

A menos que Ronaldo y Messi hagan algo, bajo los auspicios de Merkel…

miércoles, octubre 31, 2012

Primavera

Eusebio se secó el sudor con un viejo pañuelo que llevaba atado a la manga, mientras conducía a las bestias por el terreno. Llevaba rastrillando desde antes de la salida del sol, tenía que terminar de preparar el terreno para la siembra a tiempo, hoy era un día muy especial. Una sonrisa le iluminaba la cara cuando pensaba en María y en su próxima boda, y se ensanchaba aún más cuando lo hacía en la noche de bodas que le seguiría.

Manejaba a las vacas con los ramales, dirigiéndolas para romper la primera capa de tierra, reseca por los tempranos soles primaverales, esponjando y dejando el terreno preparado para la siembra. De pie sobre el rastrillo, añadiendo su peso al de los tablones de madera, para que las púas metálicas pudieran romper el cortezón más eficazmente, Eusebio recordaba cómo había cortejado a María, cómo habían ido juntos a los bailes y romerías del año pasado, y cómo se había finalmente atrevido a hablar a su padre de sus intenciones. Entre las dos familias había habido una larga negociación hasta que la dote fue acordada y pagada.

Al día siguiente se casarían y María iría a vivir a la casa que había estado construyendo todo el invierno. Sería el hogar en el que criarían a sus hijos, formando una familia como habían hecho sus padres, y los padres de sus padres, antes que ellos.

domingo, octubre 28, 2012

¿Un aniversario que celebrar?

Acabo de leer la noticia. Hoy hace treinta años del triunfo del Partido Socialista Obrero Español, con Felipe González a la cabeza, en 1982. Un 48% de los votos, más de diez millones de votos de los de entonces, como diría algún amigo mío. ¿Y qué hacía yo por esas fechas?

En octubre de ese año yo había comenzado mis estudios en la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad Complutense. Un chaval de apenas dieciocho años, que casi no había salido de Parla en su vida, se desplazaba todos los días en aquellos míticos autobuses a la estación de trenes y luego en los vagones de RENFE con “asientos de cuero”, para tomar el metro en Atocha, con cientos de otros habitantes del extrarradio, hacer transbordo en Sol y bajarse en la estación de Moncloa y seguir caminando hasta su facultad. Toda una aventura.

Recuerdo entrar en clase, un 26 de octubre, en aquellas aulas de techos astronómicos (corría la historia de que nuestra facultad, la “caja de cerillas” fue inicialmente un proyecto para un país monzónico, por eso los techos de más de diez metros de las aulas de la planta baja), y recibir al profesor de Química General, un jovenzuelo de barba rala y calvicie ya más que incipiente, decirnos, como si fuéramos seres humanos en vez de alumnos que deberían callar y escuchar, “¿Habéis visto la que hay montada ahí fuera? Viene Miguel Ríos a tocar”.

“Ahí fuera” era el solar que entonces existía entre las facultades de Farmacia y Biológicas, y que actualmente es el Real Jardín Botánico Alfonso XIII. En aquella explanada se había montado el escenario para el mitin fin de campaña del PSOE, con la actuación, entre otros, de Miguel Ríos y Felipe González. Creo que ya ninguno de los dos hace giras, pero aquel profesor de Química abandonó las clases y la Universidad a los pocos días, entrando en el equipo de desarrollo de la LOGSE. Desde entonces ha escalado posiciones, ha sido ministro y ahora creo que tiene un buen trabajo, aunque, como todos en estos tiempos, está en la cuerda floja y puede que le despidan, seguramente con una indemnización acorde a los años de servicio.

Próxima estación

El joven se apoyaba en una de las columnas de la entrada a la estación, pasadas las taquillas. Llevaba ya unos minutos esperando, mirando ansiosamente hacia la salida del metro, observando a todos los viajeros que salían o entraban por ella. Habían quedado en ese lugar, para conocerse al fin, después de varios meses de cartas y llamadas de teléfono.

Su relación comenzó por casualidad, un comentario sobre una entrada en un blog de literatura le había llamado la atención y decidió comentar a su vez. La autora de la primera nota le respondió, y así empezó un intercambio de ideas y opiniones que poco a poco fue derivando a un terreno más personal. A las pocas semanas se intercambiaban fotos y teléfonos, desde ahí fue todo en caída libre: mensajes, regalos, flores, conversaciones largas y muy íntimas que desembocaron en el primer “te quiero”.

Habían decidido encontrarse personalmente aprovechando un viaje de él a la ciudad de ella, y durante las semanas previas habían fantaseado con lo que podría ocurrir: besos y abrazos, caricias por fin sentidas y dadas con toda la pasión que ambos almacenaban, una estancia más prolongada por parte de él…

Ella se retrasaba. Ya llevaba varios minutos esperando, apoyado en su columna, y observando con esperanza a los viajeros que salían por los torniquetes, deseando ver su cara entre los rostros anónimos que llenaban la estación a esa hora de la tarde. Le llevaba un regalo, un precioso colgante que había encontrado en una feria artesanal en su ciudad natal. Sabía que le gustaría el detalle, tanto como a él le había gustado comprarlo pensando en ella.

Los minutos pasaron, y se convirtieron en horas. Poco a poco la ilusión inicial se convirtió en frustración y desengaño. Intentó llamar a su teléfono, sin respuesta. Finalmente, después de esperar más tiempo del que su cabeza le aconsejaba, con el corazón dolido y confuso, se dio la vuelta y salió de la estación, cabizbajo, melancólico, preocupado, pensando unas veces que algo le había pasado, otras que nunca debió haber ido a ese encuentro, otras…

En la barandilla del nivel superior de la estación una joven se enjugaba las lágrimas en silencio. Había estado las últimas horas en ese lugar, en una posición desde la que podía ver las columnas, cerca de la taquilla, pero desde la que era difícil que la descubrieran mirando. Lo había visto llegar, ilusionado, y mirar el reloj cientos de veces. Había notado sus nervios al llegar, y cómo la desilusión se había ido acumulando sobre su alma, conforme pasaba el tiempo y ella no aparecía.

