miércoles, marzo 18, 2015

Cierre

“La idea de este blog es ser un repositorio de ideas, comentarios, chascarrillos y demás neuras que se le ocurren a un español perdido en Chile; no sé qué es lo que va a salir.”


Aquel 31 de octubre del 2005 un ilusionado Huelquén comenzaba una actividad de comunicación con el mundo gracias a las nuevas tecnologías. Efectivamente, no sabía qué iba a salir de todo eso, no estaba acostumbrado a hablar con extraños...


Casi diez años después, más de trescientas entradas publicadas (algunas más en el tintero por vergüenza o por miedo), muchas horas delante de la página vacía, muchas lágrimas vertidas en un teclado que ya va perdiendo las letras por el uso, algunas risas, mucho cariño y una gran gran cantidad de amor, toca cerrar ciclo e iniciar uno nuevo. La vida es cambio constante, poco a poco nos conocemos mejor, vamos ‘afilando’ nuestros sueños, nuestras metas y siento que ha llegado el momento de pasar página.


¿Lo mejor de todo? Tú. Tú que lees esto, que me has acompañado durante gran parte de este tiempo, esas más de nueve mil visitas desde España, México, Estados Unidos, Chile, India... los cientos de comentarios, el inmenso cariño e impagable amor que has puesto de tu lado. No esperaba nada de esto cuando empecé, nada. Y ahora, al despedirme de ti, no encuentro las palabras...

Tal vez lo mejor sea recurrir a una frase que escuché cuando era muy joven y que siempre me ha parecido una gran forma de despedirse de alguien a quién se quiere mucho.

"Adiós, que te vaya bonito"

miércoles, marzo 11, 2015

Silencio, brisa y cordura...

Hoy me he sentado delante de mi viejo portátil, con un vaso de whisky al lado, ese whisky que compré el verano pasado en Andorra, y he comenzado a escribir sin pensar. Las teclas se movían muy despacio al principio, como si le doliera al teclado en vez de a mi alma, hasta que las palabras han comenzado a fluir más y más deprisa, al mismo tiempo que el vaso se iba vaciando con regularidad.

Hemos (yo y la pantalla) hablado de muchas cosas: de aquel verano inconfesable en Ibiza, de las noches de angustia pasadas en el hospital, de los miedos que ni siquiera he contado a mí mismo, de esas horas en las que me vence la tristeza, de ayer, hoy y mañana. Bueno, en realidad he hablado yo. La pantalla del ordenador se ha limitado a poner negro sobre blanco las ideas que han ido surgiendo de mi cabeza, a veces torpemente, a veces aceleradas y muy claras. Han sido unas horas en las que he ido desgranando todas las emociones que se acumularon en estos días, mientras la tarde se convertía en noche y la música de piano llenaba esta habitación en la que me encuentro.

Son estos momentos los que me permiten seguir siendo cómo soy, aparentar que la vida no me afecta, que todo está bajo control. En ocasiones incluso me han echado en cara que carezco de esas mismas emociones que relato en esas líneas. No es fácil ser alguien como yo. No digo que sea distinto a otras muchas personas, a fin de cuentas cada ser humano es un mundo y he visto muchos mundos diferentes en mi vida. Escribir es para mí como la confesión para el católico devoto, un acto de liberación de mis pecados que me permite continuar con la vida normal, sin miedo a un infierno cada vez más cercano, una forma de ponerme en paz con un dios en el que deje de creer hace tantos años...

Los cubos de hielo ya han desaparecido en el vaso, apenas queda licor en ellos y la noche que veo por mi ventana solo se ve punteada por diminutos leds, destellos de las luces en las casas del valle o faros de coches bajando por la carretera. El sol se ha puesto tras las montañas y ya casi no las distingo, apenas perfiladas contra un horizonte cada vez más oscuro. Vuelvo a mirar las palabras que me observan desde la pantalla del portátil, hay un poco de mi sangre en ellas y bastante de mis lagrimas, esas lágrimas que últimamente parecen querer salir con más facilidad que antaño. Me hago viejo, sensible y sensiblero…
Un último trago, y con él el último trozo de hielo que quedaba entra en mi boca. Lo saboreo durante un minuto mientras releo parte de lo escrito. Inconexo, fútil, ardiente, dolorido, desesperanzado… Tomo el ratón con mi mano y lo llevo hacia la esquina superior derecha de la pantalla, hacia esa X que me ha estado llamando en los últimos minutos.

