miércoles, noviembre 28, 2012

El país de las lágrimas

El hombre llegaba por las mañanas y se instalaba en el mismo lugar, en un rincón de la taberna, cerca de la chimenea. El camarero le servía una copa de anís apenas le veía y, poco rato después, le ponía un café con leche en una taza grande. Pasaba la mañana y poco antes del mediodía el hombre se levantaba, dejaba dos pesetas encima de la losa de mármol y se marchaba por la puerta hasta el día siguiente. Siempre la misma rutina.

La primera vez que observó este comportamiento le llamó la atención el absoluto silencio que mantenía el parroquiano: no pedía consumición, ni la cuenta, no comentaba ninguno de los sucesos que el resto de clientes discutía, en ocasiones acaloradamente. Sencillamente se encontraba sentado en su mesa, mirando al infinito, sorbiendo pequeños tragos de anís y café frío.

Él tampoco era un cliente modelo. Le gustaba el bar del portugués porque quedaba cerca de casa, tenía unas bonitas vistas del valle desde el balcón, y el vino no era tan aguado como en otras tabernas. Desde el primer día en que llegó a su puerta, buscando un lugar donde encontrar esa escasa cantidad de calor humano que parecía necesitar, se encontró con un pequeño universo de seres humanos, con historias que fue poco a poco aprendiendo y valorando. Carlos, el dueño, misterioso detrás de su delantal y extraño acento; Pilar, su mujer, que aparecía muy de vez en cuando, iluminando el salón con su presencia; el sacristán, siempre de negro, siempre vociferando; el tío Julio…

A las pocas visitas, en las que pedía un vaso de vino y se sentaba a observar el valle mientras sorbía lentamente su sangre, el portugués se le acercó y se sentó a su lado. Era un hombre ya entrado en la cuarentena; decía la leyenda que había sido pistolero en Lisboa antes de cruzar la frontera y enamorarse, que durante la guerra había servido en el ejército francés, y que a resultas de un ataque de gas estuvo a punto de morir en Lieja. Sus ojos claros cubiertos por unas espesas cejas, brillaban con inteligencia y, en ocasiones, astucia.

“¿Usted es el madrileño que ha comprado la casa antigua, verdad?” le preguntó mientras le servía el vaso de vino que había pedido.

“Sí, ese debo ser yo” respondió, tomando el cristal y dando el primer sorbo. De inmediato se dio cuenta de que aquél no era el vino que había estado tomando sino uno de calidad muy superior: podía distinguir en su paladar el sabor dulzón de la uva fermentada, un poco de canela, manzana, moras frescas, rocío de un día de otoño, un atisbo de… Una mirada a la expresión socarrona del portugués le hizo entender que era el regalo de bienvenida, que había sido admitido en un club que contaba con muy pocos miembros.

No intercambiaron más palabras durante semanas. A veces, el dueño de la taberna se acercaba a su mesa y le servía una copa de ese vino fresco, frutal y al mismo tiempo lleno de aromas de primavera. Él lo aceptaba con un gesto de agradecimiento y después seguía ensimismado en sus pensamientos, que Carlos respetaba.

Mientras, el hombre del anís y el café seguía yendo todas las mañanas, tomando su licor con tiempo, y dejando dos pesetas sobre la mesa antes de irse…

domingo, noviembre 25, 2012

Pacto

Hoy me vas a permitir, querido amig@, que copie a otro. El texto que vas a leer no es mío, es de la poetisa colombiana María Clara González, de su libro publicado en 1996, Pasajeros del viento.


He de confesar que normalmente no leo poesía, mi estado de ánimo no suele acompañar para saborearla como merece, pero este corto poema me fascinó inmediatamente, el sentimiento que transmite es algo con lo que comulgo plenamente. Espero que te guste tanto como a mí.


Pacto

Por si acaso llovizna por tu calle
y quieres secar tu cuerpo
entre mis brazos

Por si el silencio te acomete
y recuerdas el lenguaje extraño
que aprendiste a mi lado

Por si regresas
a humedecer de lunas los recuerdos

Por si el trópico te reclama impaciente
entre sus verdes

O por si acaso es de noche en tu morada
dejaré la puerta abierta

martes, noviembre 20, 2012

La calle del silencio


“A veces los sueños no nos dejan ver la realidad.”