No pudo bajar. No quiso descubrir que no era tan alto como parecía en las fotos, ni que sus ojos no tenían el mismo brillo, No quiso que él viera las canas que salpicaban su pelo y su alma, No quiso poner su amor a prueba, temió que quedase dañado y perderlo. No quiso sufrir como había sufrido otras veces.

Mientras, por la megafonía de la estación se anunciaba la llegada y la salida de trenes a distintos puntos del país. La muchacha se secó las lágrimas como buenamente pudo, y haciendo girar las ruedas de su silla se dirigió a la salida, hacia la noche, una vez más…

domingo, octubre 14, 2012

Ceniza de recuerdos

En el erial que era el jardín trasero había amontonado los últimos rastrojos y ramas muertas, hojas y viejos trapos, cerca de los cuales había puesto una gastada mesa, con una botella de vino y un vaso. El sol comenzaba a ocultarse por el tejado de la casa, iniciando su descenso. Se sirvió una copa y tomó un sorbo, mientras veía cómo las sombras iban creciendo en el terreno.

La mudanza había llegado unos días antes, un gran camión lleno de cajas pulcramente etiquetadas y numeradas. Había contratado una agencia para hacer todo el trabajo, no quería tener que elegir y prefería que alguien ajeno lo empaquetase todo. Mientras los operarios iban sacando muebles, ropa y objetos, rodeándolos con papel y cartón mientras los almacenaban en cajas que luego numeraban, él había permanecido en la terraza, observando a las gentes que cruzaban por la calle, contestando con monosílabos a las preguntas que el capataz le hacía de vez en cuando, ajeno por completo a su significado, hasta que, finalmente, puso una firma donde le dijeron y paseó por lo que había sido su hogar durante varios años, desnudo y sin recuerdos...

Aquello fue meses atrás. Ahora había ido amontonando las cajas en las distintas habitaciones y, poco a poco, con el correr de los días había ido abriendo y desembalando las más grandes: utensilios y vajilla que ahora dormían en los armarios de la cocina, electrodomésticos que ronroneaban por toda la casa, algunas sábanas y ropa de cama, muebles que llenaban los espacios vacios....

Después de tomar otro sorbo de vino, se acercó a una de las cajas que había puesto cerca de la mesa y la abrió con un viejo cuchillo de cocina. De su interior salieron grandes carpetas llenas de papeles: viejos albaranes y facturas, papeles manuscritos con una letra infantil y desvaída por los años, fotocopias grises por el tiempo… Según iba sacando los documentos los observaba un momento y luego los arrojaba a las llamas.

La hoguera iba creciendo conforme el hombre la alimentaba. Devoraba tanto fotocopias en blanco y negro como libros, papeles sueltos o agrupados en carpetas, en cuadernos, en álbumes ajados por el huso. Una segunda caja llena de libros se convirtió en un festín para el fuego, haciendo que el hombre retirase un poco la mesa del calor que emanaba, para después servirse otra copa de vino. Al poco tiempo, la tarea se hacía metódica: las cajas eran abiertas con precisión casi médica, su contenido extraído, las más de las veces sin ni siquiera echarle un vistazo, y lanzado a las llamas, que mantenían una intensidad moderada. Restos ardientes se elevaban en el aire caliente de la tarde, en los que alguien atento podría vislumbrar un número o un logotipo...

La botella ya estaba media cuando llegó a la última caja, la más grande. Tal vez fuese el vino ingerido, el calor producido por la hoguera, o una caja defectuosa, pero cuando el cuchillo abrió el sello, la caja se rompió y todo su contenido se esparció sobre la mesa, cayendo por los lados de la misma hasta el suelo. Grandes fotografías de una mujer joven sonriente, con un niño rubio en brazos; una pareja caminando de la mano, sonriendo al fotógrafo; un joven recibiendo un diploma; un niño feliz ante un juguete... El hombre se agachó y tomó una de las imágenes, en la que una joven aparecía sentada en una playa solitaria, su rostro casi velado por el sol, mirando al objetivo. Con la mano acarició ese rostro cubierto por una pamela y unas gafas negras, mientras una lágrima se asomaba para ver a la mujer.

El hombre envejeció de repente, parecía muy cansado, el retrato aún en la mano y observando largo rato las llamas. Finalmente, recogió todos los papeles que habían caído de la caja y los arrojó al fuego, junto con los restos de cartón de la caja. Con la última copa de vino en la mano, miraba como la hoguera se iba consumiendo, removiendo las restos con un palo para asegurarse de que todo ardiera bien, que no quedaran más que cenizas.

El sol ya se había ocultado cuando finalmente las últimas brasas se apagaron. El hombre se había sentado en la mesa, con la botella ya vacía en el suelo y la copa con un poco de vino en la mano. Parecía soñar.
A la mañana siguiente, bien temprano, apareció de nuevo en el jardín, con una carretilla llena de tierra vegetal y un rastrillo. Con la herramienta dispersó por todo el terreno los residuos de la hoguera, teniendo buen cuidado de que todo hubiera ardido completamente. Una vez esparcidos los restos de la quema, comenzó a cubrir el jardín con la tierra vegetal. Sabía que las cenizas serían un excelente fertilizante, y que ayudarían a crecer las flores que pensaba plantar, por fin sus recuerdos tendrían algo de color…

lunes, octubre 08, 2012

El lugar de dónde nunca querré irme...