“¿Desea guardar los cambios efectuados en el documento?”

"No."

jueves, marzo 05, 2015

De nieve, huracán y abismos...

Se había levantado una brisa fresca, un ligero poniente que hacía que las salpicaduras del oleaje llegarán hasta la sala de control, remojando un poco el cristal de la tronera. Ignorante de esas gotas sobre el sílice de la ventana, un hombre miraba hacia el infinito, acodado ligeramente en la barandilla del balcón, sujetando su vieja taza de porcelana con un humeante café negro, mientras allá, en la lejanía, decenas de embarcaciones dependían de la luz de su lámpara para poder orientarse y regresar a salvo.

La jornada se esperaba tranquila. No había aviso de temporal ni se había anunciado nada que impidiera a los pescadores realizar su labor diaria. Sin embargo el hombre se sentía inquieto, no sabía por qué. Ni siquiera el fuerte sabor del café, preparado como siempre a última hora de la tarde para ayudarle a soportar la vigilia de cada noche, hizo desaparecer su desasosiego. Desde su privilegiada atalaya, el farero podía vislumbrar las luces de los barcos faenando en las proximidades de la costa. Se preparaba para una guardia más, no muy diferente de otras muchas que ya había hecho en ese puesto. Tomando un sorbo de caliente negrura entró en la torre y bajó hasta el cuarto de servicio, donde se acercó a la mesa que tenía dispuesta para la noche, justo debajo de la linterna giratoria. En ella se encontraban algunos utensilios necesarios para hacer su trabajo y pasar las horas: una vieja radio con la que se comunicaba con los barcos y otros faros; el diario de anotaciones, ya abierto por la página indicada para escribir cualquier incidencia que ocurriera; un ajedrez con una partida a medias, en la que las negras llevaban ventaja de un peón y un alfil; una cafetera llena, dispuesta en un hornillo eléctrico que mantendría el brebaje como a él le gustaba (“el café debe ser como un beso, dulce y ardiente” le gustaba citar)…

En una silla cercana se acomodaba su gato, un ejemplar atigrado, de rayas marrones casi negras en la semipenumbra bajo la linterna, que le observaba realizar su rutina cotidiana. Cuando el farero terminó de hacer sus comprobaciones, el animal se levantó y, desperezándose, se dirigió hacia la mesa en la que se acostó sobre un viejo diario de anotaciones, que parecía dispuesto para su comodidad.

“Una noche más, Mefistófeles, una noche más…” dijo el hombre, mientras observaba como el felino se limpiaba meticulosamente las patas con la lengua y finalmente se instalaba en su posición, guardando las manos bajo los brazos, en esa postura tan típica de los gatos al descansar. Sus ojos, de una rara tonalidad, a veces parecían verdes y en otros momentos grises como la pizarra de los montes natales del farero, dependiendo de cómo se reflejara en ellos la luz.

Dejando su taza de café a un lado, el farero comenzó por anotar los datos iniciales del día en su cuaderno: la fecha, la hora en que se encendió el faro, el estado de la mar, la previsión meteorológica, las pequeñas incidencias técnicas de un mecanismo con más de cuarenta años de servicio… Su letra era clara, funcional, su estilo parco en palabras y ceñido a los hechos.

Conforme iba rellenando su informe diario notaba como los párpados le comenzaban a pesar, así que tomó otro sorbo de café y siguió completando el diario. El sueño, sin embargo, pugnaba por ganarle y la escritura se le iba haciendo más y más complicada, de trazos sinuosos e irregulares. De su mano salían palabras cada vez más indescifrables, hasta que solo líneas curvas e inescrutables llenaron las páginas del viejo cuaderno.

