lunes, octubre 24, 2011

Amantes que cantarían los poetas

"¿Sigues teniendo frio?"

Ella negó con la cabeza mientras le miraba fijamente a los ojos, intentando escrudiñar sus sentimientos en el profundo azul de su iris.

La tormenta les había cogido por sorpresa, mientras caminaban por uno de los senderos que rodeaba el balneario, ya algo lejos de los edificios principales. Habían tenido que correr bajo la intensa lluvia, hasta alcanzar un refugio bajo unas rocas, cerca del lago. Allí permanecieron, empapados y muertos de risa, mientras la tormenta descargaba sobre montes y prados.

Él consiguió hacer un fuego con unas ramas secas que encontraron cerca, usando su mechero y viejos papeles para iniciar la hoguera. Al poco tiempo ésta crepitaba alegremente, ayudándoles a mantenerse calientes y secos. Fuera, la tormenta arreciaba, convirtiendo el mundo en un lugar oscuro, húmedo y frio.

Nada de eso importaba. Estaban juntos, apoyados contra la roca, mirando cómo las llamas bailaban su canción eterna mientras sus dedos jugaban entre sí, sintiendo el calor de la piel del otro, su tacto y su presencia. No hablaban. Habían hablado ya demasiado en las últimas horas.

La mañana les encontró abrazados, uno de los brazos del hombre rodeando la cintura de ella, los de ella entrelazados con el otro. Había parado la lluvia, y la tierra olía a fresco y nuevo. Él despertó primero, moviéndose ligeramente; ella se revolvió en sueños, buscando el calor de su cuerpo mientras sus manos se aferraban a su brazo, como queriendo comprobar que seguía allí, que no se había marchado, que su unión seguía siendo completa…

Ninguno de los dos vio la sombra que uno de los salteadores proyectaba contra el fuego apagado, ni sintió el frio acero entrar en sus corazones…

Perseo despertó con un sobresalto, el corazón queriendo saltar de su pecho. La pesadilla había sido tan real que no pudo evitar echar una mirada a su alrededor mientras aferraba una pequeña pistola que siempre llevaba encima. Todo era normal. La habitación, en una de las muchas posadas del Camino al Este, estaba a oscuras, pero los primeros rayos del alba se adivinaban por la ventana. Sus cosas estaban pulcramente ordenadas a los pies de la cama, donde las había dejado, y la puerta seguía atrancada con una de las sillas, una costumbre que había tomado cuando estaba en lugares poblados. Nada se salía de lo habitual. Y sin embargo, ese sueño le intranquilizaba, sentía frio en su alma, las imágenes eran tan vívidas en su mente, aún podía percibir el olor del pelo de la mujer, la fuerza de sus manos en su abrazo… 

viernes, octubre 21, 2011

Una siesta y el olvido

Bebió un largo trago antes de pasar la botella al compañero. La noche era fría, y los agujeros en las mantas le quemaban la piel, necesitaba el falso calor que le proporcionaba la bebida, hoy más que nunca. Mientras el resto de vagabundos se confortaba con el alcohol, él se hundió aún más entre los montones de harapos y cartones que constituían su único hogar e intentó conciliar el sueño. No había vino suficiente para que acabara borracho, y la cabeza le ardía, arrancando ligeros quejidos a sus labios. Vio como el polaco le observaba por un instante, antes de volver la mirada indiferente hacia la posición de la botella; sabía que codiciaba su abrigo, y se arrebujó aún más en él.

La fiebre le hizo delirar. Imágenes y sensaciones de días pasados le rondaban la cabeza, intentando salir de su cerebro: el calor agrio del refugio bajo el puente, el tacto suave de aquella tela que encontró en el vertedero, el sabor fuerte y reconfortante de la sopa de las hermanitas, el dolor cuando se cayó y se rompió la cadera, la sensación de la lluvia de verano en su cara…

Acababa de despertar en una radiante mañana de domingo. La tibieza de las sabanas le llamaba y le prometía placeres temporales si se demoraba un poco más, pero él se levantó y corrió hacia la cocina, donde su madre se afanaba en prepararle el desayuno especial. Era su cumpleaños y sabía que ella estaría haciendo un pequeño pastel para comerlo luego juntos. Le sorprendió la frialdad de la cocina, normalmente siempre cálida y luminosa cuando su madre estaba en ella: no había fuegos encendidos, la habitación estaba en penumbra… Vio a su madre sentada en la mesa que usaban para comer a diario, una botella de vino a su lado, un vaso medio vacío en su mano, sus hombros moviéndose espasmódicamente con el llanto…