Sintió frío. Mientras lo esperaba habían caído las primeras sombras sobre la terraza y, aunque la tarde de verano seguía siendo cálida, la temperatura había bajado lo suficiente como para que lo notara. Se levantó en busca de algo de abrigo, y regresó con un bonito chal de seda, bordado a mano, que había traído de uno de sus viajes por Asia. Sabía que le gustaría, y podrían comentar sus recuerdos de las arenas de Petra mientras tomaban el aperitivo. Recordando los colores del desierto sintió unas manos sobre ella, afectuosas, que le acariciaban la base de la nuca, y al volver la cabeza vio sus profundos ojos negros mientras recibía la ternura de sus labios en su boca.

Sonrió. Sabía que a él le gustaba sorprenderla, aunque era consciente de que a ella le molestaba. Era un pequeño juego al que habían jugado en muchas de sus citas a lo largo de los años: uno de los dos llegaba antes de la hora prevista, normalmente ella, y se colocaba de manera que podía ver cómo aparecía el otro, observando en esos minutos en los que uno no espera ser visto, en los que se relajan nuestros escudos y nos mostramos como somos, antes de, tal vez, ponernos la máscara que corresponda a la ocasión.

Él venía de la calle, y a pesar de que había estado fuera toda la tarde no parecía tener calor. Al acercarse a besarla detectó el sutil aroma de su colonia, que ella sabía que solo se ponía cuando estaban juntos. Se sentó al frente, sin soltarla de las manos, y mirándola a los ojos le preguntó por los hechos del día: visitas, clases, el paseo con las amigas… Ella le contó pausadamente las noticias que pedía, mientras se miraba en esos ojos que no dejaban de observarla, de acariciarla con la mirada, de decirle que la quería, que la había echado de menos, que estaba deseando sentarse junto a ella…

Estuvieron hablando en la terraza del hotel mientras el sol caía sobre los tejados de Madrid, una bola roja intentando incendiar el Campo del Moro, y se retiraron al interior cuando el fresco ya se sentía en el cielo nocturno, en el que las estrellas titilaban ya hacía rato. Caminaban despacio, ella sosteniendo el chal con una mano, mientras la otra la llevaba unida a él, mirando al suelo y sonriendo con esa media sonrisa que tienen los enamorados; él, la mano en el bolsillo del pantalón, la otra acariciando esos dedos que minutos antes besaba, mientras hablaba de sus sueños, de sus proyectos, de la vida en común que proyectaba junto a ella…

Llegaron a la habitación aún tomados de la mano. En ese momento ella levantó su rostro y miró en el interior de los ojos de él, intentando ver más allá de lo que sus tonos oscuros y las incipientes patas de gallo podían decir. No siempre había sido como ambos hubieran querido. El orgullo, palabras dichas sin pensar, miedos que no se habían confesado aún… Todo eso había provocado que pelearan en más de una ocasión, los dos defendiéndose de ataques imaginarios. Esos momentos quedaban ahora atrás, pero a veces el viejo resquemor resurgía como ondas en un lago profundo.

Esa noche no. Lo que ella veía en las pupilas del hombre era amor y pasión, lo que sus labios decían mientras rozaban su cuello concordaba con sus propios pensamientos, esas manos recorriendo su espalda iban acompasadas con su deseo, con sus ganas de sentirle y abrazarle, con la necesidad de envolverse en esos brazos y olvidar, llegar a ese punto en el que no sabían si eran dos personas o un solo corazón, a ese lugar de dónde nunca querrían volver… 

jueves, octubre 04, 2012

De la guerra...

Con un golpe del vaso en la mesa, el maestro terminó su parrafada ante la carcajada general de los que le rodeaban, sólo un poco menos borrachos que él. Ocupaban uno de los rincones de la tasca, donde llevaban bebiendo y fumando ya varias horas, mientras Carlos les servía vino y cerveza sin descanso.

Carlos, el portugués, había llegado al pueblo huyendo de los guardias de Salazar, y había abierto un pequeño bar en una calle lateral, cerca de la carretera. Llegó poco antes de que se abriera el camino hasta Pozonegro, y con él las comunicaciones con los valles del interior y su riqueza minera. Gracias a esta arteria de macadam llegaron a la villa hombres rudos del norte, de Asturias y León, mineros experimentados que abrieron y ensancharon minas que ya eran antiguas cuando los primeros caballeros castellanos llegaron a la zona. Gracias a la sed de estos hombres, y a la buena fama que tenía entre ellos, el portugués pudo prosperar y hacer fortuna, ampliando su negocio y poniendo una fonda con hospedería y comidas.

Durante la guerra la posada sirvió alternativamente de cuartel general de las milicias populares y del ejército nacional, y a ambos bandos sirvió el dueño en ese período. Cuando la contienda se decantó claramente por los sublevados, el portugués hizo gala de su ascendencia y sus contactos al otro lado de la frontera para salvaguardar su negocio y su vida, aprovechando la sintonía entre los salazaristas y el nuevo gobierno. Cuando la guerra terminó era habitual encontrar en la barra de la fonda a la pareja de la Guardia Civil tomando un vino entre ronda y ronda; el sargento de la guarnición local acostumbraba a pasar todas las tardes, para ‘echar la partida’ con el resto de las fuerzas vivas del pueblo: el alcalde, el señor cura y el boticario.

Todo sucedió como en otros muchos pueblos de nuestra geografía en esos tiempos convulsos…

Lo que nadie supo fue que, mientras el sargento tomaba vino jugando a las cartas, en los sótanos de la fonda se ocultaban guerrilleros de paso hacia o desde el vecino país; que en las noches de luna nueva Carlos y otros salían al monte, llevando provisiones y noticias a los que allí se ocultaban; que parte del dinero que el portugués sacaba por vender provisiones al cuartelillo llegaba a la resistencia en forma de pertrechos y asistencia. Con la ayuda del boticario, Carlos salvó de la muerte a decenas de maquis, hasta que las condiciones finalmente convencieron a los que mandaban en el exilio que la resistencia interior era inútil, y los últimos combatientes pasaron por el sótano de la fonda camino de Francia o Argentina…

domingo, septiembre 30, 2012

Páginas de cereza

Finas gotas de sudor bajaban por su espalda. Ya hacía rato que se había desabrochado la camisa, empujado por el calor que comenzaba a sentirse en el jardín. Llevaba desde primeras horas del día trabajando en esa parcela, limpiando, desbrozando, organizando… Había sacado toda la basura que los años habían acumulado sobre el terreno, y en un lateral ardían los troncos y ramas secas de varios de los árboles que tenía ese pequeño huerto.