Al mismo tiempo, su vista se iba haciendo menos aguda, y los continuos tragos de café no ayudaban en nada. Sacudiendo la cabeza, decidió que necesitaba un poco de aire fresco, y sus pasos le encaminaron de nuevo hacia la baranda del balcón, donde esperaba que el aire marino le ayudara a despejarse. El gato, sin moverse aún de su lugar en la mesa, observaba los torpes movimientos del humano, con una mirada que parecía definir miles de preguntas sin respuesta.

La sal y humedad que el viento portaba hicieron que recuperara algo de su agudeza mental, parecía incluso que podía respirar mejor allí, recibiendo la espuma del mar y escuchando el sonido de las olas romper contra la base del acantilado en el que se encontraba el faro. A lo lejos, las linternas de los pescadores iluminaban la noche como cuentas de un collar rodando por un suelo negro. Sorprendido, el hombre pensó en la tranquilidad que esa misma oscuridad le podría dar, una ausencia de sonido y luz que invitaban al descanso más eterno…

De pronto, se descubrió abriendo la boca espasmódicamente, como necesitado no ya de respirar sino de alimentarse de aire, mientras su cuerpo sufría ligeras convulsiones que iban a más. Al poco, apenas lograba sujetarse con sus puños a los oxidados hierros de la barandilla. En todo momento seguía sintiendo esa llamada de la oscuridad, de esa zona tranquila en la que podría soñar eternamente, entre algas y corales…

No sintió la caída, como tampoco sintió el golpe con la mar ni se dio cuenta de la transformación. En su mente solo podía ser consciente de la dicha de volver al origen, de regresar al mundo al que pertenecía, mientras una pequeña nube de escamas doradas salía de su cuerpo mientras se movía cada vez más velozmente hacia el mar abierto. En lo alto de la barandilla un gato atigrado, de intensos ojos verdes, movía la cola con tranquilidad y con su mirada felina observaba como el tritón desaparecía entre las olas. Sabía que volvería al amanecer, saliendo de entre las aguas con su forma humana de nuevo, para pasar el día como un simple farero en aquel remoto puesto, como lo había estado haciendo los últimos cuarenta años. Y él le esperaría en la puerta de la casa, mirándole con sus ojos enigmáticos, y le acompañaría en sus quehaceres, como había estado haciendo los últimos quinientos años…

domingo, marzo 01, 2015

De sol, espiga y deseo...

Se había levantado una brisa fresca, un ligero poniente que hacía que las salpicaduras del oleaje llegarán hasta la sala de control, remojando un poco el cristal de la tronera. Ignorante de esas gotas sobre el sílice de la ventana, un hombre miraba hacia el infinito, acodado ligeramente en la barandilla del balcón, sujetando su vieja taza de porcelana con un humeante café negro, mientras allá, en la lejanía, decenas de embarcaciones dependían de la luz de su lámpara para poder orientarse y regresar a salvo.

La jornada se esperaba tranquila. No había aviso de temporal ni se había anunciado nada que impidiera a los pescadores realizar su labor diaria. Sin embargo el hombre se sentía inquieto, no sabía por qué. Ni siquiera el fuerte sabor del café, preparado como siempre a última hora de la tarde para ayudarle a soportar la vigilia de cada noche, hizo desaparecer su desasosiego. Desde su privilegiada atalaya, el farero podía vislumbrar las luces de los barcos faenando en las proximidades de la costa. Se preparaba para una guardia más, no muy diferente de otras muchas que ya había hecho en ese puesto. Tomando un sorbo de caliente negrura entró en la torre y bajó hasta el cuarto de servicio, donde se acercó a la mesa que tenía dispuesta para la noche, justo debajo de la linterna giratoria. En ella se encontraban algunos utensilios necesarios para hacer su trabajo y pasar las horas: una vieja radio con la que se comunicaba con los barcos y otros faros; el diario de anotaciones, ya abierto por la página indicada para escribir cualquier incidencia que ocurriera; un ajedrez con una partida a medias, en la que las negras llevaban ventaja de un peón y un alfil; una cafetera llena, dispuesta en un hornillo eléctrico que mantendría el brebaje como a él le gustaba (“el café debe ser como un beso, dulce y ardiente” le gustaba citar)…