Las palabras le sorprendieron con la mente en blanco, mientras miraba abstraído los colores cambiantes del mar, haciendo que estuviera a punto de dejar caer su termo de café ya frío. Al darse la vuelta se encontró cara a cara con un hombre de pelo blanco y barba descuidada, de edad indefinida, que le observaba con una sonrisa amable, acogedora..

“Me llamo Saúl” le dijo, tendiendo una mano que demostró dar apretones firmes y reconfortantes. “Le he estado viendo desde mi ventana, allí arriba.”

“Allí arriba” era la cima del promontorio en el que se encontraban. Una casa pequeña, blanca, se asomaba por encima del verde de los tejos y brezos. Si se hubiera fijado un poco más, habría visto un fino sendero, medio escondido entre los arbustos, que llevaba desde la casa al mirador, el camino que Saúl había recorrido esa tarde para estar junto a él.

“Una magnifica vista, ¿no es cierto?” siguió el anciano. “Vengo a menudo aquí, a observar las olas y las gaviotas…”

Como si le hubiera escuchado, esperando su entrada, una gran gaviota les sobrevoló, aprovechando el viento que subía por el acantilado para remontar el vuelo y adentrarse en tierra firme, en busca quién sabe de qué.

“Cuando yo era pequeño esto no era más que una plataforma de tierra, nada que ver con este mirador que nos ha construido la diputación, con esos bancos de madera y el parapeto de piedra. Aquí veníamos las noches de tormenta para ver en la distancia los barcos de nuestros padres, y a rezar por su vuelta sanos y salvos. ¿Y a usted? ¿Qué le trae a este rincón de la costa?”

Al hacer la pregunta se había girado y sus ojos claros se clavaron en el visitante. Este, un poco desconcertado por la presencia del viejo, no encontró las palabras adecuadas para responder a su pregunta. Por toda respuesta, se acodó de nuevo en el parapeto, mirando al mar, esperando encontrar…

“No está ahí”

“¿Qué, cómo ha dicho?” preguntó el viajero.

“Muchos vienen aquí buscando algo, usted no es el primero. Llevo viviendo muchos años por aquí, y los he visto de todos los tipos: turistas que vienen en busca de la foto para enmarcar y presumir tras las vacaciones, y que pasan sin dejar más que basura y ruido, parejas más interesadas en su mundo compartido que en el exterior, gentes que llegan buscando algo que perdieron, como usted.”

“¿Cómo sabe que he perdido algo?”

“Tiene muchas de las señales. Dolor, tristeza, ganas de evadirse de sus sentimientos… También lo sé porque lleva aquí apenas treinta minutos y ya le he visto llorar dos veces.”

La franqueza de la respuesta sorprendió al hombre. Era cierto. La angustia que le había empujado a salir de la ciudad, a alejarse del lugar en el que habitaba ella, era demasiado para poder mantenerla a raya. Ya había llorado esa noche, cuando se quedó solo en el motel de carretera que encontró, había estado llorando mientras dormía, y las lágrimas habían vuelto de nuevo apenas unos momentos antes…

“No está ahí, nunca lo ha estado”

viernes, noviembre 16, 2012

Noticiero de la tarde

Hoy en día abrir el periódico o escuchar las noticias en televisión es arriesgarse a sufrir una depresión muy seria. A través de ellos conocemos, y gracias a los medios en muchos casos nos regodeamos, casos de suicidio por desesperación, maltratos, vidas tiradas a la calle por una interpretación dura de la ley, el capitalismo en su forma más salvaje. No hay esperanza. No se ve el final del túnel.

Los medios también intentan compensarnos con concursos, peleas o romances entre famosos... Las secciones de deportes y variedades de los diarios aumentan de tamaño, y los programas deportivos han incrementado su oferta como nunca antes, igual que las llamadas revistas del corazón.