Sabía lo que quería y sabía que tendría que trabajar duro para conseguirlo. Ya llevaba varios días en la casa, y la lista en la que apuntaba las reparaciones necesarias no hacía sino crecer: poner cristales nuevos a las habitaciones del piso superior, reparar varias de las cerraduras de habitaciones y armarios, limpiar baños y cocinas, despegar los años de suciedad de los cristales del salón, arreglar la puerta de la entrada, remendar varios agujeros en el tejado, replantar el jardín…

Mientras tanto, se había instalado en el salón, cerca de la chimenea. Su saco de dormir y sus escasas pertenencias ocupaban apenas un rincón de la habitación. Desayunaba fuera, en alguno de los bares que se asomaban a la carretera general; le gustaba llegar temprano, con los clientes mañaneros, confundirse con ellos y desaparecer al poco rato. No quería preguntas. No estaba preparado para ello. Durante demasiados años había mantenido una máscara que no estaba dispuesto a volver a usar. Por eso había venido a este pueblo, para ser él mismo, para no tener que mentir a cada instante…

Los días fueron pasando, y poco a poco el edificio que había comprado comenzó a ser medianamente habitable. Hacía él mismo la mayoría de las reparaciones, feliz de poder utilizar las manos en una actividad que le evitaba pensar, recordar, mientras sentía como se endurecían sus manos, llenas de ampollas por el trabajo. En las tardes, después de un duro día, le gustaba sentarse en una vieja mecedora que había encontrado en el desván, mirando cómo aparecían las estrellas desde el jardín trasero. Observaba la luna brillar sobre el valle, dibujando fantasmas que poco a poco, casi sin darse cuenta, iban ocupando el espacio de los suyos, echándoles de su interior y comenzando a serenar su espíritu.

jueves, septiembre 27, 2012

El pobrecito hablador

Cada vez creo más que el ente España es un hombre: bravucón, peleón, fiestero, un poco perezoso, pícaro y bastante orgulloso. Y con eso me refiero a la actitud que trasciende de lo que hacemos y decimos. Ahora mismo estamos en una crisis en la que se han producido 400 000 desahucios, que alguien ha tenido la brillante idea de poner candados a los contenedores de basura para que no se pueda buscar comida en ellos (señal de que se hacía, y mucho), que la amenaza del despido se cierne sobre muchos de nosotros, y que tenemos un paro de los más altos del mundo... ¿Y cómo lo arreglamos? Dedicando horas y horas a ver si se divorcia esa señora o quién tiene mejor voz, o qué le pasa al pobre que esta triste, o pidiendo autodeterminación.

Vaya por delante que respeto mucho todos los derechos históricos de los pueblos que componen nuestra piel de toro, desde los habitantes del oriente al poniente, pero eso, derechos históricos y dentro de un contexto actual. Que Cataluña es una nación, mira, no lo discuto ni me interesa; pero era parte de la corona de Aragón, con su autogobierno, y creo recordar de mis años de estudio que hasta el siglo XVIII lo conservaba pero estaba bajo la corona de España. El señorío de Vizcaya ha sido parte de la corona de Castilla desde el siglo XIV, y el reino de Galicia dos siglos antes. Parecen muchos años para ser explotados, o creer que son colonias esclavizadas, como he leído en algún sitio.

Sí, hay un idioma y una cultura diferentes en estos lugares, que deben ser protegidos y respetados. Pero también hubo una dinastía real en un pueblo de la sierra castellana durante más de doscientos años, y ni pelearon con los reyes de Madrid ni los veo levantarse en armas, enfadados ante el ataque centralista y ansiosos por la independencia.

Mi propuesta, desde el asombro ante nuestra estupidez como masa, es la siguiente: antes de hacer ninguna promesa de independencia, ni amago de partir una cesta que cada vez hace más aguas (¿pero qué va a quedar, sea Cataluña o Madrid, si rompemos lo que ahora mismo necesita recomponerse para todos?), mi propuesta, repito, es limpiar el país de malos políticos. Una casta de personas que parecen haber perdido el contacto con la realidad (alquiler, dietas, iPad, coche oficial, prebendas varias, chanchullos...), y que en su afán de mantenerse montados en la adrenalina del poder nos están clavando las espuelas en las costillas, porque carne no nos queda.

Hoy, más que nunca, se hacen proféticas las palabras de Mariano José de Larra, cuando escribió: “Aquí yace media España, murió de la otra media”

miércoles, septiembre 26, 2012

Ese lugar de dónde nunca querré irme

Los veo desde mi ventana, sentados en un banco del parque, abrazados y ajenos a todo. El huidizo sol de este día de primavera los ilumina de vez en cuando, pero ellos no parecen conscientes de su inconstante calor, solo lo son el uno del otro. Los observo durante unos momentos, preguntándome qué podrán decirse, qué será eso que tanta gracia les hace… las carteras están también juntas, rosa la de ella, azul con vivos colores la de él. Debieran estar en el colegio, por la hora del día, y sin embargo han decidido pasar ese tiempo juntos, en un banco de un parque, unidos por las manos y quién sabe si también por los corazones…

Desvío la mirada. Los recuerdos que me traen son demasiado dolorosos y los vuelvo a enterrar en el fondo de mi alma. Y sin embargo… Su foto sigue mirándome por la noche, nunca tuve el valor de alejarla de mis sueños; su perfume aún aparece en mi armario de vez en cuando, cuando alguna de sus ropas se cruza con mis manos; su voz se oye en la casa, cuando la noche es fría y mis lágrimas no pueden quedarse quietas…

Los veo desde mi ventana, felices y ajenos al paso del tiempo, inmortales como solo el amor de otra persona puede hacerte…

domingo, septiembre 16, 2012

Miedo


La noche sigue siendo mi refugio. Durante el día me confundo con el resto de los mortales, con toda esa gente que camina por las avenidas, que llena el Corte Inglés de voces y sudor, que se esparce por las calles como una marea viviente desde los centros de oficinas… Durante el día soy igual que otros miles de rostros, cansados, ojerosos, deseando terminar una jornada de trabajo que a muchos no llena.