En una silla cercana se acomodaba su gato, un ejemplar atigrado, de rayas marrones casi negras en la semipenumbra bajo la linterna, que le observaba realizar su rutina cotidiana. Cuando el farero terminó de hacer sus comprobaciones, el animal se levantó y, desperezándose, se dirigió hacia la mesa en la que se acostó sobre un viejo diario de anotaciones, que parecía dispuesto para su comodidad.

“Una noche más, Mefistófeles, una noche más…” dijo el hombre, mientras observaba como el felino se limpiaba meticulosamente las patas con la lengua y finalmente se instalaba en su posición, guardando las manos bajo los brazos, en esa postura tan típica de los gatos al descansar. Sus ojos, de una rara tonalidad, a veces parecían verdes y en otros momentos grises como la pizarra de los montes natales del farero, dependiendo de cómo se reflejara en ellos la luz.

Dejando su taza de café a un lado, el farero comenzó por anotar los datos iniciales del día en su cuaderno: la fecha, la hora en que se encendió el faro, el estado de la mar, la previsión meteorológica, las pequeñas incidencias técnicas de un mecanismo con más de cuarenta años de servicio… Su letra era clara, funcional, su estilo parco en palabras y ceñido a los hechos.

Conforme iba rellenando su informe diario notaba como los párpados le comenzaban a pesar, así que tomó otro sorbo de café y siguió completando el diario. El sueño, sin embargo, pugnaba por ganarle y la escritura se le iba haciendo más y más complicada, de trazos sinuosos e irregulares. De su mano salían palabras cada vez más indescifrables, hasta que solo líneas curvas e inescrutables llenaron las páginas del viejo cuaderno.

Al mismo tiempo, su vista se iba haciendo menos aguda, y los continuos tragos de café no ayudaban en nada. Sacudiendo la cabeza, decidió que necesitaba un poco de aire fresco, y sus pasos le encaminaron de nuevo hacia la baranda del balcón, donde esperaba que el aire marino le ayudara a despejarse. El gato, sin moverse aún de su lugar en la mesa, observaba los torpes movimientos del humano, con una mirada que parecía definir miles de preguntas sin respuesta.

La sal y humedad que el viento portaba hicieron que recuperara algo de su agudeza mental, parecía incluso que podía respirar mejor allí, recibiendo la espuma del mar y escuchando el sonido de las olas romper contra la base del acantilado en el que se encontraba el faro. A lo lejos, las linternas de los pescadores iluminaban la noche como cuentas de un collar rodando por un suelo negro. Sorprendido, el hombre pensó en la tranquilidad que esa misma oscuridad le podría dar, una ausencia de sonido y luz que invitaban al descanso más eterno…

De pronto, se descubrió abriendo la boca espasmódicamente, como necesitado no ya de respirar sino de alimentarse de aire, mientras su cuerpo sufría ligeras convulsiones que iban a más. Al poco, apenas lograba sujetarse con sus puños a los oxidados hierros de la barandilla. En todo momento seguía sintiendo esa llamada de la oscuridad, de esa zona tranquila en la que podría soñar eternamente, entre algas y corales…