El movimiento de su compañero le sacó de sus ensueños, notaba el frio en el lado que había dejado descubierto al gélido aire de la madrugada. Buscó con la mano unos trozos de cartón y plástico y se tapó como buenamente pudo. Sabía que ardía de fiebre, sentía su cuerpo hirviendo, pero su cerebro aún le decía que se protegiera del frio, como tantas veces le había dicho su madre…

El día había sido duro. En los muelles había conseguido un trabajo como porteador y tenía una semana de paga en el bolsillo. No era mucho, pero bastaría para acallar al casero por una temporada y poder pagar algunas de las cuentas más urgentes, al menos hasta que pudiera encontrar alguna otra cosa. El color le llamó desde el otro lado de la acera. No seguía su camino habitual, y por eso la tienda de flores atrajo su atención tan repentinamente. Lirios, gladiolos, siemprevivas, grandes manojos de margaritas, rosas… Apenas fue consciente de su compra, se gastó casi todo el dinero en un hermoso ramo de rosas rojas, fragantes y frescas. Sabía que esa belleza desentonaba con su traje raido y polvoriento, pero con ellas en la mano se sintió distinto, como si la belleza de las flores se le contagiase. Caminó con esa dicha durante unas cuantas calles, hasta llegar a su destino. Llamó, nervioso y con miedo. Le abrió la puerta una muchacha algo más joven que él, con el pelo negro recogido en un apresurado montón. Llevaba un mandil de tela cubriendo un vestido gris y anodino, pero para él en ese momento era la mujer más bella del universo. Tuvo su recompensa cuando vio las flores. Sus ojos esmeralda se iluminaron por un instante, mientras tomaba el ramo que le ofrecía con miedo, como si temiera mancharlo.  Acarició los pétalos con una mano temblorosa, acercó su nariz hacia ellas, aspirando su aroma, y su cara se iluminó al sonreír, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla…

El ruido del tráfico en aumento le despertó. Varios de sus compañeros de refugio ya estaban en pie, recogiendo las pocas y dispersas pertenencias que tenían. Alguien había reavivado el fuego que les había dado calor esa noche. La cabeza aún le dolía, pero era un dolor conocido, ya presente, ya hermano. Con trabajo, se levantó y se dirigió hacia el rincón que hacía las veces de improvisada letrina para esa comunidad. A su vuelta guardó sus trapos y cartones en un montón que puso en el lugar habitual, en su cabeza aún persistían las sensaciones del sueño. El polaco le gruñó algo en la distancia, y él respondió con un agitar de manos mientras se dirigía al terraplén que le llevaría, a él y a los otros vagabundos, de vuelta a la ciudad, a la búsqueda de comida, alcohol y olvido. Esa mañana, sin embargo, un capullo de rosa daba una nota de color a su raido y sucio atuendo, y una sonrisa se dibujaba en sus cansados ojos, tal vez lo único que le quedaba ya…

miércoles, octubre 19, 2011

Una lágrima negra

“Quiero que me guíes hasta las tierras altas del este y me ayudes a encontrar algo que perdí.”

Ya había un buen montón de jarras de cerveza en nuestra mesa. La pistola seguía a mi alcance, pero necesitaba las dos manos para poder agarrar mi vaso, mientras ella permanecía tan fresca y lúcida como cuando se sentó en mi mesa, ya hacía un par de horas.

“¿Las tierras altas? ¡Tú estás loca!” El tono de mi voz no dejaba lugar a dudas sobre mi opinión acerca de esa idea. Por un instante, sus ojos relampaguearon con furia y tome nota mental de que no debía seguir bebiendo si quería sobrevivir a esa noche.

“Puede. Pero tengo que ir, y me han dicho que tú eres el único que puede llevarme con garantías.”

Eso era cierto. Sólo había dos hombres que habían conseguido volver con vida de aquella región y el otro ya no recordaba ni como atarse el cinturón. Pero no era un viaje que me gustaría repetir, si podía evitarlo. “Y tengo con qué pagarte” dijo, dejando caer sobre la mesa una reluciente moneda.

Hasta el momento habíamos pasado relativamente desapercibidos. Desde su entrada, Pandora había dejado bien claro que no le gustaba que la molestasen, y los parroquianos del Pireás sabían entender una indirecta como los mejores. Pero el sonido de esa moneda acalló de repente todos los murmullos y conversaciones, y un pesado silencio se impuso en el local. Sabía que todas las miradas estaban ahora puestas en nuestro rincón, podía sentir la codicia de varios cerebros en nuestra dirección.