Sin embargo, no se publican sucesos esperanzadores, aquello que antes se llamaba “el lado humano” de la noticia se considera ahora por el modo primitivo, esto es, el más sanguinario, el más carnívoro. Ocurre una desgracia y enseguida nos ocupamos al 100% de informar, poner fotos y vídeos de la tragedia, de acompañar a los familiares en su dolor… Claro, con clases. No da para tanto 150 muertos en un descarrilamiento de tren en Bangladesh (producido por el hacinamiento y el mal estado de los trenes comprados a un país europeo) que el nacimiento del bisnieto de la nuera de la hija de uno de nuestros más ilustres payasos (dicho sea con todo el respeto al gremio del cual me siento parte).

No me malinterpretes, querido lector. Estoy a favor de la información, soy un convencido de que cuanto mayor sea el acceso a la misma, mejor nos irá a todos. Estoy seguro de que ahí fuera hay fantásticos periodistas, gente dispuesta a darte todos los datos de la noticia para que podamos formarnos una opinión clara e informada. Pero me pregunto para qué quiero una opinión sobre que los amores de Justo Maderalago y Luna Pérez, o por qué es necesario dar tanta importancia a las opiniones de Mariano sobre Arturo, aunque uno sea el presidente de la comunidad de vecinos. Cansa. Aburre. Desmotiva.

Por eso yo, que era de lectura diaria de periódico, en papel y de cabo a rabo, y de revistas varias, ahora sólo veo por encima las ediciones digitales (gracias a XXXX* por eso, que nos permite conocer varias visiones sin apenas coste) de algunos de los periódicos más importantes, leyendo sólo aquellos artículos que me interesan. No veo noticias ni la edición de este año de Gran Primo.

Y no soy mejor por ello, ni más intelectual ni nada parecido. Ya lo paso suficientemente mal en mi vida diaria como para necesitar que me quiten la poca ilusión en el ser humano que me queda. Es así de simple.


* Sutituir por el nombre que más nos convenza

miércoles, noviembre 14, 2012

Y se llama soledad

Hoy la he vuelto a ver. Me estaba esperando, sentí su presencia en cuanto abrí la puerta de casa. Estaba sentada en el sillón, mirando cómodamente las luces del televisor. Apenas se volvió a mirarme cuando sintió el ruido de las llaves rebotando en la mesita de entrada. En su rostro pude ver esa sonrisa, esa sonrisa que yo sabía que significaba “te lo dije”.

Me fui a la habitación, cansado, a cambiarme de ropa. En esos momentos no quería hablar con ella, darle la satisfacción de la victoria ni que me viera derrotado. Una vez vestido con ropa de andar por casa, holgada pero abrigada para estos fríos de invierno, regresé al salón, donde ella ya se encontraba preparando la cena, canturreando, contenta...

No nos dijimos nada cuando me puse a su lado, empezando a calentar los restos de la comida. No era necesario. Ella tenía toda la información, sabía que había roto con Inés, mejor, que ella me había echado de su vida, que no quería saber nada más de mí, lo sabía muy bien. Conocía también cómo me sentía. No necesitaba que yo le contara la historia ni sus raíces, a ella sólo le importaba que yo estaba allí, con ella y nadie más.

Tampoco hablamos durante la cena, en la que yo traté de comer intentando no pensar, usando la televisión como una excusa. Ni siquiera cuando las lágrimas salieron de mis ojos, en silencio, dijo una sola palabra. Su sonrisa no cambió ni se movió un ápice cuando por fin me derrumbé, gesto de gata satisfecha que juega con el ratón que no se va a comer, pero tampoco va a dejar escapar.

A pesar de todo, yo sabía que me acostumbraría a su silencio, a sus pasos quedos, a su presencia constante. Siempre había sido así. y ella era consciente de eso.No nos hacía falta hablar para que supiera qué pensaba, el porqué de esa sonrisa constante en su rostro: “has vuelto, eres mío, para siempre, no volverás a irte, no te dejaré nunca”...

Como antes, como muchas noches antes, me acompañó al dormitorio pero no cruzó la puerta. Desde el dintel observó cómo me desnudaba. preparándome para el intento de dormir otra noche más, sabiendo que no lo conseguiré, que es en vano. Apenas unos segundos antes de que apague la luz la veo hacer un gesto, un “hasta mañana” repetido y ansioso. Por primera vez me sorprendo respondiendo “buenas noches, soledad”

viernes, noviembre 09, 2012

Polvo de estrellas


La imagen se ha desteñido con los años, el recuerdo se ha difuminado, y los pixeles de la memoria se han agrandado, disminuyendo el detalle y los colores, pero manteniendo los sentimientos y sensaciones.
Había nevado. Mucho. En aquellos años las nevadas no eran tan excepcionales como para que los telediarios abrieran con ellas, ni había tantos coches como para que los copos de nieve provocaran un desastre circulatorio. La calle presentaba no ya un manto blanco, sino una soberana manta nívea que cubría aceras, calzada y descampados con varios centímetros de ese polvo invernal que tanto nos gusta.