No sintió la caída, como tampoco sintió el golpe con la mar ni se dio cuenta de la transformación. En su mente solo podía ser consciente de la dicha de volver al origen, de regresar al mundo al que pertenecía, mientras una pequeña nube de escamas doradas salía de su cuerpo mientras se movía cada vez más velozmente hacia el mar abierto. En lo alto de la barandilla un gato atigrado, de intensos ojos verdes, movía la cola con tranquilidad y con su mirada felina observaba como el tritón desaparecía entre las olas. Sabía que volvería al amanecer, saliendo de entre las aguas con su forma humana de nuevo, para pasar el día como un simple farero en aquel remoto puesto, como lo había estado haciendo los últimos cuarenta años. Y él le esperaría en la puerta de la casa, mirándole con sus ojos enigmáticos, y le acompañaría en sus quehaceres, como había estado haciendo los últimos quinientos años…

lunes, febrero 09, 2015

Amanece en el asiento de atrás

Lo siento pero ya no quiero seguir así. Estoy cansado de justificar y justificarme a cada instante, de buscar las palabras adecuadas para poder hablar, de ocultar y ocultarme. Yo no soy así. No lo he sido nunca y no lo voy a ser ahora.

¿Recuerdas cuando comenzamos? Todo era nuevo, a cada momento encontrábamos algo que nos hermanaba, algo que compartir, recuerdos semejantes, las palabras que nuestras madres usaban… Luego, cuando nos fuimos conociendo, vimos amaneceres juntos, hacíamos que el tiempo se parase sólo por estar un poco más, no importaba la distancia. Cuántas noches se nos hacían madrugadas para despedirnos…

Y luego llegaron los malos días. No, no voy a hablar de ellos. Los hemos repetido tantas veces que no creo que me los quite de la piel. Gracias a ellos me he convertido en un hombre diferente, peor si quieres. No, no voy a hablar de ellos.

Y así estamos ahora. Más lejos que cuando nos conocimos, porque ahora, aunque queramos, no podemos desconocernos. Más lejos, más cerca, más tarde…

Y mientras tanto, las paredes se encalan, los andamios se desmontan, la arena de aquella playa ya no es la misma, cerraron aquel restaurante, aquel cantante ya no canta esa canción en sus recitales, el hilo amarillea entre las páginas de un libro que ya no volverás a abrir, las rosas se desmenuzan y desaparecen…


Y entretanto otras melodías de piano se abren paso, otras palabras son bendecidas por tus ojos, otras luces entran en ellos, mis dedos vuelven a golpear las teclas de la vieja máquina, tu vida sigue como siempre y la mía se aleja un poco más…

sábado, febrero 07, 2015

Los flecos del aire

En aquella época yo pasaba por una mala racha y tenía mucho tiempo libre, demasiado en realidad, así que la mayoría de las tardes recogía mi abrigo y me iba a pasear por el casco antiguo de mi ciudad. Aquellas largas caminatas sin rumbo ni destino me permitían no pensar en mi situación y al mismo tiempo me despejaban la cabeza.

No recuerdo cómo llegué aquel día al puerto. De un instante para otro me encontré rodeado de los olores de algas, diesel, madera en descomposición, herrumbre... Nuestros pescadores comenzaban a aparecer en el embarcadero en el momento en que yo llegaba a la entrada del muelle; me entretuve un momento en observar la descarga del fruto de su jornada, en ver cómo la plata viva del mar entraba entre cajones de sal e hielo en la lonja, pero pronto mis pasos y mis cavilaciones me llevaron a zonas más alejadas y de menos bullicio.

Tiene nuestra rada un gran espigón de cemento y piedras, construido después de la guerra, con la idea de aumentar la seguridad de los buques frente a la mar brava y conseguir que más barcos entraran en él, aumentando la actividad del lugar. Al final, sin embargo, sólo se consiguió que el muelle fuera mayor y que las embarcaciones locales dispusieran de mejores amarres, además de enriquecer a los proveedores de piedra y hormigón elegidos para la obra. El ayuntamiento puso alumbrado público y algunos bancos de hierro forjado en la cresta, formando una zona agradable de paseo y un mirador muy concurrido en los días buenos.