Pero cuando el sol se oculta tras los edificios, cuando el calor del asfalto comienza a ceder, y las luces de ventanas y farolas se encienden, me transformo. Desaparece la apatía que me domina en las horas de luz, mis músculos se estiran y piden ejercitarse, mi ojos se agrandan y se preparan para la búsqueda, el resto de mis sentidos se afila como los de un animal…

En la oscuridad cazo. Busco a mis presas entre aquellos que aún no han regresado a sus casas, entre los oficinistas que permanecen más tiempo del debido en sus trabajos, entre las señoras de la limpieza de regreso a sus hogares, entre los agentes de la ley patrullando por las calles de mi ciudad… Durante los fines de semana mis garras se clavan en jóvenes que disfrutan de la penumbra de bares y discotecas, de aquellos que buscan sexo rápido en las calles, de los que intentan olvidar sus penas en un vaso de alcohol o en el contenido de una jeringa…

Soy el miedo que te atenaza en las sombras, la visión que te paraliza el corazón en callejones oscuros, tu peor pesadilla… ahora al 21%.

jueves, septiembre 13, 2012

Islas

La casa no estaba en las mejores condiciones, pero a él le pareció perfecta. Le faltaban varios cristales en las ventanas del piso superior, la puerta estaba bastante desvencijada, le hacía falta una nueva capa de cal en el exterior y seguramente tendría que reemplazar varias tejas en el tejado, pero a él le pareció perfecta. Alejada de las vías principales del pueblo, en una calle solitaria y tranquila, con un gran patio trasero que había visto mejores días y unas grandes vistas al valle y a las montañas, a él le pareció perfecta.

Cuando el propietario le mostró el interior, sus buenas sensaciones se acentuaron. A pesar de la suciedad y polvo, las vigas principales estaban en buen estado, y no se observaban grietas ni agujeros en las paredes y el suelo. La chimenea estaría seguramente atascada, pero el hogar tenía sus ladrillos refractarios en buen estado. Las cañerías eran antiguas, aunque no mostraban signos de desperfectos. Al abrir los grifos, el chorro de agua salió limpio y sin problemas, señal de que la fontanería no sería un gran problema.

Caminaba por el amplio salón, mirando las ventanas, mientras el dueño del edificio intentaba alabar las condiciones de la vivienda, temeroso sin duda de que ese cliente desechara la compra como lo hicieron otros antes. Sin embargo, el hombre que había llamado a su puerta esa mañana, un desconocido que acababa de llegar al pueblo por lo que contó, no era como los demás.

El trato se selló con un apretón de manos y la firma del contrato en la notaría cercana. Después de que se cumplieran los trámites administrativos de rigor, el nuevo dueño del edificio entró en la casa, llevando en la mano una gastada mochila y un saco de dormir que había visto también mejores días. Abrió todas las ventanas y extendió el saco de dormir en el suelo de la habitación principal, bañado por la luz de la luna creciente que entraba por una de las rotas persianas.

Tras recorrer la casa de nuevo, como tomando nota mentalmente de su disposición y posibilidades, el hombre se desnudó y entró en el interior del saco. Cerró la cremallera del mismo y durmió dos días.

sábado, septiembre 08, 2012

La imagen de tus ojos

Apenas unas horas desde la partida, mis retinas aún conservan la imagen de tus ojos, fijos en mí durante los besos finales, mientras mis manos recuerdan todavía el tacto de tu rostro, suave, cálido, y mis labios el sabor salado y dulce de tu piel... Tu presencia, tu tez, esos ojos en los que me sumergía y salía renacido, mis ganas de tomarte de la mano en la comida, las tuyas... Gracias por el regalo de tu cabeza en mi hombro y nuestras manos entrelazadas...

Estoy sentado en el lado de la ventana del autobús, viendo como el sol se hunde tras las casas de esta ciudad que se ha convertido en mi cárcel y mi paraíso, pensando en cuándo volveré a verte, cuándo estaremos juntos de nuevo…

En otro lugar y tiempo, regreso a casa después de una dura jornada de trabajo, horas frente a problemas que no puedo resolver, agotado, y sin embargo incapaz de descansar. La casa está vacía, sin alma, no tiene calor de hogar, es un sitio al que vengo a dormir y en el que paso las horas que no trabajo. Me preparo algo de comer, sin ganas, solo por el hábito de alimentarme, y me siento frente a mi ordenador, a esperar. 

Observo desde mi asiento como se encienden las luces de la ciudad, un reguero de rubíes y diamantes que salpican el suelo hasta donde la vista alcanza, mientras me voy alejando de tu cuerpo. En mis manos las entradas de esa obra que vimos me hacen pensar en ti de nuevo, te vuelvo a ver sonreír ante el nombre en el poster del teatro, vuelvo a recordar tus silencios, tu mirada sobre mí cuando crees que no te veo, tu sorpresa al verme, el calor de tu abrazo…

En otro mundo caminamos por la playa, unidas las cinturas, sin hablar, yo sintiendo la fuerza de tu cariño mientras el viento me susurra al oído, mientras intento absorber el momento, intentando averiguar en qué piensas, qué sientes después de estos años juntos: tal vez recuerdas aquella primera vez en casa de nuestra amiga común, hace tanto tiempo, o quizás cuando nos volvimos a encontrar en los pasillos de la escuela, tu sonrisa y tus ojos llamándome entre los timbres y los libros.