No me hacía falta mirar la moneda para saber por qué. El oro divino era escaso y esa moneda tenía toda la pinta de haber salido de las fraguas del mismo Hefesto. Conocía gente que daría la mitad de su alma y todo su cuerpo por una de esas monedas, añadiendo a su familia como regalo. Durante la guerra vi atrocidades sin nombre impulsadas por ese oro…

“No me interesa el oro” dije, y el murmullo que se escuchó en la sala me convenció de que todos estaban ahora escuchando nuestra conversación, algunos ya miraban directamente a nuestra mesa, sin ocultar su codicia. La situación se estaba tornando peligrosa. No dudaba que Pandora podría ocuparse de dos o tres de los matones que había en el bar, y yo podría hacer otro tanto, pero eran demasiados para nosotros, y no convenía tomar riesgos. Sacando unas monedas de mi propio bolsillo las tiré sobre la mesa y le devolví la suya a Pandora.

“Será mejor que nos vayamos ahora” dije, sin comprender la divertida mirada de la mujer, que sin embargo se levantó y me acompañó fuera, antes de que ninguno de los presentes tuviera valor suficiente para intentar una locura.

lunes, octubre 17, 2011

El olor del trueno lejano

Durante la última fase de las Guerras Olímpicas formé parte de un pelotón de exploradores en la Selva Negra. Fueron días de largas caminatas, de ocultarse constantemente, de miedo y dolor, mientras espiábamos los movimientos de tropas del Eje a través de esa inmensa masa forestal que cubría gran parte del centro de Europa. En las noches, ocultos en cuevas o bajo refugios hechos con ramas, conversábamos de nuestros sueños y de lo que haríamos una vez terminara la guerra. Ahí escuché por primera vez el nombre de Pandora.

El mito decía que fue la primera mujer, creada por los dioses como regalo para los hombres, un compendio de todas las virtudes y talentos que uno podría esperar de una mujer. Zeus le había dado como dote en su matrimonio con un mortal una hermosa caja labrada, con la advertencia de que nunca se abriese. Eso fue demasiado para la codicia del hombre, y al abrir la caja todos los males del mundo quedaron libres: hambre, guerra, peste, odio… Se dice que, en un último esfuerzo, Pandora cerró la caja, dejando dentro el más terrible de los males, y que huyó perdiéndose en el tiempo y el espacio.

Era uno de tantos mitos de los que contaba mi sargento, un tipo musculoso y hosco, uno de los que menos se espera que sean capaces de recordar y contar historias antiguas. Tras la guerra me enteré que era descendiente de un largo clan de poetas y narradores, y le perdí la pista. Ahora tenía delante de mí a alguien que reclamaba el nombre de aquella mujer, y a la que yo me resistía a considerar real. La pistola aún permanecía en mis rodillas, mi dedo listo para apretar el gatillo, el seguro ya quitado.

“Necesito un favor” repitió, como si quisiera recalcar la petición de ayuda.

“Yo no hago favores, y menos a alguien a quién no conozco” dije, intentando ganar tiempo para pensar.

Pandora hizo algo que le vi hacer muchas veces después. Sonrió. El efecto de su sonrisa era casi mágico, conseguía eliminar tensiones y hacer que te sintieras bien. Una vez fui testigo de cómo conseguía calmar a un minotauro enfurecido de esa forma, antes de clavarle un cuchillo en la nuca y llevar su alma al otro mundo. Tenía ese efecto en los hombres, pero no en mí. Yo me tensé aún más, y ella notó enseguida esa reacción. Su sonrisa desapareció casi al instante, dejando tras de sí una mirada inquisitiva y curiosa.

“Me habían hablado de ti, Perseo, y no quise creer lo que me contaban. Ahora veo que es cierto,”

“¿Qué es lo que te han dicho, mujer?”

“Que tu corazón es distinto al del resto de mortales.”