En uno de esos bancos me encontré ese día a Antón. Antón era un viejo marinero, una de esas personas que parece que han nacido entre salitre y gaviotas, con la piel morena por el aire y los ojos de ese azul que ves en las zonas poco profundas, casi de cristal. Siempre estaba mirando hacia el horizonte, como intentando adivinar qué barco sería el primero en asomar su trinqueta por encima de la línea. Ese día estaba sentado en el último banco del espigón, el más cercano a la entrada de la cala, como si quisiera meterse un poquito más en el mar.

Yo no me acerqué mucho. Mi humor esos días no era el más adecuado para compartir con otros seres humanos, ni parecía que Antón se hubiera dado cuenta de mi presencia, siempre con la vista fija en la distancia, perdido en sus pensamientos… Me detuve a unos pocos pasos y yo también miré hacia la lejanía, dejando que mis ojos se enfocaran en el infinito mientras mis pulmones se llenaban de aire marino, de sal y azul…

No aguanté mucho tanta ventilación en mis alvéolos y saqué un cigarrillo. Al darme la vuelta para proteger la brasa del mechero del viento me di cuenta que Antón me miraba, con una sonrisa amable en la cara, apoyadas las manos en el bastón. Le saludé y me acerqué para ofrecerle un cigarrillo, que me aceptó complacido. Nos sentamos juntos durante un buen rato, dejando que el humo formara una pantalla entre nosotros y el mundo. Es extraño como une el tabaco a los hombres, como dos extraños se pueden sentir cerca mientras se queman esas fibras vegetales, que generan una especie de complicidad entre los dos, como si absorber los mismos químicos creara una cierta hermandad.

Ya no recuerdo quién de los dos comenzó a hablar, ni por cuánto tiempo lo estuvimos haciendo. Cuando el sol ya se acercaba a darse su baño vespertino nos dimos cuenta de que se nos había acabado el tabaco, que era tarde, que yo tenía que recoger unos mandados y Antón tenía que volver a casa de su hija, con quien vivía. Caminamos despacio, tranquilos mientras se encendían las luces del espigón, y al llegar a la entrada del muelle nos despedimos, quedando para el día siguiente. “Sí, nos vemos mañana” le dije al alejarme hacía mis menesteres.

Al día siguiente lo volví a encontrar, sentado en el mismo banco, con la mirada de nuevo perdida en la línea del cielo y el mar, inconsciente de mi presencia hasta que encendí el primer cigarrillo y me senté a su lado, ofreciéndole papel y picadura de nuevo.

Durante las siguientes jornadas mis pasos se encaminaron casi invariablemente hacia el puerto, pasando de largo la lonja y los amarres y acercándome hacia los bancos del espigón, en los que me esperaba Antón, siempre sentado en uno de los bancos de hierro, siempre mirando a lo lejos, siempre callado hasta que el humo nos hacía hablar. Y hablamos de muchas cosas. Él me contó de su vida de marinero, sesenta años en la mar, primero como aprendiz en el barco de su padre, luego como marinero mercante durante la guerra, muchos años viajando por el mundo hasta regresar a su lugar natal, encontrar acomodo en un barco pesquero y en los brazos de una hembra. Pasó sus años yendo del cálido abrazo de su mujer y sus hijos al abrazo salado y húmedo del mar y sus frutos, peleando para sacar a los peces de su regazo y llevarlos a la lonja, primero como tripulante, luego como capitán en su propio barco hasta que los huesos no le dejaron seguir. Ya hacía dos años que se había mudado con su hija a esta ciudad, después de quedarse solo tras morir su mujer, pero llevaba tanta agua salada en sus venas que todos los días se acercaba hasta el espigón, para poder sentirla cerca, para poder olerla y recibir en su cara su saludo salado, las gotas que le llegaban de las olas rompiendo en las rocas eran las lagrimas que vertía el mar por no poder estar con él, lágrimas que enmascaraban las de él, por no poder estar con ella…


jueves, enero 15, 2015

Ríos de tinta

"Lo primero que sientes es una opresión en el pecho, como si un fantasma hubiera metido su mano intangible entre tus costillas y, volviéndola sólida de nuevo, te apretara con ella el corazón, impidiendo que puedas concentrarte. Es un dolor rudo, constante, marrón, que te hace preguntarte si no estarás teniendo un infarto de esos que tanto se habla. 