Llego a mi destino, cansado y añorando tu ser. La gente que pasa a mi lado no es consciente de lo que me pasa, no pueden ver el vacío de mi corazón ni la fuerza que me falta. Aquellos que tal vez me miren hoy solo verán a un hombre, entre otros muchos, con una mochila al hombro, caminando con la multitud, la mirada perdida y una sonrisa en los labios. Tal vez aquellos que se fijen un poco más puedan ver el libro que llevo entre las manos, y esos pocos que tengan interés en la portada en blanco y negro, quizás vean como sobresalen los pétalos de una rosa entre sus páginas y, reflejados en mis ojos, la imagen de los tuyos…

Que no se pierdan los sueños..

Durante un par de años de mi vida me dediqué al estudio para opositar a lo que entonces la administración llamaba técnicos en señales marítimas, y el resto del mundo llamaba fareros, como mi amigo el viejo farero. Me atraía naturalmente un puesto fijo en la administración, en unas oposiciones que eran relativamente fáciles, pero sobre todo la posibilidad de vivir en un faro, la soledad y el mar. Fueron buenos tiempos, tiempos inocentes, en los que la mayoría de mis ilusiones estaban intactas, y aún no había conocido y ansiado otras sensaciones, otras emociones…

A pesar de mis esfuerzos no conseguí el codiciado puesto de funcionario, y tal vez fue lo mejor. Desde entonces he viajado, he conocido otras gentes, me he enamorado, me han roto el corazón varias veces, lo he recompuesto otras tantas, he aprendido formas y percepciones del mundo diferentes a las mías, he creado universos…

Sin embargo, en la tranquilidad de la noche, cuando mi mente vaga en busca de un refugio en el que descansar, muchas veces vuelvo a ese viejo faro situado en una costa ignota, aislado del mundo, con solo las gaviotas y la espuma del mar como visitantes, y abro la puerta de madera pintada de verde, subo las escaleras del fuste de la torre y me asomo desde el torreón, apoyando las manos en la barandilla metálica y observo el infinito, ese lugar tan esquivo…

Que no se pierdan los faros...

domingo, septiembre 02, 2012

Nuestros ojos se enamoran

Recio y Luxía se conocían desde pequeños. Habían ido juntos a la guardería del barrio, y de ahí habían pasado al colegio de los Dominicos para continuar con su escolarización. A Recio le llamaban así en el barrio por su complexión; era un muchacho de anchas espaldas, gran cabeza y brazos más largos de lo normal. En los partidos de fútbol entre clases siempre era de los primeros en ser “pedidos” en la fila, y sus patadones eran muy apreciados por los capitanes… Luxía era una niña desgarbada, delgaducha y con coletas, que siempre vestía con un uniforme dos tallas más grandes que ella, y que solía ocupar los últimos pupitres de la clase.

Recio y Luxía eran vecinos. Los dos vivían en uno de los muchos edificios de apartamentos que había en el extrarradio, y tomaban un autobús escolar para dirigirse al colegio. Solían salir al mismo tiempo de casa y encontrarse en el portal; si uno de ellos llegaba antes, el otro esperaba sentado en los primeros escalones, repasando la lección o asegurándose de llevar todos los útiles. Si el retraso era mucho, llamaban por el telefonillo, apurando al compañero. Corrían juntos hasta llegar a la esquina en que los recogía el viejo bus.

A la vuelta solían coincidir con otros compañeros. Cada uno iba con el grupo de amigos de turno, cargando carteras, respuestas de exámenes, peripecias de recreo, secretos… Al llegar a su parada se bajaban uno detrás del otro y caminaban en silencio hasta su edificio. A veces comentaban algún suceso gracioso que hubiera ocurrido, o intercambiaban opiniones sobre la vida escolar. De ese modo, llegaban a sus casas, donde retomaban la vida familiar de cada uno.

Así, entre libros que cambiaban todos los años, bollos en la tienda de la señora Carmen, chuches en el kiosco de Paco y muchos coscorrones, Recio y Luxía llegaron a la adolescencia, unos completos desconocidos el uno para el otro. De repente, una mañana, mientras la esperaba en el portal, Recio se descubrió mirando a Luxía de una forma distinta, embobado ante su falda tableada, que se levantaba con el viento, con el movimiento de su pelo, con su sonrisa, con la profundidad de sus ojos negros…

Ese día Recio se convirtió en Alfredo, y su vida ya nunca más volvió a ser la misma.

lunes, agosto 27, 2012

Deseos de tinta

Hoy, caminando en el parque con mi hijo, he encontrado una pareja que me resultaba conocida. Ella era una mujer alta, delgada, con el pelo castaño recogido en una cola de caballo, y un vestido fresco y ligero de color crema, que cuidaba de un niño mientras jugaba con un kit de montaje de motos. Él, moreno, fuerte y con ya cierta tendencia a la calvicie, vigilaba amorosamente a una niña rubia de dos años, que caminaba despreocupada, robando piezas a su compañero de juegos mientras sus padres hablaban entre sí.

Ambos me recordaron a los protagonistas de una historia que escribí hace tiempo, en la que dos amigos de la infancia se encontraban de nuevo en un parque público, ya adultos y con niños... Y de repente me he preguntado cómo sería encontrarme con los personajes de mis relatos. Aquellos que me conocen saben que la mayoría de mis narraciones tienen una base real, y que muchos de mis protagonistas están creados sobre mis recuerdos de personas reales, que han influido en mi vida de una u otra forma, o sobre los sentimientos que esas personas despertaron en mí.

Unos pocos, sin embargo, son fruto de mi imaginación, entes que aparecieron un día en mis páginas y que se quedaron en ellas, haciéndose un hueco dentro de mi mundo.