Lo admito. En aquel momento sentí que mi escroto se tensaba y que todos mis sentidos se agudizaban. Esa mujer quería algo de mí, y no pararía hasta conseguirlo.

martes, octubre 11, 2011

Viento de ser y recuperar el aliento

Antonio se consideraba una persona afortunada. Trabajaba en una de las mejores zapaterías de la ciudad, justo en el centro de la calle Comercial, y tras varios años de duro trabajo se había convertido en el encargado de la planta de señoras. Tony, como le llamaban sus clientas, era un hombre todavía apuesto: cuarenta y pocos años, alto, con una espesa mata de pelo negro, en la que algunas canas le daban una especial distinción, un cuerpo bien cuidado a base de gimnasio y rayos UVA, al que acompañaba una gran capacidad para hablar y entretener a las mujeres, como las chicas de la planta de hombres sabían bien.

Esa mañana las ventas estaban un poco flojas. Ya había terminado la temporada de rebajas, y aún no había comenzado la fiebre de compras navideñas, por lo que los dependientes que no atendían a las escasas clientas pasaban el rato hablando o haciendo inventario. Antonio estaba repasando los números del día anterior cuando la vio entrar. Una mujer elegantemente vestida, con una falda negra que embutía sus caderas y sus largas piernas, subidas sobre unos finos tacones. Una simple mirada le hizo cerrar los libros, ante el asombro de su segundo, y ajustarse el nudo de la corbata mientras se acercaba hacia la dama con su mejor sonrisa.

¿En que puedo ayudarla, señora?, dijo con la mejor de sus sonrisas.

Quisiera unos zapatos, negros, para una ocasión especial.

Tony comenzó a hacer preguntas, al mismo tiempo que iba mentalmente repasando las existencias, hasta que creyó encontrar algo que podría ser lo que quería la clienta. Mientras, no podía dejar de admirar las bien torneadas piernas que se dejaban adivinar más allá de la tela de la falda, ni la poderosa cadera, y de pronto se descubrió mirando descaradamente a la mujer, observando la fina línea de sus cejas, estudiando sus ojos color avellana, admirando el perfil de su nariz y mentón, la finura de su cuello, el exquisito tono de piel que se dejaba adivinar entre los botones de su blusa…

Antonio se consideraba a sí mismo un admirador de la belleza, y esa mujer era indudablemente hermosa. Al regresar con algunos modelos para que la señora se probase, se la encontró ya sentada en uno de los cómodos sillones de prueba que tenía la tienda, en uno de los rincones más discretos, esperando, sonriéndole cuando él le hablaba y le elogiaba la calidad del calzado que iba a presentarle, mientras sus ojos buscaban los suyos. Él se arrodilló a sus pies, y con delicadeza le quitó uno de los zapatos, notando con agitación el tacto de su piel. Le sorprendió que ella le permitiera hacer, sin cambiar su sonrisa ni molestarse.

Tiene usted unos pies muy bellos, señora, pocas veces tenemos la oportunidad de calzar algo tan hermoso.

Ella se rió ante la galantería, aunque Tony sabía que le había gustado. Había acertado, y el zapato entró como un guante en ese pie pequeño y bien formado. Cuando la mujer levantó la pierna para verse, tuvo una fugaz visión de sus muslos, de su continuación e interior, un atisbo de oscuridad… No pudo evitarlo. Sus pupilas se agrandaron y se perdieron en ese punto, atónito al no ver prenda alguna, y por una vez en su vida se quedó sin palabras, casi petrificado, mientras la mujer seguía admirando la forma y levantando la pierna un poco más, juguetona e incitante. Con un gran esfuerzo de voluntad, Antonio pudo volver la mirada hacia el rostro de su clienta, y el corazón se le aceleró en ese mismo instante: la mujer no contemplaba su pie sino que le miraba a él con una expresión entre picara y lujuriosa, divertida y azorada a la vez, manteniendo la pierna en alto y tal vez separándola un poco más, para que la luz entrase en esa zona prohibida.

No supo cómo ocurrió, pero sintió como sus manos tomaban vida propia y se dedicaban a acariciar esas maravillosas piernas, mientras su dueña cerraba los ojos placenteramente. Sus suaves manos, acostumbradas al trato femenino, rozaban la tersa piel de sus muslos, mientras él no dejaba de observar sus reacciones. La zona interior de los muslos de la mujer le volvía loco, podía sentir el tacto sedoso de la epidermis, notando al mismo tiempo como su excitación iba en aumento.

Sus labios besaban ya las piernas de esa mujer, incapaz de contenerse, mientras sus dedos subían hacia ese refugio de placer que deseaba alcanzar. Ella seguía con los ojos cerrados, pero sus ligeras contracciones le hacían saber que estaba en el camino correcto. Podía sentir el olor y el sabor de esas piernas, el tono dorado de su piel, había ya perdido la noción de espacio y tiempo cuando finalmente su boca llegó al centro de la mujer, que respondió con un gemido mientras sus manos se aferraban a los brazos del sillón.