En la esquina había una mujer y un niño. Esa esquina esta frente a mi casa, bueno, la casa de mis padres, pertenece a uno de los pocos edificios que había allí cuando nos mudamos, hace más de cuarenta años. La mujer era mi madre, y yo el niño, envuelto en un abrigo de lana negro, o tal vez gris. Estábamos uno junto al otro, de espaldas al edificio en el que se encontraba nuestro hogar. Nos veo desde la terraza de mi casa, aunque yo sea ese niño pequeño, de no más de cinco años, moreno y de cara regordeta. Me recuerdo serio.

Un hombre mayor está enfrente de nosotros. El maestro. Todavía no había desaparecido la figura venerable del maestro de escuela, que tan bien supo retratar el fallecido Fernando Fernán Gómez en La lengua de las mariposas. En muchos de los pueblos de España la educación primaria, al menos en las primeras etapas, estaba a cargo de estos hombres y mujeres, y muchos de nosotros iniciamos nuestra formación con ellos. Aquella escuela estaba en los bajos de uno de los edificios de la calle cercana, y tenía el nombre que otras muchas llevan y llevaron: San José de Calasanz. Recuerdo la clase y los pupitres, todos los niños en una misma sala, sin importar edades ni condiciones: el hijo del maestro, los niños pequeños…

El hombre está hablando con mi madre. Las palabras o sonidos ya se perdieron, los gestos apenas se reconocen, ni siquiera el rostro de mi madre permanece. Ahora la escena ha cambiado, y la cámara de mi mente está junto a nosotros, en un plano general corto conmigo al frente. Miro al hombre mayor, creo que debería estar cerca de los sesenta años, una persona muy vieja para mi cortos estándares, con una barba blanca que le daba más años quizás de los que tenía.

Me sonríe. Me ofrece un caramelo, mientras mi madre me dice que tengo que ir con él, que vaya a la escuela.

Aquí acaba la imagen. Es uno de mis primeros recuerdos, recuerdos que no son reales, sucesos que pudieron bien ser momentos de un sueño o ideas que me formé en conversaciones. A esa edad, podemos vivir los sueños con tanta intensidad que se convierten en nuestra vida real. Desgraciadamente, perdemos esa virtud con los años.

martes, noviembre 06, 2012

Flores de invierno


Todas las mañanas Braulio escuchaba las noticias en su vieja radio portátil, esperando hasta oír la previsión del tiempo. Si el día se presentaba gris o con pronóstico de lluvia, se quedaba en casa, leyendo o hablando con sus familiares. Pero si el meteorólogo indicaba buen tiempo, o al menos que no iba a llover, Braulio se vestía y salía de su hogar en dirección al parque de las Azaleas, a pasar el día.

Allí se dirigía siempre al mismo lugar: un banco de madera desgastada y nudosa, situado en una zona apartada del parque, donde se sentaba y estiraba las piernas. Estaba alejado de las rutas principales de corredores y madres con hijos, por lo que no le molestaba casi nadie durante largas horas. El tímido sol de invierno le calentaba durante la mañana, y en los veranos le daba sombra un anciano sauce cercano. Arbustos de brezos y lavanda le proporcionaban agradables olores, y los parterres del otro lado del seto se encargaban de dar variedad a su paisaje.

Era un lugar tranquilo y confortable. Allí pasaba mucho tiempo, sentado, con la cara al sol o leyendo. A veces, sin saber por qué (un recuerdo, un olor, quizás el sueño de una mala noche, la memoria de una imagen…), el corazón de Braulio se estrujaba y dolía. Una sensación de ahogo le colmaba, subiendo por su garganta hasta sus ojos, que comenzaban a picar y luego a destilar lágrimas.