Sería muy bonito encontrarme con Héctor y Lumía, preguntarles cómo les va la vida, si el amor que sentían el uno por el otro se mantiene a pesar de la rutina y el paso del tiempo; posiblemente Héctor me contestaría que eso es fácil cuando el amor es intenso y se renueva cada día…

Con algunos personajes me gustaría poder charlar delante de una copa de vino, conocer de ellos antes de que irrumpieran en mis pensamientos: la vida de aquel vagabundo, qué le ocurrió a Marcos durante la mayor parte de su vida, hablar con Daniel y Tomás, que pudieran visitar aquella isla, saber si aquel fantasma querría ayudarme con mi pobre prosa, compartir técnicas de escritura con María, sentarme con Viktor en lo alto del faro y mirar a la lejanía con una taza de café caliente…

Sin embargo, si tuviera que elegir a uno de ellos para que se hiciera realidad de nuevo, seguramente elegiría a aquella muchacha que me esperaba con una toalla a la orilla del mar, mientras el niño que hay en mí disfrutaba con las olas…

miércoles, agosto 15, 2012

En busca del tiempo perdido

Mi amigo el viejo farero dice que el primer recuerdo que tiene del mar es su olor, ese combinado de salitre y algas que se le pegó al alma la primera vez que lo vio. Yo, que por enfermedad he estado mucho tiempo privado de ese sentido, estoy recobrando ahora mis recuerdos asociados al olfato, o consiguiendo nuevos…

Muchos de ellos serán comunes con vosotros, lectores, como el olor del pan recién hecho saliendo de la puerta de una tahona, un recuerdo que estará siempre asociado a mi tierra, a mi pueblo y a sus tradiciones. El aroma a café recién molido, hirviendo en el puchero junto a la chimenea, en casa de mis abuelos, o el del chocolate caliente en una churrería de barrio… El frescor de la hierba recién cortada, en una mañana veraniega de aire limpio y claro, me lleva de nuevo a aquellos meses como jardinero municipal, levantándome antes de la salida del sol para regar y mantener las praderas de césped de mi localidad. O el olor a lejía y limpio que tenían los pasillos del colegio a primera hora, o en nuestras casas, cuando las madres se empleaban a fondo con la Conejo (¿os acordáis?)

Otras sensaciones son más personales, aunque no soy el único que las conoce. Como el tufo dulzón de la descomposición y la muerte, que mi mente relaciona con la presencia de buitres y otras carroñeras, cabalgando sobre el aire caliente de la Sierra de Toledo, en una excursión durante mis años universitarios. O el aroma de su pelo, cuando se apoyaba en mi pecho y yo besaba su cabeza, intentando retener un momento que sabía fugaz. El perfume, su perfume combinado con el aroma de su cuerpo mientras intentamos dormir abrazados…

Y hay, finalmente, aquellas fragancias que parece que sólo yo puedo detectar, como el olor a verano, seco y cálido, con regusto a polvo y cloro de piscina. O la persistencia de la vergüenza, la soledad y la frustración, esencias que ahora llenan mi casa, y a las que no consigo acostumbrarme…

sábado, agosto 11, 2012

Malvivir de recuerdos

Hoy me han atacado. Regresaba a casa, después de un día agitado en el trabajo, caminando en zigzag, buscando una sombra que me aliviase de este infernal calor de verano. Estaba tranquilo, pensando en mis cosas. Bueno, no pensaba en nada que no fuera llegar y darme una buena ducha fría. De pronto, al cruzar la esquina del Museo, dos figuras se abalanzaron sobre mí. No pude resistirme, no pude luchar. Entre las dos me sujetaron y se abrieron paso a través de mi ropa y mi carne, hasta agarrar mi corazón y estrujarlo. La angustia me comprimía el pecho. No había nadie cerca, un alma amiga que me ayudara, nadie. Las gafas de sol evitaban que se vieran las lágrimas que surgían de mis ojos, a pesar de que hacía todo lo posible por impedirlo.

La presión sobre mi corazón no disminuía, tuve que sentarme en un banco para poder desahogar mi pena, para poder tranquilizarme, pensar…

Al cabo de un rato pasó. Volvía a respirar, pero con dolor. Mi corazón estaba libre, pero tenía secuelas. Sentado en medio de un parque, a la sombra de un castaño de Indias, me daba miedo levantarme y seguir mi camino. Se habían ido. Ya no estaban cerca pero podían regresar. La melancolía y la tristeza estaban al acecho, detrás de una canción, de una escena en una película, de la visión de una flor o una ventana… Yo sabía que volverían. Siempre lo hacen…

miércoles, agosto 08, 2012

Este es el lugar al que suelo regresar...

Sobre la ladera poniente del valle de Abrego se alza un pequeño conjunto de rocas, granito que el tiempo no ha conseguido desgastar ni los hombres destruir. Se encuentra rodeado de un bosquete de robles, quejigos y arbustos: jaras, tomillos, brezos, retamas y miles de pequeñas hierbas, que proporcionan un aroma especial a la zona, mientras que el zumbido de abejas y otros insectos llena el aire en las tardes de primavera y verano.

Del centro del roquedo surge un manantial fresco y claro. Los pastores de la zona lo conocen bien, y lo han ido agrandando hasta conseguir una fuente agradable, creando un pocillo claro y escondido, desde el que un regatillo baja hasta el río, al fondo del valle. Alguien le puso un embocadero de granito tallado, tal vez uno de los desaguaderos de la cercana ermita de Santa Luxía, en ruinas y abandonada desde la desamortización. En tiempos la fuente disponía de una vasija de barro cocido que los cabreros usaban para beber, pero la modernidad ha llegado también a estos lugares y ahora hay un vaso de acero inoxidable, medio oculto en un hueco entre helechos, siempre dispuesto para los caminantes que llegan a este recóndito lugar.