La lengua de Tony comenzó a moverse mientras sus sentidos se embriagaban, su excitación había crecido hasta hacerse casi dolorosa, sentía la seda de los muslos de la clienta a su alrededor, el calor que emanaba de su sexo le estaba haciendo enloquecer, no podía despegar su boca, mientras escuchaba sus gemidos, cada vez más rápidos, más profundos, hasta que en un espasmo final notó como todo su cuerpo se arqueaba para ofrecerle el premio a su esfuerzo mientras sus labios formaban palabras inconexas por el placer…

Con un último beso Tony se levantó y tomó la mano de aquella mujer que ahora estaba agotada y satisfecha en uno de los sillones de la tienda, notando el anillo dorado que portaba en uno de sus dedos, y con delicadeza beso la palma de sus manos, para luego depositar un suave beso en los labios, que fue respondido con una sonrisa de satisfacción y una mirada de amor.

Me encanta que vengas a buscarme al trabajo, mi amor, dame cinco minutos y nos vamos a comer.

Ella pasó su mano por la mejilla del hombre, ese hombre que le había conquistado años atrás y del que seguía enamorada, sonriendo y sabiendo que el sentimiento era mutuo. 

domingo, octubre 09, 2011

Todo lo que he visto

Sentado delante del teclado, con la pantalla en blanco mirándome desde el otro lado, me pregunto dónde han idos todas esas historias que antaño pedían ser contadas, esos personajes que asomaban su rostro a la ventana de mis ojos, esos sentimientos que pedían a gritos ser compartidos desde el fondo de mi alma…

Pasan las horas, y no consigo encontrar el hilo del que saldrá una nueva historia, mientras me descubro mirando sin pensar el bordado de las cortinas, o perdiendo el tiempo revisando las noticias de un mundo que dejó de importarme hace mucho. Hojeo viejos cuadernos de notas, buscando algo que me incite a escribir, un retazo, una imagen, algo que llame mi atención y se convierta en un nuevo relato.

Intento cambiar el teclado por la pluma, y la página me devuelve su pureza como si fuera una bofetada. A veces, decido salir a la noche, esperando tal vez encontrar la inspiración en el frescor del río o en las historias que las farolas a veces me cuentan, pero esta vez permanecen mudas para mí, y el rumor de la corriente es solo eso, sonido que me llega a través del aire frío y solitario.

Regreso a casa, cansado, agotado, el deseo de crear aún incompleto. Busco entre mis recuerdos algo que quiera ser contado, tal vez aquellos pendientes que ella se dejó en mi habitación, o la primera vez que el mar entró en mi vida, o quizás el dolor ante su muerte. Nada surge del pozo de mi memoria y se convierte en letras a través de mis manos.

Los murciélagos recorren el espacio que hay entre mis sueños y yo, y observando su vuelo rápido y desconcertante me siento en un banco solitario, a esperar la madrugada. El sueño me vence como casi siempre, incapaz de pelear como soy y deseando ser vencido, y al poco rato me encuentro en otro mundo: veloces trenes me llevan de un lado a otro mientras en sus cabinas mis amigos y amores me esperan para recuperar el tiempo perdido; me bajo en grandes estaciones y camino de nuevo entre los paseos del jardín real, con mi cámara colgando de mi cuello y con la juventud de ella en mis manos, y al instante siguiente me encuentro tumbado entre los brezos y jaras de mi tierra, agradeciendo la caricia del sol sobre mi cuerpo desnudo…

Despierto, con todas esas sensaciones aún latiendo en mi mente, y descubro la razón que me impide plasmarlas. No tengo la tinta con la que escribo mis historias, esa pintura especial con la que pinto mis sueños se encuentra lejos de mí.

Hoy me faltas tú.

sábado, octubre 01, 2011

Mi silencio te hizo salir

Una vez dejé la nereida en los establos de la ciudad, y cobré mi recompensa, me dirigí al puerto, a un bar que frecuento cuando me encuentro entre murallas. El Pireás no es precisamente un lugar recomendable, pero tienen una buena cerveza y los clientes saben dónde encontrarme. Llevaba ya un buen rato sentado en mi rincón, tomando cortos sorbos de mi cerveza fría mientras observaba a la gente pasar por la calle a través de la ventana, calculando cuánto me durarían las ganancias de mi último viaje y qué haría cuando se acabaran, cuando la vi entrar. Botas de cuero de centauro, unos ajustados pantalones que remarcaban sus piernas y su generosa cadera, ceñidos con un cinturón con una hebilla dorada, y un delicado top blanco que relucía en la penumbra del garito, reflejando su pelo dorado y su piel bronceada. Evidentemente, era una dama fuera de sitio, y así lo entendieron varios de los matones que estaban en el local en ese momento.