No era un hombre sensible, pero a lo largo de sus muchos años había acumulado una gran cantidad de angustia y pena, sentimientos que se habían sedimentado en su alma dejando un poso negro y duro, una costra que era muy difícil de arrancar… Esos momentos en que lloraba en silencio, sintiendo la calidez de sus lágrimas recorrer sus mejillas, le ayudaban a romper y sacar parte de ese dolor.

Durante esos segundos le asaltaban imágenes de su vida, recordaba a parientes que no podía alcanzar, a amigos con los que no podía hablar, a amores que no pudo corresponder… Si alguna persona pasase por esa zona del parque en esos instantes, quizás un transeúnte despistado, caminando sin rumbo, podría escuchar las palabras que Braulio decía entre sollozos: “perdóname”, “lo siento”, “te perdono”…

Llegaba al fin la tarde y el banco quedaba enredado en las sombras de los pinos cercanos, altos vigilantes de la vida de Braulio. El hombre se levantaba, recogía sus cosas (un libro, tal vez una bufanda) y golpeando su gastado y blanco bastón de ciego caminaba hacia la salida del parque, un poco más ligero que ayer, un poco más pesado que mañana…

sábado, noviembre 03, 2012

Sala de espera

Debido a una de mis múltiples (y según los médicos imaginarias) dolencias, he tenido que pasar la tarde sentado en la sala de espera de urgencias. Normalmente no me importa esperar; no soy un hombre impaciente ni suelo tener prisa para casi nada, y la mayoría de las veces procuro disponer de lectura suficiente para ir matando los ratos en que lo necesito. Pero hoy apenas he podido leer un par de párrafos antes de sentirme atraído como una polilla por la conversación de un grupo de jóvenes que estaban cerca de mí.

Eran cuatro chicas, ninguna de ellas mayor de veinte años, que comentaban alegres y vivaces sus embarazos y las circunstancias de los mismos. Nada de esto era fuera de lo normal; el embarazo adolescente sigue siendo un problema en zonas rurales, como el lugar donde vivo, a pesar de las campañas del gobierno y organizaciones sin ánimo de lucro. Parece ser que es más fácil que nuestros hijos e hijas se aprendan la letra del hit del momento en Bulgaria que hacerles ver la importancia del preservativo en unas buenas relaciones sexuales. Si los padres no lo hacen…

Una de ellas, delgada, con el pelo moreno recogido en un moño, y un clavo sobresaliendo del labio superior, estaba muy preocupada porque su hijo estaba a cargo de la madre y ya eran altas horas de la noche. Con el correr de la conversación me enteré (yo y toda la sala) que su marido estaba en la cárcel, que ya había tenido las visitas “intima, familiar y de convivencia”, que no estaba preocupada por él, porque su suegro había estado muchos años en la cárcel y tenía muchos amigos, pero que le extrañaba que no la hubiera llamado las dos veces que solía hacer en los días de llamada, a pesar de lo que ella se esforzaba en conseguirle el dinero que necesitaba allí dentro…

Otra de ellas, rellenita, con una incipiente barriga, posiblemente con menos de dieciséis años, tenía otras preocupaciones: había denunciado al presunto padre del bebé para poder cobrar una ayuda familiar de cuatrocientos euros durante tres años, ayuda que además le proporcionaría ventajas para obtener “los papeles”, y ahora se encontraba con que no podía verle o le retiraban la ayuda.

Toda esta conversación entre ellas se mantuvo en un tono de absoluta naturalidad, como si estuvieran comparando notas o se contasen las últimas vacaciones. He de confesar que me resultó muy chocante encontrarme de bruces con esta realidad: personas que viven la cárcel como un hito más de la vida cotidiana, que son capaces de negar una relación con tal de obtener una ayuda para el sustento diario… 

Vivimos en tiempos difíciles, todos los días se encargan de recordarnos que éstos serán cada vez peores, las noticias son todas pesimistas y ya ni siquiera las páginas deportivas de los diarios nos dan alguna alegría. Y sin embargo, la vida sigue, los niños nacen, son educados (más o menos bien) y continúan un ciclo que lleva rodando desde el principio.

A menos que Ronaldo y Messi hagan algo, bajo los auspicios de Merkel…