A pocos pasos de la fuente se encuentra un pequeño claro, creado por la caída de un enorme pedrusco desde los canchos que vigilan el valle, allá arriba, tal vez en una fuerte tormenta hace ya muchos siglos. El tocón mineral se ha ido desgastando con los años, y cuando en una de mis correrías infantiles lo encontré la naturaleza había creado en él un sillar, un lugar dónde poder sentarse al calor del sol de la tarde, sombreado por las ramas de un inmenso alcornoque cercano. Allí pasé tardes de mi niñez y mi juventud, sentado viendo pasar las nubes, disfrutando la fresca brisa que surgía del susurrante manantial, o escuchando el sonido de las aves y otros animales de la zona.

sábado, agosto 04, 2012

Gota de sangre

Para llegar al pueblo hay que seguir una carretera estrecha y serpenteante, arrancada hace décadas a la falda de los montes, apenas una lámina de alquitrán sobre tierra apisonada. Por esa vía regresamos todos los años los retornados, aquellos que por distintas circunstancias vivimos lejos del pueblo y sus gentes, de nuestras raíces. Por ella me gustaba caminar en mi adolescencia, saboreando la sombra de los alcornoques o admirando las vistas del valle.

El camino parte desde la comarcal atravesando dos grandes canchos, horadando desde el principio el alma de la tierra. Por eso, en venganza, la tierra lucha por recuperar ese terreno con zarzas y matorrales, rocas a veces caídas desde lo alto,  socavones producidos desde el interior, intentando que la carretera vuelva a su ser agreste y natural, siempre sin conseguirlo.

Poco antes de llegar a su destino la carretera describe una curva pronunciada, tras la cual se muestra el pueblo por primera vez al viajero, con sus casas encumbradas en la ladera, blancas y pardas, nuevas y viejas… Asomado a esa curva hay un pequeño grupo de alcornoques, una de las pocas zonas de la carretera que tiene espacio a los lados de la misma. Bajo la penumbra de los árboles hay un tronco caído, colocado para que las parejas que caminan hasta aquí tengan un lugar cómodo en el que susurrarse los secretos. Unos metros más allá, alejándose del pueblo, mana entre helechos un limpio y claro manantial, en el que muchas tardes apagué la sed y borré el sudor de mi frente.

Apenas a unos pasos de la fuente hay un trozo de terreno soleado y sin arbustos, flanqueado por un lado por la valla de piedra que marca la propiedad de las zonas altas, y por otro por la marca gris y caliente de la carretera. En esos pocos palmos de tierra, alimentados por el hilo de agua que baja desde el manantial, es frecuente ver flores de corta vida pero de vivos colores.

En mis recuerdos destaca una tarde de verano, con el sol a mis espaldas, mientras caminaba por el arcén absorto en mis pensamientos de adolescente retraído y solitario. Mientras mi mente vagabundeaba por quién sabe dónde, mis ojos repararon en un destello de color sobre el terreno. Me acerqué, y pude ver un pequeño ramillete de flores de un color rojizo casi rosa, y un olor suave y característico.

La imagen es clara en mi memoria. He visto a esa diminuta flor muchas otras veces, tanto en mis paseos como en fotografías, incluso la recolecté en su día para mi herbario estudiantil. Me enteré entonces que lo que mis mayores llamaban hiel de la tierra, por su sabor amargo, era una planta medicinal de uso antiguo, que se empleaba para curar la inapetencia, los parásitos intestinales o la diarrea, y que en la actualidad es un componente de muchos medicamentos, bebidas y colorantes…

Sin embargo, para mí siempre tendrá un significado especial. Gracias a ese ramillete de flores rosadas que apareció ese día en mi visión fui consciente por primera vez del color del mundo. Gracias a la sensación que su vivo colorido tuvo en mi mente juvenil, pude después descubrir y apreciar verdes, añiles, amarillos, naranjas… Los pétalos de delicados tonos rojizos me hicieron cruzar la puerta a un nuevo mundo de sensaciones, me abrieron los ojos al colorido de la vida.

miércoles, agosto 01, 2012

Rumor de alas y piel

Me gusta salir a caminar temprano en los meses de verano. No soy especialmente madrugador pero me gusta el frescor de esas primeras horas, cuando el sol aún no ha evaporado la frialdad de la noche, cuando aún se puede sentir la brisa bajando la temperatura de tu piel.

En esos paseos por mi ciudad suelo pasar bajo un arco de ladrillo viejo, una de las puertas que se abrían en la muralla, que daban paso a peregrinos, mercaderes, aldeanos y señores hacia la parte vieja y noble de la villa. Ahora, de la muralla no quedan más que restos escondidos entre torres de apartamentos, y la puerta se ha convertido en lugar de cruce entre un parque con máquinas de ejercicios y una calle estrecha y angosta que lleva hasta una de las plazas.

Hoy, caminando ensimismado en mis recuerdos, dejando que mis sentidos se encarguen de guiar mis pasos, he llegado a la entrada de ese arco y unos aleteos y chillidos han llamado mi atención. Revoloteando en lo alto de las bóvedas, con ese movimiento tan característico que tienen estos animales, había un pequeño murciélago. Su presencia me extrañó. No era la hora tan temprana como para que fuera normal, y el pobre animal estaba claramente desorientado. Volando de un extremo a otro del túnel, temeroso de cruzar a la claridad de una de sus salidas, el murciélago daba vueltas y revueltas bajo mi mirada. Ha intentado sin éxito encontrar un asidero, un descanso en las encaladas paredes del arco, pero no lo ha conseguido. Tal vez porque su cuerpo negro destacaba demasiado sobre la cal.

Finalmente, después de varios minutos de indecisión, ha salido volando por uno de los extremos del túnel y ha buscado refugio en la sombra de unos árboles cercanos, quizás escondiéndose hasta la llegada de la noche.

Y yo he seguido mi camino, preguntándome si no era yo como ese murciélago, incapaz de optar por una de las dos salidas de mi vida, revoloteando entre ambas hasta que el cansancio o la suerte me incline por una de ellas…