Al minuto de cruzar la puerta, ya se encontraba rodeada de tres o cuatro tipos grandes y sucios, algunos ya babeando ante el manjar que se presentaba ante ellos. No hice nada. No era mi problema, y había aprendido por las malas a no meterme en luchas en las que no podía ganar. Todavía me dolía la pierna cuando iba a cambiar el tiempo, y mis costillas nunca han vuelto a ser las mismas.

Sin embargo, ella no pareció darse cuenta del peligro. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra del lugar, se acercó a la mugrienta barra y le dijo algo al cantinero, aunque éste apenas pudo contestar antes de que el primero de los mirones se acercara a ella y la agarrara del brazo. Se notaba que no estaba acostumbrado a tratar con mujeres de clase. Era un tipo alto, musculoso, más de dos metros y tal vez ciento cincuenta kilos de lujuria desatada. Seguramente tenía algún sátiro en su ascendencia cercana, por lo velludo de sus brazos y lo fuerte que parecían las piernas. Desde mi posición pude ver la mueca de desagrado que hizo la mujer cuando el hombre habló, seguro que su aliento no era mejor que su aspecto.

Su negativa no pareció llegar al cerebro de ese animal y siguió agarrándola del brazo, aunque ella se resistía. Al segundo tirón ella se zafó, y en ese momento él le arreó una bofetada que dejó su linda cara lívida y un hilillo de sangre en sus labios. El mestizo la agarró del brazo sin miramientos, mientras sus amigotes se reían de la situación. Y entonces todo se desató.

Confieso que en aquel momento apenas fui consciente de lo que pasó, pero luego, repasando la escena en mi mente pude llegar a entenderlo. La velocidad con que se movió la mujer fue escalofriante. Con un movimiento suave y fluido aprovechó la inercia del tirón para disparar su pierna contra los testículos del hombre, haciendo que su expresión cambiase en apenas un segundo, y que liberase su brazo. Antes de que el cerebro de aquel dinosaurio fuera consciente del dolor ella ya había sacado un afilado cuchillo de su bota derecha y lo había pasado por la garganta de la bestia, segando tendones, vasos y papada como si fuera mantequilla caliente. Mientras el hombre caía de rodillas, gorgoteando y con una expresión estúpida en su cara, ella se acercó por detrás suyo y le clavó el cuchillo en la base del cráneo. El pobre imbécil estaba muerto antes de caer al suelo entre un charco de sangre y levantando polvo.

En apenas un par de segundos la situación había cambiado completamente. La mujer estaba de pie sobre su víctima, limpiando el cuchillo en la sucia camisa del pobre idiota y guardándolo de nuevo en su bota, mientras miraba a su alrededor, buscando el siguiente contrincante.

Los parroquianos del Pireás no somos estúpidos. Muchos somos veteranos de las Guerras Olímpicas, y sabemos cuándo debemos meternos en nuestros asuntos. Nadie se levantó, nadie acudió en ayuda del muerto, nadie cruzó la mirada con la mujer, que se volvió de nuevo al cantinero, ahora menos arrogante y sonriente que al principio. Preguntó algo en voz baja, que no logré entender, pero sí vi que el barman me señalaba sin ningún disimulo. La mujer miró hacia el rincón en el que seguía tomando mi cerveza, sacó un puñado de monedas de sus bolsillos y las arrojó sobre la barra, diciendo en voz alta “Por los destrozos”, mientras se giraba y se dirigía hacia mí contoneándose como una pantera satisfecha.

Conforme se acercaba yo había puesto mi vieja pistola en mis rodillas, quitando el seguro mientras aparentaba no darme cuenta de nada. Ella se sentó en el lado opuesto, con la luz de la ventana dándole directamente, y pude observar su rostro con claridad. Parecía muy joven, casi una niña, pero al mirar sus ojos dorados comprendí que era una fachada: esa mujer tenía muchos más años que yo, y buscaba algo.

“Hola Perseo. Me llamo Pandora y necesito un favor”