Después comienzan a arderte los ojos. No importa lo que estés haciendo, los ojos comienzan a calentarse y, en respuesta, nubes de vapor se elevan en tu mirada, impidiéndote ver correctamente lo que pasa a tu alrededor, por mucho que parpadees no consigues aclarar tu visión.Y el calor sigue. Y entonces, de un lugar que nunca pensaste que existía, torrentes de agua inundan tus cuencas oculares, apagando los ardores pero elevando su temperatura. El líquido que desborda, corriendo por tus mejillas como un arroyo, está caliente, quema tu piel…

En ocasiones, el incendio es muy grande, demasiado para que puedas aguantarlo, y te encoges y te agitas, te revelas ante el dolor que te taladra la cabeza, ríos manan de sus ojos incandescentes, todas tus articulaciones se quejan ante la tensión…

Y al final, cuando todo ha acabado, cuando la presión sobre el corazón se disipa, cuando tu piel quemada deja de recibir el dolor que viene de la puerta de tu alma, ésta se serena. La pena que inició todo el proceso está ahí, aún no se ha ido, pero las lágrimas han apaciguado..."

Llorar, definición en la "Enciclopedia de las cosas extrañas"

martes, enero 06, 2015

Estos días azules y este sol de la infancia

El sol de la tarde caía sobre los campos, resaltando los colores al tiempo que proporcionaba una tibieza que su espalda agradecía. Ya había pasado la hora más calurosa del día y los chiquillos del barrio habían empezado a asaltar los sembrados de trigo aún verde, formando extraños caminos al aplastar las mieses. Desde el camino no era posible ver a esos grupos de muchachos y muchachas, enfrascados en quién sabe qué labores, escondidos entre los cultivos, pero el caminante sabía que existían, él había hecho lo mismo en esos cultivos cuando había sido más joven. Paseaba despacio, disfrutando de la sinfonía de sentidos: colores, olores, movimientos, el roce de una ligera brisa en la piel…

El verde de los trigales se rompía aquí y allí por gotas de sangre vegetal, amapolas que erguían la cabeza como para destacar en la alfombra de cereal. El paso de los intrusos dejaba notas de un verde más apagado, tanto más cuanto mayor fuese el tiempo pasado desde que los tallos se quebraron. Vistos desde un altozano, esos surcos podrían parecer corrientes en el mar de trigo que era la llanura.

Señalando la frontera entre los cultivos y el camino había un pequeño mundo de color: margaritas y manzanillas desplegaban sus banderas blancas y amarillas, atrayendo a multitud de insectos que las pintaban de motas negras; arvejas y malvas ponían los toques de azul, mientras que otras pequeñas flores, apenas visibles a ras de suelo, parecían pequeñas estrellas rosas sobre el cielo de tierra. Algunos de los chicuelos se encontraban agachados al borde del camino, arrancando con cuidado las flores de malva para chupar la gota de rocío que quedaba en ellas, con su sabor dulzón…

Mientras dejaba que su mano acariciase las puntas de los tallos de trigo al pasar, el viajero sonrió recordando haber hecho lo mismo en su infancia, transcurrida no muy lejos de esas tierras. En aquellos tiempos los niños también se escondían en los sembrados, jugando a juegos prohibidos que ahora le parecían inocentes: los primeros descubrimientos del otro sexo, la exploración y las preguntas, el primer beso, las tardes mirando las nubes desde un castillo vegetal…


“¿Alguna novedad?” preguntó el doctor mirando el monitor. En él aparecía un hombre, con una camisa de fuerza y encerrado en una habitación de paredes acolchadas, mirando fijamente hacia el frente.

“No, doctor, el paciente sigue en el mismo estado desde hace días: sin respuesta a los estímulos y con la mirada perdida. Bueno, quizás sí; hace un momento me ha parecido verle sonreír…”